—¿O sea que no pueden estallar accidentalmente? No me gustaría devastar algún inocente caravasar antes de llegar allí.
—No hay que temer nada —dijo el maestro Shi —. Procurad sólo que ninguna mujer juegue con ellas. —Luego añadió secamente —: No es en balde que la oración matutina de acción de gracias de mi pueblo contiene las palabras: «Bendito seas Señor Dios nuestro, que no me has hecho mujer.»
—¿En serio? —preguntó el maestro Yamal interesado —. Nuestro Corán dice de modo semejante en la cuarta sura: «Los hombres son superiores a las mujeres por las cualidades que Alá ha impartido a los hombres por encima de ellas.»
Pensé que aquellos ancianos estaban algo mareados por falta de sueño pues no se explicaba que iniciasen en aquel momento una discusión sobre los deméritos de las mujeres. Decidí, pues, interrumpirla y dije:
—Me llevaré gustosamente todas estas cosas, si el kan Kubilai así lo ordena. El gran kan hizo un gesto de asentimiento y los tres cortesanos se apresuraron a cargar la docena de bolas en los caballos de mi caravana. Cuando hubieron partido, Kubilai me dijo:
—Aquí está la carta a Bayan, sellada y encadenada para que la lleves de modo seguro colgada del cuello, debajo de la ropa. Aquí están también tus credenciales en papel amarillo, como los que llevan tus tíos. Pero no creo que necesites mostrarlas a menudo, porque te entrego también este paizi, más visible. Basta con que lo lleves en el pecho o colgando de la silla del caballo para que al verlo cualquier habitante de este reino te haga koutou y te ofrezca todo tipo de hospitalidad y de servicios.
El paizi era una tablilla o placa de la anchura de mi mano y casi tan larga como mi antebrazo, fabricada en marfil, con .un anillo de plata en su interior para colgarla y con una inscripción incrustada en oro en el alfabeto mongol ordenando a toda persona que me recibiera y me obedeciera, so pena de incurrir en la ira del gran kan.
—Además —continuó diciendo Kubilai —quizá debas firmar recibos de gastos, o mensajes u otros documentos, por lo tanto ordené al maestro de yins de la corte que grabara este yin personal para ti.
Era un pequeño bloque de piedra lisa de color gris suave recorrido por venas de color rojo sangre, de una pulgada cuadrada y una longitud de un dedo, redondeado en los extremos para poder cogerlo cómodamente con la mano. El extremo cuadrado tenía complicadas incisiones, y Kubilai me enseñó a estampar ese extremo sobre un paño entintado y luego sobre el papel donde debía dejar mi firma. Yo no habría podido reconocer nunca la impresión que dejaba, reconocerla como mía, claro, pero me impresionó agradablemente, y comenté con admiración la finura del trabajo.
—Es un buen yin, y durará siempre —dijo el gran kan —. Le ordené al maestro de yins, Liu Shendao, que lo fabricara con el mármol que los han llaman piedra de sangre de pollo. En cuanto a la finura del grabado, este maestro Liu es tan experto que puede inscribir una oración entera sobre un cabello.
Dejé, pues, Kanbalik y partí hacia Yunnan, llevando además de mi equipaje compuesto por mi ropa y otros objetos de necesidad, las doce bolas de latón con el polvo de fuego, la carta sellada para el orlok Bayan, mis propias credenciales, y la placa paizi de confirmación, junto con mi personalísimo yin, que me permitía, si así lo deseaba, dejar mi nombre estampado por todo Kitai. Éste es el aspecto que presenta mi nombre en caracteres han, porque todavía hoy conservo la pequeña piedra yin: Cuando partí para la guerra ignoraba cuánto tiempo duraría ésta. Pero, como había dicho el kan Kubilai, mi yin podía durar eternamente, y lo mismo podía suceder con mi nombre.
TO-BHOT
1
El camino desde Kanbalik hasta el centro de operaciones del orlok Bayan era largo, había casi tantos li como desde Kanbalik a Kashgar, Pero mis dos escoltas y yo cabalgábamos ligeros y veloces. Sólo llevábamos el equipaje esencial de viaje —ni comida, ni utensilios para cocinar, ni mantas —y los objetos más pesados, las bolas de latón cargadas con huoyao, iban repartidas entre nuestros tres caballos suplementarios. También éstos eran corceles veloces, no lo habituales y pesados animales de carga; de modo que nuestros seis caballos podían mantener el ritmo de las marchas de guerra de los mongoles, alternando el medio galope con el paso. Cuando un caballo comenzaba a mostrar signos de debilidad, no teníamos más que detenernos en la posta de caballos más próxima de la Ruta del Ministro, y pedir seis caballos frescos. Cuando Kubilai dijo que ya había enviado una avanzadilla de jinetes para «preparar el camino», yo no supe a qué se refería. Pero luego me enteré de que era una medida que se tomaba siempre que el gran kan o cualquiera de sus emisarios importantes realizaban un largo viaje por lugares apartados. Estos jinetes anunciaban la inminente llegada de los viajeros, y se suponía que el wang de cada provincia, el prefecto de cada prefectura, y hasta los ancianos del pueblo más insignificante se prepararían para el paso de los
viajeros. De modo que siempre había lechos confortables esperando en los mejores alojamientos que podían ofrecernos, buenas cocinas esperando preparar las mejores comidas disponibles, e incluso se excavaban nuevos pozos si era necesario suministrar agua potable en regiones áridas. Todo esto nos permitía viajar con el más ligero de los equipajes. También cada noche nos proporcionaban mujeres para nuestro disfrute, pero como también había dicho Kubilai, yo estaba demasiado fatigado y dolorido para hacer uso de ellas. En vez de eso, pasaba el corto intervalo de cada noche entre la mesa y la cama, garabateando sobre el papel los detalles y los accidentes geográficos que había observado durante el viaje de ese día.
Cabalgamos desde Kanbalik trazando un arco hacia el sudoeste, y no puedo recordar cuántas aldeas, pueblos y ciudades atravesamos o dónde pasamos la noche; pero sólo dos localidades eran de tamaño considerable. Una era Xi'an, y Zhao, el ministro de la guerra, me la había señalado en su gran mapa diciéndome que había sido la capital del primer emperador de aquellas tierras. Desde entonces Xi'an había decaído considerablemente con el paso de los siglos, y aunque aún era una encrucijada activa y próspera, no poseía ninguno de los refinamientos de una capital imperial. La otra gran ciudad era Chengdu, situada en la llamada Tierra Roja, porque allí la tierra no era amarilla como en la mayor parte de Kitai. Chengdu era la capital de la provincia llamada Sichuan, y su wang habitaba en un palacio que era una ciudad dentro de otra, y era casi tan grande como el de Kanbalik. El wang Mangalai, otro de los hijos de Kubilai, se hubiera alegrado de tenerme largo tiempo como su honrado huésped, y yo estuve realmente tentado de quedarme a descansar allí por lo menos unos días. Pero, consciente de mi misión, le presenté mis excusas, y por supuesto Mangalai las aceptó; de modo que sólo pasé una noche en su compañía.
Desde Chengdu, mi escolta y yo marchamos directamente hacia el oeste —internándonos en la montañosa zona fronteriza donde se confunden la provincia Kitai de Sichuan, la provincia Song de Yunnan, y el país de To-Bhot —y tuvimos que reducir la marcha cuando comenzamos una larga subida que pronto se convirtió en una dura escalada. Las montañas no eran tan elevadas y terribles como, por ejemplo, el Pai-Mir de la Alta Tartaria y no estaban nevadas. Y según me dijeron, ni siquiera en el crudo invierno las cubría la nieve durante mucho tiempo, excepto las cimas. Pero aquellas montañas, aunque menos altas que otras que yo había visto, tenían una configuración mucho más vertical. A excepción de las ondulaciones boscosas, eran básicamente monstruosos bloques erguidos y separados por estrechas gargantas profundas y oscuras. Pero por lo menos eran montañas sólidas, y no tuvimos que esquivar ninguna avalancha, ni siquiera oí resonar ninguna por aquellos parajes. Los habitantes del país lo llamaban la Tierra de los Cuatro Ríos, y esos arroyos recibían el nombre local de N'mai, Nu, Lankang y Jinsha. Pero según decían los nativos, esos cursos de agua, tras brotar de las montañas se ensanchaban y aumentaban en profundidad hasta convertirse en los cuatro mayores ríos de esa parte del mundo, mejor conocidos por los nombres que recibían río abajo: Irawadi, Sal-win, Me-kong y Yangzi. Los tres primeros al dejar atrás la provincia de Yunnan corrían hacia el sur o hacia el sudeste introduciéndose en las tierras tropicales denominadas Champa. El cuarto se convertiría en aquel Yangzi del que ya he hablado antes —el río Tremendo —, que fluye en dirección oeste directamente hacia el mar de Kitai.
Pero los lugares por donde mi escolta y yo atravesamos estos ríos se encontraban situados muy arriba, mucho antes de que se convirtieran en sólo cuatro: eran tierras altas donde los ríos emergían como una multitud de arroyos tributarios. Había tantos que no todos tenían nombre, pero ninguno era insignificante por este motivo. Cada uno de estos arroyos era una corriente rápida y espumeante de agua que, a lo largo del tiempo, había
abierto su propio canal por entre las montañas, y cada canal era una garganta cortada a pico que parecía abierta por el golpe de la cimitarra de algún yinni gigante. El único camino para recorrer y atravesar aquellas hendiduras en precipicio era el que la gente del lugar llamaba orgullosamente Ruta de los Pilares.
Llamarlo ruta era una auténtica exageración, pero sí era cierto que se sostenía sobre pilares o más exactamente sobre troncos introducidos y calzados en agujeros y grietas de las paredes del precipicio, con tablones de madera tendidos a su través, y capas de tierra y paja apiladas encima. Podía haberse llamado con más propiedad Camino de Plataformas, o aún mejor Camino Ciego porque yo lo recorrí en su mayor parte con los ojos cerrados, confiando en el pie firme y en la imperturbabilidad de mi caballo, y esperando que estuviera herrado con las herraduras antideslizantes hechas con cuerno de la «oveja de Marco». Abrir los ojos, mirar hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, hacia atrás o a los lados, todo me mareaba por igual. Tanto si echaba un vistazo hacia arriba como hacia abajo veía el mismo espectáculo: dos paredes de roca gris convergiendo en la distancia y convirtiéndose en una estrecha grieta, brillante y bordeada de verde; hacia arriba estaba el cielo entre dos franjas de árboles, y hacia abajo el agua, que parecía un arroyo con musgo por los lados, pero que en realidad era un torrente de agua entre dos fajas de bosque. Hacia adelante o hacia atrás estaba la vertiginosa visión de la plataforma que sostenía la Ruta de los Pilares, con un aspecto tan frágil que parecía incapaz de sostener su propio peso, y menos el de un caballo con su jinete, o el de toda una fila de caballos. Si miraba hacia un lado vería el precipicio que rozaba mi estribo y amenazaba con darme un súbito empujón. Mirando hacia el otro lado podría ver el precipicio más lejano, pero parecía tan cerca que tenía ganas de alargar la mano y tocarlo; sin embargo, por poco que me inclinara podía perder el equilibrio y caerme para siempre.
Sólo una cosa me resultó más vertiginosa que recorrer la Ruta de los Pilares por el borde del precipicio, y fue ir cruzando el barranco de un lado a otro por encima de los Puentes Cojos, como los llamaban sin exagerar los montañeses del lugar. Estaban construidos con tablones y gruesas cuerdas de tiras trenzadas de caña, y se balanceaban mecidos por el viento que soplaba incesantemente a través de las montañas, y se balanceaban aún más cuando un hombre ponía el pie encima, y todavía más cuando éste llevaba un caballo detrás; y creo que en esta travesía hasta los caballos cerraron los ojos. Aunque la avanzadilla de jinetes enviada por Kubilai había conseguido que todos los habitantes de la montaña esperaran nuestra llegada, y aunque recibimos la mejor hospitalidad que aquellas gentes pudieron ofrecernos, el resultado no fue exactamente regio. Sólo de vez en cuando llegábamos a un lugar llano de la montaña, y suficientemente habitable para albergar a un poblado mísero formado por cabañas de leñadores. Era más frecuente que pasáramos la noche en alguno de los nichos del precipicio, donde la carretera se ensanchaba lo suficiente para que los viajeros que iban en direcciones opuestas pudieran cruzarse. En estos lugares solía esperarnos apostado un grupo de rudos hombres que habían montado una tienda de pelo de yak para que durmiéramos en ella, y traído algo de carne o matado alguna oveja o cabra montesa para cocinarla sobre un fuego de campaña al aire libre.
Recuerdo bien la primera vez que nos detuvimos en uno de estos lugares, cuando el día comenzaba a oscurecer. Los tres montañeses que nos esperaban nos rindieron sus salutaciones y sus koutou y, como no podíamos conversar pues no sabían el mongol, y hablaban una lengua que ni siquiera era el han, se pusieron inmediatamente a preparar nuestra cena. Hicieron un buen fuego, espetaron varias chuletas de ciervo almizclero y las pusieron encima, y colgaron una cacerola para calentar agua. Observé que habían hecho el fuego con ramas, o sea que para recogerlas debieron de trabajar mucho
subiendo y bajando por las abruptas paredes del barranco. Pero también había un pequeño montón de trozos de caña zhugan en el suelo, junto al fuego. Cuando la comida estuvo preparada, ya era totalmente de noche; y mientras dos de ellos nos servían, el otro echó al fuego uno de aquellos pedacitos de caña.
La carne de ciervo era mejor que la habitual dieta montañesa de cordero o cabra, pero el acompañamiento fue horrible. Me dieron la carne sin cortar y debí sujetar el pedazo con la mano y desgarrarlo con los dientes. El único utensilio que me proporcionaron fue un tazón plano de madera, donde uno de los sirvientes vertió cha verde caliente. Pero no había tomado más que un par de sorbos, cuando el otro sirviente me quitó
respetuosamente el tazón para añadirle algo. Tenía en la mano una fuente con mantequilla de yak, cubierta toda ella de pelos, hilos y polvo del camino, que conservaba las marcas de los dedos de quienes se habían servido antes, y con sus uñas negras sacó un trozo de mantequilla rascando la fuente, y lo echó dentro de mi cha para que se derritiera. La sucia mantequilla de yak ya era bastante repelente, pero encima el sirviente abrió un saco de tela mugrienta y metió en mi tazón de cha algo que parecía serrín.
—Tsampa —dijo.
Yo me quedé mirando aquella porquería con disgusto y sorpresa, sin tocarla, pero él me hizo una demostración de lo que tenía que hacer con eso. Metió sus sucios dedos dentro de mi tazón y removió el serrín y la mantequilla hasta que se formó primero una pasta, y luego un espeso grumo, al absorber todo el cha que quedaba en el tazón. Y antes de que yo pudiera hacer algún movimiento para evitarlo, pellizcó un trozo de aquella masa tibia y sucia y me la embutió en la boca.