—Esto es el mihrab —explicó la princesa Magas —. El Islam no tiene sacerdotes, sin embargo a veces algún sabio visitante pronuncia un sermón. Puede ser un imán, cuyos profundos estudios del Corán le han convertido en una autoridad en cuestiones espirituales, o un muftí, que también es un experto en las leyes temporales establecidas por el profeta (la paz y la bendición sean con él). O un hayyi, el que ha realizado el largo hayy o peregrinaje a la santa Meca. Y para dirigir nuestras oraciones, el santo se sitúa allá, en el mihrab.
—Pensé que la palabra mihrab significaba… —me detuve y la princesa me sonrió con picardía.
Estuve a punto de decir que creía que la palabra mihrab se refería a las partes más privadas de una mujer, lo que una muchacha veneciana llamó una vez vulgarmente su
pota, y una dama veneciana llamaba más remilgadamente su mona. Pero en ese momento me di cuenta de la forma que tenía ese nicho mihrab en la pared de la mezquita. Estaba formado exactamente como el orificio genital de una mujer: de perfil ligeramente ovalado, se estrechaba en la cúspide hasta cerrarse formando un arco ojival. He estado después en el interior de muchas otras masyid, y en todas ellas ese nicho tiene la misma forma. Creo que eso corroboraba de modo adicional mi teoría sobre la influencia de la sexualidad humana en la arquitectura islámica. Por supuesto no sé, y dudo que ningún musulmán lo sepa, qué acepción de la palabra mihrab vino primero: la eclesiástica o la obscena.
—Y ahí —dijo la princesa Magas señalando hacia arriba —están las ventanas por donde el sol indica el paso de los días.
Así era: había unos orificios cuidadosamente espaciados sobre la periferia superior de la bóveda y el sol naciente mandaba un rayo al lado opuesto del interior de la bóveda, en donde había unas losas, con escrituras arábigas entrelazadas, incrustadas en sus mosaicos. La princesa leyó en voz alta las palabras sobre las que estaba posado el rayo de luz. Según esa indicación, aquel día era en el cómputo musulmán el tercer día del mes segundo Yumada en el año 670 de la Hiyra de Mahoma o, en el calendario persa, el año 199 de la era Yalali. Entonces la princesa Magas y yo juntos, tras mucho contar entre dientes y con los dedos, hicimos los cálculos necesarios para pasar la fecha al cómputo cristiano.
—Hoy es 20 de septiembre —exclamé —, el día de mi cumpleaños. Ella me felicitó y dijo:
—Vosotros, los cristianos, a veces os hacéis regalos por vuestro cumpleaños, como nosotros, ¿verdad?
—A veces, sí.
—Entonces te haré un regalo esta misma noche, si eres lo bastante valiente para arriesgarte a recibirlo. Te regalaré una noche de zina.
—¿Qué es zina? —pregunté, aunque sospechaba lo que era.
—Es la relación ilícita entre un hombre y una mujer. Es haram, que significa prohibido. Para que recibas el regalo, debo llevarte camuflado a mis aposentos en el anderun de las mujeres de palacio, que también es haram.
—¡Correré cualquier riesgo! —grité entusiasmado, y luego se me ocurrió pensar en otro detalle —. Pero… perdonadme que os pregunte, princesa, pero tengo entendido que a las mujeres musulmanas las privan, no sé de qué modo, del., de su entusiasmo por la zina. Me han dicho que están, bueno, que están circuncidadas, pero no puedo imaginarme cómo.
—Oh, sí, tabzir —dijo como si nada —. Sí, esto en general se les hace a las mujeres de niñas. Pero no se practica a las niñas de sangre real, o a quien pueda convertirse en futura esposa o concubina de una corte real. A mí, por supuesto, no me lo hicieron.
—Me alegro por vos —dije, y lo decía de verdad —. Pero ¿qué les hacen a esas desafortunadas hembras? ¿Qué es tabzir'?
—Te lo voy a enseñar —dijo ella.
Yo me alarmé, creyendo que iba a desnudarse allí mismo, y le hice un gesto de prudencia refiriéndome a la acechante abuela. Pero Magas se limitó a sonreírme y se subió al nicho del predicador, situado en la pared de la masyid, y empezó a decir:
—¿Conoces bien la anatomía de una persona del sexo femenino?
Entonces sabes que aquí —y señaló la parte superior del arco —aproximadamente en la parte frontal de su abertura, su mihrab, la mujer tiene una tierna protuberancia en forma de botoncito. Se le llama zambur.
—¡Ah! —dije, enterándome por fin —. En Venecia se le llama lumaghéta.
Intenté parecer tan clínicamente frío como un médico, pero sé que al hablar me sonrojé.
—La posición exacta del zambur puede variar ligeramente en las mujeres —continuó
Magas en tono clínico y sin sonrojarse —. Y el tamaño puede variar considerablemente. Mi propio zambur es bastante grande, y al excitarse aumenta de tamaño hasta tener la misma longitud que el primer nudillo de mi dedo meñique.
Nada más pensar en ello me excité y se me alargó. Como la abuela estaba presente, agradecí de nuevo llevar esos voluminosos vestidos cubriendo mis partes inferiores. La princesa continuó alegremente:
—O sea que estoy muy solicitada por las demás mujeres del anderun, ya que mi zambur puede servirlas casi tan bien como el zab de un hombre. El juego entre mujeres es halal, que significa permitido, no haram.
Y si antes estaba algo sonrojado, ahora debía de estar totalmente colorado. Si la princesa Magas se dio cuenta, no por ello dejó de hablar:
—Ése es el punto más sensible de toda mujer, la auténtica esencia de su excitación sexual. Si su zambur no se excita la mujer no responderá adecuadamente al abrazo sexual. Y si no disfruta nada con este acto tampoco lo deseará. Sin duda ésa es la razón del tabzir, la circuncisión como lo llamaste tú. En una mujer adulta, mientras no esté
muy excitada, el zambur queda modestamente oculto entre los labios cerrados de su mihrab. Pero el zambur de una niña sobresale de sus pequeños labios infantiles. Un hakim puede fácilmente cortarlo de golpe con unas tijeras.
—¡Dios mío! —exclamé, y mi propia erección quedó instantáneamente fláccida al oír tal atrocidad —. Eso no es una circuncisión. Eso es convertir a una mujer en un eunuco.
—Muy parecido —asintió Magas, como si no fuera algo horrible —. La niña de mayor será
una mujer virtuosamente fría, sin respuesta sexual y que ni tan sólo la deseará. La perfecta esposa musulmana.
—¿Perfecta? Pero ¿qué marido podría querer a una esposa así?
—Un marido musulmán —dijo sencillamente —. Una esposa así nunca cometerá adulterio ni pondrá cuernos a su marido. Es incapaz de imaginarse haciendo zina o cualquier otro acto haram. Tampoco provocará la ira de su marido coqueteando con otro hombre. Si la mujer respeta correctamente pardah, ni siquiera verá a otro hombre hasta que dé a luz a un varón. ¿Te das cuenta? El tabzir no impide su función de maternidad. Puede ser madre, y en eso es superior a un eunuco que nunca puede llegar a ser padre.
—De todos modos, es un terrible destino para una mujer.
—Es el destino decretado por el profeta (que la bendición y la paz sean con él). Sin embargo, yo agradezco que a las de la clase alta se nos exima de todas estas inconveniencias que afectan a la gente corriente. Ahora, hablemos de tu regalo de cumpleaños, joven mitra Marco…
—Ojalá fuese ya de noche —dije mirando un instante al rayo de sol que avanzaba lentamente —. Va a ser el cumpleaños más largo de toda mi vida, esperando a que llegue la noche para hacer zina con vos.
—Oh, ¡conmigo no!
—¿Cómo?
—Bueno, conmigo exactamente no —dijo Magas con una risilla sofocada.
—¿Cómo? —repetí algo enfurecido.
—Me has distraído, Marco, al preguntarme cosas sobre el tabzir, por eso no te he explicado el regalo de cumpleaños que voy a hacerte. Pero antes de explicártelo, debes tener presente que yo soy virgen.
Yo comencé a decir malhumoradamente:
—Pues no habéis estado hablando precisamente como… —pero ella me puso un dedo sobre los labios.
—Es cierto. Yo no soy tabzir, no soy fría y quizá no me consideres totalmente virtuosa porque te estoy invitando a hacer algo haram. También es cierto que yo tengo un magnífico zambur y que me encanta ejercitarlo amorosamente, pero sólo de manera halal, que no afecte a mi virginidad. Además del zambur, tengo todas mis partes, incluyendo el sangar. La membrana virginal no ha sido rota, ni se romperá hasta que contraiga matrimonio con algún príncipe real. No ha de romperse pues de lo contrario ningún príncipe me aceptaría. Tendría suerte si no me decapitaran por dejarme despojar de ella. No, Marco, ni siquiera sueñes en consumar el zina conmigo.
—Me confundís, princesa Magas. Habéis dicho con toda claridad que me llevaríais camuflado a vuestros aposentos…
—Y lo haré. Y me quedaré contigo para ayudarte a hacer zina con mi hermana.
—¿Con vuestra hermana?
—¡Chitón! La vieja abuela está sorda, pero a veces puede leer palabras sueltas por el movimiento de los labios. Ahora cállate y escucha. Mi padre tiene muchas esposas, por lo que yo tengo muchas hermanas. Una de ellas es aficionada a hacer zina. De hecho nunca queda saciada. Y ella será tu regalo de cumpleaños.
—Pero ella también es una princesa real, ¿por qué su virginidad no está igualmente…?
—Te he dicho que estés callado. Sí, es de la realeza, igual que yo, pero hay un motivo por el cual ella no tiene que proteger su virginidad como yo. Lo sabrás todo esta noche. Pero hasta entonces no te diré nada más, y si me molestas con preguntas retiraré el regalo. Ahora, Marco, disfrutemos del día. Mandaré llamar a un cochero para que nos dé una vuelta por la ciudad.
El coche que vino a por nosotros sólo era una carreta sobre dos ruedas altas, tirada por un único caballito persa enano. Su conductor me ayudó a levantar a la abuela, vieja y achacosa, y a sentarla junto a él en la parte delantera, y la princesa y yo nos instalamos en el asiento interior. Mientras la carreta bajaba por los senderos del jardín y atravesaba las puertas de palacio para entrar en Bagdad, Magas dijo que aún no se había tomado nada para desayunar, abrió una bolsa de tela, sacó unas frutas de un amarillo verdoso, mordió una y me ofreció otra.
—Banyan —dijo —. Una especie de higo.
Me estremecí al oír la palabra higo, y rechacé educadamente la fruta sin preocuparme de mencionar mi desgraciada aventura de Acre donde cogí asco a los higos. A Magas pareció molestarle mi negativa y me preguntó por qué.
—¿No sabes —me dijo, acercándose mucho y susurrando para que el cochero no pudiera oírla —que es la fruta prohibida con la que Eva sedujo a Adán?
Yo le contesté, susurrando también:
—Prefiero la seducción sin la fruta. Y hablando de…
—Te dije que no hablaras de eso. Por lo menos hasta esta noche. Varias veces más durante el paseo de esa mañana intenté abordar el tema, pero siempre me ignoraba, y sólo hablaba para llamar mi atención sobre este o aquel punto de interés, y para contarme cosas informativas al respecto.
—Ahora estamos en el bazar, que ya has visitado pero que quizá no reconozcas, tan vacío, desierto y silencioso. Esto se debe a que hoy es yume, viernes, como decís vosotros, el día de descanso que Alá ha señalado, y por eso no hay comercios, no se hacen negocios ni se trabaja. —Y añadió —: Aquel parque lleno de hierba que ves allí es un cementerio, al que llamamos Ciudad de los Callados. —Después señaló —: Aquel edificio es la Casa del Engaño, una institución caritativa fundada por mi padre el sha. En ella están encerradas y vigiladas todas las personas que se vuelven locas, como les sucede a muchas en el calor del verano. Un hakim las examina regularmente y si recuperan la razón las deja libres otra vez.
En los alrededores de la ciudad cruzamos un puente sobre un pequeño arroyo, y me impresionó el color de sus aguas, pues era de un azul tan oscuro que no podía ser simple agua. Luego cruzamos otro arroyo, y era de un color verde muy vivo, impropio del agua. Pero hasta que no cruzamos otro más, en el cual el agua era roja como la sangre, no hice ningún comentario.
La princesa me explicó:
—Las aguas de todos los arroyos de esta zona están coloreadas por los tintes de los fabricantes de qali. ¿Nunca has visto cómo hacen un qali? Pues debes verlo. —Y dio órdenes al cochero.
Yo suponía que regresaríamos a Bagdad, a algún taller de la ciudad, pero la carreta se adentró aún más en el campo y se detuvo junto a una colina que a media altura tenía la pequeña entrada de una cueva. Magas y yo bajamos de la carreta, escalamos la colina y agachamos la cabeza para meternos en aquel agujero.
Tuvimos que andar agachados a través de un túnel corto y oscuro, pero luego llegamos al interior de la colina, dentro de una caverna de roca, alta e inmensa, llena de gente, con el suelo cubierto de bancos, mesas de trabajo y tinajas con tintes. La caverna estuvo oscura hasta que mis ojos lograron acostumbrarse a la media luz que proyectaban las innumerables velas, lámparas y antorchas. Las lámparas estaban colocadas sobre varios muebles, las antorchas a lo largo de las paredes de roca, algunas velas estaban adheridas a la roca por su propio goteo, y otras las llevaban en la mano la multitud de obreros.
—Pensé que hoy era día de descanso —dije a la princesa.
—Para los musulmanes sí —contestó —, pero todos éstos son esclavos cristianos, rusniacos, lezguianos y otros. Se les permite celebrar su sabbath el domingo. Sólo unos cuantos esclavos eran hombres y mujeres adultos, y trabajaban en distintas tareas, como por ejemplo remover sobre el suelo de la caverna el tinte de las tinajas. Todos los demás eran niños y trabajaban flotando en el aire, a una altura considerable. Esto puede sonar como una de las historias mágicas de la shahryar Zhad, pero era cierto. De la alta bóveda de la caverna colgaba un gigantesco peine de cuerdas, centenares de ellas, paralelas y muy unidas; una telaraña vertical tan alta y ancha como la altura y amplitud de la caverna. Eso sin duda era la trama del qali que, una vez terminado, se extendería sobre el suelo de alguna inmensa sala palaciega o de baile. A gran altura, junto a ese muro que formaba la trama, pendía un enjambre de niños, sostenidos por lazos de cuerda que colgaban de algún lugar aún más alto en las oscuridades del techo.
Los niños y niñas, de corta edad, iban todos desnudos (debido al calor de las capas superiores de aire, según me dijo la princesa Magas), y estaban suspendidos por todo el ancho de la pieza, pero a diferentes niveles, algunos más arriba y otros más abajo. En la parte alta, el qali estaba parcialmente terminado, desde el borde hasta el nivel de la trama en donde trabajaba cada niño; y aunque el desarrollo de la pieza estuviera en una primera fase, pude ver que se trataba de un qali con un dibujo de jardín floral de colorido muy variado y realmente intrincado. Cada niño y niña colgante llevaba sobre su cabeza una vela pegada con cera, y todos estaban muy ocupados, aunque no pude distinguir en qué; parecía que con sus pequeños dedos tiraban del borde inferior del qali que estaba sin terminar.