El viajero (40 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

La shahryar le lanzó una mirada venenosa, y el sha dijo:

—¿Habéis oído? Bueno, el eunuco que lo compró sin que nadie se lo pidiera ha sido

despedazado por cuatro caballos salvajes. El eunuco carecía de valor, pues había nacido bajo este techo de una de mis esclavas, y no había costado nada. Pero este hijo de perra Saqal cuesta quinientos dinares, y hay que eliminarlo de modo más útil. Vosotros, caballeros, necesitáis un camellero, y él dice que lo es.

—Ciertamente —gritó el hijo de perra Saqal —, crecí, buenos amos, entre camellos y los amo como si fueran mis hermanas…

—Oh, sí —dijo mi tío —. Estoy convencido…

—Contéstame a esto, esclavo —le preguntó Yamsid con un ladrido —. El camello se arrodilla para que lo carguen, gruñe y se queja mucho a cada nuevo peso que le añaden.

¿Cómo se sabe cuándo hay que dejar de cargar?

—Eso es fácil, visir Mirza. Cundo cesa de gruñir significa que habéis puesto ya el último fardo que puede llevar.

Yamsid se encogió de hombros y dijo:

—El esclavo conoce los camellos.

—Bueno… —murmuraron mi padre y mi tío.

El sha declaró terminantemente:

—Lleváoslo con vosotros, caballeros, o si no quedaros a presenciar cómo le meten en la caldera.

—¿La caldera? —preguntó mi padre, que no sabía lo que era.

—Será mejor que nos lo llevemos, padre —dije yo, hablando por primera vez. No lo dije con entusiasmo, pero no hubiera podido contemplar otra ejecución en aceite hirviendo, aunque fuera de aquella abominable sabandija.

—¡Alá os recompensará, joven amo mirzal —gritó la sabandija —. Oh, adorno de perfección, sois tan compasivo como el antiguo derviche Bayazid, quien mientras viajaba halló una hormiga atrapada en las hilas de su ombligo y remontó el camino recorriendo cientos de farsajs hasta su punto de partida para devolver esa hormiga secuestrada a su nido original…

—Cállate —bramó mi tío —. Te llevaremos con nosotros para librar a nuestro amigo el sha Zaman de tu pestilente presencia. ¡Pero te advierto, podredumbre, que no tendremos contigo compasión alguna!

—Estoy contento —gritó la podredumbre —. Las palabras de vituperio y azote pronunciadas por un sabio son mucho más valiosas que las lisonjas y flores prodigadas por un ignorante, y además…

—Gésu —dijo mi tío, hastiado —. En vez de azotarte en las nalgas, te azotarán en tu incontrolada lengua. Majestad, partiremos mañana al amanecer, y sacaremos a esta peste rápidamente de vuestra proximidad.

Al día siguiente, a primera hora, Karim y nuestros dos criados nos vistieron con buenas y resistentes ropas de viaje, al estilo persa, nos ayudaron a empaquetar nuestras pertenencias personales y nos regalaron una gran canasta de exquisitos manjares, vinos y otras delicias que los cocineros de palacio habían preparado especialmente para que se conservaran bien y nos sirvieran de alimento durante una buena parte del camino. Luego los tres criados se entregaron a una exhibición de arrebatado dolor, como si nosotros fuéramos sus amados amos de toda la vida, y ahora los dejáramos para siempre. Se postraron haciendo salaams, se arrancaron los turbantes y golpeaban el suelo con la cabeza descubierta, y no se detuvieron hasta que mi padre distribuyó backhís entre ellos, tras lo cual nos vieron partir con amplias sonrisas y encomendándonos a la protección de Alá.

En los establos de palacio nos encontramos con que Narices, sin recibir órdenes, ni azotes ni vigilancia alguna, había ensillado nuestros camellos y cargado el camello de los paquetes. Incluso había envuelto y dispuesto cuidadosamente todos los regalos que

el sha mandaba, para evitar que cayeran o se golpearan entre sí, o se ensuciaran con el polvo del camino; y por lo que pudimos comprobar, no había robado ni un solo artículo. Mi tío, en vez de felicitarle, dijo severamente:

—¡Canalla, crees que complaciéndonos ahora y consiguiendo con halagos nuestra indulgencia, luego, cuando regreses a tu pereza natural, la vida te será fácil! Te advierto, Narices, que esperaremos de ti esta misma eficacia y…

El esclavo lo interrumpió, pero en tono amable:

—Un buen amo hace a un buen criado, y logra de él servicio y obediencia en proporción directa al respeto y confianza que le tenga.

—Según todas las informaciones —dijo mi padre —no has servido muy bien a tus últimos amos: el sha, el tratante de esclavos…

—Ah, buen amo, mirza Polo, he estado demasiado tiempo enjaulado en ciudades y casas, y mi espíritu se ha sentido oprimido por el encierro. Alá me hizo un trotamundos. En cuanto supe que vosotros erais viajeros, dirigí todos mis esfuerzos a que me expulsaran de este palacio para unirme a vuestra caravana.

—Ummm —dijeron mi padre y mi tío escépticos.

—Sabía que haciendo esto me arriesgaba a que me echaran con más rapidez todavía, por ejemplo arrojándome a la caldera de aceite. Pero este joven mirza Marco me salvó de ello, y nunca se arrepentirá. Para vosotros, amos mayores, yo seré el criado obediente, pero para él seré un devoto mentor. Me interpondré entre él y el peligro, como él ha hecho por mí, y le instruiré diligentemente en la sabiduría del camino. Y aquí está el segundo de los extraordinarios maestros que tuve en Bagdad. Yo deseaba sinceramente que hubiera sido una persona tan bella, simpática y deseable como la princesa Magas. No me gustaba demasiado la perspectiva de ser el pupilo de aquel piojoso esclavo, ni la posibilidad de que me contagiara alguna de sus sucias características. Pero no pensaba herirle diciendo en voz alta todo aquello, y simplemente le respondí poniendo cara de condescendiente aceptación.

—Entendedme, yo no pretendo ser una buena persona —dijo Narices, como si hubiera podido captar mis pensamientos —. Soy un hombre de mundo, y no todos mis gustos y costumbres son aceptables en la buena sociedad. Sin duda, tendréis frecuentes ocasiones de reprenderme o de golpearme. Un buen viajero, eso es lo que soy. Y ahora que volveré a andar por los caminos, apreciaréis mi utilidad. Ya lo veréis. Luego, los tres fuimos a despedirnos del sha, la shahryar, su anciana madre y la shahzrad Magas. Todos ellos se habían levantado temprano a este propósito, y se despidieron de nosotros tan afectuosamente como si hubiéramos sido huéspedes reales, en vez de meros portadores del firman del gran kan, a quien tenían que complacer.

—Aquí están los documentos de propiedad de ese esclavo —dijo el sha Zaman entregándolos a mi padre —. Cruzaréis muchas fronteras desde aquí hacia Oriente, y los guardianes fronterizos pueden pediros la identidad de todos los miembros de vuestra caravana. Ahora, buen viaje, amigos míos, y que caminéis siempre bajo la sombra de Alá.

La princesa Magas nos dijo a todos, pero dedicándome a mí una sonrisa especial:

—Que nunca encontréis en el camino a un afriti o a un demonio yinni, sino solamente el dulce y perfecto peri.

La abuela nos dio su mudo adiós con una inclinación de cabeza, pero la shahryar Zahd pronunció una despedida casi tan larga como una de sus historias, terminando con un exagerado:

—Vuestra partida nos deja a todos desolados.

En aquel momento me atreví a decirle:

—Hay alguien aquí en palacio a quien me gustaría comunicar mi saludo personal.

Confieso que aún estaba ligeramente afectado por la historia que me había inventado sobre la princesa Luz del Sol, y por la idea de que casi había descubierto un secreto largo tiempo guardado sobre ella. En cualquier caso, fuera o no una belleza tan sublime como yo me había imaginado, ella había sido mi amante incansable, y por pura educación debía despedirme especialmente de ella.

—¿Le daréis de mi parte mi más cordial saludo, majestad? —dije a la shahryar —. No creo que la princesa Shams sea vuestra hija, pero…

—Sí, claro —dijo la shahryar con una risilla —. Mi hija. Bromeáis, joven mirza Marco, queréis que nos quedemos todos riendo y de buen humor. Sin duda ya sabéis que la shahrpiryar es la única princesa persa llamada Shams.

Yo dije vacilante:

—Nunca había oído antes ese título.

Me sentí confundido al darme cuenta de que la princesa Magas se había retirado a un rincón de la habitación y se tapaba la cara con los colgantes de qali, dejando ver únicamente sus ojos verdes que chispeaban traviesamente, mientras intentaba contenerse y no partirse de risa delante de todos.

—El título de shahrpiryar —dijo su madre —significa la viuda princesa Shams, la venerable matriarca real. —E hizo un gesto —. Mi madre, aquí presente. Mudo de sorpresa, horror y repulsión, miré a la shahrpiryar Shams, la arrugada, calva, moteada, marchita, mohosa, decrépita e incalificable anciana abuela. Ella respondió a mi desorbitada mirada con una sonrisa lasciva y relamida que puso al descubierto sus encías de un gris blanquecino. Luego, como para asegurarse de que me enteraba bien, pasó lentamente la punta de la musgosa lengua por su granuloso labio superior. Creo que podía haberme desmayado allí mismo, pero seguí, no sé cómo, a mi padre y a mi tío hasta el exterior de la sala sin caer inconsciente ni vomitar sobre el suelo de alabastro. Oí sólo vagamente los adioses alegres, risueños y burlones que me dirigía la princesa Magas, porque dentro de mí estaba oyendo otros sonidos burlones: mi ingenua pregunta: «¿Es tu hermana mucho más joven que tú?», y mi imaginado decreto de Alá

sobre «la divina belleza de la princesa Shams» y la interpretación que hizo el fardarbab en la arena: «Ten cuidado con la sed de sangre de la belleza.»

Bueno, este último encuentro con la belleza no me había costado sangre, y creo que nadie se muere de disgusto ni humillación. En todo caso, la experiencia sirvió para mantener mi sangre activa, roja y vigorosa mucho tiempo después, pues cada vez que recordaba aquellas noches en el anderun del palacio de Bagdad, mi sangre se esparcía provocándome un sonrojo irreprimible.

7

El visir, montado a caballo, acompañó nuestra pequeña caravana de camellos durante el isteqbal (el viaje de media jornada que los persas efectúan tradicionalmente como una escolta de cortesía a los huéspedes que se marchan). Durante la cabalgada de esa mañana, Yamsid se fijó varias veces solícitamente en mi aspecto, en mis ojos vidriosos y mi mandíbula caída. Mi padre, mi tío y el esclavo Narices también preguntaron varias veces si me mareaba el ondulante paso de mi camello. Siempre les contestaba con una respuesta evasiva; no podía admitir que estaba aturdido simplemente porque había sabido que durante las últimas tres semanas aproximadamente había estado copulando deleitosamente con una bruja babeante unos sesenta años mayor que yo. Sin embargo, como yo era joven, lo resistía todo. Y después de un tiempo, me convencí

de que allí no había pasado nada realmente grave, excepto quizá para mi estima personal, y probablemente ninguna de las dos princesas difundiría lo sucedido ni me

convertiría en un hazmerreír universal. En el momento en que Yamsid nos dirigió su último salaam aleikum y dio la vuelta con su caballo hacia Bagdad me sentí con fuerzas para mirar de nuevo a mi alrededor y contemplar el país por el que cabalgábamos. Estábamos entonces, y continuamos durante un rato más, en una tierra de placenteros valles verdes que se abrían paso entre colinas de un azul metálico. Eso nos convenía, porque así nos acostumbrábamos a nuestros camellos antes de iniciar la travesía más dura por el desierto.

He de decir que cabalgar un camello no es mucho más difícil que cabalgar un caballo, si uno se acostumbra a la altura mucho mayor de la silla. El camello camina con un paso afectado y tiene un desdeñoso gesto de mofa, exactamente como cierto tipo de hombres. Incluso un jinete novato se adapta fácilmente a este paso, y es más fácil cabalgar con ambas piernas a un lado, como hacen las mujeres cuando montan a caballo, pero con una pierna doblada

encima de la silla. Un camello se frena no con una brida, sino con una cuerda atada a una clavilla de madera permanentemente fija en su morro. El gesto desdeñoso del camello le da un aire de arrogante inteligencia, pero eso es totalmente falso. Uno se da cuenta continuamente de que el camello es de los animales más estúpidos. A un caballo inteligente puede ocurrírsele gastar una broma, fastidiar a su jinete o levantarlo de la silla. El camello nunca podría tener tal ocurrencia, ni siquiera tiene el buen sentido del caballo para vigilar el camino y esquivar peligros evitables. El jinete de un camello debe estar alerta y guiarlo en todo momento, incluso para evitar rocas y hoyos visibles e impedir que se caiga o se rompa una pata.

Seguíamos viajando, como habíamos hecho desde Acre, a través de un paisaje que era tan nuevo para mi padre y mi tío como para mí, porque ellos dos habían cruzado Asia previamente, tanto en dirección a Oriente como al regresar a casa, por una ruta situada mucho más al norte.

Así que ellos, ante cualquier duda, dejaban que el esclavo Narices nos guiara, pues decía haber recorrido ese camino muchas veces en su vida de vagabundeo. Y

seguramente era cierto, ya que nos conducía con toda seguridad, y no se detenía en las frecuentes ramificaciones del camino, sino que siempre parecía saber qué camino tomar. Precisamente al anochecer de aquel primer día nos condujo a un confortable caravasar. Para recompensar la buena conducta de Narices no le hicimos quedarse en el establo con los camellos, sino que pagamos para que comiera y durmiera en el edificio principal del establecimiento.

Cuando aquella noche nos sentamos alrededor del mantel, mi padre estudió los documentos que el sha nos había dado y dijo:

—Recuerdo haberte oído decir, Narices, que habías tenido otros nombres. Según este documento parece que has servido a cada uno de tus amos anteriores con un nombre distinto. Simbad, Ali-Babar, Ali-ad-Din. Todos estos nombres suenan mejor que Narices, ¿con cuál de ellos prefieres que te llamemos?

—Con ninguno, si no os importa, amo Nicoló. Todos pertenecen a etapas pasadas y olvidadas de mi vida. Simbad, por ejemplo, se refiere a la tierra de Sind en donde nací. Hace mucho tiempo que dejé atrás ese nombre.

Yo dije:

—La shahryar Zahd nos relató algunas aventuras de otro viajero incansable que se hacía llamar Simbad el Marino. ¿Fuiste tú ese viajero?

—Alguien muy parecido a mí, seguramente, porque sin duda era un mentiroso —dijo riéndose del trato que se daba a sí mismo —. Vosotros, caballeros, sois de la República marítima de Venecia, o sea que debéis saber que ningún hombre de mar se hace llamar nunca marino. Siempre marinero, porque marino es una palabra ignorante que usan los

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