Pero ahora todos los bho eran budistas, y en el punto más elevado de cada pueblo había un lamasarai, al que sus habitantes llamaban el Pota-lá (Lá significa monte, y Pota era el nombre de Buda pronunciado por los bho). No voy a hacer ningún juego de palabras obsceno en relación al indecoroso significado que tiene «pota» en lengua veneciana. No hay ninguna necesidad de inventar historias jocosas sobre los bho y su religión. El Pota-lá era el edificio más encumbrado y populoso de cada población, y el resultado era que los sacerdotes y monjes, llamados aquí lamas y trapas, excretaban copiosamente sobre toda su congregación de laicos situada algo más abajo. Llegué a la conclusión de que el budismo, en su modalidad de potaísmo en To-Bhot, estaba lamentablemente envilecido por las más extrañas locuras.
Un pueblo bho puede parecer encantador visto desde lejos, es decir, a través de los campos de enormes amapolas azules y amarillas, únicas en To-Bhot, y del «pelo de Pota», que son los sauces llorones cuyas ramas cuelgan cargadas de flores amarillas, y del claro cielo azul salpicado con el rosa y el negro de los jilgueros y los cuervos. Todos los pueblos enclavados en las paredes de los precipicios eran un revoltijo vertical de casas color de roca, que sólo se distinguían del precipicio por el humo que salía de sus ventanucos de formas curiosas, más anchas de arriba que de abajo. Ese enjambre de casas estaba coronado por el Pota-lá, aún más confuso, todo él torretas y tejados dorados, pasarelas y escaleras exteriores, penachos de varios colores que ondeaban con la brisa, y trapas vestidos de oscuro paseando apaciblemente por las terrazas. Pero cuando nos acercamos más lo que desde lejos nos había parecido bello, sereno e incluso de aspecto beatífico, resultaba feo, aletargado y asqueroso. Las pintorescas ventanitas de las viviendas ocupaban únicamente los pisos superiores para quedar por encima de la nauseabunda suciedad y del hedor de las calles. Al principio, el populacho parecía consistir solamente en cabras errantes, aves de corral y mastines amarillos al acecho; y los callejones escalonados, estrechos e intrincados tenían una capa espesa de excrementos, que supusimos pertenecían a estos animales. Pero luego comenzamos a encontrarnos a gente, y ojalá nos hubiéramos dado por satisfechos con ver sólo animales, más limpios; pues cuando la gente nos sacaba la
lengua para saludarnos descubríamos que esta parte de su cuerpo era lo único que no estaba incrustado de porquería. Llevaban ropas grises y mugrientas como los habitantes de las tierras bajas; y no pude distinguir si los hombres y las mujeres vestían diferentes modelos de gris y suciedad. Había muy pocos hombres, y una gran cantidad de mujeres; pero pude diferenciar los sexos porque los hombres se tomaban la molestia de abrir sus largos vestidos cuando orinaban en la calle; las mujeres simplemente se ponían de cuclillas y no llevaban nada bajo sus ropas exteriores, o al menos eso espero. A veces un montón de excrementos más grande de lo normal se agitaba débilmente en medio de la calle, y yo descubría que se trataba de un ser humano echado en el suelo esperando la muerte, generalmente un hombre o una mujer muy viejos.
Mis escoltas mongoles me contaron que en otra época los bho se deshacían de sus ancianos comiéndose los cadáveres. Se apoyaban en la teoría de que los muertos no podían desear un lugar de descanso mejor que los intestinos de sus propios parientes; y esta costumbre sólo se interrumpió al convertirse el potaísmo en religión dominante, porque Pota-Buda había desaprobado comer carne. La única reliquia de esta antigua costumbre era que las familias conservaban aún los cráneos de sus muertos y los usaban como tazones para beber o como pequeños tambores, así los difuntos podían seguir participando en las celebraciones festivas y musicales.
Los bho empleaban entonces otros cuatro sistemas de sepultura. Quemaban a los muertos en las cimas de las montañas, o los dejaban allí para las aves, o los tiraban a los ríos y pantanos de donde sacaban el agua para beber, o bien cortaban los cadáveres en trozos y los daban a los perros. Este último era el sistema preferido, porque evitaba la putrefacción de la carne, y mientras la antigua carne no hubiera desaparecido, el alma que la habitaba quedaba abandonada en una especie de purgatorio, un intermedio entre la muerte de aquí y la reencarnación en algún otro lugar. Los cuerpos de los pobres se arrojaban directamente a las jaurías de perros callejeros, pero los de los ricos se llevaban a lamasarais especiales que mantenían perreras de mastines santificados. Estas costumbres explicaban sin duda la enorme abundancia de buitres, cuervos, urracas y perros carroñeros que había en Bho; pero también traía consigo más muertes humanas de las estrictamente necesarias. La gran cantidad de perros facilitaba en sumo grado la aparición de la locura canina, y los perros, en sus ataques, mordían tanto a personas como a otros seres. Morían más bho a causa de la infección canina que a causa de todas las viles enfermedades engendradas por su propia suciedad. A menudo, el montón tirado en la calle no sólo se agitaba débilmente, sino que también se debatía, se contorsionaba y aullaba como un perro por la horrible agonía mortal que produce esa rabia canina.
Yo no tenía ningunas ganas de que me mordiesen, y además iba de camino hacia la guerra, o sea que me hice con un arco y unas flechas y empecé a afinar mi puntería y mi brazo disparando a cada perro suelto que veía a mi alcance. Esto me valió miradas de desaprobación, tanto de los potaístas religiosos como de los laicos, quienes preferían que las personas murieran sin motivos a que mataran por buenos motivos. Sin embargo, yo llevaba la placa del gran kan, y por lo tanto nadie se atrevió a hacerme nada, aparte de fruncir el ceño y murmurar; y me convertí en un experto, tanto con las flechas de punta ancha como con las de punta estrecha. Espero haber logrado alguna pequeña mejora en esa desgraciada tierra, aunque lo dudo. No creo que nadie o nada pudiera hacerlo.
Mis escoltas y yo, al llegar a cualquier población bho, subíamos lo antes posible al Pota-lá situado en la cima, en donde siempre nos trataban como visitantes de honor, y nos ofrecían los mejores aposentos. Esto significaba que nadie excretaba encima nuestro, aunque esto no hubiera podido empeorar el repugnante estado de habitaciones,
camas, comida y compañía. Antes de partir de Kitai, había oído a un caballero han citar un refrán desdeñoso sobre este pueblo: los tres productos nacionales de To-Bhot eran los lamas, las mujeres y los perros; y ahora lo comprendía. Saltaba a la vista que el número desproporcionado de mujeres en el pueblo colina abajo se debía a que al menos un tercio de sus hombres habían tomado las sagradas órdenes y residían en algún lamasarai. Después de haber visto a las mujeres bho, no podía desaprobar excesivamente la huida de sus hombres, pero pienso que podían haber escapado para encontrar otra existencia mejor que un embalsamamiento en vida. Al entrar en el patio de un Pota-Lá, lo primero que nos daba la bienvenida eran los gruñidos y bramidos de los salvajes mastines amarillos de To-Bhot, que en esos lugares por lo menos estaban atados con cadenas a las paredes. A lo largo de éstas había también, hasta en el más pequeño orificio, varitas de incienso o ramitas de enebro, pero el perfume que emanaban no conseguía disimular la miasma general producida por el fuego de excrementos de yak, la mantequilla de yak podrida y la religiosidad sin lavar. Después de encontrarnos con los ruidos y el hedor, veíamos a una serie de monjes y a unos cuantos sacerdotes avanzando lenta y majestuosamente hacia nosotros, llevando cada uno sobre las palmas el khala, el pañuelo de seda azul pálido con que todo bho de clase alta saluda (en vez de con la lengua) a un igual o a un superior. Me dieron el tratamiento de kungö, que significa «alteza»: y yo me dirigí a cada lama con el tratamiento correcto de kundün, «presencia», y a cada trapa con el de rimpoche,
«tesoro»; aunque me parecía una broma pronunciar mentiras tan honoríficas. No me pareció que ninguno de ellos fuera nada digno de atesorar. Al principio sus ropas parecían de sedantes colores eclesiásticos, pero de cerca podíamos ver su color rojo brillante original, y si ahora eran oscuras sólo se debía a la suciedad acumulada a lo largo de los años. Sus caras, manos y rapadas cabezas estaban manchadas por una savia marrón con la que embadurnaban sus diversas enfermedades cutáneas. La mantequilla de yak que empapaba todas sus comidas hacía relucir sus barbillas y labios. En cuanto a la comida de los lamasarais, lo más frecuente era que nos sirvieran dietas vegetarianas, potaístas como es lógico: tsampas, ortigas hervidas, helechos, y el tallo extraño, fibroso, viscoso y de color rosa brillante de una planta que me era desconocida. Imagino que aquellos santos varones lo comían solamente porque teñía la orina de color de rosa durante varios días, y sin duda este líquido inspiraba reverencia a la gente que vivía más abajo del lamasarai. Pero los bho aplicaban el principio potaísta de no comer carne con una peculiar selectividad. No degollaban aves de corral ni ganado, pero permitían la matanza de faisanes y antílopes de caza. De modo que a veces los lamas y los trapas nos ofrecían carne de venado, como una excusa para poder saborear también ellos la carne. No me estoy burlando injustamente de sus hipócritas austeridades. En una ocasión me presentaron a un lama al que llamaron el «más santo entre los santos»
porque subsistía sin «tomar absolutamente ningún alimento excepto un par de tazones de cha al día». Por pura curiosidad y escepticismo estuve vigilando a aquel lama, y finalmente le pillé preparándose el tazón de su comida. Lo que ponía en remojo no eran hojas de cha sino tiras de carne seca parecidas al cha.
Nuestras comidas, aunque a veces consistieran en lujos no potaístas, nunca eran muy elegantes. Al ser huéspedes de honor, siempre nos sentaban a cenar en el «salón de canto» del Pota-lá, así teníamos durante la comida el entretenimiento de varias docenas de trapas cantando lastimeramente mientras golpeaban tambores hechos con cráneos y hacían sonar huesos de plegaria. Sobre la mesa del banquete había una serie de escupideras dispuestas entre las fuentes para servir y los tazones para comer, y los santos varones las utilizaban hasta que se desbordaban. Por toda la oscura sala se erguían estatuas de Pota, de sus numerosos discípulos diosecillos y de sus numerosos
enemigos y adversarios. Todos ellos eran visibles a pesar de la penumbra, pues relucían gracias a la capa de mantequilla de yak que los cubría. Así como nosotros los cristianos encendemos una velita a un santo o le dejamos una taoléta, los bho tenían la costumbre de embadurnar a sus ídolos con mantequilla de yak, y las espesas capas antiguas apestaban a rancia putrefacción. No sé si Pota y las demás imágenes estaban agradecidas por esa ofrenda, pero puedo afirmar que los bichos del lugar sí lo estaban. Aunque la sala estuviera llena de comensales ruidosos y de cantores, podía oír los chirridos y crujidos de ratas, ratones, aparte de cucarachas, ciempiés y Dios sabe qué
cosas más, que corrían buscando comida arriba y abajo de las estatuas. Lo más nauseabundo de todo era el lugar donde nos sentábamos siempre con nuestros comensales anfitriones, que yo al principio tomé por una tarima baja construida sobre el nivel del suelo. La notaba bastante esponjosa debajo mío, así que un día lo investigué
furtivamente para ver de qué estaba hecho, y descubrí que estábamos sentados encima de un montón de restos de comida compactos, los detritos de las comidas que durante décadas o quizá siglos los santos varones habían babeado o dejado caer allí
despreocupadamente.
Cuando sus bocas no estaban masticando ni ocupadas de otro modo, los santos varones cantaban casi continuamente, en coro y a pleno pulmón, o en solitario y en voz baja. Uno de los cantos decía así: «Lha so so, khi ho ho», que significa más o menos: «Venid dioses, marchad demonios.» Otro más corto decía: «Lha gyelo», significando: «Los dioses son victoriosos.» Pero el canto que oí con mayor frecuencia, interminablemente y en todo To-Bhot decía así: «Om mani pémé hum.» El sonido inicial y final siempre se entonaba alargando la sílaba, es decir «O-o-o-o-m» y «Hu-u-u-u-u-m», y correspondía a una especie de «amén». Las otras dos palabras significaban literalmente «la joya en el loto», en el mismo sentido en que se utilizan estos términos en el vocabulario sexual han. Dicho de otro modo, los santos varones estaban cantando: «Amén, el órgano masculino está dentro del femenino. Amén.»
Ahora bien, una de las religiones han que prevalecen en Kitai, llamada Tao, «el camino», tiene una desvergonzada relación con el sexo. En taoísmo, la esencia masculina se llama yang y la femenina yin; y todo lo que hay en el universo, ya sea material, intangible, espiritual o de otra índole, se considera perteneciente al yang o al yin; es decir, totalmente discreto y opuesto (como lo son los hombres y las mujeres) o complementario e imprescindible entre sí (como lo son los hombres y las mujeres). De modo que las cosas activas se llaman yang, y las pasivas se llaman yin. El calor y el frío los cielos y la tierra, el sol y la luna, la luz y las tinieblas, el fuego y el agua, todo esto es yang y yin respectivamente, o inextricablemente yang-yin, como cualquier persona puede reconocer. En el nivel más fundamental de la conducta humana, cuando un hombre copula con una mujer y absorbe su yin femenino por medio de su yang masculino, no se tiñe de afeminación en ningún sentido, sino que se convierte en un hombre más completo, más fuerte, más activo, más consciente, más valioso. Y del mismo modo, la mujer se hace más mujer al acoger en su yin el yang masculino. El Tao, partiendo de estas bases elementales, sigue ascendiendo hasta alturas y abstracciones metafísicas a cuya comprensión no puedo aspirar.
Quizá tiempos atrás, un taoísta han viajó a To-Bhot cuando los nativos aún adoraban al Viejo Pavo Real, e intentó explicarles amablemente su simpática religión. Los bho probablemente comprendieron sin dificultad el acto universal de introducir el órgano masculino en el femenino —o la joya dentro del loto, como lo habría expresado aquel han —, o maní dentro de pémé, dicho en su lengua. Pero esos patanes debieron de hacerse un lío con los significados más elevados de yang y yin, o sea que todo lo que lograron retener del Tao fue aquel ridículo canto de «Om mani pémé hum». Sin embargo, ni
siquiera los bho podían haber construido toda una religión sobre una oración que no tenía otro significado más sublime que «Amén, mételo en ella. Amén.» De modo que cuando más adelante fueron adoptando el budismo de la India, debieron de adaptar el canto para que encajara en esta religión. Lo único que tuvieron que hacer fue interpretar que la «joya» se refería a Buda o Pota, ya que se le representa a menudo sentado en meditación sobre una gran flor de loto. Interpretado de este modo, el canto viene a decir algo así: «Amén, Pota está en su sitio, Amén.» Después, sin duda, otros lamas posteriores decidieron adornar el sencillo canto con aspectos más profundos; como suelen hacer quienes se autoproclaman sabios que siempre complican con sus comentarios e interpretaciones no solicitados hasta la fe más pura. Decretaron que la palabra maní (joya, órganos genitales masculinos, Pota) significaría en lo sucesivo «los medios»; y que la palabra pémé (loto, órganos femeninos, .sitio de Pota) se referiría en lo sucesivo al Nirvana. Y de este modo, el canto se convirtió en una oración, en la cual el fiel suplicaba a los medios que le hicieran llegar al olvido del Nirvana, el fin más ele-vado de la existencia para los potaístas. «Amén. Aniquílame. Amén.»