Como de costumbre, sirvieron más cantidad y calidad de comida y bebida que en
cualquier fiesta occidental a la que yo hubiera asistido. En los entretenimientos figuraban músicos tocando instrumentos, muchos de los cuales yo no había visto ni oído antes, y al son de estas músicas actuaban bailarines y cantantes. Los bailarines recreaban con lanzas, sables y mucho taconeo batallas famosas de guerreros persas del pasado, como Rustam y Sohrab. Las bailarinas apenas movían los pies, pero meneaban sus pechos y vientres de tal manera que hacían rodar los ojos de los espectadores. Los cantantes no interpretaban canciones religiosas (el Islam lo desaprueba), sino de un tipo bastante distinto: me refiero a canciones muy obscenas. También había domadores de osos ágiles y acróbatas, y encantadores de serpientes encapuchadas, llamadas nayhaya; y había fardarbab o adivinadores de la fortuna con sus bandejas de arena y payasos Saujran cómicamente ataviados que hacían cabriolas y recitaban o representaban historietas verdes.
Cuando estuve bastante saturado de araq, el licor de dátil, dejé a un lado mis escrúpulos cristianos contra la adivinación y llamé a un fardarbab, un viejo árabe o judío con una barba fungoide, y le pregunté qué podía ver en mi futuro. Pero él debió de reconocer en mí a un buen cristiano que no creía en sus artes de brujería, porque miró
una sola vez la arena removida y gruñó:
—Ten cuidado con la sed de sangre de la belleza.
Con lo cual no me dijo nada en absoluto sobre mi futuro, aunque recordé haber oído antes, en el pasado, algo parecido a eso. De modo que me reí sarcásticamente del viejo farsante, me levanté y me alejé de él dando tumbos y haciendo piruetas hasta caerme al suelo; entonces apareció Karim y me ayudó a llegar a mi dormitorio. Ésa fue una de las noches en que la princesa Magas, Luz del Sol y yo nos citamos. En otra ocasión, Magas me dijo que me buscara otra cosa para hacer en las noches siguientes, porque ella estaba bajo la maldición de la luna.
—¿Maldición de la luna? —pregunté.
—Sí, la hemorragia femenina —dijo ella con impaciencia.
—¿Y qué es eso? —pregunté, porque realmente nunca había oído hablar de eso con anterioridad.
Sus verdes ojos me dirigieron de soslayo una mirada de divertida incredulidad y dijo afectuosamente:
—Bobo. Como todos los muchachos te imaginas que una mujer bella es algo puro y perfecto; como esa raza de pequeños seres alados llamados peri. Los delicados peri ni siquiera comen y se alimentan de la fragancia de las flores que inhalan, y por eso nunca tienen que orinar o defecar. Del mismo modo, tú crees que una mujer bonita no puede tener ninguna de las imperfecciones o suciedades comunes al resto de la humanidad. Yo me encogí de hombros:
—¿Y es algo malo pensar así?
—Pues no diría yo eso, porque nosotras, las mujeres bonitas, nos aprovechamos a menudo de ese engaño masculino. Pero es un engaño, Marco, y ahora voy a traicionar a mi sexo y a desengañarte. Escucha.
Me contó lo que le sucedía a una niña cuando tenía aproximadamente diez años, al convertirse en mujer, y qué le continuaba sucediendo después, cada luna del año.
—¿De veras? —dije —. No lo sabía. ¿Y les sucede a todas las mujeres?
—Sí, y deben soportar la maldición de la luna hasta que son viejas y están secas en todos los sentidos. La maldición viene acompañada de calambres y dolores de riñones y mal humor. Durante este período, la mujer está taciturna e insoportable; y si es prudente se mantiene alejada de los demás, o drogada hasta quedar estupefacta con teryak o banj, en espera de que pase la maldición.
—Suena terrible.
Magas se rió, pero sin ganas.
—Mucho más terrible es para una mujer si llega la luna y no ha sido maldecida. Porque eso significa que está embarazada y no voy a hablarte de los sudores, filtraciones, disgustos y molestias que vienen después. Ahora me siento taciturna, de mal humor e insoportable, y optaré por recluirme; tú, vete, Marco, sé feliz y disfruta de la libertad de tu cuerpo, como todos los malditos y despreocupados hombres, y déjame con mis miserias de mujer.
A pesar de la descripción de la princesa Magas sobre la debilidad de su sexo, yo no pude, ni entonces ni después, considerar a una mujer bonita como un ser inherentemente defectuoso o imperfecto; o por lo menos, hasta que no demostrara serlo, como hizo en una ocasión dona Ilaria, que perdió por todo ello mi estima. En Oriente, seguía aprendiendo nuevas maneras de apreciar a las mujeres bellas, y aún descubría cosas nuevas en ellas, y no me sentía inclinado a menospreciarlas. Por ejemplo, cuando era más joven, creía que la belleza física de una mujer sólo residía en sus rasgos más fáciles de observar, como su cara, sus pechos, sus piernas y nalgas, y en cosas menos fáciles de observar, como un montículo de la alcachofa, un medallón y mihrab bonitos e incitantes (y accesibles). Pero por aquel entonces, ya había estado con suficientes mujeres para darme cuenta de que había elementos de belleza física más sutiles. Para mencionar sólo uno: yo soy especialmente aficionado a los delicados tendones que recorren desde su ingle la parte interior de los muslos de una mujer cuando se abre de piernas. También llegué a darme cuenta de que incluso en los rasgos comunes a todas las mujeres bonitas hay diferencias distinguibles y por ello excitantes. Toda bella mujer tiene pechos y pezones bonitos, pero hay innumerables variaciones de tamaño, forma, proporción y color, todas ellas hermosas. Una mujer bella tiene un bello mihrab, pero, ¡oh!, qué deliciosas diferencias existen en su situación avanzada o retrasada, en el tono y profundidad de sus labios exteriores, en su capacidad de cerrarse y apretar como una bolsa, en la posición, tamaño y erectabilidad del zambur. Quizá ahora parezca más lascivo que galante. Pero sólo deseo poner de relieve que nunca pude menospreciar a las mujeres bellas de este mundo, ni lo hice nunca, ni nunca lo haré; ni siquiera en Bagdad, cuando la princesa Magas, a pesar de ser una de las bellezas, hizo cuanto pudo por mostrarme de ellas lo peor. Por ejemplo, un día lo dispuso todo para que pudiese entrar a hurtadillas en el anderun de palacio no para nuestras diversiones nocturnas, sino de tarde, porque yo le había dicho:
—Magas, ¿te acuerdas de ese mercader al que vimos ejecutar porque hacía zina de un modo haram? ¿Es esto lo que suele suceder en un anderun?
Me dirigió una de las miradas de sus verdes ojos, y dijo:
—Ven a verlo por ti mismo.
En esa ocasión, no hay duda de que sobornó a los guardianes y eunucos para que se despistaran, o de lo contrario no me hubiera podido introducir sin ser visto en aquella ala de palacio. Me hizo entrar en un armario empotrado en la pared de un pasillo provisto de dos mirillas taladradas que dejaban ver sendas habitaciones, grandes y voluptuosamente amuebladas. Miré por un agujero y después por otro: en aquel momento las dos habitaciones estaban vacías.
—Son las habitaciones comunales, donde las mujeres pueden reunirse cuando se hartan de estar solas en sus cuartos independientes. Y este armario es uno de los muchos puntos de vigilancia de todo el anderun, a donde el eunuco viene de vez en cuando. Vigila las posibles peleas o luchas entre las mujeres, u otros conflictos, e informa de ello a mi madre, la primera esposa real, que es responsable de mantener el orden. El eunuco no va a estar hoy aquí, y voy a decírselo ahora a las mujeres. Luego espiaremos juntos, y veremos si se aprovechan de la ausencia del vigilante.
Se marchó y cuando volvió nos pusimos de pie, espalda contra espalda en aquel reducido espacio, cada uno con un ojo pegado a una mirilla. Durante un largo rato no sucedió nada. Luego entraron cuatro mujeres en la habitación que yo estaba espiando, y se repartieron por los almohadones del diván. Todas tenían aproximadamente la edad de la shahryar Zahd, y eran igualmente bellas. Una de ellas parecía nativa de Persia, pues tenía la piel marfileña, el cabello negro como la noche y los ojos tan azules como el lapislázuli. A otra la tomé por armenia, pues cada uno de sus pechos tenía exactamente el tamaño de su cabeza. Otra era una negra, etíope o nubia, y como era de esperar, tenía pies como paletas, las pantorrillas largas y delgadas y un trasero como un balcón; aunque por otro lado era bastante linda: un bonito rostro con labios no demasiado protuberantes, un pecho bien formado y largas y finas manos. Y la cuarta mujer tenía la piel tan amarronada y los ojos tan oscuros que debía de ser árabe. Ellas creían que no las vigilaba nadie, y que tenían libertad para hacer lo que quisieran; sin embargo eso no provocó ningún atentado libertino contra la compostura o la modestia. Lo único extraño era que ninguna llevaba chador, pero todas estaban enteramente vestidas y así siguieron, y no apareció a visitarlas ningún amante furtivo. La mujer negra y la árabe se habían llevado una especie de labor de punto, y se mantenían ocupadas con ese letárgico pasatiempo. La persa estaba sentada con frascos, pinceles y pequeños instrumentos y hacía la manicura esmeradamente a la armenia en pies y manos, y cuando hubo terminado, ambas mujeres comenzaron a colorearse las palmas de las manos y las plantas de los pies con tinte de hinna. Pronto empecé a aburrirme, igual que las cuatro mujeres (las pude ver bostezar, las oí
eructar y olí que se tiraban pedos); y me pregunté por qué habría albergado yo la picante sospecha de que en una casa llena de mujeres tenían lugar orgías babilónicas, por el simple hecho de que todas ellas pertenecían a un solo hombre. Estaba claro que cuando muchas mujeres no tenían otra cosa que hacer que esperar la llamada de su amo, podía decirse al pie de la letra que no tenían nada que hacer. La única posibilidad era repantigarse por la casa, sin más iniciativa o vivacidad que un vegetal, hasta recibir alguna de las infrecuentes llamadas para que ejercitaran sus partes animales. Me hubiera hecho el mismo efecto mirar una hilera de calabazas echándose a perder, o sea que me di la vuelta dentro del armario para decírselo a la princesa. Pero ella estaba sonriendo entre dientes lascivamente, se puso un dedo sobre los labios para que callara y luego señaló su mirilla. Yo me incliné, miré a su través, y apenas supe reprimir una exclamación de sorpresa. La habitación tenía dos ocupantes, uno de ellos femenino, una chica considerablemente más joven que cualquiera de las cuatro de mi habitación, y también mucho más bonita, quizá porque tenía más partes visibles. Se había bajado el pai-yamah y no llevaba nada debajo de esa prenda, e iba desnuda de la cintura hacia abajo. Era también una árabe de piel amarronada, pero su cara estaba ahora sonrosada por el esfuerzo. El ocupante macho era uno de esos monos simiazze de la talla de un niño, tan peludo por todas partes que yo no hubiera reconocido que era macho si no hubiera visto que la chica lo trabajaba fervientemente con una mano para estimular la virilidad del animal. Finalmente lo logró, pero el mono sólo miraba estúpidamente la pequeña y erecta evidencia, y la chica tuvo que enseñarle lo que debía hacer con eso, y dónde. Pero finalmente, también eso se realizó, mientras Magas y yo nos turnábamos mirando por la mirilla.
Cuando la ridícula exhibición hubo terminado, Magas y yo salimos con dificultad de nuestros armarios, en donde hacía ya mucho calor y humedad, y nos fuimos al pasillo para poder hablar sin que nos oyeran las cuatro mujeres que aún estaban en la otra habitación.
—No me extraña que, como me dijo el visir, llamen indeciblemente sucio a ese animal.
—A Yamsid le da envidia —dijo la princesa con indiferencia —. Ese animal puede hacer lo que él no puede.
—Pero no demasiado bien. Tiene el zab más pequeño aún que el de un árabe. En todo caso, creo que una mujer decente debería preferir el dedo de un eunuco al zab de un mono.
—De hecho algunas lo prefieren. Ahora ya sabes por qué mi zambur está tan solicitado. Hay muchas mujeres que entre cada llamada del sha deben esperar una larga y hambrienta temporada. Por eso el profeta (la paz y la bendición sean con él) instituyó
hace tiempo el tabzir, para que las mujeres decentes no se dieran a sus impulsos y buscaran recursos indignos de una esposa.
—Creo que si yo fuera sha preferiría que mis mujeres recurrieran al zambur de las demás que al primer zab que encontraran. Porque ¡imagínate que esa chica árabe queda preñada del mono! ¿Qué especie de cría asquerosa daría a luz? —Esa terrible idea me atrajo a la mente una idea aún más terrible —. Per Cristo! ¡Suponte que tu horrorosa hermana Shams queda preñada de mí! ¿Tendría que casarme con ella?
—No te alarmes, Marco. Aquí todas las mujeres, de la nación que sean, tienen sus propios métodos para prevenir esa posibilidad.
Yo la miré perplejo.
—¿Saben cómo impedir la concepción?
—Hay diferentes niveles de seguridad, pero cualquier cosa es mejor que confiar en la suerte. Una mujer árabe, por ejemplo, antes de hacer zina se mete dentro un tampón de lana empapado con zumo de sauce llorón. Una mujer persa reviste su parte interior con esa delicada membrana blanca que se encuentra bajo la cáscara de la granada.
—¡Qué pecado tan abominable! —exclamé, como buen cristiano —. ¿Y qué es más eficaz?
—Probablemente es preferible el sistema persa, aunque sólo sea porque es más cómodo para ambos participantes. Shams lo usa y apuesto a que no lo has notado.
—No.
—Pero imagínate apretando tu tierna lubya contra ese grueso tampón lanoso que se meten las árabes. Además, yo desconfío de la eficacia de ese método. ¿Qué puede saber una mujer árabe para evitar la concepción? Un árabe, a menos que quiera concebir un niño, sólo hace zina con su mujer por su abertura trasera, como está acostumbrado a hacerlo con los demás hombres y niños, y a que se lo hagan a él. Me sentí aliviado de saber que la princesa Shams no iba a fructificar y multiplicar su fealdad gracias a su preventivo de granada; aunque en realidad debería de haberme sentido inquieto ya que estaba participando en uno de los pecados más aborrecibles y mortales que puede cometer un cristiano. En algún punto de mis viajes y cuando regresara a casa, a Venecia, me encontraría con algún sacerdote cristiano y me vería obligado a confesarme. El sacerdote, como es lógico, me impondría grandes penitencias por haber fornicado con dos mujeres solteras al mismo tiempo, pero ése era sólo un pecado venial comparado con el otro. Podía adivinar su horror cuando le confesara que, gracias a las malvadas artes de Oriente, había podido copular por puro placer, sin la intención o expectativa cristianas de que resultara del acto progenie alguna. No hace falta decir que seguí disfrutando pecaminosamente. No había ni el más ligero obstáculo que estorbara mi total y completo disfrute, y no me torturaba ningún sentimiento de culpa. Mi deseo natural era que cada consumación de zina se pudiera producir dentro de la princesa Magas, con la cual estaba haciendo el amor, y no dentro de la princesa Shams, a quien no quería y a quien no podía querer. Sin embargo, cuando Magas rechazó severamente mis escasas tentativas en ese sentido, yo tuve la prudencia de dejar de proponerlo. No quise arriesgarme a perder una situación feliz por codiciar otra aún más feliz pero inalcanzable. Lo que hice entonces fue inventarme una historia,