El viajero (47 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—Alguien como vos, mirza Marco —sugirió el niño.

—… y que le vendáis a Aziz.

—¿Vender a tu hermano? —exclamé.

—No podéis llevar hasta allí, y abandonar sin más, a un niño pequeño en una ciudad extraña. Nos gustaría que lo dejarais manos del mejor amo posible. Y como ya os dije la transacción os proporcionará un beneficio. Para compensar las molestias de transportarlo y el esfuerzo de encontrar al comprador que le convenga, podéis quedaros con todo el dinero que saquéis por él. Será una buena cantidad por un niño tan valioso.

¿Os parece justo el trato?

—Más que justo —dije —. Quizá convenza a mi padre y a mi tío, pero no puedo prometer nada. Al fin y al cabo sólo soy uno entre tres. Tengo que presentarles la propuesta.

—Esto bastará —dijo Sitaré —. Nuestra ama ha hablado ya con los dos. La mirza Ester también desea que el joven Aziz tenga mejores perspectivas en la vida. Creo que vuestro padre y vuestro tío están ya considerando el tema. O sea que si a vos os gusta llevaros a Aziz vuestra opinión podría tener mucho peso.

—Probablemente la palabra de la viuda tiene más peso que la mía —dije sin mentir —. En tal caso, Sitaré, ¿por qué estabas dispuesta a… —con un gesto indiqué su estado de desnudez —, a llegar a tal extremo para halagarme y convencerme?

—Bueno… —dijo sonriendo. Apartó la ropa que tenía en la mano para que pudiera contemplar sin estorbos su cuerpo —. Esperaba que seríais muy agradable… Dije también sin mentir:

—En todo caso lo sería. Pero debes tener en cuenta otros aspectos. En primer lugar debemos atravesar un desierto peligroso e incómodo. No es lugar adecuado para ninguna persona y menos para un niño. Como todo el mundo sabe el demonio Satán es más evidente y más poderoso en los desiertos deshabitados. Los santos cristianos van al desierto simplemente para poner a prueba la fuerza de su fe, y me refiero con esto a los cristianos más sublimes y devotos, como san Antonio. Los mortales que no son asnos corren grave peligro en un desierto.

—Quizá sí, pero igualmente van —dijo el joven Aziz, que no se asustaba al parecer ante aquella perspectiva —. Y puesto que yo no soy cristiano, quizá corra menos peligro. Tal vez sirva de alguna protección para todos vosotros.

—Hay otro miembro de la expedición que no es cristiano —dije agriamente —. Y esto es algo que también debería tener en cuenta. Nuestro camellero es un animal, que se une y copula con los animales más viles. Tentar su naturaleza bestial con un niñito deseable y accesible es…

—¡Ah! —dijo Sitaré —. Ésta debió de ser la objeción que planteó vuestro padre. Sabía que la señora estaba preocupada por algo. En este caso Aziz ha de prometer que evitará al animal y vos debéis prometer que vigilaréis a Aziz.

—Estaré siempre a vuestro lado, mirza Marco —declaró el niño —. De día y de noche.

—Quizá, según vuestros principios, Aziz no sea un niño casto —agregó su hermana —. Pero tampoco es promiscuo. Mientras esté con vos sólo será vuestro y no levantará su zab ni sus nalgas ni siquiera sus ojos a otro hombre.

—Sólo seré vuestro, mirza Marco —afirmó Aziz, con un tono que podría haber sido de encantadora inocencia si no hubiese apartado la ropa que tenía en la mano para que yo lo contemplara a placer como había hecho Sitaré.

—¡No, no, no! —exclamé con una cierta agitación —. Aziz, debes prometer que no nos tentarás a ninguno de nosotros. Nuestro esclavo es sólo un animal, pero los otros tres somos cristianos. Debes mantenerte totalmente casto desde aquí hasta Mashhad.

—Si así lo deseáis —dijo con tono alicaído —. Lo juro por las barbas del profeta (que la paz y la bendición sean con él).

Pregunté a Sitaré con escepticismo:

—¿Tiene valor este juramento pronunciado por un niño barbilampiño?

—Desde luego que sí —respondió mirándome con desdén —. Este terrible viaje por el desierto no será muy divertido. A vosotros los cristianos os debe de dar algún placer mórbido negar el placer. Pero no importa. Aziz, puedes vestirte de nuevo.

—Tú también Sitaré —dije, y si su Aziz pareció alicaído, ella me miró estupefacta —. Te aseguro, preciosa muchacha, que lo digo de muy mala gana, pero con la mejor voluntad del mundo.

—No lo entiendo. Si estáis dispuesto a asumir la responsabilidad de mi hermano, mi virginidad no cuenta nada comparada con su progreso personal. Por lo tanto os la entrego, y lo hago agradecida.

—Y yo con todo mi agradecimiento declino tomarla. Por un motivo que sin duda tú

comprendes, Sitaré. Porque ¿qué será de ti cuando tu hermano se vaya?

—¿Y esto qué importa? Sólo soy una mujer.

—Pero una mujer bellísima. Por lo tanto, una vez colocado Aziz, puedes ofrecerte a ti misma para conseguir una buena posición. Un buen matrimonio, un concubinato o lo que puedas conseguir. Pero sé que una mujer no puede llegar a mucho si no es virgen e intacta. Por lo tanto voy a dejarte así.

Ella y Aziz se me quedaron mirando, y el niño murmuró:

—Verdaderamente los cristianos están divané.

—Algunos, desde luego. Algunos intentan comportarse como debe hacerlo un cristiano. Sitaré me miró con mirada más dulce y dijo con una voz más suave:

—Quizá lo consiguen unos cuantos. —Pero de nuevo apartó provocativamente la ropa que tapaba su bello cuerpo —. ¿Estáis seguro de que renunciáis? ¿Es firme vuestra bondadosa decisión?

Me puse a reír trémulamente.

—No es en absoluto firme, y lo mejor será que me dejes salir rápidamente de aquí. Voy a consultar con mi padre y con mi tío si nos llevamos a Aziz con nosotros. La consulta no fue muy larga porque en aquel mismo instante estaban en el establo hablando sobre aquel tema.

—Es decir, que Marco también está a favor de que nos llevemos al niño —dijo tío Mafio a mi padre —. Con esto tenemos dos votos afirmativos contra un voto indeciso. Mi padre frunció el ceño y enredó sus dedos en su barba.

—Haremos una buena obra —intervine yo.

—¿Cómo podemos negarnos a hacer una buena obra? —preguntó mi tío. Mi padre gruñó un antiguo proverbio:

—Santa Caridad ha muerto y su hija la Clemencia está enferma. Mi tío replicó con otro refrán:

—Deja de creer en los santos y ellos dejarán de hacer milagros. Luego quedaron mirándose el uno al otro, callados, sin encontrar una salida, hasta que yo me atreví a hablar.

—He advertido ya al niño sobre la probabilidad de que le molesten. —Los dos dirigieron

su mirada hacia mí con aire sorprendido —. Ya sabéis —agregué incómodo —las tendencias malignas de Narices.

—Ya, claro —dijo mi padre —. De esto se trata.

Me alegré de que el tema no le preocupara excesivamente, porque no quería ser yo quien le contara la indecencia más reciente de Narices, que podría costar al esclavo una paliza propinada con retraso.

—Le hice prometer a Aziz —dije —que rechazaría cualquier proposición sospechosa. Y

he prometido vigilarle. En cuanto al transporte, el camello del equipaje no está muy cargado, y el niño pesa muy poco. Su hermana propuso que nos quedáramos con el dinero que sacaríamos vendiéndolo. Pero creo que deberíamos limitarnos a restar de la suma el coste de su mantenimiento, y dejar que el niño se quede con el resto. Como una especie de herencia para empezar una nueva vida.

—Eso es —dijo tío Mafio rascándose de nuevo el codo —. El chaval tiene una montura para cabalgar y un guardián que le protegerá. Está pagando su transporte hasta Mashhad y además se ganará una dote. No creo que puedan hacerse más objeciones.

—Si lo tomas tú, Marco, quedará bajo tu responsabilidad —dijo mi padre solemnemente -

. ¿Garantizas que no le pasará nada al niño?

—Sí, padre —respondí, y puse mi mano de modo significativo sobre mi cuchillo de cinto

—. Cualquiera que intente hacerle daño tendrá que pasar antes por mí.

—Ya lo oyes, Mafio.

Me di cuenta de que debía de estar formulando un voto importante, porque mi padre ordenaba a mi tío que fuera testigo.

—Lo oigo, Nico.

Mi padre suspiró, nos miró a los dos alternativamente, mesó un rato más su barba y finalmente dijo:

—En este caso que venga con nosotros. Ve a comunicárselo, Marco, y di a su hermana y a la viuda Ester que preparen el equipaje de Aziz.

De este modo Sitaré y yo aprovechamos la oportunidad para disfrutar de un agitado intercambio de besos y de caricias, y lo último que ella me dijo fue:

—No te olvidaré, mirza Marco. No me olvidaré de ti, ni olvidaré tu bondad para con nosotros, ni tu consideración hacia mi futuro destino. Me gustaría muchísimo premiarte, y con aquello a lo que tú renunciaste tan galantemente. Si vuelves a pasar por este lugar…

Nos dijeron que cruzaríamos el Dasht-e-Kavir en la mejor época del año. No me gustaría tener que atravesarlo en la peor. Lo hicimos a fines de otoño, cuando el sol ya no calentaba infernalmente, pero aquella travesía incluso sin incidentes no es en absoluto un viaje de placer. Hasta entonces había imaginado que un largo viaje por mar era el tipo de viaje más invariable, aburrido, interminable y monótono, por lo menos si una tormenta no lo convertía en una experiencia terrible. Pero un viaje por el desierto es todo lo anterior y además significa pasar sed, rascarse, restregarse, tener el cuello áspero, rasparse, quemarse. La lista de terribles verbos podría continuar indefinidamente, y continúa como un cántico de maldiciones, sin abandonar la mente del viajero del desierto, que avanza penosa e interminablemente de un horizonte sin accidentes, a través de una superficie plana, hacia una línea lejana y también sin accidentes que retrocede continuamente delante suyo.

Cuando salimos de Kashan íbamos de nuevo vestidos para un viaje duro. Ya no llevábamos en la cabeza el bello turbante persa ni las vestiduras suntuosamente bordadas. íbamos otra vez envueltos con el tocado de los árabes, la kaffiyah, que colgaba sin apretar de nuestras cabezas, y llevábamos las capas aba, ese traje menos bonito pero más práctico que no se pega al cuerpo sino que se hincha libremente

permitiendo que el calor y el sudor del cuerpo se disipen y que no deja que se formen pliegues donde pueda acumularse la arena que levanta el viento. Nuestros camellos llevaban colgando por todas partes odres de cuero con buena agua de Kashan y sacos llenos de cordero seco y frutos y el quebradizo pan local. (Tuvimos que esperar a que el bazar se aprovisionara de nuevo después del Ramazan para poder comprar estos alimentos.) También habíamos comprado en Kashan nuevos artículos para el viaje: palos lisos y redondos y trozos de tela ligera con las costuras cosidas formando vainas. Al meter los palos dentro de éstas podíamos transformar rápidamente las telas en tiendas, cada una de un tamaño suficiente para acomodar bien a una persona o en caso de necesidad para acomodar a dos en una intimidad bastante menos confortable. Antes de salir de Kashan advertí a Aziz que no se dejara tentar nunca por Narices dentro de una tienda o en cualquier lugar que nosotros pudiéramos alcanzar con la vista. En efecto, Narices al ver por primera vez al hiño con nosotros había abierto sus porcinos ojos hasta darles una dimensión casi humana y había dilatado la única ventana de su nariz como si oliera la presa. También aquel primer día Aziz estuvo brevemente desnudo en nuestra compañía y Narices se quedó mirándolo ávidamente, mientras yo ayudaba al niño a quitarse la ropa persa con la que su hermana le había vestido y le enseñaba a ponerse la kaffiyah árabe y el aba. Tuve, pues, que dirigir una severa advertencia a Narices y acaricié significativamente el cuchillo de mi cinto mientras le sermoneaba, y él por su parte hizo promesas insinceras de obedecer y portarse bien. Yo no habría confiado nunca en las promesas de Narices, pero resultó que ni siquiera intentó molestar nunca al niño. Hacía apenas unos días que nos habíamos adentrado en el desierto cuando Narices empezó a sufrir alguna dolorosa y sensible enfermedad en sus partes inferiores. Si, como yo sospechaba, el criado había herido deliberadamente a uno de los camellos para que paráramos en Kashan, otro de los animales se estaba vengando ahora de él. Cada vez que el camello de Narices daba un paso en falso y le sacudía, Narices lanzaba un grito de dolor. Pronto puso en su silla todas las prendas blandas que pudo encontrar en nuestro equipaje. Pero luego cada vez que se apartaba del fuego del campamento para orinar, le oíamos gemir, debatirse y blasfemar con vehemencia.

—Sin duda uno de los chicos de Kashan le ha pegado el scolamento —dijo tío Mafio mofándose —. Le está bien empleado, por falta de virtud… y de discriminación. Yo ni en aquel entonces ni más tarde sufrí nunca esta afección, pero de ello doy las gracias más a mi buena fortuna que a mi virtud o a mi discriminación. Sin embargo, habría mostrado mayor compañerismo con Narices, y no me habría reído tanto de su situación si el hecho de que su zab le diera tantas preocupaciones no le impidiera precisamente pensar en meterlo dentro de mi joven pupilo. El mal del esclavo disminuyó gradualmente y al final desapareció, sin que al parecer la experiencia le afectara mucho, pero entonces se habían producido otros acontecimientos que habían puesto a Aziz fuera del alcance de su lujuria.

Una tienda o un abrigo semejante a una tienda constituyen una absoluta necesidad en el Kasht-e-Kavir, porque una persona no puede simplemente estirarse sobre sus mantas para dormir, pues quedaría cubierto de arena antes de despertar. La mayor parte de este desierto puede compararse al azafate de un echador de suertes, fardarbab, pero de tamaño gigantesco. Es una extensión plana de arena lisa color marrón, una arena tan fina que se escapa de los dedos como el agua. En los intervalos entre vientos esta arena está tan libre de marcas y tan virginal que al pasar por ella un insecto por pequeño que sea, como un ciempiés, una langosta o un escorpión, deja un rastro visible desde lejos. Una persona aburrida por la monotonía del viaje en el desierto podría distraerse siguiendo el rastro ondulante de una única hormiga.

Sin embargo de día era raro el momento en que dejaba de soplar el viento removiendo aquella arena, levantándola en el aire, transportándola y arrojándola luego. Los vientos del Dasht-e-Kavir soplan siempre desde la misma dirección, el suroeste, y así resulta fácil conocer la dirección en que viaja un forastero, aunque uno se lo encuentre acampado e inmóvil: basta distinguir el blanco de su montura que ha quedado más cubierto de arena flotante. De noche el viento del desierto cesa de soplar y deja caer del aire las partículas más pesadas de arena, pero las más finas se quedan suspendidas en el aire como polvo y se mantienen allí tan densas que llegan a formar una niebla seca. Este polvo apaga todas las estrellas que el cielo pueda contener, y a veces incluso puede oscurecer una luna llena. Esta combinación de oscuridad y niebla puede limitar la visión a la distancia de unas cuantas brazas. Narices nos contó que unos seres llamados karauna se aprovechaban de esta niebla oscura, creada según la leyenda popular persa por los mismos karauna mediante la magia negra, y dentro de ella ejecutaban siniestros planes. En general el peligro más grave de esta niebla es que el polvo en suspensión va cayendo imperceptiblemente desde el aire durante el silencio de la noche y un viajero que no se haya abrigado con una tienda podría ir quedando enterrado de modo silencioso y furtivo, y ahogarse hasta morir en su sueño.

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