El viajero (110 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Los guerreros de Bayan comenzaron inmediatamente por acorralar en la ciudad y en los alrededores a todo bho físicamente capacitado: hombres, mujeres, muchachos y niñas de tamaño suficiente; los equiparon con armas y armaduras mongolas de desecho, les dieron a montar caballos viejos y los formaron en columnas que completaron con animales de carga, carruajes para transportar las yurtu, la bandera de orlok de Bayan, las colas de yak de sus sardars, y otros colgantes y pendones apropiados. Aparte de los lamas, trapas y chabis, solamente se libraron los más viejos, los más jóvenes y los más frágiles, y algunos otros. Ukuruji hizo una amable excepción con las mujeres escogidas que había reservado para su disfrute y el de sus cortesanos, y yo también mandé a Ryang y a Odcho a sus casas, cada una con un collar de monedas que las ayudaría a pro-seguir su carrera de apareamiento con vistas al matrimonio. Mientras tanto, Bayan mandó hacia el sur heraldos con banderas blancas de tregua que vociferaban por todas partes, en idioma yi, algo así: «¡Vuestro espía traidor en la capital de Kitai ha sido descubierto y aniquilado! ¡No os quedan ya esperanzas de resistir el asedio! Declaramos, pues, anexionada al kanato esta provincia de Yunnan. ¡Tenéis que arrojar las armas y dar la bienvenida a los conquistadores cuando lleguen! ¡El kan Kubilai ha hablado! ¡Temblad, hombres, y obedeced!» Por supuesto, no esperábamos que los yi temblaran ni que obedecieran. Simplemente confiábamos en que estos heraldos cabalgando arrogantemente por los valles los confundirían y entretendrían lo suficiente y no se darían cuenta de que otros hombres pasaban furtivamente por las cimas de las montañas: los ingenieros buscando los lugares estratégicos para esconder las bolas de latón, y ocultarse luego, cerca de ellas, preparados para encender la mecha a una señal mía.

Por si acaso los yi tenían vigías de excelente alcance visual apostados detrás de los piquetes mongoles que rodeaban Batang, el campamento entero se levantó, las tiendas yurtu se plegaron y todos los suministros, carruajes y animales que no acompañaban a la fingida invasión se escondieron en otro lugar. Los miles de mongoles, hombres y mujeres, se metieron en los edificios evacuados de la ciudad. Pero no se pusieron los raídos y sucios trajes civiles de los bho. Los mongoles, igual que yo, Ukuruji y sus cortesanos, siguieron vestidos con trajes de campaña, con armaduras y arreos, preparados para seguir a las columnas condenadas cuando nos enteráramos de que la trampa había surtido efecto.

En estas columnas de mongoles fingidos que servirían de señuelo fue preciso enviar algunos mongoles auténticos, pero Bayan sólo tuvo que pedir voluntarios y los consiguió. Aquellos hombres sabían que se entregaban a un acto suicida, pero eran guerreros que habían vencido a la muerte tantas veces que creían firmemente Que su largo servicio a las órdenes del orlok los había dotado de algún poder para vencerla siempre. Los pocos que sobrevivieran a esta última y peligrosa misión se alegrarían simplemente de que Bayan hubiera demostrado una vez más su indestructibilidad, y los muertos no se lo reprocharían. Así que un puñado de hombres se puso al frente del simulado ejército invasor tocando instrumentos musicales con los himnos mongoles de guerra y músicas de marcha (que los bho, por más buena voluntad que hubieran puesto, no hubieran sabido tocar) y con esa música marcaban a los miles que seguían detrás un ritmo alternado de medio galope, paso, medio galope. En la cola del ejército cabalgaba otra tropa de mongoles auténticos para evitar que las columnas se rezagaran y también para enviarnos correos cuando los yi —como nosotros esperábamos —comenzaran a

congregarse para su asalto.

Los bho sabían muy bien que estaban pasando por mongoles, y sus lamas les habían ordenado hacerlo con entusiasmo —aunque dudo que los lamas les hubieran dicho que probablemente era la última cosa que harían en su vida —y participaron en el simulacro con gran animación. Cuando supieron que una banda de músicos militares los dirigiría, algunos preguntaron a Bayan y a Ukuruji:

—Señores, ¿tendremos que recitar y cantar como hacen los mongoles de verdad en las marchas? ¿Qué vamos a cantar? Sólo nos sabemos el «om mani pémé hum».

—Cualquier cosa menos eso —dijo el orlok —. Dejadme pensar. La capital de Yunnan se llama Yunnan Fu. Podéis caminar gritando: «Marchamos a tomar Yunnan Fu.»

—¿Yunnan Pu? —preguntaron.

—No —dijo Ukuruji riendo —. Será mejor que no gritéis ni cantéis nada. —Entonces le explicó a Bayan —: Los bho no pueden pronunciar los sonidos y y f. Vale más que no les hagamos vociferar nada, porque los yi podrían reconocer este defecto. —Se detuvo, asaltado por una nueva idea —. Sin embargo, podríamos ordenarles que hicieran otra cosa. Decid a los de delante que hagan pasar la columna siempre por la derecha de cada edificio sagrado, como las paredes de mani, o las pilas de piedra ch'horten, para que queden siempre a mano izquierda.

Los bho profirieron ante esto un débil gemido de protesta, pues era un insulto a los monumentos dedicados a Pota, pero sus lamas intervinieron rápidamente y les ordenaron obedecer, incluso se tomaron la molestia de pronunciar una hipócrita oración dándoles dispensa especial por insultar en esta ocasión al todopoderoso Pota. Los preparativos sólo duraron pocos días, mientras los heraldos y los ingenieros seguían su avance, y las columnas cuando estuvieron finalmente formadas abandonaron la ciudad una bella mañana en que el sol brillaba radiantemente. Debo decir que a pesar de ser un ejército de pacotilla, producían un ruido y una imagen magníficos al salir de Batang. Delante dirigía la marcha la banda de mongoles con una música marcial extraña, que excitaba los ánimos. Los trompetas tocaban sus grandes instrumentos de cobre, las karachala, nombre que podría traducirse por «cuernos infernales». Los tambores llevaban enormes timbales de cobre y piel como ollas colgando a cada lado de la ensilladura, y hacían maravillosas piruetas agitando sus manos y cruzando y descruzando los brazos mientras marcaban el atronador redoble de la marcha. Los cimbalistas golpeaban inmensas placas de latón que irradiaban una ráfaga de luz solar con cada aturdidor sonido metálico. Los campanilleros golpeaban una especie de scampanio: tubos de metal de distintos tamaños dispuestos dentro de un marco en forma de lira. Entre los ruidos más altos y estrepitosos podía oírse la dulce música de cuerda de laúdes fabricados especialmente con mástiles cortos para tocar cabalgando. La música continuó y fue disminuyendo gradualmente al fundirse con el sonido de los miles de cascos que repicaban detrás, y el pesado retumbar de las ruedas de los vagones, y el crujido y tintineo de armaduras y arneses. Por una vez en su vida, los bho no resultaban patéticos o despreciables, sino tan orgullosos, disciplinados y decididos como si realmente fueran a la guerra, y por iniciativa propia. Los jinetes cabalgaban rígidamente erguidos en sus sillas y miraban severamente hacia adelante, pero ejecutaron una muy respetable vista a la derecha cuando pasaron ante el orlok Bayan y sus sardars que presidían el desfile. Como observó el wang Ukuruji, aquellos hombres y mujeres de reclamo parecían genuinos guerreros mongoles. Los habían convencido incluso de que cabalgaran utilizando los estribos largos mongoles, que permitían a un arquero al galope levantarse para apuntar mejor con las flechas, en vez de los estribos cortos y estrechos que obligaban a elevar las rodillas, y que los bho, los drok, los han y los yi preferían.

Cuando hubo desaparecido río abajo la última fila de la última columna y su retaguardia de auténticos mongoles, los que quedamos sólo teníamos que esperar y mientras lo hacíamos, persuadir a los posibles vigías con vista de lince que nos espiaban desde fuera, que Batang era una ciudad bho normal y sucia, ocupada en sus asuntos normales y sucios. Durante el día nuestra gente recorría en tropel las zonas del mercado y al atardecer se reunían en los tejados, como si estuvieran rezando. No sé si realmente nos estaban espiando, pero en tal caso los yi situados al sur no pudieron descubrir nuestra estratagema pues todo funcionó exactamente como lo habíamos planeado, al menos hasta cierto punto.

Una semana después de la partida, uno de los mongoles de la retaguardia vino al galope para informar de que el ejército fingido había entrado ya en Yunnan y que seguía avanzando, y que al parecer los yi se habían creído la farsa. Dijo que los exploradores habían visto que los francotiradores, aislados y esparcidos por las montañas, y los grupos de avanzadilla comenzaban a reunirse y a descender por las laderas como riachuelos afluentes convergiendo hasta formar un río. Esperamos un poco más, y al cabo de varios días llegó otro jinete al galope para informarnos de que los yi estaban concentrando sus fuerzas inconfundiblemente en la parte posterior y en las dos retaguardias de nuestro ejército fingido; de hecho, el mensajero había tenido que dar una gran vuelta para rodear los grupos de yi y salir de Yunnan con esta información. De modo que ahora comenzó a cabalgar el ejército auténtico, y aunque se movía con la mayor discreción posible, sin música de marcha, debió de ser un espectáculo realmente magnífico. Medio tuk entero surgió del fondo del valle de Batang como una fuerza elemental de la naturaleza en movimiento. Los cincuenta mil soldados se dividieron en tomanes de diez mil, conducidos cada uno por un sardar, y divididos a su vez en banderas de mil bajo los capitanes, y éstos en centurias bajo los jefes, y todos ellos cabalgaban en anchas filas de diez por diez en fondo; y cada cien soldados cabalgaban distanciados del grupo anterior para no asfixiarse con el polvo que levantaban los de delante. Digo que la partida debió de ser un espectáculo magnífico, porque no la vi desfilar delante mío. Yo cabalgaba muy en vanguardia, en compañía de Bayan, Ukuruji, y de algunos altos oficiales. El orlok tenía que ir, por supuesto, en primer lugar, y Ukuruji estaba en la vanguardia porque deseaba estarlo, y yo estaba allí porque Bayan me lo había ordenado. Me había dado un estandarte especial, inmenso, de brillante seda amarilla, que tenía que desplegar en el momento preciso como señal para la avalancha. Cualquier soldado hubiera podido dar la señal, pero Bayan insistió en que las bolas eran

«mías», y su utilización corría bajo mi responsabilidad.

Cabalgamos a medio galope y nos situamos a muchos li de distancia del tuk, siguiendo el río Jinsha y el ancho y pisoteado camino que había ido dejando como pista el ejército ficticio. Tras varios días de duras cabalgadas y de acampadas en plan espartano, el orlok dijo soltando un gruñido:

—Estamos cruzando en este punto la frontera con la provincia de Yunnan. Algunos días después, nos interceptó un centinela mongol, uno de los hombres de la retaguardia del ejército enviado para esperarnos, nos sacó del camino del río y nos condujo hacia un lado de la línea de marcha rodeando una colina. Al otro lado, al caer la tarde, nos encontramos con ocho mongoles más de la retaguardia que habían montado allí un campamento sin encender fuego. El capitán de la guardia nos invitó

respetuosamente a descabalgar y a compartir con ellos sus raciones frías de carne seca y bolas de tsampa.

—Pero primero de todo, orlok —dijo —, quizá deseéis escalar la cima de esta colina y echar una ojeada desde allí. Tendréis así una perspectiva de este valle del Jinsha, y creo que reconoceréis haber llegado en el momento oportuno.

El capitán nos abrió paso mientras Bayan, Ukuruji y yo escalábamos a pie. Subimos con bastante lentitud, pues estábamos entumecidos después de la larga cabalgada. Al llegar casi a la cima, nuestro guía nos hizo señales para que nos agacháramos y continuáramos a rastras, y finalmente asomamos la cabeza cautelosamente por encima del césped de la cresta. Pudimos ver que habían hecho bien en detenernos. Si hubiéramos seguido el camino del río y el rastro del ejército un par de horas más, habríamos llegado al otro lado de esta colina y hubiéramos entrado en el largo y estrecho valle que se abría ante nosotros ahora, en donde estaba acampado nuestro ejército de comparsas. Los bho, tal como se les había instruido, se comportaban más como una fuerza de ocupación que como verdaderos invasores. No habían montado las tiendas, pero aquella tarde habían acampado tan tranquilamente como si los vi les hubieran invitado personalmente a Yunnan y fueran allí bien acogidos: habían encendido muchos fuegos de campamento y antorchas que centelleaban por todo el valle crepuscular, y sólo habían apostado negligentemente unos cuantos guardianes alrededor del perímetro del campamento; además hacían mucho ruido y movimiento.

—Nos habríamos metido directamente en el campamento —dijo Ukuruji.

—No, mi wang, esto no habría sucedido —dijo nuestro guía —. Y os sugiero respetuosamente que bajéis la voz —. El capitán se explicó, hablando él mismo en voz baja —: Los yi están en grandes cantidades escondidos en la parte inferior de esta colina, y en las laderas del otro lado, de hecho están en todas partes entre nosotros y ese campamento, e incluso más allá. Si hubierais llegado directamente hasta su retaguardia os habrían atrapado. El enemigo está concentrado formando una gran herradura, alrededor de este extremo y a ambos lados del valle donde acampa el ejército de reclamo. No podéis ver a los yi porque, igual que nosotros, no han encendido fuegos y están escondidos en todos los lugares disponibles.

—¿Han hecho lo mismo cada noche que el ejército ha estado acampado? —preguntó

Bayan.

—Sí, mi orlok, y su número ha aumentado día a día. Pero yo creo que el campamento de esta noche será el último que haga ese ejército fingido. Quizá esté equivocado. Pero según mis cálculos, hoy ha sido el primer día que el enemigo no ha aumentado el número de sus soldados. Creo que todos los guerreros de esta zona de Yunnan están ahora congregados en el valle: un cuerpo de unos cincuenta mil hombres, aproximadamente igual al nuestro. Y si yo estuviera al mando de los yi, consideraría este estrecho desfiladero como el lugar perfecto para realizar un asalto decisivo sobre un invasor que parece singularmente despreocupado. Ya he dicho que puedo estar equivocado. Pero mi instinto me dice que los yi atacarán mañana al amanecer.

—Un buen informe, capitán Toba. —Creo que Bayan sabía de memoria el nombre de todos los hombres de su medio tuk —. Y yo me inclino a compartir vuestra intuición.

¿Qué hay de los ingenieros? ¿Tenéis alguna idea de su situación?

—Por desgracia no, mi orlok. Resultaría imposible comunicarse con ellos sin revelar su paradero al enemigo. Yo supongo y confío que habrán seguido el mismo ritmo que nosotros por las crestas de las montañas, colocando y preparando cada día de nuevo sus armas secretas.

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