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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (111 page)

—Confiemos en que al menos lo hayan hecho hoy —dijo Bayan. Levantó un poco la cabeza para poder estudiar una por una las montañas del valle. Y yo hice lo mismo. Si el orlok insistía en considerarme responsable de las armas secretas, me interesaba que las cosas salieran como yo esperaba. De ser así, iban a morir unos cincuenta mil bho y aproximadamente el mismo número de yi. Francamente era una responsabilidad considerable para un no combatiente, y para un cristiano. Pero eso significaría que iba a ganar la guerra el bando que yo había elegido, y la victoria

demostraría que Dios estaba también de nuestro bando, y aquello calmaría cualquier escrúpulo cristiano que pudiera sentir ante esa enorme matanza. Si las bolas de latón no funcionaban como estaba garantizado, los bho morirían igualmente, pero los yi no. La guerra tendría que continuar y eso podría causarme ciertos remordimientos: haber matado inútilmente a tanta gente, aunque se tratara de bhos. Pero debo confesar que lo que más me preocupaba era satisfacer mi curiosidad. Quería ver si las bolas de huoyao funcionaban, y si lo hacían bien. Realmente, me decía a mí

mismo, en aquellas montañas podía localizar una docena de puntos estratégicos donde yo habría colocado las cargas si me hubiera tocado hacerlo. Eran afloramientos de roca pelada, como castillos de cruzados asomando sus torres entre altos bosques, y mostraban grietas y hendeduras entrecruzadas debidas al tiempo y a la acción del clima, que si de repente se resquebrajaran aún más pondrían en movimiento grandes bloques de piedra que al caer arrastrarían otros fragmentos de la montaña. Bayan dio un gruñido de mando y nos deslizamos ladera abajo por donde habíamos venido. Al llegar al pie de la montaña dio órdenes a los hombres que esperaban:

—El ejército auténtico debe de estar a unos cuarenta o cincuenta li detrás nuestro, a punto de detenerse para pasar la noche. Seis de vosotros partiréis ahora mismo a caballo hacia allí. Cada diez li uno de vosotros se quedará a un lado del camino y esperará hasta mañana para que su caballo esté fresco. El sexto jinete deberá llegar allí antes de que amanezca. Decid a los sardars que no comiencen la marcha todavía. Decidles que se queden donde están, para que desde aquí no se vea el polvo de la marcha, y echen a perder todos nuestros planes. Si mañana todo sale como hemos previsto, el capitán Toba partirá al galope hasta alcanzar el primer relevo y os iréis pasando mi mensaje hasta llegar al tuk. En mi mensaje ordenaré a los sardars que vengan con todo el ejército a galope tendido para acabar con los restos del enemigo que hayan quedado vivos en este valle. Si las cosas van mal aquí, bueno… enviaré al capitán Toba con órdenes distintas. Ahora, ¡poneos en marcha!

Los seis hombres partieron llevando sus caballos por las riendas hasta un lugar donde pudieran montar sin que el enemigo los oyera. Bayan se dirigió entonces a nosotros:

—Comamos algo y durmamos un poco. Deberemos vigilar desde la cima de la colina antes del amanecer.

2

Y allí nos quedamos: el orlok Bayan y sus oficiales acompañantes, el wang Ukuruji, yo mismo, el capitán Toba y sus dos soldados restantes. Cada uno de ellos llevaba una espada, un arco y un carcaj de flechas, y Bayan, listo para el combate, no para el desfile, iba sin sus dientes. Yo, como tenía que manejar el aparatoso estandarte, no llevaba más armas que mi cuchillo al cinto. Nos tumbamos en la hierba y miramos cómo se iba haciendo visible lentamente la escena que teníamos delante. Tendrían que pasar aún muchas horas hasta que el sol apareciera sobre la cima de las montañas, pero el sol al salir iluminó el cielo azul, limpio de nubes, con una luz que fue reflejándose poco a poco en la oscura hondonada del valle, absorbiendo la niebla que subía del río. Al principio ése fue el único movimiento que pudimos ver, una luminiscencia lechosa flotando sobre el negro. Pero después el valle cobró forma y color: azul neblinoso en los perfiles de la montaña, verde oscuro en los bosques, verde más pálido en la hierba y en la maleza de los claros, plateado reluciente en el río a medida que la niebla opaca se evaporaba. Con la forma y el color surgió también el movimiento: la manada de caballos comenzó a desperezarse y a moverse lentamente de un lado a otro, y pudimos oír algún distante relincho ocasional. Después, las mujeres del bok comenzaron a salir

de sus mantas y a trajinar de aquí para allá, avivando los fuegos cubiertos durante la noche y poniendo agua a calentar para preparar cha —oíamos el lejano sonido metálico de las cazuelas —antes de despertar a los hombres.

Por entonces los yi ya habían observado repetidas veces el despertar del campamento, y conocían bien su rutina. Así que eligieron este momento para el asalto: había suficiente luz para distinguir su objetivo con claridad, pero sólo estaban levantadas las mujeres, y los hombres dormían aún. No sé cómo dieron los yi la señal para el ataque: no vi ondear ningún estandarte, ni oí sonar ninguna trompeta. Pero los guerreros yi se pusieron en movimiento todos en el mismo instante y todos juntos, con una precisión admirable. En ese momento, nosotros, los observadores, estábamos contemplando el bok situado en el valle al fondo de una ladera vacía, como si estuviéramos en lo alto de un anfiteatro vacío, mirando por encima de las gradas sin público un cuadro teatral en un lejano escenario. Al momento siguiente, nuestra panorámica quedó interrumpida, pues la ladera ya no estaba vacía: era como si de todas las gradas del anfiteatro hubiera brotado mágica y silenciosamente un público multitudinario, fila tras fila. Más abajo en la colina surgió de entre la hierba, la maleza y los arbustos una vegetación más alta y erguida: eran hombres con armaduras de cuero, cada uno con un arco tensado y con la flecha ya apuntando en la cuerda. Todo sucedió tan bruscamente que me pareció que algunos de ellos habían surgido justamente delante de mis narices; imaginaba que podía oler a los seis o siete que tenía más cerca; y creo que no fui el único de los que estábamos escondidos que reprimió un impulso para incorporarse también de un salto. Pero me limité a abrir más los ojos y a mover la cabeza para mirar a todos lados y ver a aquella audiencia amenazadora hacerse visible repentinamente en todo el anfiteatro del valle, levantándose por miles dispuestos en filas e hileras en forma de herradura. Los que estaban más cerca de mí parecían de tamaño natural, los que estaban más abajo parecían muñecos, y los que estaban en las laderas más lejanas del valle insectos; y todas aque-llas filas iban emplumadas, orladas y perfiladas con flechas dirigidas a un punto central que era el cuadro escénico del campamento.

Todo eso había ocurrido casi en silencio, y mucho más de prisa de lo que se tarda en contarlo. Lo que sucedió acto seguido, el primer sonido que profirieron los yi, no fue un concertante y ululante grito de batalla, como habría hecho un ejército mongol. El sonido no era otra cosa que el misterioso, sigiloso y ligeramente silbeante ruido de todas las flechas lanzadas a la vez, millares de ellas produciendo juntas una especie de rugido aleteante, como un viento que susurrara a través del valle, pero fragmentado y duplicado, creando un ruido solapado, una especie de pss, pss, pss, pss, cada vez que los yi sacaban, con gran rapidez pero ya no simultáneamente, nuevas flechas de sus carcajs

—mientras la primera aún estaba volando —, las tensaban y las soltaban, y al mismo tiempo corrían por la abrupta pendiente hacia el bok. Las flechas se elevaban hacia el cielo y oscurecían brevemente su azul, porque su tamaño iba disminuyendo y pasaba de palitos distinguibles a ramitas a astillas a mondadientes a pelillos, y luego se arqueaban perezosamente para convertirse en una tenue y sombreada neblina que lloviznaba sobre el campamento, y que no parecía más terrible que un tamborileo gris de lluvia matutina. Nosotros, los observadores, que estábamos situados detrás de los arqueros y cerca de ellos, habíamos visto y oído aquel primer movimiento del ataque. Pero sus blancos, las mujeres y caballos que ya se habían levantado y los hombres que aún dormían en el bok, probablemente no notaron nada hasta que millares de flechas empezaron a llover entre ellos, a su alrededor y encima de ellos mismos. En aquel punto de su vuelo ya no se trataba de una simple neblina o pelusilla, sino de flechas de punta afilada, pesadas y que se movían con rapidez en su larga caída; y seguro que muchas cayeron sobre la carne y llegaron al hueso.

Y ya entonces las filas de yi más cercanas al campamento estaban entrando en sus márgenes sin proferir aún gritos de alerta, indiferentes a las flechas de sus propios compañeros que continuaban cayendo, y sus espadas y lanzas empezaron a brillar, a clavarse y a cortar. Desde donde nosotros estábamos, continuamente veíamos brotar de nuestra ladera y de todos los rincones de la montaña más y más guerreros yi, como si la vegetación del valle floreciera incesantemente dando una y otra vez flores oscuras que eran los arqueros levantados y luego se desprendiera de ellas y las dejara caer ladera abajo hacia el bok, para dar a continuación nuevas flores. Ahora también se oía ruido, más fuerte que el sonido del viento y lluvia producido por las flechas: eran los gritos de alarma, indignación, miedo y dolor de la gente del campamento. Cuando ese ruido comenzó, ya no fue preciso aprovecharse de la sorpresa, y los yi empezaron a lanzar gritos de batalla mientras corrían y convergían sobre su objetivo, permitiéndose ahora, al final, los alaridos que estimulan el valor y la ferocidad de un guerrero y aterrorizan al enemigo, o al menos esto es lo que él espera.

Cuando abajo en el valle todo era griterío y confusión, Bayan dijo:

—Creo que ahora es el momento, Marco Polo. Todos los yi están corriendo hacia el bok, ya no salen más y no veo que hayan mantenido reservas fuera de la zona de combate.

—¿Ahora? —dije yo —. ¿Estáis seguro, orlok? Se me va a ver mucho aquí de pie agitando una bandera. Los yi pueden sospechar algo y detenerse, suponiendo que no me abatan inmediatamente con una flecha.

—No temáis —dijo —. Ningún guerrero cuando avanza mira hacia atrás. Levantaos aquí. Así que me puse de pie gateando, esperando sentir en cualquier momento una resonante punzada en mi coraza de cuero; y apresuradamente desplegué la seda de mi lanza. Como no sentí ningún golpe, agarré la lanza con ambas manos, alcé el estandarte lo más alto que pude y comencé a ondearlo de izquierda a derecha y en sentido contrario; el amarillo brillaba radiante con la luz matutina y la seda chasqueaba alegremente. No podía limitarme a ondearla una o dos veces y luego tirarme al suelo de nuevo, dando por supuesto que ya la habían visto desde lejos. Tenía que quedarme allí hasta saber que desde la distancia los ingenieros habían visto la señal y actuaban en consecuencia. Yo calculaba mentalmente:

« ¿Cuánto tardarán aún? Sin duda están mirando ya hacia aquí. Sí probablemente saben que teníamos que llegar por aquí, por detrás del enemigo. O sea que los ingenieros desde sus escondites están mirando en esta dirección; están escudriñando este extremo del valle, esperando ver un punto amarillo en movimiento entre todo el verdor de la montaña. Hui! Alalá! Eviva! Ahora ven un diminuto estandarte ondeando en la distancia. Dejan corriendo sus puntos de observación y se vuelven a donde habían ocultado antes las bolas de latón. Para esto necesitarán unos momentos. ¡Muy bien!

Ahora cogen las varitas encendidas de incienso y las soplan, suponiendo que se hayan preocupado de tenerlas a punto y encendidas. ¡Quizá no lo han hecho! Y ahora están todavía con el pedernal, el acero y la yesca… Esperemos unos momentos más, por si acaso; pero el estandarte empieza ya a pesarme. Bien, ahora ya tienen la yesca encendida y empiezan a quemar un montón de hojas secas o lo que sea. Ahora cada uno tiene una ramita o varita de incienso encendida y las llevan hacia las bolas de latón. Ahora prenden fuego a las mechas. Ahora las mechas comienzan a arder y a chisporrotear, y los ingenieros se levantan de un salto y se alejan a toda prisa hasta una distancia segura…»

Les deseé buena suerte y un refugio muy lejano y seguro, porque yo mismo me estaba sintiendo terriblemente expuesto, visible y vulnerable. Y me parecía que desde hacía una eternidad ostentaba mi bandera, mi bravata y mi persona, y que los yi tenían que estar ciegos para no haberme localizado. Ahora —¿cuánto tiempo había dicho el

artificiero? —había que contar lentamente hasta diez después de encender las mechas. Yo conté diez lentos movimientos ondeantes de mi gran estandarte amarillo… No pasó nada.

Caro Gésu. Algo estaba fallando. ¿Podía ser que los ingenieros se hubieran confundido? Se me cansaban los brazos de agitar la bandera y comenzaba a sudar profusamente, aunque el sol estaba aún detrás de las montañas, y la mañana no se había calentado todavía. ¿Podía ser que los ingenieros esperaran ver mi señal para colocar las bolas? ¿Por qué había confiado esta empresa, y ahora mi propia vida, a una docena de lerdos oficiales mongoles? ¿Tenía que quedarme allí agitando cada vez más débilmente la bandera durante una o dos eternidades más, mientras los ingenieros hacían con toda calma lo que tenían que haber hecho ya? ¿Y cuánto tiempo iba a pasar antes de que comenzaran lánguidamente a registrar los bolsillos de su cinturón en busca de pedernal y acero? Y durante todo ese tiempo… ¿tendría que estarme yo allí, azotando aquella bandera amarilla, extremadamente provocativa? Bayan quizá estaba convencido de que ningún guerrero mira nunca hacia atrás voluntariamente, pero bastaba con que alguno de aquellos yi tropezara y cayera o le golpearan y le tiraran al suelo para que volviera la cabeza en esta dirección. Difícilmente podría dejar de ver entonces un espectáculo tan poco corriente en un campo de batalla como el que yo ofrecía. Gritaría a sus compañeros guerreros, y éstos vendrían a toda velocidad hacia mí, arrojando flechas por el camino…

El paisaje verde comenzaba a enturbiarse por el sudor que me corría por los ojos, pero vi un breve parpadeo amarillo en el extremo de mi visión. Maledetto! El estandarte estaba bajando demasiado tenía que mantenerlo más alto. Pero luego, donde había visto el parpadeo amarillo se dibujaba ahora una humareda azul sobre el verde. Oí un coreado Hui! procedente de mis compañeros que aún estaban tumbados en la hierba, y luego se pusieron de un salto junto a mí gritando Hui! una y otra vez. Yo dejé caer la bandera y su palo, y me quedé de pie jadeando, sudando y mirando las ráfagas amarillas y las humaredas azules de las bolas de huoyao que hacían lo que les tocaba hacer. Todo el centro del valle en donde ahora los yi y los bho disfrazados de mongoles se entremezclaban íntimamente, estaba cubierto por la nube de polvo que levantaba su feroz confusión. Pero los destellos y humaredas quedaban por encima de esa bóveda de polvo, sin que los oscureciera. Estaban en donde yo los habría puesto, chispeando y echando humo de aquellas grietas que se abrían en las afloraciones rocosas parecidas a castillos. No se encendieron todos a la vez, sino que iban estallando solos y por parejas, sucediéndose de lo alto de una montaña a otra. Me alegró que los ingenieros los hubieran colocado donde yo lo habría hecho, y me alegró contar hasta doce igniciones; cada una de las bolas había actuado como estaba previsto, pero me decepcionó su aparente insignificancia. Eran diminutas ráfagas de fuego que se extinguían en seguida y que sólo dejaban leves penachos de humo azul. El sonido que produjeron llegó mucho más tarde, y aunque fue lo bastante alto para oírse por encima del clamor de gritos y refriegas que tenían lugar en el valle, no era el mismo bramido atronador que había oído cuando se derrumbó mi habitación en palacio. Estos ruidos de encendido eran sólo secos palmetazos —como los que hubiera producido uno de aquellos guerreros yi al golpear con la hoja de su espada el flanco de un caballo —, uno o dos palmetazos, y luego varios juntos en una crepitación sostenida, y al final unos cuantos separados de nuevo. Y después no pasó nada más, excepto que la furiosa pero fútil batalla continuaba como antes abajo en el valle, en donde ninguno de los combatientes parecían haberse dado cuenta de nuestra actuación en las alturas. El orlok se dio la vuelta y me dirigió una mirada fulminante. Yo le miré arqueando las cejas en un gesto de perplejidad. Pero de pronto todos los demás comenzaron a murmurar Hui! en tono maravillado, y todos

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