El viajero (43 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

también los vuestros, todos éramos de la antigua religión babilónica que ahora todos detestan por pagana y demoníaca.

—¡Impertinente advenedizo! ¿Cómo te atreves a sugerir tal cosa? —exclamó mi padre.

—El nombre de la almauna es Ester —dijo Narices —, y también hay damas cristianas que tienen este nombre, el cual deriva de la diosa demonio Istar. El difunto marido de la almauna se llamaba, según ella me dijo, Mordecai, nombre que proviene del dios demonio Marduk. Pero mucho antes de que existieran estos demonios en Babilonia, vivieron Noé y su hijo Sem, y la almauna y yo somos descendientes de Sem. Sólo las diferencias posteriores de nuestras religiones dividen entre sí a los semitas, y esto no debería haber tenido efectos muy graves. Tanto los musulmanes como los judíos

evitamos ciertos alimentos, los dos pueblos sellamos a nuestros hijos en la fe con la circuncisión, los dos creemos en ángeles celestiales y odiamos al mismo adversario, tanto si le llamamos Satán como Saitán. Los dos reverenciamos la ciudad santa de Jerusalén. Quizá no sabéis que en los primeros tiempos el profeta (la paz y la bendición sean con él) ordenó que los musulmanes, al hacer nuestras devociones, nos inclináramos ante Jerusalén y no ante La Meca. El lenguaje que hablaban originariamente los judíos y el que hablaba el profeta (que la bendición y la paz sean con él) no se distinguían mucho, y…

—Y tanto los musulmanes como los judíos —intervino secamente mi padre —tienen lenguas con goznes en medio que se menean por ambos extremos. Venid, Mafio, Marco, entremos y ofrezcamos nuestros respetos a nuestra anfitriona. Narices, acaba de descargar los animales y luego búscales comida.

La viuda Ester era una mujer pequeña de cabello blanco y rostro dulce, y nos saludó

con mucha amabilidad, como si no fuéramos cristianos. Insistió en que nos sentáramos y bebiéramos su «reconstituyente para viajeros», que resultó ser leche caliente perfumada con cardamomo. La dama la preparó personalmente, porque el sol aún no se había puesto y ninguno de sus sirvientes musulmanes podía siquiera calentar la leche o pulverizar las semillas.

Al parecer la dama judía tenía una lengua con goznes en medio, como había supuesto mi padre, porque nos entretuvo un rato con su conversación. O más bien entretuvo a mi padre y a mi tío, mientras yo miraba a mi alrededor. Era evidente que la casa había sido de categoría y estuvo ricamente provista, pero supuse que después de la muerte de su amo Mordecai había ido decayendo, pues su mobiliario estaba raído. Conservaba un equipo completo de sirvientes, pero tuve la impresión de que continuaban allí, no por sus salarios, sino por fidelidad a su ama Ester, y que sin que ella se enterara trabajaban lavando en la puerta trasera o recurrían a algún subterfugio inocente para alimentarse a sí mismos y también a ella.

Dos o tres de los criados eran tan viejos y poco notables físicamente como la señora, pero tres o cuatro más eran niños y jóvenes de Kashan de suprema hermosura. Y noté

con satisfacción que una criada era una muchacha tan bella como cualquiera de los chicos, una mujer joven con pelo rojo oscuro y un cuerpo voluptuoso. Para pasar el rato mientras la viuda Ester continuaba con su charla, hice el cascamorto a esta criada, dirigiéndole miradas lánguidas y guiños sugestivos. Y ella cuando su señora no miraba me sonreía alentadoramente.

Al día siguiente, mientras el camello tullido descansaba con los cuatro restantes, los viajeros nos fuimos separadamente a pasear por la ciudad. Mi padre se dirigió a un taller de kasi, para enterarse del sistema de fabricación de estos azulejos, pues lo consideraba una industria útil que podría introducir entre los artesanos de Kitai. Nuestro camellero Narices se fue a comprar algún tipo de ungüento para la pata herida del camello y tío Mafio se fue a buscar un nuevo cargamento de mumum depilador. Resultó que ninguno de los tres encontró lo que buscaba, porque en Kashan nadie trabajaba durante el Ramazan. Yo no tenía ningún encargo que cumplir y me limité a pasear y a observar. Allí, como en todas las restantes ciudades situadas más hacia Oriente, revoloteaban constantemente por el cielo unos grandes cuervos negros, de cola partida. Estas aves, que viven de desechos, trazan primero círculos en el aire y luego se lanzan sobre el suelo a buscarlos. También desde allí hacia Oriente la otra ave predominante en las ciudades dedicaba al parecer todo su tiempo a buscar desechos en el suelo. Esta ave es el mynah, que se pasea agresivamente por todas partes con su pico inferior hinchado como la mandíbula pugnaz de un hombrecito que busca camorra. Y como ya he dicho los habitantes más visibles de Kashan, después de los anteriores, eran los guapos niños

que jugaban por las calles. Acompañaban sus juegos de pelota cantando y entonaban también las canciones de jugar al escondite y del baile del torbellino, lo mismo que los niños venecianos, con la diferencia de que estas canciones eran del tipo maullido de gato. Lo mismo puede decirse de la música que tocaban los músicos callejeros que pedían bakchís. Al parecer el único instrumento que poseían era el changal, que no es otra cosa que la guimbarde o harpa del judío, y la chimta, una especie de tenacillas de cocina hechas de hierro, con lo que su música se convertía en una terrible cacofonía de tañidos y martilleos. En mi opinión los paseantes que les echaban una moneda o dos no lo hacían tanto para agradecerles el entretenimiento como para interrumpirlo, aunque sólo fuera un instante.

Aquella mañana no llegué muy lejos, porque mi paseo me hizo recorrer un círculo por las calles y pronto descubrí que de nuevo me estaba acercando a la casa de la viuda. La bella criada me hizo una señal desde una ventana, como si estuviera allí esperando precisamente a que pasara. Me hizo entrar en la casa y pasar a una habitación provista de un qali y un diván de cojines ligeramente gastados, me confió que su señora estaba ocupada en otra parte y me dijo que su nombre era Sitaré, que significa estrella. Nos sentamos juntos sobre un montón de cojines. Yo ya no era un mozuelo imberbe y sin experiencia, y no me eché sobre ella con avidez juvenil y chapucera. Empecé con palabras dulces y cumplidos halagadores, y me fui acercando a ella gradualmente hasta que mis bigotes hicieron cosquillas a su delicada oreja obligándola a retorcerse y a reír, y sólo entonces levanté el velo de su chador y puse mis labios sobre los suyos y la besé

tiernamente.

—Esto está bien, mirza Marco —dijo —. Pero mejor que no perdáis el tiempo.

—Para mí no es perderlo —le dije —. Disfruto con los preparativos tanto como con el final. Puedo pasarme todo el día…

—Me refiero a que no es necesario que me lo hagáis todo a mí.

—Eres una chica considerada Sitaré, y buena. Pero debo decirte que no soy musulmán. No me abstengo durante el Ramazan.

—Oh, no tiene importancia que seáis un infiel.

—Esto me alegra. Empecemos, pues.

—Muy bien. Deshaced este abrazo y me iré a buscarlo.

—¿Qué?

—Ya os lo dije. No es preciso que continuéis fingiendo conmigo. Él está esperando ya para entrar.

—¿Quién está esperando?

—Mi hermano Aziz.

—¿Para qué diablos queremos a tu hermano con nosotros?

—No con nosotros, con vos. Yo me iré.

La solté, me incorporé y la miré.

—Perdona, Sitaré —dije cautelosamente, no sabiendo la mejor manera de preguntarlo —.

¿Estás quizá, bueno, estás divané?

Divané significa loca.

Ella se sorprendió sinceramente.

—Supuse que os disteis cuenta de que nos parecíamos cuando estuvisteis aquí anoche. Aziz es el chico aquel que se me parece y que tiene el pelo rojo como yo, pero que es mucho más guapo. Su nombre significa Amado. Sin duda fue por esto que me mirabais y me guiñabais el ojo.

Ahora era yo el sorprendido.

—Aunque él fuera tan guapo como un peri, ¿cómo podría guiñarte el ojo a ti, si no eras la persona que yo…?

—Ya os dije que no es preciso aducir ningún pretexto. Aziz también os vio y quedó

inmediatamente prendado, y ya está esperando, y ansioso.

—No me importa que Aziz se quede eternamente varado en el purgatorio —grité

exasperado —. Déjame que te lo explique con la mayor claridad del mundo. En este momento estoy intentando seducirte para que me dejes hacer contigo lo que yo quiera.

—¿Yo? ¿Queréis hacer zina conmigo? ¿Conmigo y no con mi hermano Aziz?

Golpeé brevemente con el puño un inocente cojín, y luego pregunté:

—Dime algo, Sitaré. ¿Se dedican todas las chicas de Persia a malgastar sus energías haciendo de alcahuetas para otras personas?

Ella se lo pensó un momento y dijo:

—¿Todas las chicas de Persia? No lo sé. Pero aquí en Kashan sí se hace a menudo, porque es una costumbre arraigada. Un hombre ve a otro hombre o a un chico, y se enamora de él. Pero no puede cortejarlo directamente, porque esto va en contra de la ley proclamada por el profeta.

—Que la paz y la bendición sean con él —murmuré.

—Sí. O sea que el enamorado corteja a la parienta más próxima del hombre. Si es preciso puede incluso casarse con ella. De este modo tiene una excusa para estar cerca de lo que su corazón desea realmente, quizá el hermano de la mujer, o quizá su hijo si ella es una viuda, o incluso su padre, y tiene todas las oportunidades para hacer tina con él. Como veis, de este modo no se ofende abiertamente el decoro.

—Gésu.

—Por esto supuse que me estabais cortejando a mí. Pero desde luego si no deseáis a mi hermano, no podéis poseerme.

—¿Por qué no? Parecía que te gustaba saber que te quería a ti y no a él.

—Sí, me gusta. Me sorprende y me gusta. Esta preferencia es insólita; es una excentricidad cristiana, si se me permite decirlo. Pero soy virgen, y debo continuar así

en bien de mi hermano. Habéis cruzado ya muchos países musulmanes, y sin duda lo habréis comprendido. Por este motivo las familias tienen guardadas a sus hijas y hermanas en estricto pardah, y preservan celosamente su virtud. Sólo si una chica se mantiene intacta o una viuda casta pueden esperar un buen matrimonio. Por lo menos así son las cosas en Kashan.

—Bueno, lo mismo pasa en el lugar de donde vengo —tuve que admitir.

—Sí, intentaré casarme bien con un hombre bueno que mire por los dos y nos ame a los dos, porque mi hermano Aziz es toda la familia que tengo.

—Espera un momento —dije escandalizado —. Admito que a menudo la castidad de una mujer veneciana es un artículo de trueque, y que con frecuencia sirve para conseguir un buen partido. Pero sólo para el progreso comercial o social de toda su familia. ¿Me dices ahora que aquí las mujeres están dispuestas a proteger y a fomentar el deseo de un hombre por otro? ¿Estarías dispuesta deliberadamente a convertirte en la esposa de un hombre sólo para poder compartirlo con tu hermano?

—Oh, no lo haría con cualquier hombre que se presentara —dijo ella con ligereza —. Deberíais sentiros halagado de que tanto Aziz como yo os hayamos encontrado de nuestro agrado.

—Gésu.

—Uniros con Aziz no os compromete a nada, ya lo veis, porque un hombre no tiene la membrana sangar. Pero si queréis romper la mía tenéis que casaros conmigo y tomarnos a los dos.

—Gésu.

Me levanté del diván.

—¿Os vais? ¿O sea que no me queréis? Pero ¿y con Aziz? ¿No queréis tenerlo ni

siquiera una vez?

—Creo que no, gracias, Sitaré. —Me dirigí lentamente hacia la puerta —. Por desgracia ignoraba las costumbres locales.

—Se quedará muy triste. Sobre todo si debo contarle que me deseabais a mí.

—Entonces no lo hagas —murmuré —. Dile solamente que yo desconocía las costumbres locales.

Y salí de la estancia.

2

Entre la casa y el establo había un pequeño huerto plantado con hierbas para la cocina, y la viuda Ester estaba allí. Llevaba puesta únicamente una zapatilla, su otro pie estaba descalzo y con la zapatilla que se había quitado golpeaba el suelo. Me acerqué con curiosidad y vi que estaba machacando un gran escorpión negro. Cuando quedó hecho papilla, avanzó un paso y dio la vuelta a una piedra; otro escorpión avanzó

perezosamente hacia la luz y ella lo aplastó como al anterior.

—Es el único sistema para acabar con estos repugnantes animales —me dijo —. Los escorpiones merodean de noche y entonces es imposible verlos. Hay que descubrirlos a la luz del día. Esta ciudad está infestada de escorpiones. Ignoro por qué motivo. Mi difunto esposo Mordecai (alav ha-sholom) solía quejarse diciendo que el Señor se equivocó miserablemente enviando simples langostas sobre Egipto, y que podía haber enviado los escorpiones venenosos de Kashan.

—Vuestro marido era sin duda una persona valiente, mina Ester, puesto que criticó al mismo Dios Señor nuestro.

Ella se echó a reír.

—Leed vuestras escrituras, joven. Los judíos han estado censurando y dando consejos a Dios desde Abraham. Podéis leer en el libro del Génesis que Abraham discutió por primera vez con el Señor y luego se puso a regatear con él hasta llegar a un acuerdo. Mi Mordecai era igual de decidido cuando se ponía a cavilar sobre los actos divinos.

—En una ocasión tuve un amigo… un judío llamado Mordecai —le dije.

—¿Teníais un judío amigo?

El tono era de escepticismo, pero no puedo decir si dudaba de que un cristiano pudiera ser amigo de un judío o de que un judío lo fuera de un cristiano.

—Bueno —dije —, era judío cuando le conocí, y se llamaba Mordecai. Pero parece como si continuara encontrándomelo con otros nombres y atuendos. Incluso le vi en uno de mis sueños.

Y le conté estos diversos encuentros y manifestaciones, destinados evidentemente cada uno de ellos a que descubriera «la sed de sangre de la belleza». La viuda me miraba atentamente mientras yo hablaba, y cuando hube terminado dijo con los ojos muy abiertos:

—¡Bar mazel, y sin embargo sois un gentil! Sea cual fuere el mensaje que él intenta comunicaros, os sugiero que le hagáis caso. ¿Sabéis quién es esta persona a la que veis continuamente? Tiene que ser uno de los lamed-vav. Uno de los treinta y seis.

—¿Los treinta y seis qué?

—Tzaddikim. Una especie de… santos, o así los llamaría un cristiano. Según una vieja creencia judía, en el mundo hay siempre treinta y seis hombres de perfecta rectitud, sólo treinta y seis. Nadie sabe quiénes son, y ellos mismos ignoran que son tzaddikim, porque de lo contrario este conocimiento de sí mismos perjudicaría su perfección. Pero ellos van por el mundo haciendo constantemente buenas obras, sin esperar premio ni reconocimiento. Hay quien dice que los tzaddikim son inmortales. Otros dicen que

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