las anteriores Suvediyes, y al final entramos en el valle del Orontes. Era una maravillosa y tibia mañana, y el valle presentaba una vegetación exuberante: verdes huertos de frutales que separaban extensos campos con cebada plantada en primavera, que ya estaba dorada y madura para la cosecha. A pesar de lo temprano de la hora las campesinas estaban ya segando el grano. Sólo pudimos ver unas cuantas inclinadas sobre sus cuchillos, pero sabíamos que había muchas más trabajando, porque oíamos un ruido multitudinario de cuchillos. En Armenia todos los trabajadores del campo son mujeres, y como los tallos de cebada son duros y ásperos y pueden herirles la piel, las mujeres llevaban tubos de madera en los dedos cuando trabajaban. El número y la actividad de estos dedos creaba un penetrante ruido de traqueteo que hubiese podido confundirse con el de un incendio propagándose entre las espigas. Cuando hubimos dejado atrás las tierras de labranza, el valle continuó verde y lleno de color y de vida. Encontramos vastos y extensos plátanos de color verde oscuro, llamados en esa región árboles chinar, cuya sombra es tan agradable, y cardos de tigre de color verde intenso, y generosos árboles espinosos llamados azufaifos, de hojas plateadas, que ofrecen al viajero un fruto dorado parecido a la ciruela, el cual puede comerse tanto fresco como seco. Vimos rebaños de cabras que ramoneaban los cardos de tigre; y sobre cada una de las chozas de barro donde se recogían los rebaños se encontraba el nido de una cigüeña, un montón de escuálidas ramas colocadas en lo alto del techo; también había naciones enteras de palomas, conteniendo cada bandada tantas aves como hay en toda Venecia; había águilas reales, casi siempre volando, porque cuando se posan son muy torpes y vulnerables y han de correr y esforzarse y batir mucho rato sus alas antes de poder levantar el vuelo.
En Oriente un viaje por tierra recibe el nombre farsi de karwan o caravana. Nosotros estábamos en una de las principales rutas de caravanas este-oeste, y a intervalos cómodos de unos seis farsaj, o sea cada quince millas, había uno de los lugares de parada llamados caravasar. Íbamos, pues, a paso tranquilo sin esforzarnos ni forzar a nuestros caballos, porque siempre podíamos encontrar al anochecer una de estas posadas a orillas del Orontes.
No recuerdo muy bien el primero de esos lugares, porque aquella noche estaba demasiado ocupado con mi propia incomodidad. Durante nuestro primer día de marcha impusimos a nuestras monturas un ritmo de paseo, y yo encontré el viaje agradable y en varias ocasiones desmonté y monté de nuevo sin que la marcha me afectara en lo más mínimo. Sin embargo en el caravasar, cuando finalmente bajé de mi silla para pasar la noche, descubrí que estaba magullado y dolorido. La espalda me dolía como si me hubiesen apaleado, las partes interiores de mis piernas estaban irritadas y ardientes, los tendones de mis muslos estaban tan distendidos y doloridos que me sentía como si tuviera que andar ya siempre con las piernas arqueadas. Pero las molestias disminuyeron gradualmente y en pocos días pude montar mi caballo al paso y dar medios galopes y galopes intermitentes, e incluso ir al trote, que es la andadura más dura, durante un día entero si era preciso y sin sentir ningún efecto molesto. Este cambio era agradable, aunque entonces ya no estuve tan preocupado con mis propias dificultades y pude fijarme más en los problemas que suponía pernoctar cada día en un caravasar.
Un caravasar es una especie de posada para los viajeros combinada con un establo o corral para sus animales, aunque los aposentos de los hombres y de los animales no se distingan mucho entre sí ni por sus comodidades ni por su limpieza. Sin duda esto se debe a que cada establecimiento ha de disponer de espacio y servicios suficientes para acoger y satisfacer las necesidades de cien veces el número de personas y animales que sumábamos nosotros. De hecho varias noches compartimos el caravasar con una
verdadera multitud de mercaderes, árabes o persas, que viajaban en caravana con un número incontable de caballos, mulas, asnos, camellos y dromedarios, todos muy cargados, hambrientos, sedientos y adormilados. Sin embargo yo hubiera preferido comer el heno seco que tenían almacenado para los animales en lugar de los platos que servían a las personas, y dormir en la paja del establo en lugar de hacerlo en la cosa hecha con cuerdas entrelazadas que llamaban cama.
Los dos o tres primeros lugares a los que llegamos tenían carteles que los identificaban como «casa cristiana de descanso». Los regían monjes armenios y eran lugares sucios, hediondos y llenos de bichos, pero por lo menos las comidas tenían la virtud de una composición variada. Más al este todos los caravasares estaban regidos por árabes y su letrero proclamaba: «Aquí, la religión verdadera y pura.» Estos establecimientos eran algo más limpios y estaban mejor servidos, pero las comidas musulmanas eran de una invariable monotonía: cordero, arroz, un pan del tamaño, forma, textura y sabor exactamente iguales al de una silla de mimbre, y para beber sorbetes poco fuertes, tibios y muy aguados.
A pocos días de marcha de Suvediye llegamos a la ciudad de Antakya, situada a orillas del río. Cuando se va de viaje por el campo, cualquier conjunto de casas que aparece en el horizonte se convierte en una visión alegre, incluso bella desde lejos. Pero demasiado a menudo esta belleza creada por la distancia desaparece a medida que uno se acerca. Antakya, como todas las localidades de aquellas regiones, era un lugar feo, sucio, aburrido y plagado de pordioseros. Pero tenía el privilegio de haber prestado su nombre a las tierras del lugar: Antioquía, como la llama la Biblia. En otras épocas, cuando la región formaba parte del imperio de Alejandro, el país se llamaba Siria. Cuando pasamos por ella, formaba parte del reino de Jerusalén, o de lo que todavía quedaba de aquel reino, que más tarde cayó enteramente en poder de los sarracenos mamelucos. Sin embargo, me esforcé en contemplar Antakya o toda Antioquía, o Siria, como podía haberla contemplado Alejandro, porque me sentía muy emocionado de viajar por una de las pistas de caravanas que en otros tiempos había pisado Alejandro. En Antakya, el río Orontes gira hacia el sur. O sea que lo dejamos en aquel punto y continuamos en dirección este, hasta una ciudad mucho mayor, pero también triste, Haleb, llamada Alepo por los occidentales. Pasamos la noche en el caravasar del lugar, y el patrón nos aconsejó insistentemente que viajaríamos más cómodos si cambiábamos nuestro traje de viaje; o sea que le compramos ropa árabe para los tres, y durante bastante tiempo llevé el traje árabe completo, desde el tocado de kaffiyah hasta las cubiertas en forma de saco para las piernas. Realmente esa vestimenta es más confortable para cabalgar que los apretados jubones y pantalones venecianos. Y
parecíamos, por lo menos desde lejos, tres árabes nómadas, de los llamados árabes de tierra vacía o beduinos.
En la mayoría de caravasares de aquellas regiones los posaderos son árabes y como es lógico aprendí de ellos muchas palabras árabes. Pero estos posaderos hablaban también el lenguaje universal del comercio en Asia, que es el farsi, y nos íbamos acercando cada día más a las tierras de Persia, donde el farsi es el idioma nativo. Mi padre y mi tío, para ayudarme a captar más rápidamente esa lengua, procuraron conversar siempre según sus posibilidades en farsi, y no en nuestro propio veneciano o en la otra jerga del francés sabir. Y yo aprendí. En realidad encontré el farsi bastante menos difícil que algunas de las demás lenguas con las que tuve que enfrentarme más tarde. También cuenta, supongo, que los jóvenes asimilan nuevos idiomas con más facilidad que sus mayores, porque al cabo de poco tiempo estaba hablando farsi con mayor fluidez que mi padre o que mi tío.
Hacia el este de Alepo nos encontramos con nuestro siguiente río, el Furat, más
conocido por el Eufrates, que según el libro del Génesis era uno de los cuatro del Jardín del Edén. No discuto la Biblia, pero en toda la gran longitud del Furat pocas cosas vi parecidas a un jardín. El Furat, en el punto donde nosotros lo alcanzamos para seguir su curso, río abajo hacia el sureste, no corre como el Orontes por un agradable valle; se limita a vagar por un país llano, que es un inmenso pastizal de hierba para los rebaños de cabras y de ovejas. Ésta es una función bastante útil, pero un país así resulta muy poco interesante para el viajero que lo recorre. Uno se alegra cuando en ocasiones encuentra un bosquecito de olivos o de palmeras datileras, y aunque un árbol esté
aislado se le distingue desde gran distancia antes de alcanzarlo. Una brisa de levante sopla constantemente sobre esta tierra plana, pero en esta dirección hay también desiertos muy a lo lejos y la brisa, a pesar de su ligereza, llega cargada de un fino polvillo gris. Sólo los árboles aislados y los raros viajeros sobresalen de la hierba baja, y el polvo en movimiento se acumula sobre estos objetos. Nuestros caballos bajaron el morro y las orejas, cerraron los ojos y mantuvieron su dirección dejando que la brisa les llegara siempre por el lado izquierdo. Nosotros, los jinetes, envolvimos nuestros cuerpos con las abas, y nos tapamos el rostro con las kaffiyahs, y a pesar de ello el polvo se nos metía por los párpados, rascaba nuestra piel, nos taponaba las narices y crujía entre nuestros dientes. Entonces entendí que mi padre, mi tío y la mayoría de viajeros se dejaran crecer la barba, porque afeitarse cada día en estas condiciones es una tortura. Pero mi barba era todavía demasiado rala para que creciera bien. Probé el mumum depilatorio de tío Mafio y dio resultado, y luego continué
prefiriendo el ungüento a la navaja.
Creo que el recuerdo más duradero de aquel Edén cargado de polvo fue la imagen de una paloma que un día se posó sobre un árbol: cuando el ave tocó la rama levantó una nube de polvo como si hubiera aterrizado en un barril de harina. Voy a relatar dos cosas más que se me ocurrieron durante el largo descenso por la orilla del río Furat:
Una, que el mundo es grande. Quizá esta observación no sea muy original, pero esta idea se despertó en mí con la fuerza reverencial de una revelación. Hasta entonces había vivido en la apretada ciudad de Venecia, que en toda su historia no se ha extendido más allá de sus murallas marítimas, y que nunca podrá extenderse más, dándonos así a los venecianos la sensación de estar encerrados en un lugar seguro y abrigado, o cómodo, si así lo preferís. Aunque Venecia está de frente al Adriático, el horizonte del mar no parece estar situado a una distancia imposible. Incluso cuando estuve embarcado veía el horizonte fijo por todas partes; no tenía la sensación de avanzar hacia un lado ni de alejarme del otro. Pero un viaje por tierra es diferente. El contorno del horizonte cambia constantemente, y uno siempre se mueve acercándose a algún punto de referencia o alejándose de él. En las primeras semanas de nuestra expedición nos acercamos, llegamos, atravesamos y dejamos atrás de nuevo varias ciudades o pueblos diferentes, varios tipos de paisaje muy distintos, varios ríos separados. Y siempre nos dábamos cuenta de que detrás había más tierra, más países, más ciudades, más ríos. La tierra firme del mundo es visiblemente mayor que cualquier océano vacío. Es vasta y diversa y siempre está prometiendo para mañana más vastitud y diversidad, que luego produce y promete de nuevo. El viajero de tierra firme tiene la misma sensación que una persona completamente desnuda: una sensación agradable de libertad sin trabas, pero también la sensación de ser vulnerable, de estar desprotegido y de ser muy pequeño en relación al mundo que le rodea.
La otra cosa que deseo contar aquí es que los mapas mienten. Incluso los mejores mapas como el Kitab de al-Idrisi son embusteros, y no pueden evitarlo. En efecto, todo lo que muestra un mapa parece medible por las mismas reglas, y esto es un engaño. Por
ejemplo, supongamos que vuestra ruta os lleva por una montaña. El mapa puede avisaros de la presencia de esta montaña antes de que lleguéis a ella, e incluso indicaros más o menos lo alta, ancha y larga que es, pero el mapa no puede deciros qué
condiciones de terreno o de clima encontraréis cuando lleguéis allí, ni cuál será vuestro estado en aquel lugar. Una montaña que un joven con perfecta salud puede escalar fácilmente en un día bueno de medio verano puede resultar mucho más difícil con el frío y las tormentas de invierno para una persona debilitada por la edad o por la enfermedad, o cansada por haber atravesado ya muchas tierras. Las representaciones limitadas de un mapa son tan engañosas que un viajero puede tardar más tiempo en salvar un pequeño tramo final de un dedo de largo a través de un mapa que en recorrer los muchos palmos que le precedieron.
Como es natural no tuvimos dificultades de este tipo en aquel viaje a Bagdad, porque nos limitamos a seguir el río Furat abajo a través de la llana pradera. De vez en cuando sacamos el Kitab, pero sólo para ver si los mapas respondían a la realidad que nos rodeaba, y así era, con encomiable precisión; a veces mi padre o mi tío añadían señales para indicar puntos destacados útiles que los mapas omitían: recodos del río, islas en su interior, accidentes de este tipo. Y cada tres o cuatro noches, aunque fuera innecesario hacerlo, yo sacaba el kamál que habíamos comprado. Lo extendía hacia la Estrella del Norte a la distancia determinada por el nudo que había hecho a la cuerda en Suvediye, y alineaba la barra inferior del rectángulo de madera con el horizonte plano: entonces comprobaba que la estrella iba descendiendo por debajo de la barra superior del marco. El kamál indicaba lo que ya sabíamos, que nos estábamos desplazando al sur del este. En este país íbamos cruzando continuamente las fronteras invisibles que separan una pequeña nación de otra, y estas naciones también eran invisibles si exceptuamos su nombre. En todas las tierras de levante sucede lo mismo: los grandes espacios llevan en los mapas etiquetas como Armenia, Antioquía, Tierra Santa, etc. pero dentro de estos espacios las gentes del lugar reconocen innumerables espacios más pequeños, y les dan nombres y los llaman naciones y dignifican a sus insignificantes jefecillos con títulos rimbombantes. En las clases de Biblia de mi juventud había oído hablar de reinos levantinos con nombres como Samaria, Tiro e Israel, y me los había imaginado como poderosos países de impresionante extensión, y a sus reyes Ahab, Hiram y Saúl como monarcas que gobernaban vastas poblaciones. Y ahora los nativos que encontrábamos por el camino nos contaban que estábamos atravesando pretendidas naciones con nombres como Nabaj, Bisri y Jubbaz, regidos por reyes, sultanes, atabegs y jeques. Pero cualquiera de esas naciones se podía atravesar a caballo en una jornada o dos y eran territorios monótonos, sin nada destacable, pobres y llenos de mendigos y además poco poblados, y el «rey» que encontrábamos allí era simplemente el cabrero más anciano de una tribu de árabes beduinos cabreros. Ni uno solo de los fragmentos superpuestos de reinos y territorios tribales de esta parte del mundo es más extenso que la República de Venecia. Y Venecia, aunque sea una república próspera e importante, sólo ocupa un puñado de islas y una pequeña porción de la costa adriática. Empecé a darme cuenta de que todos los reyes bíblicos, incluso reyes grandes como Salomón y David, habían gobernado dominios que en el mundo occidental se llamarían, a lo más, confini o condados o parroquias. Las grandes migraciones que nos cuenta la Biblia debieron de ser en realidad escaramuzas sin importancia entre reyezuelos de este tipo. Me pregunté por qué motivo el Señor Dios en aquellas edades antiguas se había preocupado de enviar fuegos, tempestades, profetas y plagas que cambiasen los destinos de naciones de tan poca monta.