Lo cierto es que el potaísmo ya no tenía ninguna conexión loable con las relaciones sexuales entre mujeres y hombres, porque al menos uno de cada tres varones bho, en la pubertad o incluso antes, huían de la perspectiva de tener que mantener relaciones sexuales con una hembra bho, y tomaban los rojos hábitos de la religión. Por lo que pude ver, ese voto de celibato era el único requisito necesario para la entrada en un Pota-lá y la eventual elevación por los niveles ascendentes del monacato y del sacerdocio. Los chabis o novicios, no recibían ningún tipo de educación secular o instrucción de seminario, y entre los lamas más ancianos y de mayor gradación sólo encontré a tres o cuatro que pudieran leer o escribir por lo menos el «om mani pémé
hum», por no hablar de los ciento ocho libros de las escrituras Kandjur, ni mencionar los doscientos veinticinco libros Tengyur de comentarios sobre el Kandjur. De todos modos, al hablar del celibato de los santos varones, debería haber especificado correctamente que se trataba de celibato en relación a las mujeres. Muchos de los lamas y trapas hacían escandalosa ostentación de sus tendencias amorosas hacia los otros miembros de la comunidad, para que no cupiera duda de que habían renunciado al sórdido y ordinario sexo normal.
El potaísmo, fuera cual fuese su desarrollo, era una religión que sólo exigía cantidades puras de devoción, sin ninguna calidad. Con esto quiero decir que quien persiguiera el olvido, simplemente tenía que repetir «Om mani pémé hum» suficientes veces durante toda su vida; y confiar en que eso le llevaría al Nirvana cuando muriera; ni siquiera debía pronunciar las palabras por sí mismo, ni repetirlas de un modo que requiriese su voluntad. He hablado de los molinillos de plegaria; estaban en todos los rincones de los lamasarais, en cada una de las cosas, y hasta se encontraban instalados en medio del campo. Eran cilindros en forma de tambor cuyo interior guardaba rollos de papel con el canto del mani escrito en ellos. Bastaba con que una persona hiciera rodar el cilindro con la mano para que esas «repeticiones» de la plegaria contaran a su favor. A veces el fiel lo montaba como si fuera un molino de agua, para que una corriente de río o cascada los mantuviera girando y rezando continuamente. También podía enarbolarse una bandera con la oración inscrita, o toda una hilera de banderas —era mucho más frecuente ver esto en To-Bhot que cuerdas con la colada puesta a secar —y cada vez que el viento las agitaba el fiel obtenía una oración en su propio beneficio. Otro sistema era pasar la mano por toda una fila de paletillas de cordero suspendidas —cada hueso llevaba inscrito el mani —para que sonaran como campanillas agitadas por el viento y rezaran por él mientras el sonido duraba.
Una vez me acerqué a un trapa que estaba agachado junto a un riachuelo, arrojando y
recogiendo del agua una teja atada a una cuerda. Me dijo que había estado haciendo aquello durante toda su vida adulta, y que continuaría haciéndolo hasta que muriera.
—¿Haciendo qué? —le pregunté, pensando que quizá intentaba, de alguna idiota manera bho, emular a san Pedro como pescador de almas.
El monje me enseñó su teja; llevaba grabada la oración mani en forma de un sello yin. Me explicó que estaba «imprimiendo» la oración en el agua que corría, estampándola una y otra vez; y que con cada «impresión» invisible su piedad aumentaba. En otra ocasión en el patio de un Pota-lá vi estallar una violenta pelea entre dos trapas, porque uno de ellos había hecho girar un Colino de plegarias y luego, al volver la vista atrás mientras seguía caminando, vio que un monje hermano detenía el molino y lo hacía girar en sentido contrario para que rezara por él.
En la cima de uno de los mayores pueblos que atravesamos en nuestro camino, había un lamasarai especialmente grande, y tuve el atrevimiento de pedir audiencia a su venerable gran lama, asqueroso y embadurnado de savia.
—Presencia —me dirigí al viejo abad —. Apenas he podido observar en ningún Pota-lá
actividad eclesiástica alguna. Aparte de hacer girar los molinillos y de agitar los huesos de plegarias, ¿cuáles son exactamente vuestros deberes religiosos?
Con una voz que parecía el susurro de hojas lejanas dijo:
—Me siento en mi celda, alteza, hijo mío; o a veces en una cueva recóndita o en una montaña solitaria y medito.
—¿Sobre qué meditáis, presencia?
—En la única vez que puse mis ojos sobre Kian-gan Kundün.
—¿Y eso qué es?
—La presencia soberana, el más santo entre los lamas, una encarnación real de Pota. Habita en Lha-Sha, la Ciudad de los Dioses, lejos, muy lejos de aquí, y allí sus habitantes están edificando para él un Pota-lá digno de que él lo ocupe. Llevan ya más de seiscientos años construyéndolo, pero esperan tenerlo terminado en sólo cuatrocientos o quinientos años más. El santísimo estará contento de honrarlo con su soberana presencia, pues cuando esté finalmente acabado será un palacio de gran magnificencia.
—¿Queréis decir, presencia, que este Kian-gan Kundün ha permanecido vivo y a la espera durante seiscientos años? ¿Y que aún seguirá estando vivo cuando el palacio se termine de construir?
—Desde luego, alteza, hijo mío. Por supuesto vos, como sois ch'hipa —no creyente —puede que no lo veáis así. Su integumento corporal muere periódicamente, y entonces los lamas deben buscar por todo el país hasta encontrar al niño en el que su alma ha transmigrado. Por eso la presencia soberana cambia de aspecto físico de una vida a otra. Pero nosotros, los nang-pa —los creyentes —sabemos que siempre es el mismo lama santísimo, y Pota reencarnado.
Me pareció algo injusto que Pota, después de haber creado el Nirvana y haberlo recomendado a sus devotos, nunca consiguiera descansar allí en el estado de inconciencia, y tuviera que continuar volviendo a Lha-Sha, una ciudad seguramente tan terrible como cualquier otra de To-Bhot. Pero me abstuve de hacer esta observación, y amablemente continué la conversación:
—Así que hicisteis ese largo viaje a Lha-Sha, y visteis al más santo de los lamas…
—Sí, alteza, hijo mío; y ese acontecimiento ha ocupado mis meditaciones, contemplaciones y devociones desde entonces. Quizá no lo creáis, pero el santísimo abrió sus cansados y legañosos ojos, y me miró —dijo esbozando una arrugada sonrisa de extasiada reminiscencia —. Creo que si el santísimo no hubiera sido entonces tan anciano ni hubiera estado tan cerca de su próxima transmigración, casi podría haber reunido las
fuerzas necesarias para hablarme.
—¿De modo que vos y él simplemente os mirasteis? ¿Y eso os ha proporcionado materia para meditar desde entonces?
—Sí, desde entonces. Precisamente una mirada legañosa del santísimo fue el inicio de mi sabiduría. Esto sucedió hace cuarenta y ocho años.
—¿Y durante casi medio siglo, presencia, no habéis hecho otra cosa que contemplar aquel acontecimiento aislado y fugaz?
—Un hombre que ha sido bendecido con la iniciación a la sabiduría está obligado a hacerla madurar sin distraerse. Yo he renunciado a todos los demás intereses y objetivos. No interrumpo mi meditación ni siquiera para comer —sus arrugas y manchas se contrajeron e una mirada de martirio feliz —. Subsisto sólo con un tazón de té flojo de vez en cuando.
—He oído hablar de estas prodigiosas abstinencias, presencia. Sin embargo, supongo que compartís con los lamas de grado inferior los frutos de vuestras meditaciones para instruirlos.
—¡Ay, no; joven alteza! —Sus arrugas se replegaron en una mirada sorprendida y algo ofendida —. La sabiduría no puede enseñarse, debe aprenderse. El aprendizaje que los demás lleven a cabo es cosa suya. Ahora, y me perdonaréis que así os lo diga, esta breve audiencia con vos ha constituido la distracción más larga en mi vida de meditaciones… Así que hice mis saludos y reverencias, me marché y salí a buscar a un lama con menos pústulas y de rango menos elevado, y le pregunté qué hacía él cuando no fabricaba oraciones con un molino.
—Medito, alteza —dijo —. ¿Qué otra cosa podría hacer?
—¿Sobre qué meditáis, presencia?
—Fijo mi visión mental en el gran lama, pues él visitó en una ocasión Lha-Sha y contempló el rostro del Kian-gan Kundün. Y a partir de aquello adquirió gran santidad.
—¿Y meditando en él esperáis recibir vos también santidad?
—¡Ay, no! La santidad no puede perseguirse, sólo se otorga. Sin embargo, puedo esperar extraer cierta sabiduría de esas meditaciones.
—Y esa sabiduría, ¿a quién la comunicaréis? ¿A los lamas más jóvenes que vos? ¿A los trapas?
—¡Pero, alteza! ¡Nunca debe dirigirse la mirada hacia abajo, solamente hacia arriba!
¿Qué es, si no, la sabiduría? Ahora, si me excusáis…
Así que me marché y me encontré con un trapa recién aceptado en la categoría de monje después de un largo noviciado como chabi, y le pregunté qué contemplaba mientras esperaba la elevación al sacerdocio.
—¡Cómo! Por supuesto contemplo la santidad de mis mayores y de mis superiores, alteza. Ellos son los receptáculos que contienen toda la sabiduría de todas las épocas.
—Pero si nunca os enseñan nada, tesoro, ¿de dónde sacáis ese conocimiento? Todos decís estar ansiosos por llegar a él, pero ¿cuál es su origen?
—¿El conocimiento? —dijo con desprecio altanero —. Sólo las criaturas mundanas, como los han, se preocupan por el conocimiento. Nosotros deseamos adquirir sabiduría.
«Interesante», pensé. La misma observación desdeñosa habían hecho sobre mí en una ocasión, y precisamente fue un han. Sin embargo yo no estaba dispuesto a creer, ni entonces ni ahora, que el estado inerte y letárgico representara el logro más sublime a que Puede aspirar la humanidad. En mi opinión, el silencio no es siempre prueba de inteligencia, y el silencio no es siempre indicativo de una mente en funcionamiento. La mayoría de los vegetales están Quietos y callados. En mi opinión, la meditación no produce de modo infalible ideas profundas. He visto buitres meditar sobre un vientre lleno, y no hacer luego nada más profundo que regurgitar. En mi opinión, las frases
oscuras y mal articuladas no son siempre indicativas de una sabiduría tan sublimemente mística que solamente los sabios pueden captar. Las monsergas de los santos varones potaístas estaban mal articuladas y eran oscuras, pero también lo eran los ladridos de los chuchos de sus lamasarais.
Seguí caminando y me encontré a un chabi, la forma de vida más baja en un Pota-lá, y le pregunté cómo ocupaba su tiempo.
—Me admitieron aquí de aprendiz, como ayudante de limpieza —me dijo —. Pero evidentemente paso la mayor parte del tiempo meditando en mi mantra.
—¿Y qué es eso, muchacho?
—Varias sílabas sacadas del Kandjur, de las escrituras santas, que me han asignado para mi contemplación. Cuando haya meditado en ese mantra el tiempo suficiente (varios años, quizá), y éste haya ampliado mi mente lo necesario, puede que entonces me con-sidere preparado para alcanzar el nivel de trapa, y comience a contemplar fragmentos mayores del Kandjur.
—¿Y no se te ha ocurrido nunca, muchacho, dedicar realmente tu tiempo a limpiar esta pocilga, y a estudiar sistemas para limpiarla mejor?
Me miró como si el mordisco de un perro me hubiera contagiado la rabia.
—¿En lugar de mi mantra, alteza? ¿Para qué? Limpiar es la más ínfima de las ocupaciones, y quien quiera ascender debe mirar hacia arriba, no hacia abajo. Con un bufido dije:
—Vuestro gran lama no hace más que sentarse en el suelo y contemplar al más santo de los lamas, mientras sus lamas inferiores no hacen más que sentarse a contemplarle a él. Los trapas no hacen otra cosa que sentarse a contemplar a los lamas. Estoy convencido de que el primer aprendiz que realmente aprendiera a limpiar podría derrocar el régimen. Convertirse en el maestro de este Pota-lá, luego en el Papa del potaísmo, y finalmente en el wang de todo To-Bhot.
—Algún perro os habrá contagiado la rabia, alteza —dijo alarmado —. Iré corriendo a buscar a uno de nuestros médicos, al auscultador del pulso o al olfateador de orina, para que se ocupen de vuestro mal.
Bueno, dejemos ya a los santos varones. La influencia del potaísmo sobre la población seglar de To-Bhot era casi igual de edificante. Los hombres habían aprendido a poner en movimiento cualquier molinillo de plegarias que encontraran, y las mujeres habían aprendido a recogerse el cabello en ciento ocho trencitas; y tanto hombres como mujeres tomaban siempre la precaución, al pasar por un edificio santo, de caminar por la izquierda del edificio, para que éste quedara siempre a su mano derecha. Yo no sé
exactamente el motivo, sólo sé que había un dicho: «Cuidado con los demonios de la izquierda», y que por los campos encontramos muchos muros de piedra y montones de piedras amontonadas que tenían algún significado religioso oculto, y la carretera siempre se dividía rodeándolo por cada lado para que un viajero, en cualquier dirección que viniese, pudiera dejar la santidad del lugar a su derecha. Cada atardecer, todos los hombres, mujeres y niños de cualquier población dejaban sus ocupaciones cotidianas, si es que las tenían, y se sentaban agachados en las calles de la ciudad o en los tejados de sus casas, mientras los lamas y los trapas del Pota-lá situado sobre sus cabezas dirigían sus rezos, cantando una y otra vez el llamamiento vespertino al olvido: «Om mani pémé hum.» Aquello podría haberme impresionado, pues al fin y al cabo era un ejemplo de solidaridad popular y de desenfadada religiosidad —en contraste con Venecia, por ejemplo, en donde mis refinados compatriotas se ruborizaban incluso de hacer la señal de la cruz en cualquier reunión más pública que un oficio religioso —; pero yo no podía admirar la devoción de un pueblo hacia una religión que no le hacía ningún bien, ni a él ni a nadie.
Es de suponer que esta religión los preparaba para el olvido del Nirvana, pero los hacía ser tan flemáticos en esta vida, tan inconscientes del mundo que los rodeaba que yo no podía imaginarme cómo iban a reconocer el otro olvido cuando llegaran a él. La ma-yoría de las religiones, creo yo, inspiran a sus seguidores cierta actividad e iniciativa. Incluso los detestables hinduistas se mueven algunas veces, aunque sólo sea para degollarse los unos a los otros. Pero los potaístas no tienen la iniciativa necesaria para matar a un perro rabioso, ni se molestan en sacárselo de en medio cuando ataca. Por lo que yo pude ver, los bho manifiestan una única ambición: interrumpir su letargo constitucional el tiempo estrictamente necesario para avanzar en el camino hacia un estado de coma absoluto y eterno.