El viajero (42 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Tío Mafio iba a hablar, pero comenzó a toser; y al final carraspeando preguntó:

—¿Cuál fue el resultado de aquel multitudinario cortejo?

—Oh, tenía que llegar finalmente a una conclusión. Su padre el sha, confío yo que con la aprobación de Shams, eligió para ella al shahzade de Shiraz. Él y Shams se casaron, y todo el Imperio persa, excepto los pretendientes rechazados, celebró la boda con alegres festejos. Sin embargo, durante un largo tiempo el matrimonio no dio fruto. Yo sospecho que el novio estaba tan desbordado por su buena fortuna y por la pura belleza de su esposa que tuvo que pasar una larga temporada antes de poder consumar el matrimonio. Cuando el padre del shahzade murió y él le hubo sucedido como sha de Shiraz y Shams

tenía treinta años o más, dio a luz a su único hijo, que sólo fue una niña. También era bella, por lo que he oído, pero nada comparada con su madre. Fue Zahd, que ahora es shahryar de Bagdad, y creo que tiene una hija ya bastante crecida.

—Sí —dije yo débilmente.

Vizan prosiguió.

—De no haber sido por los acontecimientos que he contado… si la princesa Shams hubiera elegido de otro modo, yo podía aún ser… —Volvió a remover el fuego, pero ahora sólo quedaban ascuas consumiéndose rápidamente —. Bueno, en fin. Me sentí

inspirado para retirarme al desierto y buscar. Y busqué, y encontré la verdadera religión, y a estos hermanos errantes, y con ellos una nueva vida. Yo creo que la he vivido bien, y que he sido un buen cristiano. Guardo una pequeña esperanza de ir al cielo… y en el cielo ¿quién sabe?

Su voz parecía fallarle. Ya no dijo nada más, ni siquiera buenas noches, se levantó de entre nosotros y se alejó caminando, llevándose consigo su olor a lana y a estiércol de ovejas; y desapareció en el interior de su pequeña tienda, muy gastada y remendada. No, yo nunca le tomé por el prétre Zuáne de las leyendas.

Cuando mi padre y mi tío se habían retirado para envolverse en sus sábanas, me senté

pensativo junto a las ascuas del fuego casi apagado intentando reconciliar en mi mente la vieja y arruinada abuela con la antigua princesa Luz del Sol, de incomparable belleza. Estaba confundido. Si Vizan la pudiera ver ahora, ¿vería a ese feo y gastado vejestorio, o a la gloriosa doncella que había sido? Y yo, ¿debía continuar disgustado porque ella, en su vejez, sin que apenas pudiera reconocerse en aquel cuerpo a una mujer, sintiera aún anhelos femeninos? ¿O debería compadecerme de ella, porque ahora para satisfacerlos tenía que recurrir al engaño, cuando antes pudo haber tenido a cualquier príncipe con sólo indicárselo?

Mirándolo de otro modo, ¿debería de felicitarme y deleitarme sabiendo que había disfrutado de la princesa Luz del Sol, por quien toda una generación había suspirado en vano? Pero al intentar seguir en esta línea, me encontré forzando el tiempo presente en el pasado, y el pasado en el presente; y enfrentándome a preguntas aún más insustanciales como: ¿reside la inmortalidad en la memoria?

Y mi mente era incapaz de luchar con tales profundidades metafísicas. Aún hoy mi mente es incapaz de ello, como la mayoría de las mentes. Pero ahora sé

algo que entonces ignoraba. Lo sé por propia experiencia y conocimiento de mí mismo. Un hombre tiene siempre la misma edad en las profundidades de su ser. Sólo envejece su exterior: la envoltura de su cuerpo, y su integumento, que es el mundo entero. Interiormente alcanza una cierta edad, y se queda en ella durante todo el resto de su vida. Supongo que esa perpetua edad interior puede variar en los distintos individuos. Pero en general, sospecho que queda fijada al iniciar la madurez, cuando la mente ha alcanzado conocimiento y agudeza de adulto, pero aún no se ha encallecido por los hábitos y desilusiones; cuando el cuerpo acaba de crecer del todo y siente el fuego de la vida, pero no siente todavía sus cenizas. El calendario, su espejo y las atenciones de sus menores pueden decirle a un hombre que es viejo. Y por él mismo puede ver que el mundo y todo su entorno ha envejecido, pero secretamente sabe que él es aún un joven de dieciocho o veinte años.

Y lo que digo de un hombre, lo digo porque yo soy un hombre. Probablemente sea aún más cierto en relación a una mujer, la cual debe conservar más celosamente la juventud, la belleza y la vitalidad. Estoy seguro de que no hay en ningún lugar una mujer de edad avanzada que no lleve dentro suyo a una tierna doncella. Creo que la princesa Shams, incluso cuando yo la conocí, podía ver en el espejo sus ojos brillantes, sus labios bermejos y la gracia de sauce que su pretendiente recordaba aún, más de medio siglo

después de separarse de ella, como recordaba la fragancia del trébol después de la lluvia, la cosa de más dulce aroma que Dios puso nunca sobre esta tierra.

EL GRAN DESIERTO DE SAL

Kashan fue la última ciudad que atravesamos en la parte verde y habitable de Persia; al este de esa ciudad empezaba la región deshabitada llamada Dasht-e-Kavir, o Gran Desierto de Sal. El día antes de llegar a esa ciudad el esclavo Narices dijo:

—Observad, amos míos, que el camello de carga ha empezado a cojear. Creo que se ha herido con alguna piedra. Si no lo curamos puede ponernos en apuros cuando entremos en el desierto.

—Tú eres el camellero —dijo mi tío —. ¿Qué nos aconsejas como experto?

—La cura es muy sencilla, amo Mafio. Dejar que el animal descanse unos días. Bastará

con tres.

—Muy bien —respondió mi padre —. Nos alojaremos en Kashan, y sacaremos partido del retraso. Podemos renovar nuestras raciones de viaje. Dar a lavar nuestra ropa, etcétera. Durante el viaje desde Bagdad hasta aquel punto, Narices se había comportado con tanta eficacia y de modo tan sumiso que habíamos olvidado totalmente sus posibles perrerías. Pero pronto, por lo menos yo, tuve motivos para sospechar que el esclavo había causado deliberadamente al camello la pequeña herida para conseguir así unos días de descanso.

La industria más importante de Kashan (y que dio nombre a la ciudad) ha sido durante siglos la fabricación del kasi, o lo que nosotros llamaríamos mosaico, esos azulejos artísticamente vidriados que se utilizan en todo el Islam para decorar las masyids o templos, los palacios y otros edificios importantes. La fabricación del kasi se lleva a cabo en talleres cerrados, pero el segundo artículo de comercio en valor que ofrece Kashan se hizo visible de modo más inmediato a medida que entrábamos en la ciudad: sus bellos niños y jóvenes.

Las muchachas y mujeres que podían verse por las calles, y que se adivinaban a través de sus velos chador, presentaban la gama habitual, desde las vulgares hasta las bonitas, incluyendo a alguna que realmente destacaba de vez en cuando, pero todos los jóvenes tenían una cara, un físico y un aire de sorprendente belleza. Ignoro a qué podía deberse tal cosa. El clima, la comida y el agua de Kashan no diferían de los que habíamos encontrado en otros lugares de Persia, y no pude ver nada extraordinario en los habitantes locales con edad de ser madres y padres. Por lo tanto ignoro por qué motivo sus vástagos de sexo masculino tenían que ser superiores a los niños y jóvenes de otras localidades; pero debía reconocer que lo eran.

Desde luego, yo era un chico y hubiese preferido entrar en la ciudad equivalente a Kashan, Shiraz, que según se dice está igualmente llena de mujeres hermosas. Sin embargo, incluso mi vista despreocupada tuvo que admirar lo que veía en Kashan. Los niños y jóvenes no iban sucios ni estaban cubiertos de granos, ni de manchas; iban inmaculadamente limpios, con el cabello brillante, los ojos resplandecientes, la tez clara y casi traslúcida. Su actitud no era hosca ni su postura desgarbada; iban erectos y orgullosos, y su mirada era directa. No hablaban entre dientes o chapurreando, sino de modo articulado e inteligente. Todos y cada uno de ellos eran tan guapos y atractivos como chicas, y chicas de alta cuna, bien cuidadas, bien educadas y de buenos modales. Los niños más pequeños eran como los exquisitos cupidos dibujados por los artistas alejandrinos. Los niños mayores eran como los ángeles pintados en los paneles de la basílica de San Marcos. Sinceramente me impresionaron y me dieron una cierta envidia,

pero no reconocí verbalmente el hecho. Al fin y al cabo, yo no me consideraba un ejemplar de mi sexo y de mi edad inferior a ellos. Pero mis tres compañeros exclamaron:

—Non persiani, ma prezioni —dijo con admiración mi tío.

—Un precioso espectáculo, sí —asintió mi padre.

—Auténticas joyas —dijo Narices, mirando ansioso a su alrededor.

—¿Son todos jóvenes eunucos? —preguntó mi tío —. ¿O destinados a serlo?

—Oh no, amo Mafio —respondió Narices —. Tanto pueden dar como tomar, si me entendéis. No sólo no tienen las partes viriles disminuidas, sino que mejoran en sus demás partes inferiores, y resultan más accesibles y acogedores, si me entendéis.

¿Conocéis las palabras fa'il y mafa'ul? Pues al-fa'il significa «el que hace» y al-mafa'ul «aquel a quien hacen».

A estos chicos de Kashan se les cría para que sean guapos y se los enseña a ser obedientes y se los… modifica físicamente, para que hagan de fa'il o de mafa'ul de modo igualmente delicioso.

—Tus palabras los hacen bastante menos angelicales de lo que aparentan —dijo mi padre, con disgusto —. Pero el sha Zaman dijo que sacaba de Kashan a muchachos vírgenes y los distribuía como regalos a otros monarcas.

—Bueno, los vírgenes son otra cosa. No veréis a los chicos vírgenes por la calle, amo Nicoló. Los tienen confinados en un pardah tan estricto como el de las princesas vírgenes. Se los reserva para convertirlos luego en concubinos de estos príncipes y de otros ricos personajes que mantienen no uno sino dos anderun: uno de mujeres y otro de chicos. Los padres de los muchachos vírgenes los mantienen en perpetua indolencia hasta que están maduros para su presentación. Los chicos no hacen más que vivir repantigados en los cojines del diván, mientras se los alimenta forzadamente con castañas hervidas.

—¿Castañas hervidas? ¿Para qué?

—Esta dieta engorda su carne inmensamente y la deja pálida y tan blanca que se puede marcar con un dedo. Los traficantes de anderun aprecian de modo especial a estos muchachos con aspecto de embutido. Sobre gustos no hay disputa. Yo personalmente prefiero a un chico que sea durante el acto nervudo, sinuoso y atlético, no a un mohíno montón de sebo que…

—Ya hay bastante lujuria aquí —dijo mi padre —. Ahórranos la tuya.

—Como ordenéis, mi amo. Sólo añadiré que los chicos vírgenes son carísimos de comprar, y no pueden alquilarse. Por otra parte observad que incluso los chicos callejeros son guapos. Se pueden comprar baratos y tenerlos siempre o alquilarlos más baratos todavía para un…

—¡Dije que callaras! —le cortó mi padre —. Veamos ahora, ¿dónde buscaremos alojamiento?

—¿Hay por aquí algún caravasar judío? —preguntó mi tío —. Me gustaría cambiar de dieta y comer bien.

Debo explicar esta observación. En las semanas anteriores la mayoría de posadas que habíamos encontrado a lo largo del camino estaban regentadas, como es natural, por musulmanes, pero algunas eran propiedad de cristianos nestorianos. Y la degenerada Iglesia de Oriente observa tantos días de ayuno y de fiesta que cada día hay una u otra celebración. O sea que en estos lugares o nos mataban piadosamente de hambre o nos hartaban piadosamente. Además estábamos en el mes que los musulmanes persas llaman Ramazan. Este nombre dignifica «el mes caliente», pero el calendario islámico sigue la luna, y su Mes Caliente cae cada año en una época distinta y puede coincidir con agosto, con enero o con cualquier otro mes, y aquel año coincidió con el final del otoño. Caiga donde caiga, durante ese mes los musulmanes deben ayunar. En cada uno

de los treinta días del Ramazan, el musulmán, a partir de la hora matutina en que la luz permite distinguir entre un hilo blanco y otro negro, no puede tomar comida ni bebida, ni puede haber relaciones sexuales entre hombre y mujer, hasta que caiga la noche. Por eso durante el día los viajeros no habíamos podido suplicar siquiera que nos dieran una cucharada de agua de pozo en un establecimiento musulmán, en cambio en todos ellos después de la puesta del sol nos atiborraban de comida hasta ahogarnos. O sea que desde hacía tiempo todos sufríamos el mal de la indigestión, y la idea de tío Mafio no era la expresión de un capricho vano.

No hay que decir que los judíos de Oriente raramente se dedican a ocupaciones tales como alquilar camas y dar comida a los forasteros de paso, como tampoco se dedican a ello en Occidente, sin duda porque es un oficio menos provechoso y más laborioso que prestar dinero y practicar otras formas de usura. Sin embargo nuestro esclavo Narices era una persona con muchos recursos. Después de parlamentar brevemente con unos cuantos transeúntes, nos enteramos de que había una vieja viuda judía cuya casa tenía al lado un establo que no utilizaba. Narices nos llevó allí y resultó ser también un enviado extraordinariamente persuasivo. Salió de la casa informándonos de que la viuda nos permitía meter a nuestros camellos en su establo y acomodarnos a nosotros en el henil situado encima del establo.

—Además —dijo, mientras conducía allí a los animales y empezaba a descargarlos —, puesto que todos los sirvientes de la casa son persas de Kashan y por lo tanto sujetos a las limitaciones del Ramazan, la almauna Ester está dispuesta a preparar vuestras comidas y a servíroslas con sus propias manos. O sea que podréis comer de nuevo en vuestras horas habituales, y me ha asegurado que es buena cocinera. El pago que pide por nuestra estancia es también muy razonable.

Mi tío se quedó francamente boquiabierto ante la gestión del esclavo y dijo impresionado:

—Tú eres musulmán, la cosa que los judíos más desprecian, y nosotros somos cristianos, la siguiente cosa más despreciada por ellos. Y si esto no fuera suficiente para que esta viuda Ester nos echara de su puerta, creo que tú eres la criatura más repulsiva que ella haya visto nunca. ¿Cómo conseguiste que se quedara con nosotros, si puede saberse?

—Sólo soy un sindi y un esclavo, mi amo, pero no soy ignorante ni me falta el espíritu de iniciativa. También sé leer y puedo observar.

—Te felicito. Pero esto no responde a mi pregunta ni disminuye tu fealdad. Pensativo, Narices se rascó su rala barba.

—Amo Mafio, en los libros sagrados de vuestra religión, de la mía y de la religión de la almauna Ester, encontraréis citada a menudo la palabra belleza, pero nunca la palabra fealdad, no la encontraréis en ninguna de estas escrituras. Quizá nuestros distintos dioses no se ofenden con la fealdad física de los simples mortales, y quizá la almauna Ester es una mujer piadosa. Sin embargo, antes de que se escribieran todos estos libros sagrados, todos teníamos la misma religión, mis antepasados, los de la almauna, quizá

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