Ali meditó un momento y dijo:
—Quizá era más alta que yo, pero hay mucha gente que lo es. No, yo no diría que fuese especialmente alta.
—Me dijiste que no te habló. Eso hace pensar que la hubieras podido reconocer por la voz, ¿no?
Se encogió de hombros y respondió:
—¿Qué queréis que os diga? Como ella no habló, yo tampoco. ¿Trae malas noticias la carta, Marco? ¿O algún otro motivo de preocupación?
—Podría responder mejor si supiera de quién procede.
—Lo único que puedo deciros es que vuestros jinetes de avanzadilla llegaron a la ciudad hace varios días proclamando vuestra inminente llegada, y…
—Espera un momento. ¿Anunciaron algo más?
—Pues en realidad no. Cuando la gente les preguntó cómo iba la guerra en Yunnan, no dijeron nada, sólo que vos traíais el comunicado oficial, pero sus aires triunfales ya indicaban que llegaríais anunciando alguna victoria mongola. En todo caso, fue la noche de aquel día cuando la dama del velo me entregó esa misiva para vos. Por eso, cuando al día siguiente los dos jinetes volvieron a marcharse para salir a vuestro encuentro, yo, con la bendición de Mar-Yanah, me fui con ellos.
No pudo añadir nada más, y a mí realmente no se me ocurría qué hembra podía alimentar rencor contra mí, una vez muertas la dama Zhao y las mellizas Buyanty y Biliktu. Si la mujer del velo había actuado como intermediaria de otra persona, no tenía ni idea de quién podía ser. Así que no hablé más del tema, rompí la fastidiosa carta, continuamos nuestro viaje y llegamos a Shangdu sin que nos sucediera nada terrible, ni esperado ni inesperado.
Shangdu era sólo uno de los cuatro o cinco palacios secundarios que el gran kan mantenía fuera de Kanbalik, pero el más suntuoso. En las montañas Damaqing tenía a su disposición un extenso parque de caza, surtido con todo tipo de venados y equipado con expertos cazadores, guardabosques y ojeadores que vivían allí durante todo el año en poblados de los alrededores del parque. En el centro de éste se elevaba un palacio de mármol bastante grande, con los habituales comedores, salas de reunión, de juegos y los alojamientos de la corte, además de amplias habitaciones para un número cualquiera de miembros de la familia real, cortesanos y huéspedes, y para todos los numerosos sirvientes y esclavos necesarios, y para todos los músicos y saltimbanquis que llevaran consigo para animar las veladas. Cada habitación, incluido el más pequeño dormitorio, estaba decorado con pinturas murales realizadas por el maestro Zhao y otros artistas de la corte, representando escenas de persecuciones, correrías y caza, todas ellas de maravillosa ejecución. En el exterior del palacio principal había grandes cuadras para los animales de montar y de carga, para elefantes, caballos y muías; lugares especialmente acondicionados para los gavilanes y halcones del kan, y perreras para sus perros y leopardos cazadores. Todos estos edificios estaban tan bellamente construidos y adornados, y tan inmaculadamente limpios como el propio palacio. El gran kan tenía también en Shangdu una especie de palacio transportable. Era como un enorme pabellón yurtu, en realidad tan grande que no podía construirse de tela o fieltro. Estaba hecho principalmente de caña de zhugan y de hojas de palma, y se sostenía sobre columnas de madera pintadas, doradas y talladas en forma de dragón, que se mantenían unidas mediante una ingeniosa red de cordones de seda. Y a pesar de su gran tamaño podía desmontarse, transportarse y volverse a montar con tanta facilidad como un yurtu. Así que continuamente lo llevaban de un lado a otro, trasladándolo por el parque de Shangdu y por los campos adyacentes a los lugares que el gran kan y su comitiva elegían para cazar aquel día: había un grupo de elefantes reservado para la tarea de transportar sus piezas.
Kubilai siempre salía a cazar majestuosamente. Él y sus huéspedes partían del palacio de mármol formando un numeroso, colorido y radiante séquito. A veces el kan cabalgaba uno de sus «corceles dragón», los caballos blancos como la leche criados en Persia especialmente para él; a veces iba en una casita llamada hauda, faciéndose sobre los altos lomos de un elefante; y otras veces en un carro de dos ruedas lujosamente adornado, tirado por caballos o elefantes. Cuando iba montado a caballo, siempre llevaba uno de sus esbeltos leopardos cazadores, elegantemente ataviado, sobre las cruces del caballo, delante de su silla, y el animal desaparecía cada vez que alguna presa surgía en su camino. El leopardo echaba a correr tras de cualquier cosa que se moviese, y siempre devolvía obedientemente su caza a la cabalgata, pero como solía destrozar mucho las presas, los cazadores las metían en una bolsa separada y después las despedazaban para alimentar a las aves en las jaulas de palacio. Cuando Kubilai salía de caza en su carro o en una handa, llevaba siempre dos o más halcones, blancos como la leche, posados sobre el borde, y los soltaba cuando avistaba alguna presa menor corriendo o volando.
Detrás del carro del gran kan, de su corcel o de su elefante iba la cabalgata de acompañantes; todos los caballeros, damas y huéspedes distinguidos montados con un lujo apenas inferior al del propio kan, y según la caza perseguida aquel día, todos llevaban halcones encapuchados sobre sus puños enguantados, o iban acompañados de criados que cargaban con sus lanzas y arcos, o que llevaban en traílla sus perros de caza. A la cabeza de la cabalgata tenían que ir los numerosos ojeadores que habían salido más temprano y que formaban tres lados de un enorme cuadrado para comenzar a levantar la caza en el momento oportuno —ciervos, nutrias, venados, jabalíes, o lo que fuera —y
empujarla hacia el cuarto lado del cuadrado, en dirección a los cazadores que se acercaban.
Si la cabalgata de Kubilai atravesaba alguno de los poblados próximos al parque o pasaba junto a él, todas las mujeres y niños de las familias del lugar salían de las casas vitoreando. También mantenían fuegos de bienvenida siempre encendidos para arrojar a las llamas especias e incienso si el kan llegaba por aquel camino, y perfumar así el aire por donde pasaba el gran kan. Al mediodía, la partida de caza se retiraba al palacio de zhugan, instalado siempre en un lugar cómodo, para comer, beber, escuchar música suave y echarse una siestecita antes de volver por la tarde al campo. Y cuando la caza del día terminaba, según lo cansados que estuvieran todos o lo lejos que se hallaran del palacio principal, o bien regresaban hasta allí o bien se quedaban a pasar la noche en el palacio de zhugan, en donde había numerosas habitaciones y confortables camas. Yo, Ali y nuestros cuatro mongoles llegamos a Shangdu a media mañana. Un mayordomo nos indicó dónde encontraríamos el palacio transportable del gran kan y llegamos allí al mediodía, cuando toda la partida estaba repantigada comiendo. Algunas personas me reconocieron y me saludaron, entre ellas Kubilai. Le presenté a Ali Babar llamándole «un ciudadano de Kanbalik, excelencia, uno de vuestros ricos príncipes mercaderes», y Kubilai lo acogió cordial-mente, pues no había visto nunca a Ali en mi compañía en los días en que era el humilde esclavo Narices. Entonces comencé a decir:
—Os traigo de Yunnan buenas y malas noticias, excelencia… Pero él alzó la mano para detenerme.
—Nada —dijo con firmeza —, nada es tan importante que merezca interrumpir una buena cacería. Guardad vuestras noticias hasta que regresemos esta tarde al palacio de Shangdu. Y ahora, ¿tenéis hambre?
Dio una palmada y ordenó a un criado que trajera comida.
—¿Estáis cansados? ¿Preferís volver al palacio antes que nosotros y descansar allí
mientras esperáis, o preferís tirar una lanza con nosotros? Hemos levantado algunos admirables jabalíes, grandes y fieros.
—Os lo agradezco, excelencia. Me gustaría unirme a la cacería, pero tengo poca experiencia con la lanza. ¿Es posible matar al jabalí con arco y flechas?
—Cualquier cosa puede matarse con lo que sea, incluso con las manos desnudas; y quizá
tengáis que utilizarlas también para rematar a un jabalí. —Se dio la vuelta y gritó —: ¡Hui!
Mahawat, prepara un elefante para Marco Polo.
Era la primera vez que yo montaba en elefante, y fue de lo más agradable, mucho más que montar un camello, y muy diferente de montar a caballo. La hauda estaba construida, como una cesta, con tiras de zhugan entretejidas, llevaba un pequeño banco en el que me sentaba junto al guía, tenía lados altos para protegernos del roce de las ramas, y encima un dosel de tejado, pero estaba abierto por delante para que el mahawat pudiera guiar al elefante azuzándolo con un palo, y yo pudiera lanzar mis flechas. Al principio sentía un poco de vértigo por la gran altura que me separaba del suelo, pero en seguida me acostumbré. Y cuando el animal empezó a caminar por el parque, no me di cuenta inmediatamente de que andaba más de prisa que un caballo o un camello. E
igualmente, cuando llegó el momento de cazar un veloz jabalí, tardé un rato en comprender que el elefante, a pesar de su enorme volumen, corría tan rápido como un caballo al galope.
El mahawat estaba muy orgulloso de sus importantes funciones y se jactaba de ellas, y esto me resultó muy instructivo. Sólo las hembras del elefante, me dijo, se utilizaban como animales de trabajo. Los machos no se podían amaestrar fácilmente, y sólo se conservaban unos cuantos en las manadas domésticas para acompañar a las hembras. Todos los elefantes llevaban grandes y toscos cencerros, objetos de madera tallada que
sonaban con un ruido hueco y profundo en vez de metálico. El mahawat me dijo que si alguna vez oía una campana de toque metálico, era mejor que echara a correr, porque las campanas metálicas sólo las colgaban en los elefantes que se habían portado mal y ya no eran de confianza; dicho de otro modo, en los elefantes que más se parecían a las personas: generalmente hembras enloquecidas, como lo estaría cualquier madre humana, por haber perdido a su cachorro, o un macho que se había vuelto gruñón, mezquino e irascible con la edad, como cualquier hombre viejo. Un elefante, dijo el mahawat, era más inteligente que un perro, más obediente que un caballo y más hábil con su trompa y sus colmillos que un mono con sus patas, y se le podía enseñar a hacer muchas cosas útiles y divertidas. En los bosques madereros, dos elefantes podían manejar una sierra para cortar un árbol, y luego Podían recogerlo y amontonar los gigantescos troncos, o arrastrarlos hasta un camino forestal, bajo la supervisión de un único leñador humano que seleccionaba los troncos que se debían cortar. Como animal de carga, el elefante era incomparable a cualquier otro; era capaz de llevar tanto peso como tres poderosos bueyes, y trasladarlo a una distancia de treinta o cuarenta li en un día normal de trabajo, o a más de cincuenta li en caso de emergencia. Al elefante no le asustaba el agua, como le pasa al camello, porque es un buen nadador, mientras que el camello es incapaz de nadar.
No sé si un elefante hubiera podido cruzar un camino tan precario como la Ruta del Pilar, pero en todo caso aquel animal nos llevaba con rapidez y seguridad a través de los diferentes terrenos de Damaqing. Mi elefanta no era sino una más de la cabalgata, la del kan y varias más iban delante mío, por eso mi mahawat no tuvo que guiar demasiado. Pero cuando quería que la elefanta girara, no tenía más que tocar una u otra de aquellas orejas del tamaño de una puerta. Cuando pasábamos entre árboles, el animal, sin que se lo pidieran, utilizaba su trompa para apartar cualquier rama que estorbara, e incluso rompía las ramitas más flexibles para asegurarse de que al volver atrás no golpearían a los jinetes. A veces pasaba entre árboles que parecían estar demasiado próximos para permitir el paso, y lo hacía tan sinuosa y suavemente que ni siquiera arañaba las cinchas que sostenían nuestra hauda sobre sus hombros. Cuando llegábamos a la húmeda y arcillosa orilla de un pequeño riachuelo, la elefanta, casi tan juguetona como un niño, juntaba sus cuatro patas que parecían troncos, y se deslizaba por la pendiente hasta el borde del agua. En aquel lugar del río habían sido colocadas unas piedras para permitir el paso. Antes de aventurarse a pisar una de ellas, la elefanta probaba cuidadosamente si cada una resistía su peso, y sondeaba con su trompa la profundidad del agua de alrededor. Luego, si parecía satisfecha pasaba a una de las piedras, y de aquélla a la siguiente, sin dudar nunca, pero pisando con tanta delicadeza y precisión como un hombre gordo que hubiera bebido una copa de más.
La característica desagradable del elefante es común a todas las criaturas, pero el tamaño de este animal la amplifica a un nivel prodigioso. Quiero decir que la elefanta que yo montaba pedeaba terriblemente y con gran frecuencia. Otros animales también lo hacen —los camellos, los caballos, incluso los seres humanos, bien lo sabemos —, pero ningún otro creado por Dios lo hace de modo tan pestilente y estrepitoso como el elefante, y eso producía una miasma nociva casi tan visible como audible. Yo, con un heroico esfuerzo, fingía no darme cuenta de aquellas faltas de urbanidad. Pero de lo que me quejé débilmente fue de otra costumbre del animal: la elefanta echó hacia atrás su trompa varias veces por encima de su cabeza y me estornudó en la cara, con tanta fuerza que me sacudió del asiento, y con tanta humedad que pronto quedé totalmente empapado. Cuando expresé mi irritación por los estornudos, el mahawat dijo arrogantemente:
—Los elefantes no estornudan. La hembra simplemente está soplando para quitarse
vuestro aroma de encima.
—Gésu! —murmuré yo —. ¿Le está molestando mi olor?
—Es sólo porque sois un forastero, y no está acostumbrada a vos. Cuando acabe conociéndoos, aceptará vuestro olor y moderará su comportamiento.
—Me alegra saberlo.
Así que seguimos adelante, entretenidos, balanceándonos rítmicamente sobre la alta hauda, y el mahawat me contó otras cosas. Hacia el sur, en las junglas de Champa, dijo, de allí donde procedían los elefantes, había cosas tales como elefantes blancos.
—No blancos del todo, claro, como los caballos y los halcones del gran kan, que son blancos como la nieve. Pero de un gris más pálido que el normal. Y como hay pocos ejemplares, igual que los albinos entre las personas, se consideran sagrados. Y a menudo se utilizan como venganza contra un enemigo.
—¿Sagrados e instrumentos de venganza? —repetí yo —. No lo entiendo. Y me lo explicó. Cuando se cazaba a un elefante blanco, se debía regalarlo al rey del lugar, porque sólo un rey podía permitirse mantenerlo. Ese elefante, por ser sagrado, no podía destinarse al trabajo, sino que había que mimarlo dándole un buen establo, personas que lo cuidaran con dedicación y una dieta principesca; y su única función era la de marchar en las procesiones religiosas, ocasiones en las que había que engalanarlo con paños entretejidos de oro, cadenas enjoyadas, chucherías y demás. Era un gasto costoso, incluso para un rey. Sin embargo, dijo el mahawat, imaginad que el rey se disgusta con alguno de sus señores, o teme su rivalidad, o simplemente le coge manía…