El viajero (114 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Se encogió simplemente de hombros y no contestó.

Yo dije al sardar:

—El kan Kubilai ordenó que si encontraba a este hombre, debía matarlo. ¿Querrá alguno de los presentes hacerlo por mí? Yo ya he matado bastante por hoy. Me guardaré este yin para presentarle al gran kan una prueba de que su orden fue obedecida. —El sardar saludó y comenzó a llevarse al prisionero —. Un momento —dije y me dirigí de nuevo a Bao —: Volviendo a lo de hablar: ¿tuvisteis alguna vez ocasión de susurrar las palabras

«Espérame cuando menos me esperes»?

Él lo negó, como hubiera hecho probablemente en todo caso pero su expresión de auténtica sorpresa y de incomprensión me convencieron de que no había sido él quien me susurró aquello en el Pabellón del Eco. Muy bien, uno detrás de otro, y mi lista de sospechosos iba disminuyendo: la sirviente Buyantu, ahora ese ministro Bao… Pero al día siguiente me encontré con que Bao aún estaba vivo. El bok entero se levantó

tarde y a la mayoría les dolía la cabeza, pero todos se pusieron inmediatamente a preparar la sepultura de Ukuruji. Sólo los chamanes, que habían dejado a punto el objeto principal del funeral, parecían desentenderse de los preparativos. Estaban sentados aparte, formando un grupo con el ministro Bao entre ellos, y parecía que le estuvieran sirviendo solícitamente el desayuno. Fui a buscar al orlok Bayan y le pregunté enfadado por qué aún no habían ejecutado a Bao.

—Le están matando —respondió Bayan —, y de un modo especialmente horrible. Morirá

cuando la tumba esté cavada.

Aún algo malhumorado pregunté:

—¿Qué tiene de horrible darle de comer hasta que muera?

—Los chamanes no le están dando de comer, Polo. Están dándole mercurio a

cucharadas.

—¿Mercurio?

—El mercurio mata después de calambres terriblemente dolorosos, pero es también un embalsamador muy eficaz. Cuando esté muerto, se conservará; el color y la frescura de la vida permanecerán. Mirad el cadáver del wang, que los chamanes llenaron también de mercurio. Ukuruji parece tan saludable y sonrosado como un robusto bebé, y conservará este aspecto durante toda la eternidad.

—Si vos lo decís, orlok… Pero entonces ¿por qué conceder los mismos ritos funerarios al traidor Bao?

—Un wang debe ir a la tumba asistido por sirvientes para la otra vida. También mataremos y sepultaremos con él a todos los yi que se salvaron del desastre de ayer, y a un par de mujeres bho supervivientes, también para su disfrute en la otra vida. Quizá

sean más guapas en la otra vida, nunca se sabe. Pero a Bao le concedemos especial atención. ¿Qué mejor sirviente podría llevarse Ukuruji a la muerte que un ex ministro del kanato?

Cuando los chamanes consideraron que la hora era propicia, los soldados marcharon alrededor del catafalco sobre el que yacía Ukuruji, algunos a pie y otros a caballo, con loable energía y precisión, y con abundante música marcial y lúgubres cantos; y los chamanes encendieron numerosos fuegos creando humos de colores y recitaron sus ridículos conjuros. Todas estas demostraciones presentaban un cariz bastante funerario, pero hubo algunos detalles de la ceremonia que tuvieron que explicármelos. Los soldados habían cavado una cueva en el suelo para Ukuruji, justamente en el borde de los escombros de la avalancha. Bayan me dijo que habían elegido aquel lugar porque pasaría desapercibido a los posibles ladrones de sepulturas.

—Al final levantaremos encima un adecuado y grandioso monumento. Pero mientras estamos ocupados en la guerra, algún yi podría deslizarse hasta este valle. Si no halla el lugar de descanso de Ukuruji, no podrá saquear sus bienes, mutilar el cadáver o profanar la tumba utilizándola como retrete.

El cuerpo de Ukuruji fue depositado reverencialmente en la sepultura, y a su alrededor se colocaron los cadáveres más recientes de los prisioneros yi acabados de degollar, y el de las dos desgraciadas hembras bho, y al lado de Ukuruji se colocó el cuerpo del ministro de Razas Menores. Bao se había contorsionado tanto en su agonía que los actos tuvieron que retrasarse un poco para que los chamanes pudieran enderezarlo decentemente después de romperle numerosos huesos. Luego el destacamento de soldados enterradores pusieron una rejilla entre los cuerpos y la entrada de la cueva, y comenzaron a fijar en ella arcos y flechas. Bayan me explicó:

—Es un invento del orfebre de corte de Kubilai, Boucher. Nosotros, los militares, no siempre desdeñamos a los inventores. Mirad, las flechas están apuntando hacia la entrada, los arcos están tensados y la rejilla los mantiene en esa posición pero mediante un delicado dispositivo de palancas. Si los ladrones de sepulturas encontraran alguna vez el lugar y lo excavaran, al abrir la tumba harían saltar las palancas y se encontrarían con una mortífera cortina de flechas.

Los sepultureros cerraron la entrada con tierra y rocas tan deliberadamente desordenadas que la tumba no se distinguía de los escombros más cercanos, ante lo cual pregunté:

—Si os esforzáis tanto en esconder la tumba, ¿cómo la encontraréis cuando llegue el momento de construir el monumento?

Bayan simplemente miró hacia un lado y yo miré también allí. Unos cuantos soldados traían por las riendas a una yegua de sus manadas, acompañada de cerca por su potrillo lactante. Algunos sujetaron las riendas, mientras los otros separaban a rastras al potrillo

de su madre y lo llevaban al lugar de la sepultura. La yegua se encabritó y comenzó a corcovar y a gemir, y más frenéticamente aún cuando los hombres que sujetaban al potrillo alzaron un hacha de combate y le partieron la cabeza. Se llevaron a la yegua pateando y relinchando, mientras los enterradores esparcían tierra sobre el nuevo cadáver y Bayan dijo:

—Aquí lo tenéis. Cuando volvamos a este lugar, aunque hayan pasado dos, tres o cinco años, sólo tenemos que dejar a esa misma yegua suelta y nos llevará hasta el lugar exacto. —Se detuvo, batió pensativamente sus grandes dientes y dijo —: Bueno, Polo; aunque os merecéis mucho honor por esta victoria, habéis hecho un trabajo tan perfecto que no nos ha quedado nada por saquear, y eso me parece deplorable. Sin embargo, si no os importa continuar con nosotros, pronto asaltaremos la ciudad de Yunnan Fu y os prometo que estaréis entre los altos oficiales, y podréis elegir la mejor parte del botín. Yunnan Fu es una gran ciudad, y respetablemente rica, me han dicho, y las mujeres yi no son nada repulsivas. ¿Qué decís a esto?

—Es un ofrecimiento generoso, orlok, y tentador, y me siento honrado por vuestra atenta consideración. Pero creo que haré mejor en resistir la tentación y volver corriendo a dar al gran kan todas las noticias, buenas y malas, de lo que ha ocurrido aquí. Con vuestro permiso, saldré mañana cuando vos marchéis hacia el sur.

—Ya me lo imaginaba. Os consideraba un hombre cumplidor. Por eso había dictado ya a un escriba militar una carta para que la llevéis a Kubilai. Está adecuadamente sellada para que la lea solamente él, pero no os oculto que en ella os alabo mucho y sugiero que merecéis otros elogios además del mío. Ahora iré a destacar dos jinetes de avanzadilla para que partan inmediatamente y comiencen a preparar el camino. Y cuando salgáis mañana, os proporcionaré dos escoltas y los mejores caballos. De modo que eso fue todo lo que conseguí ver de Yunnan, y ésa fue mi única experiencia de guerra en tierra, y no me llevé ningún botín y no tuve oportunidad de formarme ninguna opinión sobre las mujeres yi. Pero quienes habían observado mi breve carrera militar —los supervivientes de ella, por lo menos —coincidieron en que salí

airoso. Y además, había cabalgado con la horda mongol, y esto era algo digno de contar a mis nietos, si alguna vez los tenía. Así que regresé a Kanbalik, considerándome un experto veterano.

SHANGDU

Emprendimos de nuevo un largo camino y mi escolta y yo cabalgamos sin parar. Pero cuando estábamos a unos doscientos li al sudoeste de Kanbalik, encontramos a nuestros jinetes de avanzadilla que esperaban en una encrucijada para detenernos. Habían llegado ya a Kanbalik y habían dado media vuelta para informarnos de que el kan Kubilai no estaba en aquel momento en su residencia de la ciudad. Había salido a disfrutar de la estación de caza, y ahora residía en su palacio campestre de Shangdu, adonde nos conducirían. Con ellos esperaba otro hombre que iba ricamente ataviado, vestido al estilo árabe, y que yo al principio confundí con algún cortesano musulmán de barba gris a quien no conocía. Esperó a que los jinetes me comunicaran su mensaje, y luego se dirigió a mí con gran efusión:

—¡Marco, antiguo amo! ¡Soy yo!

—Narices —exclamé, sorprendido de que me alegrara verlo —• Bueno, quería decir Ali Babar. ¡Qué bien volver a verte! Pero ¿qué haces aquí, tan lejos de las comodidades de la ciudad?

—He venido a vuestro encuentro. Cuando estos hombres trajeron la noticia de vuestro inminente regreso me uní a ellos. Tengo una misiva para vos, y me pareció una buena excusa para tomarme unas vacaciones y alejarme durante un tiempo del trabajo y de las preocupaciones. También pensé que así podríais utilizar los servicios de vuestro antiguo esclavo.

—Muy amable por tu parte. Pero vente conmigo, pasaremos las vacaciones juntos. Los mongoles, dos jinetes de avanzadilla y mis dos escoltas, siguieron su camino, y Ali y yo cabalgamos juntos detrás de ellos. Nos dirigimos más al norte que antes, porque Shangdu está en lo alto de las montañas Damaqing, a considerable distancia de Kanbalik, directamente hacia el norte. Ali rebuscó bajo su aba bordada y sacó un documento doblado y sellado, con mi nombre escrito en letras romanas y también en letras árabes y mongoles, y en caracteres han.

—Alguien quería asegurarse de que lo recibiera —murmuré —. ¿De quién es?

—No lo sé, mi ex amo.

—Ahora los dos somos hombres libres, Ali. Puedes llamarme Marco.

—Como queráis, Marco. La dama que me dio ese documento iba totalmente cubierta de velos, y se me acercó en privado y de noche. Como ella no dijo palabra, tampoco yo lo hice, y pensé que probablemente sería, ejem, alguna amiga secreta y quizá la mujer de algún otro. Ahora soy mucho más discreto y menos curioso de lo que tal vez solía ser antes.

—Sin embargo tienes la misma imaginación desbocada que antes. Yo no mantenía en la corte ninguna intriga de ese tipo. Pero gracias, de todos modos. —Me guardé el documento para leerlo aquella noche —. Y ahora, ¿qué es de ti, viejo compañero? ¡Qué

buen aspecto tienes!

—Sí —dijo pavoneándose un poco —. Mi buena esposa Mar-Yanah insiste en que me vista y me comporte como el rico propietario y patrón que soy ahora.

—¿De verdad? ¿Propietario de qué? ¿Patrón de quién?

—¿Recordáis, Marco, la ciudad llamada Kashan, en Persia?

—¡Ah, sí! La ciudad de los bellos muchachos. Pero no creo que Mar-Yanah te haya permitido abrir un burdel masculino.

El suspiró, torció el gesto y dijo:

—Kashan también es famoso por sus peculiares azulejos kasi que quizá recordáis.

—Sí. Me acuerdo de que mi padre se interesó en su fabricación.

—Eso mismo. Vuestro padre pensó que en Kitai podría haber mercado para ese producto. Y tenía razón. Él y vuestro tío Mafio pusieron el capital para instalar un taller, enseñaron el arte del kasi a unos cuantos artesanos, y nos dejaron a Mar-Yanah y a mí al frente de todo el negocio. Ella diseña los dibujos del kasi y yo vendo fuera el producto. Lo hemos hecho muy bien, si se me permite decirlo. Los azulejos kasi están muy solicitados para adornar las casas de los ricos. Incluso después de pagar la parte de beneficios correspondientes a vuestro padre y a vuestro tío, Mar-Yanah y yo nos hemos hecho bastante ricos. Aún estamos aprendiendo el negocio, tanto ella y yo como nuestros artesanos, pero mientras tanto vamos ganando dinero. Hemos prosperado tanto que me puedo permitir unas vacaciones y hacer con vos este pequeño viaje. Siguió charlando durante el resto del día, relatándome hasta el último detalle del negocio de fabricación y venta de azulejos, pero no todo lo que contaba me pareció

totalmente interesante, y de vez en cuando me daba otras noticias de Kanbalik. Él y su bella Mar-Yanah eran muy felices. No había visto a mi padre desde hacía algún tiempo, el viejo Polo había estado fuera de viaje en alguna aventura mercantil, pero a mi tío sí lo había visto recientemente por un lado y otro de la ciudad. La bella Mar-Yanah era más bella que nunca. El valí Achmad se ocupaba de la vicerregencia y llevaba las riendas del

gobierno en ausencia del kan. La bella Mar-Yanah estaba tan enamorada de Ali Babar como él de ella. Muchos cortesanos habían acompañado a Kubilai a Shangdu para la cacería otoñal, entre ellos algunos de mis conocidos: el wang Chingkim, el artificiero Shi, y el orfebre Boucher. La bella Mar-Yanah coincidía con Ali en que el tiempo que habían pasado hasta entonces había sido, a pesar de haber llegado tarde, la mejor época de sus vidas, y que valió la pena haber esperado toda la vida hasta conseguirlo… Aquella noche nos instalamos en un confortable caravasar han a la sombra de la Gran Muralla, y después de bañarme y de cenar, me senté en mi habitación para abrir la misiva que Ali me había entregado. No tardé mucho en leerla, aunque tenía que deletrear letra por letra, pues aún no dominaba demasiado bien el alfabeto mongol; había una única línea que se traducía así: «Espérame cuando menos me esperes.» Las palabras no habían perdido su fuerza, pero a mí ya empezaba a cansarme más su repetición que a inquietarme su amenaza. Me dirigí a la habitación de Ali y le pregunté:

—Dime una cosa, si la mujer que te dio esto para mí hubiera sido doña Zhao Kuan, la hubieras reconocido a pesar de los velos, ¿verdad?

—Sí, claro, y no lo era. Y eso me hace recordar que doña Zhao ha muerto. Se lo oí hace tan sólo un par de días a un correo que hacía a caballo el camino de postas. Sucedió

después de que yo dejara Kanbalik. Fue un desafortunado accidente. Según dijo el correo, se cree que la dama salió de sus habitaciones persiguiendo a algún amante que la había ofendido, y al correr detrás de él, ya sabéis que tenía pies de loto, tropezó en la escalera y cayó de cabeza.

—Vaya, lo lamento —dije, aunque en realidad no era así. Uno menos en mi lista de susurrantes sospechosos —. ¿Y qué hay de la carta, Ali? ¿Quizá te la entregó una dama muy alta?

Estaba pensando en la extraordinaria hembra que había visto fugazmente en las habitaciones del vicerregente Achmad.

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