Citaré sólo un ejemplo de la apatía de los bho. En un país en donde tantos hombres se habían retirado al celibato, y donde en consecuencia había una abundancia de mujeres, lo lógico sería que los hombres normales disfrutaran de un paraíso, escogiendo las mujeres de su gusto y tomando a cuantas les apetecieran. Pero no era así. Eran las hembras las que escogían y coleccionaban. Las mujeres seguían una costumbre que ya había encontrado anteriormente: se apareaban de modo casual antes del matrimonio con tantos viajeros como les fuera posible, y exigían a cada uno una moneda de recuerdo, de modo que a la edad del matrimonio la hembra cargada con más monedas era la esposa más deseable. Pero ésta no se limitaba a tomar por esposo al hombre más atractivo del pueblo; se quedaba con varios. En lugar de que cada hombre fuera el sha de un anderun entero de esposas y de concubinas, cada mujer casadera poseía un anderun entero de hombres, y las legiones de sus hermanas menos agraciadas estaban condenadas a la soltería.
Podría decirse que esto demostraba, al menos, una cierta iniciativa por parte de unas cuantas mujeres. Pero era bastante escasa, porque ¿entre qué tipo de hombres atractivos podía una mujer elegir sus consortes?
Todos los hombres con la ambición y la energía necesarias para ir cuesta arriba, habían hecho exactamente eso, y habían desaparecido en el interior del Pota-lá. De los restantes, los únicos con cierta hombría y con medios para ganarse la vida eran general-mente los encargados de sacar adelante una granja, un rebaño, o un oficio de una familia bien situada. Y eso era lo que hacía una mujer Que podía elegir a sus hombres: no se emparentaba con una de estas "mejores familias», sino que se casaba con toda la familia, es decir, con sus miembros masculinos. Esto llevaba a complejas uniones. Conocí a una mujer que se había casado con dos hermanos y con un hijo de cada uno de ellos, y con todos tenía descendencia. Otra mujer se había casado con tres hermanos, mientras que la hija que tuvo con uno de ellos se había casado con los otros dos, y además con otro hombre que había conseguido fuera de la casa. No tengo ni idea de cómo se sabía en esas uniones enmarañadas y endogámicas de quién era cada hijo, y sospecho que a ninguno de ellos les preocupaba saberlo. He sacado la conclusión de que las atroces costumbres maritales del pueblo bho contribuían a su general debilitamiento mental, a su parodia potaísta de la religión budista, a su continua y poco vital fidelidad a ella, y a su irrisoria creencia de que el potaísmo representaba la acumulación de «toda la sabiduría de todas las épocas». Llegué a esta conclusión cuando, mucho más tarde, hablé sobre los bho con unos distinguidos médi-cos han. Me dijeron que generaciones de estrecha endogamia, habituales en las comunidades de montaña, e inevitables en estas comunidades fanáticamente ligadas por la religión, acababan produciendo un pueblo aletargado físicamente y de cerebro disminuido. Si esto es cierto, y estoy convencido de que lo es, entonces el potaísmo representa la acumulación en To-Bhot de toda la imbecilidad de todas las épocas.
3
—Vuestro real padre Kubilai se honra en gobernar pueblos de calidad —dije al wang Ukuruji —. ¿Por qué se preocupó, entonces, de conquistar y anexionar esta miserable tierra de Tho-Bhot?
—Por su oro —respondió Ukuruji sin gran entusiasmo —. En casi cualquier lecho de río o de riachuelo de este país puede separarse polvo de oro en la gamella. Podríamos sacar mucho más oro, claro, si consiguiera que los miserables bho excavaran y extrajeran el material. Pero sus malditos lamas los han convencido de que las pepitas de oro y los filones son las raíces del metal. Y no hay que molestarlos, o de lo contrario no producirán el polvo de oro, que es su polen. —Se rió y agitó tristemente la cabeza —. Vaj!
—Una prueba más de la inteligencia bho —dije —. Puede que la tierra valga algo, pero la gente desde luego no. ¿Por qué Kubilai condena a su propio hijo a gobernarla?
—Alguien tiene que hacerlo —contestó encogiéndose de hombros resignadamente —. Los lamas probablemente os dirían que yo debí de cometer algún crimen atroz en alguna existencia anterior para merecer que me nombraran gobernador de los drok y de los bho. Puede que tengan razón.
—Quizá vuestro padre os dé a gobernar Yunnan en lugar, o además, de To-Bhot.
—Eso es lo que espero de todo corazón —dijo —. Por eso he trasladado mi corte desde la capital a este centro militar, para estar cerca de la franja bélica de Yunnan y esperar aquí
los resultados de la guerra.
Era en esta ciudad, Batang, un centro de mercado en una encrucijada comercial, donde mi escolta y yo terminamos nuestro largo viaje desde Kanbalik, y donde encontramos al wang Ukuruji que, avisado por una avanzadilla de nuestros jinetes, esperaba nuestra llegada. Batang estaba en To-Bhot, pero era la ciudad más grande existente en las proximidades a la frontera entre Yunnan y el Imperio Song. Es decir, que éste era el lugar que el orlok Bayan había elegido para establecer su cuartel general, y desde donde dirigía o enviaba hacia el sur repetidas incursiones contra el pueblo yi. Los habitantes bho no habían sido evacuados de Batang, pero los mongoles que ocupaban la ciudad, las afueras y el valle circundante casi los superaban en número: cinco tomanes de tropas con sus mujeres, el orlok y su numeroso estado mayor, y el wang y sus cortesanos.
—Estoy ansioso por marcharme y preparado para trasladarme inmediatamente —continuó diciendo Ukuruji —si Bayan consigue tomar Yunnan y si mi padre me permite ir allí. Como es lógico al principio el pueblo yi se mostrará hostil a un señor mongol, pero prefiero estar entre enemigos rabiosos que entre los tarados bho.
—Habéis hablado de vuestra capital, wang. Supongo que os referís a la ciudad de Lha-Sha.
—No, ¿por qué?
—Me habían dicho que allí habita el más santo de los lamas, la presencia soberana. Y yo creía que era la capital de esta nación.
Él se rió:
—Sí, en Lha-Sha está el más santo de los lamas. Hay otro lama más santo que ninguno en un lugar llamado Dri-Kung, y otro en Pak-Dup, y otro en Tsal, y en otros lugares más. Vaj! Debéis comprender que no hay un único potaísmo, sino innumerables sectas rivales, ninguna más admirada o abominada que las demás, y todas reconocen como cabeza a un santísimo lama distinto. Por conveniencias, yo reconozco al santísimo lama llamado Phags-pa, cuyo lamasarai está en la ciudad de Shigat-Se, de modo que allí es donde he situado la capital. El venerable Phags-pa y yo, al menos nominalmente, somos cogobernadores del país, él en lo espiritual y yo en lo temporal. Es un viejo y despreciable farsante, pero no es peor que cualquiera de los demás lamas santísimos, me
imagino.
—Y Shigat-Se, ¿es una ciudad tan hermosa como según he oído es Lha-Sha? —pregunté.
—Probablemente Shigat-Se es un estercolero —gruñó —. Y Lha-Sha sin duda también.
—En fin —dije lo más alegremente que pude —, debéis estar agradecido de residir en este bello paraje durante una temporada.
Batang estaba situada en la orilla oriental del río Jinsha, que en aquel punto era un arroyo de aguas claras saltando por el centro de una amplia llanura; pero corriente abajo, en Yunnan, recogía el agua de otros afluentes y se ensanchaba para convertirse finalmente en el gran río Yangzi. EÍ valle de Ba-Tang en esta estación veraniega era verde, azul y con brillantes toques de otros colores. El azul era el cielo, alto y barrido por el viento. El dorado era el color de los campos de cebada de los bho y de los bosquecillos de zhugan y de nicontables tiendas amarillas, los yurtu del bok mongol. Pero más allá de los campos cultivados y de las zonas de acampada, el valle postraba los ricos verdes del bosque —olmos, enebros, pinos —salpicados por los colores de rosas silvestres, campánulas, anémonas, aguileñas, lirios y sobre todo por el esplendor matutino de cada matiz que envolvía cada árbol y cada arbusto. En un lugar así cualquier ciudad hubiera resultado tan inoportuna como una llaga en un bello rostro. Pero Batang, al poder extenderse por todo el valle, había dispuesto sus edificios unos al lado de los otros, y no apilados entre sí ni apretados, y el río se llevaba casi todos los desperdicios, de modo que no era tan fea ni sucia como la mayoría de las demás ciudades bho. Los habitantes iban incluso mejor vestidos que los demás bho. En todo caso, la gente de clase alta podía reconocerse por sus ropas y vestidos de color granate, bellamente guarnecidos con pieles de nutria, de leopardo y tigre; y las ciento ocho trenzas del pelo de una mujer de clase alta estaban adornadas con conchas de kaurí, pedacitos de turquesa e incluso coral de algún mar lejano.
—¿Podría ser que los bho de esta ciudad fueran superiores a los de otros lugares de To-Bhot? —pregunté esperanzadamente —. Al menos parecen tener costumbres distintas. Cuando entré a caballo en la ciudad los habitantes estaban conmemorando su fiesta de Año Nuevo. En todos los demás lugares, el año comienza a mediados de invierno.
—También aquí. Y no existen bhos superiores, ni aquí ni en ningún sitio. No os engañéis.
—Pero no puedo haberme engañado sobre la celebración, wang. Había un desfile (con dragones, linternas y todo lo demás) dedicado claramente a festejar el año nuevo. Escuchad, desde aquí podéis oír los gongs y los tambores.
El wang y yo estábamos sentados bebiendo cuernos de arki en ana terraza de su palacio provisional, situado río arriba desde Batang.
—Sí, los oigo perfectamente. ¡Qué cabezas de chorlito! —dijo con un gesto despreciativo
—. Es una fiesta de Año Nuevo, pero no da la bienvenida a un nuevo año. Ha habido en el pueblo una epidemia: un simple brote de diarrea, una enfermedad de los intestinos bastante corriente en el verano; pero ningún potaísta puede creer que algo suceda normalmente. Los lamas del lugar, en su sabiduría, decidieron que la diarrea se debía a la acción de ciertos demonios, y han decretado una celebración de Año Nuevo para que los demonios piensen que se han equivocado de estación y se marchen llevándose consigo su enfermedad veraniega.
—Tenéis razón —dije con un suspiro —. Encontrar a un bho con sentido común debe de ser tan improbable como encontrar un cuervo blanco.
—Sin embargo, como los lamas están furiosos conmigo quizá también pretenden con esta celebración empujar a los demonios intestinales río arriba hacia aquí, y arrastrarme con ellos fuera de este Pota-lá.
Ukuruji se había apropiado del lamasarai de la ciudad y lo utilizaba como palacio
provisional; había desahuciado prácticamente a toda su población de lamas y trapas, y se había quedado sólo con los novicios chabi como sirvientes y cortesanos. Los santos varones, me dijo, saliendo de su estupor por una vez en su vida, se habían marchado amenazando con los puños e invocando todas las maldiciones que Pota podía infligir. Pero el wang y su corte estaban instalados cómodamente desde hacía varios meses. A mi llegada me había cedido toda una serie de habitaciones y, como mis escoltas mongoles deseaban unirse a nuestra avanzadilla de jinetes, y a sus demás compañeros en el bok del orlok, también me había asignado un séquito de chabis. Ukuruji continuó:
—De todos modos, debemos estar agradecidos por este Año Nuevo fuera de temporada. Sólo en esa fiesta los bho limpian sus casas, lavan la ropa o se bañan. O sea que este año los bho de Batang se han lavado dos veces.
—Entonces no me extraña que la ciudad y sus habitantes me hayan parecido algo fuera de lo corriente —murmuré —. En fin, como vos dijisteis, seamos agradecidos. Y dejadme que os elogie, wang Ukuruji, por haber sido quizá el primer hombre que ha enseñado a este pueblo algo más útil que la religión. Realmente habéis conseguido que transformaran este Pota-lá. Yo me he alojado en ¡amasarais por todo To-Bhot, pero encontrar una sala de cantos limpia, o simplemente encontrarla, es toda una revelación. Miré desde la terraza al interior de la sala de cantos. Ya no era una lóbrega caverna cubierta de capas de mantequilla de yak y de antiguos restos de comida; la habían abierto para que entrara el sol, la habían limpiado a fuerza de restregar, habían sacado las imágenes incrustadas, y ahora quedaba visible un suelo con bellas losas de mármol. Un criado chabi, a las órdenes de Ukuruji, acababa de esparcir sebo de vela por el suelo y ahora lo pulía arrastrando por la sala los pies calzados con gorros de pelo de oveja.
—Además —dijo el wang —, en cuanto estas gentes se lavaron y sus caras empezaron a distinguirse, pude escoger algunas hembras de buen aspecto. Incluso yo, que no soy bho, creo que casi se merecen todas las monedas que llevan. ¿Qué os parece si os mando esta noche dos o tres para que seleccionéis vos mismo?
Como yo no acepté inmediatamente, dijo:
—No creo que prefiráis a una de esas mujeres del bok que parecen odres correosos y dilatados.
Luego pensó y añadió delicadamente:
—Entre los chabis hay dos o tres bellos muchachos.
—Gracias, wang —dije —, prefiero a las mujeres. Pero me gusta ser la primera moneda de una mujer, por decirlo así, y no la última. Aquí en To-Bhot eso significaría acostarse con una mujer fea y poco deseable. De modo que, agradeciéndolo mucho, declinaré el ofrecimiento y me mantendré en castidad hasta llegar quizá más al sur, a Yunnan, en donde espero que las mujeres yi sean más de mi gusto.
—Yo estoy esperando lo mismo —dijo —. Bien, el viejo Bayan debe regresar cualquier día de éstos de su última incursión hacia el sur. Podréis presentarle entonces la misiva de mi real padre, y estaré muy agradecido si en ella se ordena que me dirija hacia el sur con los ejércitos. De modo que hasta que nos reunamos todos, disponed libremente de las comodidades que este lugar ofrece.
Aquel joven y hospitalario wang sin duda se fue directamente a buscarme una mujer que no hubiera concedido aún sus favores, pero que cuando lo hiciera mereciese una moneda, ya que cuando me retiré a mis habitaciones aquella noche, mis chabis hicieron entrar orgullosamente a dos personitas. Tenían rostros sonrientes sin embadurnar y vestían trajes limpios de color granate, guarnecidos con pieles. Al igual que todos los bho, estas personitas no llevaban ropa interior, como observé cuando los chabis tiraron de sus trajes para mostrarme que eran hembras. Los chabis también hicieron gestos y
ruidos para informarme del nombre de las niñas —Ryang y Odcho —y aún hicieron más gestos para indicar que iban a ser mis compañeras de cama. Yo no sabía hablar el idioma de los chabis y de las niñas, pero conseguí, también con gestos, conocer su edad. Odcho tenía diez años y Ryang nueve.