—Querida, estoy seguro de que los caballeros están cansados de… su viaje —dijo el sha, que parecía él mismo bastante fatigado. Tocó el gong para llamar al visir una vez más, y nos dijo —: Desearéis descansar y refrescaros. Hacedme el honor, pues, de cenar con nosotros esta noche.
El visir, un hombre melancólico y de mediana edad llamado Yamsid, nos mostró
nuestros aposentos, tres habitaciones comunicadas por puertas. Todas estaban bien amuebladas, con muchos qali en suelos y paredes, ventanas con taracea de piedra y vidrios incrustados, y mullidas camas con edredones y almohadas. Ya habían trasladado
el equipaje de nuestros caballos hasta allí.
—Y aquí tenéis un criado para cada uno —dijo el visir, presentando a tres esbeltos jóvenes barbilampiños —. Todos ellos son expertos en el arte indio del champna, y lo ejecutarán para vosotros después de visitar el hammam.
—Ah, sí —dijo mi tío Mafio con voz complacida —. No tenemos probado un champú, Nico, desde que atravesamos el Tazhikistán.
Así que nos sometimos de nuevo al lavado y refrigerio de un hammam, elegantemente instalado en esta ocasión, en donde nuestros tres jóvenes criados nos sirvieron de masajistas. Después nos tumbamos desnudos en las camas separadas de nuestras respectivas habitaciones, para proceder al llamado champna (o champú, como lo había pronunciado mi tío). Yo no tenía ni idea de qué podía esperar; me sonaba como un espectáculo de danza. Pero resultó que el criado me restregó, me golpeó y amasó todo mi cuerpo, más enérgicamente que en los masajes de hammam, y no con la intención de expulsar la suciedad del cuerpo sino de ejercitar cada parte de tal manera que uno se sintiera incluso más saludable y vigorizado que después de un baño en el hammam. Mi joven sirviente, Karim, me daba golpes, me pellizcaba y me retorcía; y al principio era doloroso. Pero al cabo de un rato, mis músculos, articulaciones y tendones, entumecidos por el largo trayecto a caballo, comenzaron a destensarse y desatarse bajo ese asalto; y poco a poco fui disfrutándolo, noté cierto alivio y sentí el hormigueo de la vitalidad. Como era de esperar, una parte impertinente comenzó a avivarse indiscretamente, y eso me produjo cierto embarazo. Luego me sorprendió que Karim, con mano evidentemente diestra, comenzara a ejercitar también esa parte.
—Eso puedo hacerlo yo mismo —dije secamente —si lo considero necesario. Se encogió de hombros con delicadeza y respondió:
—Como el mirza mande. Cuando el mirza ordene —y se concentró en partes mías no tan íntimas.
Finalmente cesó el magreo, y yo seguí tumbado dudando entre echarme una siestecita o levantarme de un salto para hacer ejercicios atléticos, y él pidió que le excusara:
—Debo atender al mirza, vuestro tío —me explicó —. Pues un hombre tan grande nos necesitará a nosotros tres para que le hagamos un champna adecuado. Le di mi venia para que se fuera y me abandoné a mi somnolencia. Creo que mi padre también durmió el resto de la tarde, pero tío Mafio debió de someterse a una sesión completa y concienzuda, porque los tres jóvenes justamente salían de su habitación cuando Yamsid vino a vernos vestido para la cena. Nos traía prendas nuevas y aromatizadas con mirra al estilo persa: el ligero pai-yamah, la holgada camisa de ajustados puños, cortos chalecos y bellamente bordados para ponernos encima de la camisa, kamarbands para ceñirnos el talle, zapatos de seda de puntas curvadas hacia arriba, y turbantes en vez de kaffiyahs para la cabeza. Mi padre y mi tío se ataron su turbante con gran habilidad y perfectamente; pero el joven Karim tuvo que enseñarme a atar y plegar el mío. Cuando estuvimos vestidos, todos parecíamos mirzas excepcionalmente guapos, nobles y genuinamente persas.
2
El visir Yamsid nos condujo a un comedor grande, aunque no imponente, iluminado con antorchas y rodeado de criados y ayudantes. Todos eran hombres, y únicamente se sentó con nosotros ante el suntuoso mantel el sha Zaman. Vi con cierto alivio que la poca ortodoxia de palacio no llegaba hasta el punto de dejar que las mujeres se sentaran a comer normalmente con los hombres, violando así la costumbre musulmana. El sha y nosotros cenamos sin ser interrumpidos por la facundia de la shahryar, y él sólo habló
de su esposa una vez:
—La primera esposa, que es de sangre real sabea, nunca se resignó a que ese shanato estuviera anteriormente subordinado al califa ni de que ahora esté subordinado al kanato. La shahryar Zahd, como una yegua árabe de pura sangre, corcovea para no ser enjaezada. Pero, por lo demás, es una excelente consorte, y más tierna que la cola de un cordero bien cebado.
Sus símiles de corral quizá explicaban que ella pareciese ser el gallo de ese corral y él la gallina más picoteada, pero a mi entender no lo excusaban. Sin embargo, el sha resultó una agradable compañía y bebió con nosotros como un cristiano; liberado de su mujer era un buen conversador. Cuando yo comenté que me emocionaba estar siguiendo los mismos caminos que Alejandro el Magno había recorrido, el sha dijo:
—Esos caminos terminaron no lejos de aquí, como vos sabéis, después de que Alejandro regresara de conquistar Cachemira, Sind y el Punjab indio. Sólo a catorce farsajs de aquí están las ruinas de Babilonia en donde Alejandro murió, según se dice, de una fiebre producida al beber en exceso vino de Shiraz.
Agradecí la información al sha, pero en mi fuero interno me preguntaba si alguien podía beber una dosis mortal de aquel líquido pegajoso. Hasta en Venecia había oído a algunos viajeros recordar con entusiasmo el vino de Shiraz, y también se elogiaba mucho en canciones y fábulas, pero nosotros lo bebimos en aquella misma comida y a mí me pareció que no llegaba a la altura de su reputación. Es un vino de un color naranja poco apetitoso, empalagosamente dulce y espeso como la melaza. Llegué a la conclusión de que para beber cierta cantidad había que estar empeñado en emborracharse.
Sin embargo, los demás componentes de la comida fueron de una exquisitez incalificable. Había pollo cocinado con zumo de granada, cordero lechal adobado y asado a la manera llamada kabab; un sorbete de sabor a rosas enfriado con nieve; un dulce hinchado y tembloroso, como un turrón batido, hecho de fina harina blanca, crema, miel y delicadamente condimentado con aceite de pistacho, llamado bales. Después de la comida nos recostamos en nuestros almohadones y sorbimos un exquisito licor de pétalos de rosa exprimidos, mientras contemplábamos a dos luchadores de la corte, desnudos, relucientes y embadurnados con aceite de almendra, que intentaban doblarse el uno al otro o partirse en dos. Acabaron la demostración ilesos, y después escuchamos a un juglar de corte tocar un instrumento de cuerda llamado al-ud, muy parecido a un laúd, mientras recitaba poemas persas, de los cuales sólo puedo recordar que cada línea terminaba con una especie de chillido de ratón o sollozo lastimero. Cuando terminó el tormento, los mayores me dieron permiso para ir a divertirme solo, si lo prefería. Fue lo que hice y dejé a mi padre y a mi tío discutiendo con el sha sobre las diferentes rutas terrestres y marítimas que podíamos tomar al salir de Bagdad. Me marché de la habitación y caminé por un largo pasillo, con muchas puertas cerradas guardadas por gigantes que llevaban lanzas o sables simsir. Todos lucían el mismo tipo de casco que había visto en las puertas de palacio, pero algunos de aquellos guardias tenían la cara negra como los africanos o marrón como los árabes, lo cual no hacía juego con el pelo de los cascos esculpidos en oro.
Al final del pasillo, encontré un arco sin vigilante que conducía aun jardín exterior, y allí me metí. La luna llena, como una enorme perla refulgente en el negro terciopelo de la noche, iluminaba suavemente los lisos senderos de grava y los exuberantes arriates de flores. Me paseé por allí distraídamente, admirando aquellas flores nuevas para mí, que me resultaban aún más extrañas con el brillo de aquella luz perleante. Después me hallé
ante algo tan insólito Que me asombró: un arriate que, de modo visible y en todo su conjunto, estaba haciendo algo. Me detuve intrigado a contemplar esa cosa que parecía
tener un comportamiento deliberado y tan poco vegetal. El arriate de flores cubría una enorme área circular, dividida a guisa de pastel en doce porciones, y cada segmento estaba densamente cubierto por una variedad distinta de flores plantadas. Todas ellas estaban en el momento de la floración, pero en diez de las porciones las flores habían cerrado sus capullos, como hacen muchas flores de noche. Sin embargo, en un segmento, algunas flores rosa pálido comenzaban a cerrar sus pétalos, y en el segmento contiguo unas flores blancas de gran tamaño abrían en aquel momento sus capullos derramando en la noche un embriagador perfume.
—Es el gulsa'at —dijo una voz que también parecía perfumada. Me di la vuelta y vi a la joven y linda shahzrad y, algunos pasos detrás suyo, a la anciana abuela. La princesa Magas continuó:
—Gulsa'at significa esfera de flores. En vuestro país tenéis relojes de arena y de agua para saber la hora, ¿no es cierto?
—Sí, shahzrad Magas Mirza —respondí, procurando utilizar su insigne nombre entero.
—Puedes llamarme Magas —dijo con una dulce sonrisa, visible a través de su diáfano chador. Señaló al gulsa'at —. Esta esfera de flores también nos indica las horas, pero no hay que darle la vuelta ni rellenarla nunca. En este arriate redondo, cada especie de flor se abre de modo natural a cierta hora del día o de la noche, y se cierra a otra. Se han seleccionado por la regularidad de sus hábitos, y están plantadas siguiendo una secuencia determinada, y ¡mirad!… anuncian silenciosamente cada una de las doce horas que nosotros contamos de un atardecer a otro.
—Esta esfera es tan bella como vos, princesa Magas —dije osadamente.
—Mi padre, el sha, disfruta midiendo el tiempo —explicó ella —. Aquélla es la masyid de palacio en donde rezamos, pero es también un calendario. En una de las paredes hay unos orificios para que el sol en su giro dirija cada amanecer su luz de un agujero a otro, indicando el día y el mes.
Yo, de un modo parecido, di la vuelta lentamente alrededor de la muchacha hasta situarla entre la luna y yo, para que su luz se filtrara por su transparente vestido y perfilara su delicioso cuerpo. Sin duda, la vieja abuela captó mi intención, porque me sonrió malignamente dejando ver sus peladas encías.
—Y aquello de más allá —continuó la princesa —es el anderun, donde residen todas las demás mujeres y concubinas de mi padre. Tiene más de trescientas, o sea que si quisiera podría estar con una diferente casi cada noche del año. Sin embargo, prefiere a mi madre, la primera esposa, y lo único malo es que ella se pasa la noche hablando. Por eso mi padre sólo se acuesta con alguna de las otras cuando desea tener un sueño tranquilo. Mientras miraba el cuerpo de la shahzrad que la luna me revelaba, sentí que mi propio cuerpo se excitaba tan vivamente como durante la sesión de champna. Me alegré de no llevar las ceñidas calzas venecianas, porque hubieran marcado escandalosamente mis protuberancias. Vestido como iba, con un simple pai-yamah, pensaba que mi erección no era visible. Pero la princesa Magas debió de notarlo no sé cómo, porque para enorme asombro mío dijo:
—Te gustaría llevarme a la cama y hacer zina conmigo, ¿no es cierto?
Yo balbuceé, después tartamudeé, y finalmente conseguí decir:
—Seguramente, no deberíais hablar así, princesa, en presencia de vuestra real abuela. Supongo que es vuestra… —como no sabía la palabra en farsi, lo dije en francés —, vuestro chaperon, ¿no?
La shahrzad hizo un gesto indiferente y dijo:
—La vieja está tan sorda como ese guisa at. No te preocupes y contéstame. Te gustaría meter tu zab en mi mihrab, ¿no?
Yo, tragando saliva, y a punto de atragantarme, respondí:
—¿Cómo podría aspirar a tanto?… porque… una alteza real… Ella asintió con la cabeza y dijo expeditivamente:
—Creo que podemos arreglarlo. No, no me agarres ahora. La abuela puede ver, aunque no pueda oír. Debemos ser discretos. Pediré permiso a mi padre para ser tu guía mientras estés aquí, y te enseñaré las delicias de Bagdad. Puedo ser muy buena guía de esas delicias. Ya lo verás.
Y con esto, se alejó por el jardín bañado por la luz de la luna, dejándome estupefacto y tembloroso, casi vibrando. Cuando regresé tambaleándome a mi habitación, Karim me estaba esperando para ayudarme a que me quitara las extrañas ropas persas; se rió, profirió exclamaciones admirativas y me dijo:
—¡Seguro que ahora el joven mirza dejará que complete el relajante champán! —se echó
aceite de almendra en la mano, y lo hizo como un gran experto; o sea que al poco rato caí lánguidamente dormido.
A la mañana siguiente dormí hasta tarde, igual que mi padre y mi tío, pues su consulta con el sha Zaman se había prolongado hasta bien entrada la noche. Mientras tomábamos el desayuno que los sirvientes trajeron a nuestra estancia, me dijeron que estaban considerando la propuesta del sha de viajar por mar hasta la India. Pero primero tenían que averiguar si era posible. Así que cada uno se trasladaría a un puerto del golfo, mi padre a Hormuz y mi tío a Basora, y verían si, como creía el sha, podían convencer a un capitán mercante árabe para que se prestara a llevar en su nave a unos comerciantes rivales de Venecia.
—Cuando hayamos resuelto la cuestión —dijo mi padre —nos volveremos a reunir aquí, en Bagdad, porque el sha querrá que llevemos de su parte muchos regalos para el gran kan. O sea, Marco, que puedes venir al golfo con uno de nosotros dos, o puedes quedarte aquí a esperarnos.
Pensando en la shahzrad Magas, pero teniendo el acierto de no mencionarla, dije que me quedaría, que así tendría la oportunidad de conocer Bagdad más a fondo. Tío Mafio replicó con un bufido:
—¿Quieres conocerla tan bien como conociste Venecia cuando estábamos de viaje? En verdad, no hay muchos venecianos que lleguen a conocer el Vulcano por dentro. —Y
preguntó a mi padre —: ¿Consideras prudente, Nico, dejar a este malanóso solo en una ciudad extranjera?
—¿Solo? —protesté —. Tengo al criado Karim, y… —de nuevo me abstuve de mencionar a la princesa Magas —y a toda la guardia de palacio.
—Esos son responsables ante el sha, no ante ti ni ante nosotros dijo mi padre —. Si te metieras de nuevo en algún apuro…
Yo, indignado, les recordé que mi último apuro había consistido en salvarlos de ser asesinados mientras dormían, que entonces me habían elogiado, y que por ese motivo seguía aún con ellos, y…