El viajero (112 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

señalaban con el dedo, y la mayoría en direcciones distintas. Bayan y yo miramos primero hacia donde indicaba uno, luego hacia donde señalaba el otro, y después el otro. Allí, en lo alto, la grieta resquebrajada de una roca en forma de muro se estaba ensanchando perceptiblemente. Por allá, en lo alto, dos grandes losas de roca unidas hasta entonces se estaban separando poco a poco. Más allá, en lo alto, un pináculo de roca como el torreón de un castillo se tambaleaba y se venía abajo, quebrándose al mismo tiempo en rocas separadas que se dispersaban, y todo eso lo hacían tan lentamente como si tuviera lugar bajo el agua.

Si realmente aquellas montañas nunca habían sufrido antes una avalancha, entonces, precisamente por no haberlo hecho nunca, quizá estaban preparadas y a punto. Creo que hubiéramos cumplido nuestro objetivo con sólo tres o cuatro bolas de latón alojadas cada lado del valle: habíamos colocado seis a cada lado y todas habían cumplido su cometido. Y aunque el comienzo de la actuación fuera insignificante, la conclusión fue espectacular. Quizá lo describa mejor así: imaginemos que aquellos altos peñascos fueran unas cuantas protuberancias expuestas en los espinazos de las montañas, y supongamos que nuestras cargas fueron martillazos que quebraron los huesos. A medida que los espinazos se desmoronaban, su cubierta de tierra empezaba a pelarse en uno y otro lugar, como el pellejo de un animal que se desuella a trozos. Y a medida que el pellejo se arrugaba y se plegaba, los bosques empezaban a desprenderse de él, como la piel de un camello en verano, que pierde su pelo desagradablemente a mechones y a retazos.

En cuanto se produjo el primer desprendimiento de roca, nosotros, los observadores, pudimos sentir cómo temblaba la colina a nuestros pies, a pesar de que estábamos a muchos li de distancia de la avalancha más próxima. El suelo del valle seguramente también se estremecía en ese momento, pero los dos ejércitos enfrascados en la batalla aún no se habían dado cuenta: o si notaban algo no hay duda de que cada hombre y cada mujer creyó que sólo se trataba de su propio temblor de temor y rabia. Recuerdo que yo pensaba: «Así es como nosotros, mortales, ignoraremos a los primeros temblores de Armagedón, proseguiremos nuestras pequeñas luchas triviales, miserables y rencorosas cuando ya Dios esté desencadenando la inimaginable devastación que acabará con el mundo y con todo.»

Pero ahí mismo la devastación se ensañaba con un buen pedazo del mundo. Las rocas que se precipitaban arrastraban tras de sí otras, y al rodar y deslizarse, escarbaban grandes franjas y zontes enteros de tierra y luego, rocas y tierra juntas arrasaban la vegetación de las laderas; los árboles se venían abajo, chocaban entre sí, amontonándose, sobreponiéndose y astillándose, y luego la superficie de cada montaña y todo lo que crecía en ella o lo que había dentro —peñascos, rocas, piedras, terrones, tierra suelta, fragmentos de turba aplastada del tamaño de un prado, árboles, arbustos, flores, incluso probablemente las criaturas del bosque cogidas de imprevisto —, todo se vino abajo, hacia el interior del valle, en una docena o más de avalanchas separadas, y el ruido que produjeron, retrasado hasta ahora por la distancia, finalmente comenzó a bombardear nuestros oídos. Fue un murmullo que creció hasta convertirse en un gruñido, que siguió creciendo hasta convertirse en un rugido, y luego en un estruendo; pero un estruendo como aquél yo no lo había oído nunca, ni siquiera en las inestables altitudes del Pai-Mir, en donde los ruidos solían ser altos, pero nunca duraban más de varios minutos. Este estruendo continuó aumentando de volumen, creó ecos, reunió y absorbió los ecos y rugió aún con más fuerza, como si nunca fuera a alcanzar su volumen máximo. Ahora la colina en donde estábamos nosotros comenzó a temblar como un flan; el ruido hubiera bastado para sacudirla, casi no podíamos Mantenernos en pie, y todos los árboles cercanos crujían y dejaban caer montones de hojas; y de todas

partes salían pájaros, chirriando y graznando, y el mismo aire que nos rodeaba parecía temblar.

El retumbo de las diversas avalanchas habría ahogado el ruido de la batalla en el valle, pero habían cesado ya el griterío, los clamores guerreros y el tintineo de las hojas de las espadas al chocar Aquellos desgraciados finalmente se habían dado cuenta de lo que estaba sucediendo, al igual que las manadas de caballos del campamento; y personas y caballos huían corriendo de un lado a otro Yo mismo me sentía en un estado de cierta agitación, y por eso no pude discernir demasiado bien lo que hacía la gente individualmente. Veía a miles de personas y caballos corriendo, como una multitud tremenda y desordenada, como una masa indistinta, igual que las masas borrosas de paisaje que se despeñaban por las montañas circundantes. Por el modo en que se movían podía haber pensado que el suelo del valle entero se inclinaba hacia adelante y hacia atrás, echando a las personas de un lado para otro. Excepto los que ya habían caído en el combate, que estaban tumbados e inmóviles o moviéndose sólo débilmente, las personas y caballos parecieron vislumbrar primero, y todos al mismo tiempo, la destrucción que se les venía encima desde las laderas occidentales, y todos ellos corrieron como un solo bloque alejándose de allí para descubrir entonces la otra calamidad que se precipitaba sobre ellos en picado por las laderas orientales, y todos en bloque se lanzaron hacia atrás de nuevo en dirección al centro del valle, excepto unos cuantos que saltaron al río como si estuvieran huyendo de un incendio forestal, y pudieran encontrar la salvación en el frescor del agua. Pude ver por lo menos que dos o tres docenas de personas corrían directamente desde el centro del valle hacia nosotros, y probablemente otros se dispersaron en dirección contraria. Pero las avalanchas avanzaban más de prisa que cualquier simple humano.

Y llegaron abajo. Los borrones de marrón y verde en rápido descenso contenían bosques enteros con árboles de gran tamaño e innumerables pedruscos, grandes como casas; sin embargo, desde donde yo estaba parecían cascadas de gachas de tsampa sucias, arenosas y aterronadas, vertidas por los lados de una gigantesca sopera para llenar su fondo, y las altas nubes de polvo que levantaban por el camino parecían el vapor que salía de esas gachas de tsampa. Cuando las diferentes avalanchas llegaron a las faldas inferiores de las montañas, se fundieron en cada lado formando dos terribles avalanchas que entraron rugiendo en el valle, una desde el este y otra desde el oeste, para encontrarse en el centro. El roce con el suelo plano del valle debió de frenar algo su marcha, pero no lo suficiente para que yo pudiera captarlo, y cuando se unieron, la cara frontal de cada catarata aún era tan alta como una pared de tres pisos. Y cuando esto sucedió me acordé de una ocasión en que vi a dos grandes carneros de montaña, en la época de celo, galopar uno hacia el otro, y entrechocar sus grandes cabezas y cuernos, con una sacudida que me hizo temblar los dientes.

Yo esperaba oír un retumbar que me hiciera temblar los dientes cuando las dos monstruosas avalanchas se encontraran de frente, pero el estrépito general al llegar a su punto culminante produjo un ruido parecido a un beso de potencia cósmica. El río Jinsha a su paso por este valle corría por su margen oriental. De modo que la avalancha que bajaba por el este empujó el agua de un largo tramo de este río mientras lo recorría a toda velocidad, y al proseguir su avance debió de mezclar esta agua con los materiales que ella arrastraba, convirtiendo su parte frontal en un muro de lodo pegajoso. Cuando las dos masas desbocadas se encontraron, produjeron un ruidoso, chasqueante y húmedo

¡slurp!, como si las avalanchas quedaran cimentadas allí para ser a partir de entonces el nuevo y más elevado fondo del valle. Y en el instante de su colisión, el sol comenzó a asomar por detrás de las montañas de oriente; pero el cielo estaba cubierto con una capa tan espesa de polvo que su disco se veía descolorido. El sol apareció tan

repentinamente, con un color tan metálico y con un contorno tan impreciso como si se tratara de un címbalo lanzado a lo alto para festejar el final de toda la conmoción en el valle. Y mientras la estela de escombros continuaba descendiendo precipitadamente desde las alturas por las faldas de las montañas, el ruido comenzó a debilitarse, no de golpe, sino con el fragor desentonado, oscilante y desvaneciente propio de un címbalo cuando su resonancia se detiene hasta quedar en silencio.

En el repentino silencio —que no era un silencio absoluto, pues de las alturas todavía continuaban cayendo y despeñándose ruidosamente muchos pedruscos, y aún crujían y resbalaban algunos árboles, y todavía se deslizaban cuesta abajo pedazos de turba, y otros objetos inidentificables seguían precipitándose en la lejanía —las primeras palabras que oí fueron del orlok:

—Partid, capitán Toba. Id a buscar a nuestro ejército.

El capitán se marchó por donde nosotros habíamos llegado. Bayan se sacó

parsimoniosamente de un bolsillo el reluciente y voluminoso aparato de porcelana y oro que eran sus dientes, se lo metió en la boca, y lo hizo rechinar varias veces hasta encajar sus mandíbulas en el aparato. Ahora parecía un verdadero orlok, preparado para su desfile triunfal, y comenzó a bajar resueltamente por la colina en la dirección que teníamos delante. Cuando su figura empezó a difuminarse tras la nube de polvo, el resto de nosotros le seguimos. Yo no sabía por qué hacíamos aquello, si no era para recrearnos jactanciosamente en la totalidad de nuestra insólita victoria. Pero no había nada que ver, o quizá realmente no quedaba nada en aquel denso y sofocante paño mortuorio. Cuando tan sólo habíamos llegado al pie de la colina, ya había perdido de vista a mis compañeros y sólo oía la voz apagada de Bayan, en algún lugar a mi derecha diciéndole a alguien:

—Las tropas se llevarán una decepción cuando lleguen. No podrán recoger ningún botín del campo de batalla.

La enorme nube de polvo que desencadenó la avalancha cuando las dos masas chocaron, había oscurecido totalmente nuestra visión del valle y su devastación definitiva. O sea que no puedo decir que presenciara realmente la aniquilación de un centenar de miles de personas. Ni tampoco, entre todo aquel ruido, había oído sus últimos gritos desesperados, ni la rotura de sus miembros. Pero ahora habían desaparecido junto con todos los caballos, armas, pertenencias personales y demás arreos. El valle había adquirido una nueva superficie, y las personas se habían borrado del mapa como si no hubieran sido más grandes ni más valiosas que las rastreras hormigas o cucarachas que habitaban el antiguo suelo.

Recordé los huesos y cráneos blanqueados que había visto tirados por el Pai-Mir, los restos de manadas de animales y de caravanas que habían topado con otras avalanchas. Allí ni siquiera quedarían aquellos rastros. Si alguno de los bho de Batang a los que habíamos dispensado de la marcha —las pequeñas Odcho y Ryang por ejemplo —viajaban hasta allí para visitar el lugar en el que fue vista por última vez la población de su ciudad, nunca encontrarían el cráneo de su padre o de su hermano para labrar en él un recuerdo sentimental, como un tazón para beber o un tambor festivo. Quizá en un siglo lejano algún campesino yi labrando aquel valle desenterrara con sus arados el fragmento de uno de los cadáveres sepultados a menor profundidad. Pero hasta entonces… Se me ocurrió que de todos los hombres y mujeres que habían corrido tan frenéticamente de un lado a otro, y de los que se habían arrojado patéticamente al río, y de los que yacían ya heridos, inconscientes o muertos, los únicos afortunados habían sido los insensibles. Los demás habían tenido que soportar, al menos en un terrible momento final, la certeza de que iban a ser aplastados como insectos, o aún peor, enterrados vivos. Quizá algunos de ellos no habían quedado triturados, sino que estaban

todavía conscientes, atrapados bajo el suelo entre oscuros, estrechos, pequeños y retorcidos surcos, túneles y bolsitas de aire que persistirían hasta que el enorme peso de tierra, rocas y escombros terminara de moverse y se asentara en su nueva posición. El valle tardaría aún bastante en acomodarse a su nueva topografía. Me di cuenta de ello porque mientras avanzaba a tientas, tosiendo y estornudando en medio de la nube de polvo seco, me encontré con que estaba chapoteando en un agua fangosa que antes no estaba allí. El río Jinsha estaba escarbando y sondeando la barrera que había impedido tan bruscamente el paso de su corriente, y se veía obligado a extenderse por los lados, por encima de sus anteriores orillas. Sin duda, en mi pesado caminar por la oscuridad, había torcido hacia la izquierda, hacia el este. No quise seguir introduciéndome en las aguas que crecían, giré hacia la derecha mojándome las botas y resbalando en el barro reciente, y me dirigí al encuentro de los demás. De repente una forma humana surgió de las tinieblas delante de mí y yo le llamé en idioma mongol, cometiendo así un grave error.

Nunca tuve la oportunidad de investigar cómo había sobrevivido a la catástrofe, si fue uno de los que habían atravesado el valle a lo largo en vez de recorrerlo de arriba a abajo, o si la avalancha lo había levantado de modo simple e inexplicable en vez de aplastarlo. Seguramente no me lo hubiera podido decir, pues sin duda ni él mismo sabía cómo se había salvado. Parece que hasta en los peores desastres siempre hay al menos unos cuantos supervivientes —quizá también quedarán algunos después de Armagedón —y en aquella ocasión descubriríamos que de los cien mil casi un centenar habían quedado vivos. La mitad de éstos eran yi, y aproximadamente la mitad de los yi estaban aún en buen estado y podían andar; y al menos dos de ellos iban todavía armados, rebosantes de rabia y deseosos de inmediata venganza, y yo tuve la desgracia de encontrarme con uno de ellos.

Quizá había creído que era el único yi con vida, y seguramente le había sorprendido encontrarse con otra forma humana en medio de la nube de polvo, pero al hablarle yo en mongol le di ventaja. Yo no sabía qué era, pero instantáneamente supe que se trataba de un enemigo, uno de los enemigos que acababa de perder a su ejército, a sus compañeros de armas, probablemente a sus amigos íntimos, y quizá incluso a sus hermanos. Con la respuesta instintiva de una avispa irritada, me asestó una estocada. De no haber sido por el fango reciente sobre el que nos sosteníamos, hubiera muerto en aquel instante. No pude esquivar conscientemente el repentino golpe, pero mi involuntario retroceso me hizo resbalar en el barro, y caí al suelo en el momento en que su espada pasaba silbando por donde yo acababa de estar.

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