Aún no sabía quién o qué me había atacado —algo cruzó por mi mente: «Espérame cuando menos me esperes» —, pero evidentemente se trataba de un ataque. Rodé hacia atrás apartándome de sus pies y agarré la única arma que llevaba, mi cuchillo de cinto, e intenté levantarme, pero sólo conseguí sostenerme sobre una rodilla antes de que él volviera a embestir. Ambos éramos tan sólo figuras indistintas en la nube de polvo, y su posición era tan resbaladiza como la mía, de modo que tampoco me acertó con su segundo golpe. Ese revés le acercó tanto a mí que pude saltar contra él con la punta de mi cuchillo, pero resbalé de nuevo en el fango y no le alcancé. Tengo algo que decir sobre el combate cuerpo a cuerpo. Yo antes había visto en Kanbalik el imponente mapa del ministro de la Guerra con sus banderitas y sus colas de yak indicando la posición de los ejércitos. También otras veces había observado a los oficiales de alto rango urdiendo tácticas de batalla y siguiendo el desarrollo del combate frente a un tablero con piezas rectangulares de distintos tamaños y colores. Con estos ejercicios, las batallas parecían algo limpio y ordenado, y quizá incluso de resultados predecibles para un oficial remoto, o para un observador no participante. En Venecia,
había visto cuadros y tapices representando famosas victorias de mi patria en tierra y en mar: aquí nuestra flota o caballería, allí la de ellos; los combatientes siempre estaban mirándose el uno al otro de frente, lanzando flechas o dirigiendo lanzas con precisión y seguridad, e incluso con una tranquila mirada de ecuanimidad. Quien contemplara uno de estos cuadros pensaría que una batalla era algo tan ordenado, elegante y metódico como un Juego de Cuadrados, o de Shahi, jugado sobre un tablero plano en una sala confortable y bien iluminada.
No creo que ninguna batalla haya sido nunca así, y sé que el combate cuerpo a cuerpo no lo es. Es una turbulenta, sucia y desesperada confusión, generalmente sobre un terreno accidentado y con un tiempo infame, un hombre contra otro, ambos olvidando a causa de la rabia y el terror todo cuanto les habían enseñado sobre cómo luchar. Supongo que todos los hombres han aprendido las reglas de la esgrima y el manejo del cuchillo: haz esto y aquello para parar el golpe del adversario, muévete de este modo para cogerle desprevenido, ejecuta estas fintas para dejar al descubierto los puntos flacos de su defensa y los resquicios de su armadura. Quizá estas reglas son válidas cuando dos maestros luchan mano a mano en una gara di scherma, o cuando dos duelistas se enfrentaban educadamente en una amable pradera. Pero la cosa cambia mucho cuando uno está luchando a brazo partido con su adversario en un charco fangoso envuelto en una densa nube, cuando ambos van sucios y sudorosos, cuando tienen los ojos tan llenos de polvo y tan llorosos que apenas pueden ver. No intentaré describir nuestra lucha paso a paso. No recuerdo la secuencia. Lo único que sé es que fueron unos momentos llenos de gruñidos, jadeos, revolcones, unos momentos de debatirse desesperadamente que parecieron muy largos; y mientras yo procuraba acercarme a él para hincarle el cuchillo, él intentaba mantenerse a la distancia necesaria para golpearme con su espada. Ambos llevábamos armadura de cuero cubriéndonos todo el cuerpo, pero eran distintas, de modo que cada uno tenía una ventaja determinada sobre el otro. Mi coraza era de cuero flexible, lo cual me permitía moverme libremente y esquivarle bien. La suya era de un cuirbouilli tan rígido que formaba a su alrededor una especie de tonel y le impedía moverse con agilidad, pero resultaba una eficaz barrera contra mi cuchillo corto de hoja ancha. Cuando al final, más por casualidad que por habilidad, le golpeé en el pecho clavándole la hoja de mi cuchillo, me di cuenta de que había penetrado la coraza y se había quedado allí clavada, pero que sólo podía haberle pinchado ligeramente el tórax. Así que en aquel momento me tuvo a su merced, con mi cuchillo atrapado en su cuero y yo agarrando todavía el mango, mientras él podía manejar su espada libremente.
En ese momento se echó a reír burlona y triunfalmente antes de asestar el golpe, y ése fue su fallo. Mi cuchillo era el que me había regalado hacía tiempo una chica romm, cuyo nombre significaba hoja de cuchillo. Apreté el mango como ella me había indicado, y sentí las anchas cuchillas separarse con un chirrido, y supe que la tercera hoja, interior y más fina, se había disparado de entre las otras dos, porque a mi enemigo casi se le saltaron los ojos con una sorpresa de incredulidad. Soltó una boqueada ronca, y se le quedó la boca abierta; su mano echada hacia atrás dejó caer la espada, mientras él vomitaba sangre encima mío; luego se alejó de mí tambaleándose y cayó al suelo. Saqué de un tirón mi cuchillo de su cuerpo, lo limpié, lo volví a cerrar y me incorporé
pensando: «Ya es el segundo hombre que mato en mi vida; eso sin contar a las gemelas de Kanbalik.» ¿Debía atribuirme también el mérito de la entera victoria, y sumar en mi cuenta de víctimas cien mil cuatro personas? El kan Kubilai tendría que estar orgulloso de mí, porque yo solo había dejado libre un espacio amplio en la superpoblada tierra. 3
Cuando hube localizado a mis compañeros y me hube reunido con ellos, vi que también se habían encontrado con un enemigo vengador en la niebla, pero ellos no habían salido tan bien parados como yo. Estaban agrupados en torno a dos figuras extendidas en el suelo, y cuando yo me acerqué, Bayan se volvió rápidamente con la espada en la mano.
—¡Ah, Polo! —dijo tranquilizándose al reconocerme, aunque yo debía de estar empapado de sangre —. Parece que también os habéis encontrado con alguno, pero lo habéis despachado, ¿no? Buen muchacho. El de aquí estaba loco de furia. —Apuntó la hoja de su espada hacia una de las figuras yacentes, un guerrero yi, bastante destrozado, y sin duda alguna muerto —. Tuvimos que matarlo entre tres, no sin que antes tocara a uno de nosotros.
Señaló hacia la otra figura y yo exclamé:
—¡Qué tragedia! ¡Ukuruji herido!
El joven wang estaba tumbado con el rostro contorsionado por el dolor, agarrándose con las dos manos el cuello. Yo grité:
—¡Parece que se está estrangulando! —y me incliné para separarle las manos y examinar la herida de su garganta.
Pero cuando levanté las manos cerradas, su cabeza siguió el movimiento de las manos. Estaba completamente separada del cuerpo. Yo proferí un gruñido y retrocedí, luego me quedé levantado mirándole tristemente, y murmuré:
—¡Qué terrible! Ukuruji era una buena persona.
—Era un mongol —dijo uno de los oficiales —. Después de matar, morir es lo que mejor hacen los mongoles. No hay nada que lamentar.
—No —reconocí —. Él estaba impaciente por ayudar a conquistar Yunnan, y así lo hizo.
—Desgraciadamente no podrá gobernarla —dijo el orlok —. Pero lo último que vio fue nuestra total victoria. Y no es ése un mal momento para morir.
—Entonces, ¿consideráis que Yunnan está ya en nuestras manos? —pregunté.
—Bueno, habrá que luchar en otros valles más, y tomar ciudades y pueblos. No hemos aniquilado hasta el último enemigo, pero los yi se desmoralizarán con esta aplastante derrota, y ofrecerán una resistencia simbólica. Sí, puedo afirmar con seguridad que Yunnan está ya en nuestras manos. Esto significa que pronto estaremos aporreando la puerta trasera de los Song, y que el imperio entero caerá muy pronto. Ése es el mensaje que llevaréis a Kubilai a vuestro regreso.
—Hubiera preferido llevarle buenas noticias sin mezclarlas con las malas. Esto le ha costado un hijo.
—Kubilai tiene muchos otros hijos —dijo uno de los oficiales —. Puede que incluso os adopte a vos, ferenghi, después de lo que habéis hecho por él aquí. El polvo se está
posando, mirad lo que habéis conseguido con vuestros ingeniosos aparatos de latón. Todos dejamos de contemplar el cuerpo de Ukuruji y nos giramos para mirar abajo hacia el valle. El polvo finalmente se estaba separando del aire y se estaba depositando como una especie de mortaja, suave, blanda, envejecida y amarillenta sobre el paisaje atormentado y derruido. Las laderas de cada lado, que aquella misma mañana habían estado densamente arboladas, ahora sólo tenían árboles y vegetación en los márgenes de sus heridas abiertas: los grandes barrancos excavados y las gargantas de cruda tierra marrón y de roca recién arrancada. Las montañas, con el escaso follaje que quedaba, parecían matronas desnudas y violadas, que estuvieran apretando contra sus cuerpos los restos de sus vestidos. Abajo en el valle, algunas pocas personas vivas se abrían camino Por entre los últimos jirones de niebla de polvo a través del revoltijo de escombros, rocas, troncos de árboles y raíces arrancadas. Al parecer nos habían espiado, reunidos en ese extremo libre del valle, y decidieron que aquél era el lugar para reagruparse.
Continuaron subiendo lenta y fatigosamente el resto del día, solos y en pequeños grupos. La mayoría de ellos, como ya he dicho, eran bho y yi supervivientes de la devastación, que no tenían ni idea de cómo habían logrado sobrevivir; algunos estaban heridos o mutilados, pero otros habían quedado totalmente ilesos. La mayoría de los yi, incluso los que no estaban heridos, habían perdido del todo la voluntad de luchar, y se acercaban a nosotros con la resignación propia de los prisioneros de guerra. Algunos de ellos hubieran podido venir corriendo, echando espuma, y blandiendo el acero, como ya habían hecho dos de ellos, pero lo hacían custodiados por guerreros mongoles que los habían desarmado por el camino. Eran los mongoles voluntarios que habían acompañado al ejército de pacotilla como músicos y retaguardia. Estuvieron en los límites más lejanos del campamento, y conociendo de antemano nuestros planes, fueron quienes tuvieron más posibilidades de apartarse corriendo del camino de las avalanchas. Sólo eran unos veinte o cuarenta hombres, pero hacían mucho ruido, felicitándonos a vivas voces por el éxito de nuestra estratagema, y felicitándose a sí mismos por haber escapado de ella.
Pero quienes más felicitaciones merecían —y yo quise dar a cada uno de ellos un fraternal abrazo —eran los ingenieros mongoles. Fueron los últimos supervivientes que se unieron a nosotros, pues tuvieron que hacer todo el camino de bajada por las destruidas laderas de las montañas. Llegaron con un aire de orgullo justificado por lo que habían hecho, pero también bastante aturdidos, algunos porque habían estado cerca del lugar de la explosión cuando estallaron los artefactos pero otros al ver las extraordinarias consecuencias de las explosiones. Pero yo les dije a cada uno de ellos sinceramente:
—Seguro que yo mismo no las hubiera colocado mejor —y tomé nota de sus nombres para elogiarlos personalmente ante el gran kan.
Debo decir, sin embargo, que sólo recogí once nombres. Habían subido a las montañas doce hombres, y doce bolas habían hecho lo que esperábamos que hicieran, pero nunca supimos qué había pasado con el ingeniero que no regresó.
Cuando el capitán Toba volvió acompañando a la vanguardia del auténtico ejército mongol, era ya media noche, pero yo aún estaba despierto a esas horas y me alegré de verlos. Parte de la sangre que me había acartonado la ropa era mía, y aún seguía sangrando en algunos puntos, pues no había salido totalmente ileso de mi enfrentamiento privado con el yi. Aquel guerrero me había hecho algunos cortes en las manos y antebrazos que apenas noté en el momento, pero que ahora me dolían bastante. Lo primero que hicieron los soldados del ejército fue levantar una pequeña yurtu como enfermería, y Bayan ordenó que yo fuera el primer herido que atendieran los chamanes, es decir, los médicos-sacerdotes-hechiceros.
Me limpiaron las heridas, las untaron con bálsamos vegetales y las vendaron; y eso ya hubiera bastado. Pero luego tuvieron que buscar algún hechizo para adivinar si yo había recibido heridas internas invisibles. El jefe chamán levantó delante de mí un puñado de hierbas secas a las que llamó el chutgur o «demonio de las fiebres», y leyó en voz alta párrafos de un libro de conjuros, mientras todos los médicos subordinados hacían un ruido infernal con campanillas, tambores y trompas de cuerno de oveja. Luego el chamán jefe arrojó el hueso de una paletilla de oveja al brasero que ardía en el centro de la tienda y cuando se hubo chamuscado todo, lo retiró y lo observó de cerca para leer las grietas que el calor había abierto en él. Finalmente decidió que yo estaba interiormente intacto, lo cual se lo podía haber dicho yo mismo con mucho menos teatro, y me permitió abandonar el hospital.
La siguiente víctima que llevaron fue el wang Ukuruji para coserlo de nuevo y dejarlo presentable al día siguiente en su funeral.
Fuera del yurtu, la oscuridad de la noche había sido reemplazada en gran medida por la luz de enormes y numerosos fuegos de campamento. A su alrededor los soldados ejecutaban sus danzas de victoria, zapateando, brincando, dando porrazos, gritando
«Ha!» y «HUÍ!» y regando generosamente a todos los espectadores con arki y kumi de las copas que sostenían mientras bailaban. En seguida estuvieron todos bastante borrachos.
Me encontré a Bayan y a un par de sardars recién llegados, todavía sobrios, que me esperaban para ofrecerme un regalo. Me contaron que mientras el ejército se dirigía hacia el sur desde Batang, su avanzada de exploradores había rastreado de modo rutinario cada ciudad, pueblo y edificio aislado para hacer salir a todos los sospechosos que pudieran ser soldados yi camuflados de civiles siguiendo a las filas mongoles como espías o causantes de daños materiales. Y al registrar un caravasar en un camino secundario, se encontraron a un hombre que no pudo dar satisfactoria cuenta de quién era. Me lo traían con la intención de ofrecerme un gran premio, pero no me pareció tal cosa. No era más que otro sucio y maloliente trapa bho con la cabeza rapada y la cara embadurnada con aquel mejunje marrón medicinal.
—No, no es un bho —dijo uno de los sardars —. Le hicimos una pregunta citando el nombre de la ciudad Yunnan Fu, para que tuviera que repetir en la respuesta el nombre, y dijo fu, no Yunnan Pu. Además, declara llamarse Gom-bo, pero llevaba dentro de su taparrabos este sello yin.
El sardar me alargó el sello de piedra, y yo lo examiné debidamente, pero para mí tanto podía decir Gom-bo como Marco Polo. Pregunté qué ponía.
—Bao —dijo el sardar —. Bao Nei-ho.
—¡Ah! El ministro de las Razas Menores. —Ahora que sabía quién era pude reconocerle a pesar del disfraz —. Recuerdo que en otra ocasión, ministro Bao, tuvisteis dificultad en hablar claro.