El viajero (109 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

No pude evitar soltar una carcajada, aunque eso pareció sorprender a los chabis y ofender a las niñas. Estaba claro que en To-Bhot para encontrar una virgen pasablemente guapa había que rebuscar entre las muy niñas. Lo encontré divertido, pero también frustraba en cierto modo mi curiosidad por los detalles pertinentes. Las mujeres, a esa tierna edad, no tienen formas y están casi desprovistas de características sexuales. Ryang y Odcho no mostraban indicios del aspecto que tendrían o de cómo se comportarían de mayores. O sea que no puedo jactarme de haber disfrutado nunca a una mujer bho auténtica, ni de haber examinado a ninguna desnuda; de modo que soy incapaz de presentar un informe —como había intentado hacer diligentemente con las mujeres de otras razas —sobre los atributos físicos o características corporales intere-santes, o las excentricidades copulativas a destacar en las hembras adultas de los bho. La única peculiaridad que observé en las dos niñas fue que cada una de ellas tenía una decoloración, como una mancha de nacimiento, en la parte baja de la espalda, justamente sobre la hendedura de las nalgas. Era una mancha purpúrea sobre la piel cremosa, del tamaño de un platillo, algo más oscura en Ryang que tenía nueve años que en la otra niña, mayor. Como las niñas no eran hermanas me sorprendió esa coincidencia, y un día le pregunté a Ukuruji si todas las mujeres bho tenían esa mancha.

—Todos los niños, varones y hembras —dijo —. Y no sólo los bho y los drok. También los han, los yi e incluso los mongoles nacen con ella. ¿Vuestros bebés ferenghi no?

—No, nunca he visto nada parecido. Ni tampoco entre persas, armenios, árabes semitas, judíos…

—¿De verdad? Los mongoles la llamamos la «mota del ciervo» porque lentamente se desvanece y desaparece, como las manchas de un cervatillo, cuando el niño crece. A los diez u once años generalmente ya se ha ido. Otra diferencia más entre nosotros y vosotros, los occidentales, ¿eh? Aunque me imagino que de poca importancia. Algunos días después el orlok Bayan regresó de su expedición a la cabeza de varios miles de guerreros montados a caballo. La columna parecía fatigada por el viaje, pero no demasiado diezmada por el combate, pues sólo traían varias docenas de caballos con las sillas vacías. Cuando Bayan se hubo cambiado de ropa en su pabellón yurtu del bok, se dirigió al palacio del Pota-lá acompañado de algunos de sus sardars y de otros oficiales, para rendir sus respetos al wang y conocerme a mí. Los tres nos sentamos en la terraza alrededor de una mesa, los oficiales inferiores se sentaron alejados a cierta distancia, y los chabis nos sirvieron a todos ofreciéndonos cuernos y cráneos de kumis y de arki, y algunos brebajes nativos bho elaborados con cebada.

—Como de costumbre los yi se escaparon cobardemente —gruñó Bayan, informándonos de su incursión —. Se esconden, atacan camuflados y huyen. Yo perseguiría a esos malditos fugitivos hasta la misma jungla de Champna, pero eso es lo que ellos están esperando: que exponga mis flancos y rebase mis líneas de suministros. El caso es que un jinete me trajo la noticia de que un mensajero del gran kan venía de camino hacia aquí, de modo que suspendí la operación y di media vuelta. Si los bastardos yi creen que nos han repelido, no me preocupa: los atacaré salvajemente la próxima vez. Espero, mensajero Polo, que traigáis algún buen consejo de Kubilai sobre cómo debo actuar. Le alargué la carta, y los demás nos quedamos sentados en silencio mientras él rasgaba sus sellos yin de cera, la desdoblaba y la leía. Bayan era un hombre bien entrado en la cincuentena, robusto, atezado, marcado de cicatrices y de aspecto feroz como cualquier otro guerrero mongol, pero también tenía la dentadura más espantosa que yo había visto

jamás en una boca humana. Miré cómo batía los dientes mientras examinaba la carta, y durante un rato me fascinó más su boca que las palabras que salían de ella. Después de observarle detenidamente, me di cuenta de que los dientes no eran suyos; es decir, eran postizos, hechos de porcelana dura. Se los habían hecho a medida —me contó

más tarde —después de perder todos los suyos cuando un enemigo samoyedo le dio en la boca con una maza de hierro. Con el tiempo, vi a otros mongoles y a otros han llevar dientes postizos —los médicos han especializados en su fabricación los llamaban jinchi —, pero los de Bayan eran los primeros que veía y los peores, pues sin duda se los había encargado a un médico que no le apreciaba demasiado. Parecían tan pesados y graníticos como mojones de camino, y estaban sujetos entre sí y se sostenían en su sitio mediante una compleja, llamativa y reluciente rejilla de oro. El propio Bayan me dijo que le resultaban dolorosos e incómodos, y que sólo se los colocaba entre las encías cuando tenía que reunirse con algún dignatario, cuando comía o cuando deseaba seducir a una mujer con su belleza. Yo no di mi opinión, pero me pareció que su jinchi repugnaría necesariamente a cualquier dignatario ante el cual se pusiera a mascar y a cualquier sirviente que le atendiera en la mesa; y prefería ni pensar el efecto que producirían en una mujer.

—Bueno, Bayan —estaba diciendo Ukuruji ansiosamente —¿ordena mi padre que os siga a Yunnan?

—No dice que no lo hagáis —respondió Bayan diplomáticamente. Alargó el documento al wang para que lo leyera él mismo. Luego el orlok se volvió

hacia mí:

—Muy bien. Como propone Kubilai ordenaré que se lea una proclama destinada a los yi para que sepan que ya no tienen un amigo secreto en la corte de Kanbalik. ¿Se supone que esto les hará rendirse en el acto? Yo creo que lucharán con más fuerza, con una rabia desmesurada.

—No lo sé, orlok —dije yo.

—¿Y por qué propone Kubilai que haga lo mismo que he intentado evitar y que penetre en Yunnan hasta que mis flancos y mi retaguardia sean vulnerables?

—Realmente no lo sé, orlok. El gran kan no me confió sus ideas estratégicas o tácticas.

—Humm. Bueno, al menos algo debéis saber sobre eso que sigue Polo. Incluye una postdata… diciendo que me habéis traído una nueva arma.

—Sí, orlok. Es un invento con el cual la guerra podría continuar sin necesidad de que mueran tantos soldados.

—Los soldados están para morir —dijo categóricamente —¿Cuál es ese invento?

—Un sistema para emplear en el combate los polvos llamados huoyao. Bayan entró en erupción, como si él mismo fuera polvo ardiente:

—Vaj! ¿Otra vez con eso? —Sus fantasmales dientes rechinaron y bramó algo que a mí

me pareció una blasfemia terrible —. ¡Por la hedionda y vieja silla de montar del sudoroso dios Tengri! Cada año que pasa, otro inventor lunático propone sustituir el frío acero por el humo caliente. Y todavía no ha servido de nada.

—Puede que esta vez sirva, orlok —dije —. Es un tipo de huoyao totalmente nuevo. Hice señas a un chabi y le ordené que fuese corriendo a mis habitaciones a buscar una de las bolas de latón.

Mientras esperábamos, Ukuruji terminó de leer la carta y dijo:

—Creo, Bayan, que he comprendido la intención de la propuesta táctica de mi real padre. Hasta ahora, vuestras tropas no han logrado terminar con los yi en una batalla decisiva porque éstos continuamente desaparecen de delante vuestro y huyen a sus refugios de montaña. Pero si vuestras columnas continuaran hacia adelante, de modo que los yi vieran la oportunidad de rodearos totalmente, entonces tendrían que ir

saliendo poco a poco de sus escondites y congregarse masivamente en vuestros flancos y en la retaguardia.

El orlok parecía preocupado y exasperado al mismo tiempo por esta explicación, pero por respeto al rango le dejó continuar.

—Así que por primera vez tendréis a todos los enemigos yi reunidos y desguarnecidos, lejos de sus madrigueras, y ocupados en el combate cuerpo a cuerpo. ¿Qué os parece?

—Si mi wang me permite —dijo el orlok —. Todo esto es probablemente muy cierto. Pero mi wang ha mencionado también el otro atroz defecto de esta táctica. Yo quedaría totalmente rodeado. Si puedo establecer un paralelismo diré que la mejor manera de apagar un fuego no es dejándose caer encima de él con el trasero al aire.

—Humm —dijo Ukuruji —. Bien… supongamos que arriesgáis sólo una parte de vuestras tropas y que dejáis a las demás en reserva… para lanzarlas al ataque cuando los yi se hayan reunido tras las primeras columnas…

—Wang Ukuruji —dijo el orlok pacientemente —. Los yi son tramposos y esquivos, pero no estúpidos. Saben cuántos hombres y caballos tengo a mi disposición, e incluso probablemente saben cuántas mujeres tengo para el uso de los guerreros. No caerían en una trampa así a menos que pudieran ver y contar que todas mis fuerzas estaban reunidas. Y entonces ¿quién habría caído en la trampa?

—Humm —murmuró Ukuruji de nuevo, y se sumió en un pensativo silencio. El chabi volvió con la bola de latón, y yo expliqué al orlok todos los incidentes de su invención, y que el artífice Shi había visto en aquel artilugio un nuevo potencial de utilidad bélica. Cuando hube terminado de hablar, el orlok apretó los dientes algo más y me dirigió casi la misma mirada que había merecido el consejo táctico del wang.

—A ver si os he entendido correctamente, Polo —dijo —. Me habéis traído doce de esas elegantes chucherías, ¿no? Ahora, corregidme si me equivoco. Según vuestra experiencia podéis asegurar que cada una de las doce bolas destruirá de modo efectivo a dos personas, suponiendo que ambas estén cerca cuando se enciende, y que ambas vayan desarmadas y sean delicadas, incautas y confiadas mujeres.

—Bueno, es cierto, coincide que los dos casos que mencioné eran mujeres, pero… —balbucí.

—Doce bolas. Cada una capaz de matar a dos indefensas mujeres. Mientras tanto, en los lejanos valles del sur, hay unos cincuenta mil hombres yi, guerreros leales revestidos con armaduras de cuero tan duras que pueden doblar una espada. No puedo confiar que se agrupen justamente cuando yo les arroje la bola. Incluso si lo hicieran, dejadme pensar, cincuenta mil menos, hummm, veinticuatro… quedan, hummm… Yo tosí, luego carraspeé y dije:

—En mi camino hacia aquí, a lo largo de la Ruta de los Pilares, me asaltó la idea de utilizar las bolas de otro modo y no lanzándolas simplemente entre el enemigo. Noté

que las montañas de estos entornos no tienen demasiada tendencia a producir desprendimientos de roca ni corrimientos de tierra, como sucede en el Pai-Mir, por ejemplo, y que estos montañeses sin duda ignoran la existencia de este tipo de incidentes.

Bayan, para variar, no ronzó esta vez sus dientes, sino que me miró fijamente.

—Tenéis razón. Estas montañas son verdaderamente sólidas. ¿Y qué?

—Pues que si las bolas de latón se introdujeran en grietas estrechas en las altas cimas, tanto en las crestas como sobre el valle, y todas se hicieran estallar en el mismo momento oportuno, desencadenarían una enorme avalancha. Ésta bajaría estruendosamente por ambas laderas, llenaría completamente el valle, y trituraría y sepultaría toda cosa viva que hubiera en él. Para un pueblo que durante tanto tiempo se ha sentido seguro entre estas montañas, incluso cobijado y protegido por ellas, sería un

inmenso cataclismo, inesperado e ineludible. La avalancha los aplastaría como el talón de la bota de Dios. Por supuesto, como ha dicho el wang, sería necesario disponerlo todo de manera que todos los enemigos estuvieran congregados en ese único valle…

—¡Huí! Eso es —exclamó Ukuruji —. Primero, Bayan, mandáis heraldos con esa proclama que mi real padre ha propuesto. Luego, corno si con eso os hubiera dado orden para un asalto a gran escala, enviáis todas vuestras fuerzas al valle más adecuado, después de haber sembrado las laderas de sus montañas con las bolas de huoyao. Los yi pensarán que habéis perdido la razón, pero se aprovecharán de ello. Irán saliendo de sus escondrijos y se reunirán, se agruparán y prepararán el asalto de vuestros flancos y retaguardia Y entonces…

—¡Honorable wang! —gimió el orlok casi suplicante —. ¡En ese caso yo tendría que haber perdido la razón! No basta con que exponga a mis cinco romanes enteros, medio tule, a que el enemigo los rodee. ¡Ahora deseáis que condene también a mis cincuenta mil hombres a una devastadora avalancha! ¿Qué sacaríamos con aniquilar a los guerreros yi y con tener a todo Yunnan postrado ante nosotros, si nos quedamos sin nuestras propias tropas vivas para invadirlos y someterlos?

—Humm —volvió a decir Urukuji —. Bueno, al menos nuestras tropas estarían esperando la avalancha…

El orlok se abstuvo incluso de honrar aquello con un comentario. En ese momento uno de los sirvientes chabis salió del Pota-lá hacia la terraza trayendo una bota de cuero de arki para llenar otra vez nuestras copas de cráneo. Bayan, Ukuruji y yo estábamos sentados con los ojos pensativamente fijos en la mesa, cuando mi mirada captó encima de ella las brillantes mangas granates de aquel joven bho que servía el licor. Mis ojos entonces, siguiendo ociosamente esos movimientos del color, captaron la mirada igualmente ociosa de Ukuruji, y vi encenderse en sus ojos una luz, y creo que las man-gas granates inspiraron en nosotros dos la misma descabellada idea y en el mismo instante, pero yo preferí que él la expresara. Se inclinó apresuradamente hacia Bayan y dijo:

—Imaginad que no arriesgamos nuestros propios hombres como cebo para la trampa. Imaginad que enviamos a los inútiles y sacrificables bho…

YUNNAN

Había que actuar en seguida, o si no habría sido casi imposible guardar un secreto tan estricto. De modo que actuamos rápidamente.

Lo primero fue apostar piquetes en los alrededores del valle de Batang, en guardia permanente día y noche para detener a cualquier explorador yi que entrara a hurtadillas en la zona, o a cualquier espía yi que estuviera ya infiltrado y que escapara furtivamente con noticias de nuestros preparativos.

He visto rebaños de animales dirigiéndose de buena gana al matadero conducidos por un cabrón Judas, pero los bho no necesitaron siquiera que nadie los engatusara ni estimulara. Ukuruji se limitó a esbozar nuestro plan a los lamas que había expulsado del Pota-lá. Aquellos santos varones, egoístas y sin corazón, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para que el wang y su corte se marcharan del lamasarai y ellos pudieran volver a ocuparlo; y los bho harían todo lo que sus santos varones les dijeran. De modo que los lamas dieron órdenes al pueblo de Batang de obedecer todo cuanto los oficiales mongoles les mandaran y de ir a donde quisieran enviarlos, y no mostraron

preocupación paternal alguna por sus seguidores potaístas ni sentimiento hacia sus compañeros, ni lealtad hacia su propio país, ni repugnancia a ayudar a sus jefes mongoles; no manifestaron siquiera remordimientos o escrúpulos. Y los estúpidos bho obedecieron.

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