7
En dos de las noches pasadas en aquella región, eludimos deliberadamente el caravasar más próximo y acampamos al aire libre por cuenta propia. Más tarde, cuando pasáramos por regiones menos pobladas, tendríamos que hacerlo por fuerza, y mi padre y mi tío pensaron que me convenía vivir esta experiencia en un terreno fácil y con buen tiempo. Además los tres nos estábamos hartando de la porquería y del cordero. Hicimos, pues, un jergón con nuestras mantas utilizando las sillas de almohada y encendimos un fuego para cocinar. Soltamos luego nuestros caballos para que pudieran pastar libremente, pero dejando sus patas delanteras trabadas para que no pudieran alejarse mucho. Mi padre y mi tío, que tenían mucha experiencia en viajar, me habían enseñado ya algunos trucos del viajero. Por ejemplo me habían dicho que llevara siempre mi ropa de cama en una albarda de la silla y la ropa de vestir en otra, sin mezclarlas nunca. El viajero tiene que utilizar sus propias mantas en el caravasar e inevitablemente se llenan de pulgas, piojos y chinches. Estos bichos le atormentan a uno de noche aunque caiga en el habitual sueño profundo del agotamiento, pero serían intolerables cuando uno está
vestido, despierto y en pie. O sea que cada mañana salía desnudo de la cama, me sacaba cuidadosamente todos los bichos acumulados y, después de haber guardado mi ropa, cuidadosamente separada de la ropa de la cama, me ponía vestiduras usadas o limpias no contaminadas. Cuando acampamos solos, aprendí otras cosas. Recuerdo que en la primera noche de acampada empecé a empinar uno de los odres de agua para echar un buen trago, pero mi padre me detuvo.
—¿Por qué? —le pregunté —. Podremos rellenarlo en uno de los benditos ríos del Edén.
—Es mejor acostumbrarse a la sed cuando no hay necesidad de ello —dijo él —para poder resistirla luego cuando sea necesario. Espera un momento y voy a enseñarte algo. Encendió un fuego con ramas de azufaifo cortadas con su cuchillo de cinto, y dejó que esa espinosa madera quemara con la viveza y rapidez propias de ella hasta quedar reducida a carbones, pero no a cenizas. Entonces apartó la mayor parte del carbón a un lado y puso nuevas ramas sobre las brasas para avivar de nuevo el fuego. Dejó enfriar el carbón que había apartado, lo trituró y lo redujo a polvo, lo amontonó sobre un paño que puso como un cedazo sobre una de las vasijas que habíamos traído. Me pasó otro tazón y me pidió que lo llenara con agua del río.
—Prueba esta agua del Edén —dijo cuando volví con ella.
Así lo hice y dije:
—Fangosa, con algunos insectos. Pero no está mal.
—Observa. Voy a mejorarla.
La vertió lentamente en el otro tazón a través del carbón y del paño. Cuando el agua hubo acabado su lento goteo, probé la del segundo tazón.
—Sí. Clara y buena. Tiene incluso un sabor más fresco.
—Recuerda este truco —dijo —. Muchas veces la única agua de que dispondrás estará
podrida o cargada de sales, o incluso puede que sospeches que la envenenaron. Este truco convertirá tu agua contaminada en potable e inofensiva, o quizá en agua deliciosa. Sin embargo, en los desiertos, donde el agua es peor, no suele haber madera para quemar. Por lo tanto procura llevar siempre contigo una reserva de carbón. Se puede usar una y otra vez antes de saturarse y perder su eficacia. Sólo acampamos dos veces al aire libre durante nuestro descenso a lo largo del Furat, pues aunque mi padre podía eliminar los insectos e impurezas del agua, no pudo librarse de las aves del aire, y ya dije que en este país abundan las águilas reales. Un día, mi tío había descubierto por casualidad una gran liebre en la hierba. El animal se quedó inmóvil y temblando del susto, y mi tío pudo sacar rápidamente su cuchillo del cinto, arrojárselo y matarlo. Disponíamos, pues, de provisiones propias para una cena
sin cordero, y decidimos montar nuestro primer campamento. Pero cuando tío Mafio hubo ensartado la liebre desollada en una ramita de azufaifo, la hubo colgado sobre el fuego y la carne empezó a crepitar y su aroma se elevó con el humo por el aire, nos llevamos una sorpresa tan grande como la que se había llevado antes la liebre. Del cielo nocturno llegó un fuerte sonido, susurrante y sibilante. Antes de que pudiéramos levantar los ojos, una mancha marrón trazó un arco relampagueante entre nosotros, atravesó el fuego y subió de nuevo hacia arriba, perdiéndose en las tinieblas. Al mismo tiempo se oyó un sonido como clop, el fuego se esparció formando una cascada de chispas y de cenizas, y nos llegó un aullido triunfal: «¡Quia!»
—Malevolenza! —exclamó mi tío recogiendo una gran pluma de entre los restos del fuego —. ¡Una maldita águila ladrona! Acrimonia!
Y aquella noche tuvimos que cenar con un poco de tocino salado y duro de nuestro equipaje.
Lo mismo o algo muy parecido sucedió en la segunda noche que pasamos a la intemperie. Nos decidimos acampar porque por el camino habíamos comprado a una familia de árabes beduinos una pata de una cría de camello recién sacrificada. Cuando la pusimos sobre el fuego y las aves la descubrieron se precipitó otra águila sobre ella. Mi tío al oír el primer crujido de alas en el aire se tiró de cabeza para cubrir con su cuerpo la carne del fuego. Esto salvó nuestra cena pero casi acabó con tío Mafio. La envergadura de las alas de un águila real es igual a la de una persona con los brazos extendidos y el ave pesa tanto como un perro de buen tamaño, o sea que cuando se lanza hacia abajo se convierte en un formidable proyectil; y aquél golpeó la nuca de mi tío, afortunadamente sólo con su ala y no con sus garras, pero el golpe fue tan tuerte que lo tiró de bruces sobre el fuego. Mi padre y yo lo sacamos a rastras y apagamos a golpes las chispas de su aba medio inflamada, y él después de sacudir varias veces la cabeza para recuperar el sentido lanzó al aire una retahíla de magníficas maldiciones hasta que le dominó un ataque de tos. Mientras tanto yo permanecía de guardia sobre la ensartada carne, moviendo ostensiblemente una pesada rama. De este modo las águilas no se acercaron y conseguimos cocer la pata y comérnosla. Pero decidimos que mientras estuviéramos en país de águilas reprimiríamos nuestras repulsiones y pasaríamos todas las noches en un caravasar.
—Ha sido una buena decisión —aprobó el patrón de la siguiente noche, mientras comíamos otra detestable cena de cordero y arroz.
Aquella noche éramos los únicos huéspedes y conversamos con él mientras barría el polvo que se había acumulado durante el día y lo sacaba por la puerta. Su nombre era Hasan Badr-al-Din, que no le pegaba mucho, porque significa Belleza de la Luna de la Fe. Estaba marchito y nudoso como un olivo. Su cara era tan correosa y arrugada como el delantal de un zapatero, y tenía una barba rala que parecía un nimbo de arrugas escapadas de su rostro. Dijo a continuación:
—No es bueno dormir a la intemperie y sin protección en la tierra de los Mulahidat, los Descarriados.
—¿Qué son los Descarriados? —pregunté, mientras tomaba un sorbete tan amargo que parecía confeccionado con frutos verdes.
La Belleza de la Luna de la Fe recorría la habitación echando agua para asentar el polvo restante.
—Quizá hayáis oído otro de sus nombres: el de hasisiyin. Los que matan por el Viejo de la Montaña.
—¿Qué montaña? —gruñó mi tío —. Esta tierra es más plana que un mar feliz.
—Siempre le han llamado así, Seij ul-Yibal, aunque nadie sabe realmente dónde vive. Ni si su castillo está realmente en una montaña.
—No vive —dijo mi padre —. Ese viejo estorbo murió por obra del ilkan Hulagu cuando llegaron aquí los mongoles hace quince años.
—Es cierto —dijo la vieja Belleza —. Y sin embargo no lo es. Ese era el Viejo Rockh-ed-Din Kursah. Pero siempre hay otro Viejo, ¿lo sabíais?
—Lo ignoraba.
—¡Pues claro! Un Viejo continúa ahora mandando a los Mulahidat, aunque algunos de los Descarriados ya deben de ser viejos. Él cede por dinero hombres a los fieles que necesitan sus servicios. Tengo entendido que los mamelucos de Egipto pagaron mucho dinero para que un hasisi matara a ese príncipe inglés que manda a los cristianos cruzados.
—En ese caso perdieron su dinero —dijo tío Mafio —. El inglés mató al sassin. La Belleza se encogió de hombros y dijo:
—Otro lo intentará, y otro, hasta que alguien cumpla la misión. El Viejo ordena, y ellos obedecen.
—¿Por qué? —pregunté y me tragué una bola de arroz con gusto de infección —. ¿Cómo puede un hombre arriesgar su vida para cumplir las órdenes de otro?
—Ah. Para entender esto, joven jeque, deberías saber algo del sagrado Corán —vino y se sentó ante nuestro mantel, como si le gustara explicarlo —. En este libro, el profeta (la bendición y la paz sean con él) hace una promesa a los hombres de fe. Promete a cada hombre que si es constantemente devoto, en un momento de su vida disfrutará de una noche milagrosa, la Noche de lo Posible, en la cual le serán satisfechos todos sus deseos.
El viejo ordenó sus arrugas en forma de sonrisa, una sonrisa que era medio feliz y medio melancólica.
—Una noche repleta de satisfacción y de lujo, con comidas y bebidas maravillosas y con hachís, con mujeres y muchachos haura bellos y sumisos, con juventud y virilidad renovadas para que pueda hacer zina con ellos. De este modo todo hombre que cree, vive su vida con furiosa devoción y confía en la Noche de lo Posible. Se detuvo y pareció sumirse en la contemplación. Al cabo de un momento tío Mafio dijo:
—Es un sueño atractivo.
La Belleza dijo con tono distante:
—Los sueños son las imágenes pintadas en el libro del sueño. Esperamos de nuevo y al fin yo dije:
—Pero no veo qué relación tiene esto con…
—El Viejo de la Montaña —dijo como si de repente se despertara —. El Viejo proporciona esta Noche de lo Posible. Luego promete conceder otras noches iguales. Mi padre, mi tío y yo intercambiamos miradas divertidas.
—¡No lo dudéis! —insistió el patrón —. El Viejo, o uno de los reclutadores Mulahidat, encuentra a una persona calificada, a un hombre fuerte y audaz, y le pone en la comida o bebida una potente dosis de hachís. Cuando el hombre se desvanece y se duerme profundamente, lo llevan rápidamente al castillo ul-Yibal. Se despierta y se encuentra en el más delicioso jardín que pueda imaginarse, rodeado de bellos muchachos y damas. Estos haura le dan de comer ricas viandas y más hachís e incluso vinos prohibidos. Cantan y bailan encantadoramente, le muestran sus pechos de erectos pezones, sus lisos vientres, sus tentadores traseros. Le seducen y le proporcionan tales éxtasis de amor carnal que al final se desvanece de nuevo. Y otra vez se lo llevan rápidamente a su antigua morada y a su antigua vida, que en el mejor de los casos es aburrida y probablemente triste. Como la vida del encargado de un caravasar. Mi padre bostezó y dijo:
—Empiezo a entender. Como dice el proverbio: le dan torta y una patada.
—Sí. Ahora ha vivido la Noche de lo Posible, y ansia vivirla de nuevo. La desea y la implora y ruega por ella, y los reclutadores aparecen y lo tienen en vilo hasta que él promete hacer lo que sea. Se le encomienda una tarea: matar a algún enemigo de la Fe, o hurtar o robar para enriquecer los cofres del Viejo, o asaltar a los infieles que se introducen en las tierras de los Mulahidat. Si lleva a cabo con éxito su misión, se le recompensa con otra Noche de lo Posible. Y después de cada acto de devoción, una noche y otra.
—Cada una de las cuales —dijo mi escéptico tío —en realidad no pasa de ser un sueño de hachís. Son descarriados, desde luego.
—Oh, descreído —le amonestó la Belleza —. Decidme, por vuestras barbas, si sois capaz de distinguir entre el recuerdo de un sueño delicioso y el recuerdo de un hecho delicioso. Los dos existen sólo en vuestra memoria. Cuando los contáis a otra persona,
¿cómo podríais demostrar que algo sucedió cuando estabais despierto y que algo sucedió cuando dormíais?
Tío Mafio le dijo amablemente:
—Te lo contaré mañana porque ahora tengo sueño.
Luego se levantó estirándose a fondo y bostezando enormemente. Era una hora de la noche algo más temprana que la habitual de acostarnos, pero mi padre y yo también bostezábamos, y seguimos todos a la Belleza de la Luna de la Fe, quien nos condujo por una larga sala, y siendo nosotros los únicos huéspedes nos asignó
habitaciones separadas para cada uno, habitaciones muy limpias, con paja limpia en el suelo.
—Son habitaciones bien separadas las unas de las otras —explicó —, para que vuestros ronquidos no os molesten, y para que vuestros sueños no se enreden los unos con los otros.
Sin embargo mi propio sueño ya fue bastante enredado. Me dormí y soñé que me despertaba de mi sueño y que me encontraba como un recluta de los Descarriados en un jardín de ensueño, porque estaba lleno de flores que no había visto nunca despierto. Entre los arriates floridos iluminados por el sol bailaban danzarinas de una belleza tan irreal que era imposible decir si eran chicas o chicos, ni preocuparse por ello. Me uní a su danza lánguidamente y noté, como sucede a menudo en los sueños, que cada paso, salto y movimiento tenía una lentitud de ensueño, como si el aire fuera aceite de sésamo.
Incluso en el sueño recordé mi experiencia con el aceite de sésamo, y esta idea me resultó tan repugnante que el jardín iluminado por el sol se convirtió instantáneamente en un oscuro pasillo de un palacio, por el cual yo iba bailando y persiguiendo a una chica danzante cuyo rostro era el rostro de dona Ilaria. Pero cuando se metió con una pirueta en una habitación y yo la seguí a través de la única puerta, atrapándola allí, su rostro se volvió viejo y lleno de verrugas y le salió una barba gris y rojiza como un hongo. Ella dijo «Sala-meléch» con una profunda voz de hombre, y yo ya no estaba en una habitación de palacio, ni en un dormitorio de un caravasar, sino en la celda estrecha y oscura del Vulcano de Venecia. El viejo Mordecai Cartafilo dijo: «Descarriado, ¿no te enterarás nunca de la sed de sangre que hay en la belleza?», y me dio de comer una galleta cuadrada.
Era tan seca que me ahogaba y su sabor me provocaba náuseas. Vomité tan convulsivamente que me desperté, esta vez realmente, y descubrí que no estaba soñando mi náusea. Era evidente que el cordero de la cena u otra cosa estaba infectada, porque me sentía terriblemente enfermo. Me deshice de las mantas y corrí desnudo y descalzo por la sala, sumida en la media noche, hasta la pequeña habitación trasera con un
agujero en el suelo. Colgué la cabeza sobre él, tan enfermo que no hice caso ni del hedor del fondo ni del temor a que un demonio vinni alargara su mano desde las profundidades y me estirara hacia abajo. Vomité con el menor ruido posible una vil masa verde, y tras secarme las lágrimas de los ojos y recuperar el aliento me volví de puntillas a mi habitación. Al cruzar la sala pasé ante la puerta de la habitación de mi tío, y oí detrás de ella un murmullo.