—El hombre que ha viajado puede mirar con una sonrisa de compasión los bastos guijarros que todavía atesora en casa la gente de su pueblo; sí, puede hacerlo porque ha visto rubíes y perlas auténticas en lejanos lugares. No soy teólogo y no puedo decir si esto es válido también para las religiones que venera en casa del viajero la gente de su pueblo. —Y añadió con un tono seco impropio de él —: Lo que si sé es que de momento estamos todavía bajo el cielo de estas religiones que desprecias tan abiertamente, y que somos vulnerables a la reprensión celestial. Si tus blasfemias provocan un torbellino quizá no podamos continuar nuestro viaje. Te recomiendo encarecidamente que cambies de tema.
Narices así lo hizo. Volvió a su tema anterior y nos explicó con increíble detenimiento que cada letra de la escritura árabe de gusanitos está impregnada con una cierta emanación específica de Alá, y que cuando las letras se retuercen hasta formar palabras y éstas se transforman en frases reptilinas, cualquier fragmento de escritura árabe, aunque sea tan mundano como un cartel o el recibo de inquilinato, contiene un poder benéfico que es mayor que la suma de los caracteres por separado, y por lo tanto es un talismán eficaz contra el mal, los yinn, los afarit y el demonio Saitan… etc., etcétera. A lo cual el único que contestó fue uno de nuestros camellos macho. Desplegó su aparato inferior mientras caminaba y regó abundantemente la arena.
5
Al final no nos aniquiló ningún rayo ni ningún torbellino, y no puedo recordar que en aquella jornada ocurriera nada digno de mención dentro de la monotonía marrón del paisaje, hasta que llegamos, como ya he señalado, a un segundo oasis verde y de nuevo acampamos con el propósito de disfrutar allí de dos o incluso de tres días de descanso. Tal como había decidido, en esta ocasión no dejé que Aziz se alejara de mí mientras bebíamos hasta saciarnos agua buena y dábamos de beber a los camellos y llenábamos nuestros odres, y sobre todo mientras bañábamos nuestros cuerpos y lavábamos nuestra ropa, pues durante este intervalo todos nosotros íbamos desnudos por necesidad. Y
cuando nos dispusimos de nuevo a levantar nuestras tiendas privadamente, separadas una de otra, me aseguré de que la suya y la mía estuvieran juntas. Sin embargo todos nos reunimos alrededor del fuego de campamento para cenar. Y
recuerdo como si fuera ayer todos los triviales incidentes de aquella noche. Aziz se sentó al otro lado del fuego, delante mío y de Narices, y primero mi tío se sentó
sociablemente a su lado y luego mi padre se dejó caer pesadamente al otro lado. Mientras roíamos carne ternillosa de cordero, masticábamos queso mohoso y
remojábamos azufaifas encogidas en vasos de agua para ablandarlas, mi tío dirigía de soslayo miradas aviesas al niño, y yo y mi padre los mirábamos a los dos con desconfianza. Narices, que al parecer no se daba cuenta de que en el grupo hubiese tensión alguna, me dijo distraídamente:
—Empezáis a parecer un viajero auténtico, amo Marco.
Se estaba refiriendo a mi reciente barba. En el desierto sería una gran estupidez gastar agua para afeitarse, y no hay hombre capaz de resistir un enjabonado mezclado con arena y sal abrasivas. Mi barba tenía ya una densidad masculina: yo había prescindido entonces del cómodo depilatorio del ungüento de mummum, y había dejado que mi barba creciera y formara una protección para la piel de la cara. Sólo me preocupaba de recortarla para que tuviera una longitud neta y confortable, y desde entonces siempre la he llevado igual.
—Quizá ahora entendáis —continuó Narices —lo misericordioso que fue Alá cuando dio barbas a los hombres, y las negó a las mujeres.
Yo lo pensé un momento, y dije:
—Desde luego es bueno que los hombres tengan barbas, porque así pueden penetrar en las arenas abrasivas del desierto. Pero ¿por qué fue misericordioso cuando las negó a las mujeres?
El camellero levantó las manos y los ojos hacia arriba como si mi ignorancia le consternara. Pero antes de que pudiera replicar, el pequeño Aziz rió y dijo:
—Por favor, ¡deja que se lo cuente! ¡Piensa, mirza Marco! ¿No demostró el Creador mucha consideración? Él no quiso poner barba en un ser incapaz de tenerla bien afeitada o recortada con gusto, porque su barbilla se mueve demasiado. Me eché a reír y lo mismo hicieron mi padre y mi tío; entonces yo agregué:
—Si éste es el motivo, me alegro de que así sea. Yo no podría acercarme a una mujer barbuda. Pero ¿no hubiese sido más prudente por parte del Creador hacer a las hembras menos inclinadas a mover la barbilla?
—Ah —dijo mi padre el proverbialista —. Donde hay cuencos tiene que oírse ruido.
—Mirza Marco, aquí hay otro acertijo para vos —gorjeó Aziz, dando saltos de alegría sobre su asiento. Estaba claro que el niño era un ángel maculado, que en muchos aspectos tenía más mundo que un adulto cristiano, pero en definitiva continuaba siendo un niño. Tenía tantas ganas de hablar que las palabras salieron casi atropellándose de su boca —: En este desierto hay pocos animales. Pero puede encontrarse aquí a uno que une en sí las naturalezas de siete animales distintos. ¿Cuál es, Marco?
Yo arrugué el entrecejo, fingí que rumiaba ferozmente, y luego dije:
—Me rindo.
Aziz emitió una risa triunfal y abrió la boca para hablar. Pero entonces su boca se abrió
más todavía y sus grandes ojos se agrandaron aún más. Lo propio hicieron los ojos y las bocas de mi padre y de mi tío. Narices y yo tuvimos que darnos la vuelta para ver lo que ellos habían visto.
Tres hombres peludos y marrones se habían materializado en la niebla seca de la noche, y nos miraban con ojos puestos como hendiduras en rostros carentes de expresión. Llevaban pieles y cueros, no ropas árabes, y debían de haber cabalgado rápidamente y durante mucho tiempo porque sus cuerpos estaban cubiertos de polvo endurecido por el sudor, y su hedor nos llegaba incluso desde el lugar donde estaban.
—Sain bina —dijo mi tío, quien fue el primero en recuperarse de su sorpresa, mientras se ponía en pie lentamente.
—Mendu, sain bina —respondió uno de los forasteros, con una ligera expresión de sorpresa.
Mi padre también se levantó, y él y tío Mafio hicieron gestos de bienvenida y luego se
pusieron a hablar a los intrusos en un idioma que no entendí. Los hombres peludos sacaron a tres caballos de la niebla que los ocultaba detrás suyo; tiraron de sus riendas y los condujeron a la fuente. Ellos esperaron para beber a que los caballos se hubiesen abrevado.
Narices, Aziz y yo nos levantamos del fuego y cedimos nuestros lugares a los extranjeros. Mi padre y mi tío se sentaron con ellos, sacaron comida de nuestros bultos y se la ofrecieron, y continuaron sentados y charlando mientras los visitantes comían con voracidad. Yo estudié lo mejor que pude a los recién llegados manteniéndome discretamente apartado de la confabulación. Eran de estatura baja, pero robusta. Sus rostros tenían el color y la textura del cuero bronceado de cabritillo, y dos de ellos llevaban bigotes largos pero delgados; ninguno llevaba barba. Su basto pelo negro tenía una longitud propia de mujeres y estaba trenzado formando numerosas trenzas. Repito que sus ojos eran simples hendiduras, tan estrechas que me preguntaba cómo podían ver a través de ellas. Cada hombre llevaba un arco corto, curvado y recurvado pronunciadamente, colgando de la espalda, con la cuerda atravesada delante del pecho y un carcaj de flechas cortas, y en el cinto llevaban un arma que era o una espada corta o un cuchillo largo.
Entonces comprendí que los hombres eran mongoles, porque en aquella época ya había visto ocasionalmente algún mongol, y aunque aquel país era Persia de nombre, constituía una provincia del kanato mongol. Pero ¿que hacían aquellos tres mongoles merodeando en el desierto? No parecía que fueran bandidos ni que tramaran nada malo contra nosotros, o por lo menos mi padre y mi tío los habían convencido rápidamente de que abandonaran esta idea. ¿Y por qué tenían al parecer tanta prisa? En el desierto interminable, nadie se apresura.
Pero aquellos hombres sólo se quedaron en el oasis el tiempo suficiente para atiborrarse de comida. Y quizá no se habrían quedado ni siquiera este rato si nuestros alimentos, por poco apetitosos que fueran, no les parecieran viandas reales, porque aquellos mongoles no llevaban ninguna ración de viaje excepto tiras de carne atasajada de caballo, que parecían cordones de cuero crudo. Mi padre y mi tío, a juzgar por sus gestos, estaban invitando con cordialidad e incluso con insistencia a los recién llegados para que descansaran un poco, pero los mongoles se limitaron a mover negativamente sus peludas cabezas y a gruñir mientras devoraban cordero, queso y frutas. Luego se pusieron en pie, eructaron agradecidos, cogieron las riendas de sus caballos y montaron de nuevo.
Sus caballos se parecían bastante a los hombres, porque eran extraordinariamente peludos y de aspecto salvaje y casi tan bajos como los caballos teñidos de hinna de Bagdad, pero mucho más robustos y musculosos. Llevaban una costra endurecida de espuma y polvo, señal de que habían cabalgado duramente, pero parecían tan ansiosos como sus jinetes por emprender de nuevo la marcha. Uno de los mongoles dirigió desde la silla a mi padre un largo discurso que tenía un tono de advertencia. Luego los tres hicieron girar las cabezas de sus monturas y salieron a medio galope hacia el suroeste, desapareciendo casi instantáneamente de nuestra vista en las tinieblas neblinosas, y los crujidos y tintineos de sus armas y arneses se esfumaron con idéntica rapidez de nuestros oídos.
—Era una patrulla militar —dijo apresuradamente mi padre, al notar que Narices y Aziz le miraban muy asustados —. Al parecer últimamente algunos bandidos han estado… err, actuando en el desierto y el ilkan Abaha desea entregarlos rápidamente a la justicia. Mafio y yo, preocupados como es lógico por la seguridad de todos, intentamos persuadirlos de que se quedaran y nos protegieran, o incluso de que viajaran un rato en compañía nuestra. Pero prefirieron seguir la pista de los bandidos y perseguirlos sin
tregua con la esperanza de agotarlos de sed y de hambre.
Narices carraspeó y dijo:
—Excusadme, amo Nicoló. Como es natural yo nunca espío la conversación de un amo, pero me llegó algo de lo que hablasteis. El turco es uno de los idiomas que conozco, y los mongoles hablaban una variante del turco. ¿Puedo preguntar si estos mongoles al hablar de bandidos utilizaron realmente la palabra bandidos?
—No, utilizaron un nombre. Un nombre de tribu, supongo. Karauna. Pero yo supuse que eran…
—¡Ayy, esto fue lo que oí! —gritó Narices —. Y esto es lo que temía haber oído. ¡Que Alá
nos proteja! ¡Los karauna!
Permitidme decir que casi todas las lenguas que pude oír utilizadas desde levante hacia Oriente, por distintas que fueran en otros aspectos, contenían una palabra o elemento de palabra igual en todas ellas, y este elemento era kara. Se pronunciaba de modo variable: kara, jara, qara o k'ra, y en algunos lenguajes kara, y podía tener distintos significados. Kara podía significar negro o podía significar frío o podía significar hierro o podía significar mal o incluso podía significar muerte, o kara podía significar todas estas cosas a la vez. Podía pronunciarse con admiración o desaprobación o injuriosamente, como por ejemplo cuando los mongoles llamaban a su antigua capital apreciativamente Karakoren, que significa Empalizada Negra, o cuando llamaban a una determinada araña, grande y venenosa, karakurt, que significa insecto malo o mortal.
—¡Los karauna! —repitió Narices, casi ahogándose con la palabra —. Los Negros, los Corazones Fríos, los Hombres de Hierro, los Malos Demonios, los Portadores de Muerte. Este nombre, amo Nicoló, no es de ninguna tribu en concreto. Se aplicó a ellos como una maldición. Los karauna son los proscritos de las demás tribus, de los turcos y de los kipchak en el norte, de los baluchi en el sur. Y estos pueblos son bandidos natos; imaginad, pues, lo terrible que ha de ser una persona para que la expulsen de una tribu así. Algunos karauna son incluso antiguos mongoles, y ya sabéis lo odiosos que deben de ser para que los mongoles los declaren proscritos. Los karauna son gente desalmada, son los depredadores más crueles, sanguinarios y temidos de todos estos países. Ay, señores y amos míos, corremos un peligro terrible.
—En este caso, apaguemos el fuego —dijo tío Mafio —. Hay que reconocer, Nico, que nos hemos paseado bastante alegremente por este desierto. Voy a sacar las espadas del equipaje y propongo que esta noche empecemos a turnarnos haciendo guardia. Me ofrecí voluntario para hacer la primera guardia, y pregunté a Narices cómo reconocería a los karauna si se presentaban.
Él me contestó con cierto sarcasmo:
—Habréis notado que los mongoles se sujetan las chaquetas en el lado derecho. Los turcos, los baluchi y los de su ralea tiran las chaquetas a la izquierda. —Luego este sarcasmo se disolvió en su terror y gritó —: ¡Oh, amo Marco!, si os queda tiempo para verlos antes de que ataquen los reconoceréis sin ninguna duda. Ayy, bismillah, jeli zahmat dadam…! —y rezando a voz en grito llevó a cabo un número asombroso de profundas postraciones de salaam antes de meterse a rastras en su tienda. Cuando todos mis compañeros estuvieron acostados recorrí dos o tres veces el perímetro entero del oasis con la espada simsir en la mano, clavando mis ojos, hasta donde alcanzaban, en la noche espesa, negra y neblinosa. La oscuridad era impenetrable y yo no podía evidentemente vigilar todos los accesos al campamento, por lo que decidí
apostarme delante de mi tienda, al lado de la de Aziz. La noche era una de las más gélidas del viaje y al final me metí dentro de la tienda estirado debajo de las mantas, dejando únicamente que sobresaliera mi cabeza de la lona. O bien Aziz no podía dormir o el ruido que hice al estirarme le despertó porque también él asomó la cabeza y
murmuró:
—Estoy asustado, Marco, y tengo frío. ¿Puedo dormir a tu lado?
—Sí, hace frío —contesté —. Tengo toda la ropa puesta y sin embargo estoy tiritando. Me gustaría coger más mantas, pero prefiero no despertar los camellos. Trae tus mantas, Aziz, y yo cogeré tu tienda y la pondré encima para que nos tape. Si te acuestas cerca de mí y ponemos todas estas telas encima estaremos cómodos.
Esto hicimos. Aziz salió meneándose de la tienda como un tritón desnudo y se metió en la mía. Trabajé rápidamente en la fría noche para sacar los palos de los dobladillos de su tienda, y amontoné la tela encima de él. Me introduje a su lado dejando que sobresaliera únicamente mi cabeza, mis manos y el simsir. Muy pronto dejé de tiritar, pero sentí que mi interior se estremecía de modo distinto, y no de frío, sino por el calor, la proximidad y la suavidad del cuerpo del niño. Se había apretado contra mí en un abrazo muy íntimo, y sospecho que lo hizo deliberadamente. Al cabo de un momento estuve seguro de ello porque soltó el cordón de mi pai-yamah y acurrucó su cuerpo desnudo contra mi desnudo trasero, y luego hizo algo más íntimo todavía. Yo lancé un grito sofocado y oí