El viajero (105 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—Tsampa —repitió, y masticaba y tragaba como enseñándome a hacerlo. Entonces me di cuenta —separando el sabor amargo del cha verde y el rancio de la mantequilla de yak —que lo que parecía serrín era en realidad harina de cebada. No sé si yo me hubiera tragado voluntariamente aquel grumo, pero en aquel momento me llevé

un susto tal que lo hice sin más. El fuego de campamento soltó un repentino y tremendo

¡bang!, lanzando a la oscuridad una constelación de chispas; y yo me tragué mi tsampa de golpe y me puse en pie de un salto, igual que mis dos escoltas, mientras el eco del ruido se repetía y reverberaba en todas las montañas de alrededor. En ese instante me pasaron dos pensamientos por la cabeza. Uno de ellos la terrible posibilidad de que alguna de las bolas de latón cargadas hubiera ido a parar al fuego. El otro fue el recuerdo de unas palabras que había escuchado una vez: «Espérame cuando menos me esperes.»

Pero los montañeses se rieron de nuestra sorpresa e intentaron calmarnos y explicarnos con gestos lo que había sucedido. Cogieron uno de los pedazos de zhugan, señalaron al fuego, dieron unos saltos, descubrieron sus dientes y gruñeron. Fueron bastante explícitos. Las montañas estaban llenas de tigres y lobos. Para protegerse de ellos utilizaban el sistema de arrojar de vez en cuando un entrenudo de zhugan al fuego de campamento. El calor hacía hervir los jugos internos hasta que el vapor reventaba la caña —de modo parecido a una descarga del polvo de fuego —, produciendo aquel enorme ruido. No dudé que eso mantendría a los depredadores a raya, porque a mí me había hecho tragar la horrorosa sustancia llamada tsampa.

A partir de entonces, conseguí comerme la tsampa, nunca con gusto, pero por lo menos sin sentir violenta repugnancia. El cuerpo de un hombre necesita otros alimentos aparte de carne y cha, y la cebada era el único vegetal cultivado que crecía en aquellas tierras altas. El tsampa era, por lo menos, barato, fácil de transportar y alimenticio, y si se le añadía azúcar, sal, vinagre o la salsa de judías fermentadas, podía resultar algo más apetitoso. Nunca me aficioné tanto a él como los nativos, quienes después de hacer la

pasta a la hora de comer, se guardaban bolas de esa sustancia en la ropa y llevaban la tsampa puesta toda la noche y durante el día siguiente, salándose así con su sudor, y si necesitaban un tentempié pellizcaban un pedacito.

También me familiaricé más con la caña de zhugan. En Kanbalik la había conocido sólo como un gracioso tema floral en pintores como doña Zhao y el maestro de los colores sin huesos. Pero en estas regiones era un elemento tan importante de la vida que seguramente los habitantes del lugar no podían haber existido sin él. El zhugan crece salvaje en todas las tierras bajas desde la región fronteriza entre Sichuan y Yunnan, llegando por el sur hasta los trópicos de Champa, en donde recibe varios nombres en las diferentes lenguas: banwu, mambu y otros; y en todas partes se utiliza con muchos otros fines aparte del de asustar a los tigres.

El zhugan podría parecer un carrizo o caña vulgar, al menos cuando es joven y sólo tiene el grosor de un dedo, con la diferencia de que en toda su longitud tiene nudos o nudillos a intervalos, exactamente como un dedo. Estos nudos marcan pequeñas paredes en el interior de la caña, que interceptan su longitud tubular formando compartimentos separados. Para algunos usos —como arrojarlos al fuego para que estallen, por ejemplo —sirve un simple entrenudo de caña que tenga las paredes intactas en cada extremo. Para otros fines, se taladran las paredes interiores para convertir la caña en un tubo largo. Cuando el diámetro del zhugan no es mayor que un dedo, se corta fácilmente con un cuchillo. Cuando crece —y una simple caña puede hacerse tan alta y gruesa como un árbol —resulta laborioso serrarla, pues es casi tan rígida como el hierro. Pero el zhugan es una bella planta, tanto grande como pequeña: la parte de la caña es de color dorado, los brotes de los nudos son blancos con delicadas hojas verdes en los extremos. Una inmensa mata de zhugan, todo oro y verde reflejando el sol en sus frondas, es un tema digno de un pintor.

En una de las pocas tierras bajas que atravesamos en aquella región nos encontramos un pueblecito totalmente construido y amueblado con zhugan, y que dependía enteramente de esta planta. El pueblo, llamado Jiejie, se asentaba en un amplio valle a través del cual corría uno de los innumerables ríos de ese país, y el fondo entero del valle estaba cubierto de espesos bosquecillos de zhugan, y parecía como si también Jiejie hubiera crecido allí. Todas sus casas estaban hechas de caña dorada. Sus paredes estaban formadas por tallos del grosor de un brazo, colocados verticalmente lado con lado y atados entre sí; las estacas y columnas eran trozos más gruesos de zhugan que sostenían tejados de segmentos de caña cortada, dispuestos boca arriba y boca abajo como si fueran tejas curvas. Dentro de cada casa todo el mobiliario de mesas, lechos y esterillas para el suelo estaba tejido con tiras finas de corteza de zhugan, y lo mismo otros objetos, cajas, jaulas de pájaros y canastos.

El río estaba flanqueado por extensos pantanos, y Jiejie quedaba a varios li de distancia de él, pero sus habitantes habían llevado el agua del río, salvando esta distancia mediante una tubería hecha con cañas del grosor de una cintura y unidas por los extremos. En la plaza del pueblo el agua del río se vertía en una artesa hecha con un zhugan partido del tamaño de un tronco. Los niños y niñas del pueblo llevaban el agua desde esta artesa hasta sus casas, construidas de caña, en cubos, ollas y botellas, fabricados con entrenudos de zhugan de diferentes tamaños. En las casas, las mujeres utilizaban astillas de caña como agujas y alfileres, y sus fibras desenmarañadas como hilo. Los hombres hacían sus arcos y flechas de caza con trozos de caña, y llevaban las flechas en un carcaj que no era más que un gran entrenudo de zhugan. Utilizaban como mástiles de sus barcas de pesca tallos de caña del tamaño de un árbol, y las velas, que eran tiras de zhugan tejidas en forma de rejilla, las amarraban al mástil con cuerdas de fibra de zhugan trenzadas. Probablemente el jefe de la aldea tenía poca cosa que

escribir; en todo caso lo hacía con una pluma de caña cortada en un extremo, y sobre un papel fabricado con la pulpa que se obtiene raspando las blandas paredes interiores de la caña. Luego guardaba sus rollos escritos en un entrenudo de zhugan del tamaño de un jarrón.

La cena que tomamos mi escolta y yo aquella noche en Jiejie fue servida en tazones que eran grandes entrenudos de zhugan partidos por la mitad, y las ágiles tenacillas eran palitos delgados de zhugan. La comida, además de pescado de río recién cogido con una red de fibra de zhugan y asado a la parrilla sobre un fuego de brasas de zhugan, incluía sabrosos brotes pasados por agua de zhugan tierno, y algunos de estos mismos brotes aliñados como condimento, y otros azucarados como un dulce. Ninguno de nosotros estaba enfermo o herido, pero de haberlo estado probablemente nos habrían medicado con tangzhu, un líquido que llena los entrenudos huecos del zhugan cuando éste madura, y que tiene muchos usos medicinales.

Todas estas cosas sobre el zhugan me las enseñó el anciano jefe de Jiejie, un tal Wu. Era el único habitante de la aldea que hablaba mongol, y aquella noche nos quedamos los dos hablando hasta bastante tarde; mientras mis dos escoltas, aburridos de escucharnos, se retiraron, uno detrás de otro, a sus dormitorios asignados. Finalmente, una joven mujer interrumpió mi velada con el anciano Wu entrando en la habitación de paredes de caña, donde estábamos sentados sobre divanes de caña, y emitiendo un ruido que parecía un gemido quejumbroso.

—Pregunta si pensáis acostaros o no —dijo Wu —. Ésta es la primera hembra de Jiejie, elegida por todas las demás para que vuestra noche aquí sea memorable, y está ansiosa por empezar.

—Muy hospitalario de su parte —dije, y la miré con detenimiento. La gente en esta Tierra de los Cuatro Ríos, tanto los hombres como las mujeres, vestían trajes bastos e informes: una especie de casquete en la cabeza, telas, ropas y chales formando capas desde los hombros hasta los pies, botas toscas con las puntas vueltas hacia arriba. Todas las prendas estaban confeccionadas con anchas franjas de dos colores distintos, y todo el pueblo llevaba los mismos dos colores. Los de cada aldea eran distintos, así un «forastero» del Pueblo vecino podía ser reconocido instantáneamente por el camino. Los colores eran siempre oscuros y sombríos (en Jiejie eran marrón y gris) para que no destacara la suciedad profundamente incrustada. En los pueblos de la montaña, esta vestimenta permitía a la gente confundirse con el paisaje, lo cual quizá sea útil para cazar o esconderse. Pero en Jiejie, contra un fondo de dorados y verdes brillantes, los colores del vestido destacaban de manera detonante. Los hombres y las mujeres iban vestidos de modo indistinguible tampoco se diferenciaban por tener vello en la cara, sus rasgos estaban poco marcados en ambos casos y su tez era marrón rojiza Por eso necesitaban mostrar algo que indicara su sexo, supongo que incluso en beneficio propio. De modo que las tiras de la ropa de mujer iban de arriba abajo, y las de la ropa de hombre de un lado a otro. Un auténtico forastero, como yo, no notaba inmediatamente esta sutil diferencia en el vestido, y sólo podía distinguirlos cuando se quitaban sus casquetes. Entonces podía verse a los hombres con la cabeza afeitada y un aro de oro o plata en la oreja izquierda. Las mujeres llevaban el cabello trenzado en una multitud de trencitas finas y erizadas; para ser preciso ciento ocho trenzas exactamente, el número de libros del Kandjur, las escrituras budistas, pues toda aquella gente es budista.

Aquel día mi viaje no había sido excesivamente agotador, y la belleza de esa aldea construida de caña me había relajado y descansado, por lo que me sentía dispuesto a satisfacer mi curiosidad y descubrir qué otras pruebas de feminidad podían esconderse bajo los vestidos sin gracia de esa muchacha. Observé que llevaba un adorno, un collar

del que pendía una orla de tintineantes monedas de plata. Supuse que también sumarían ciento ocho y pregunté al anciano Wu:

—Cuando la llamasteis la primera hembra de la aldea, ¿os referíais a su riqueza o a su piedad?

—A ninguna de las dos cosas —respondió —. Las monedas atestiguan sus encantos femeninos y su atractivo.

—¿De veras? —dije, y miré fijamente a la muchacha.

El collar era bastante atractivo, pero no pude ver en qué la hacía a ella más deseable.

—En esta tierra, nuestras muchachas compiten a cuál de ellas se acuesta con más hombres, tanto con los de nuestra aldea, como con los hombres de otras aldeas, o con viajeros casuales, o con hombres de las caravanas que pasan por aquí; y a cada hombre le piden una moneda en prenda de su unión. La chica que consigue más monedas es la que ha atraído y satisfecho a más hombres, y ocupa un lugar preeminente entre las demás mujeres.

—Querréis decir que queda marcada como proscrita.

—Quiero decir que ocupa un lugar preeminente. Cuando finalmente está preparada para casarse y establecerse, entonces puede elegir al marido que quiera. Todo joven elegible se disputa su mano.

—Su mano debe de ser sin duda la parte menos usada de su persona —dije, ligeramente escandalizado —. En los países civilizados, un hombre se casa con una virgen, y así sabe que le pertenece sólo a él.

—Eso es todo lo que puede saberse de una virgen —replicó el anciano Wu, con un respingo despreciativo —. Un hombre que esposa a una virgen se arriesga a quedarse con un pescado menos caliente que el que comisteis en la cena. Un hombre que esposa a una de nuestras mujeres obtiene credenciales de su atractivo, de su experiencia y talentos. También obtiene, y eso también cuenta, una buena dote de monedas. Y esta joven dama está de lo más ansiosa por añadir la vuestra a su collar, pues no ha tenido nunca una moneda de un ferenghi.

A mí no me repugnaba acostarme con mujeres que ya no eran vírgenes, incluso podía haber sido instructivo yacer con alguien que traía credenciales al encuentro. Pero la muchacha era lamentablemente ordinaria, y además, no me gustaba demasiado ser considerado uno más del collar. De modo que farfullé alguna excusa alegando que estaba de peregrinaje cumpliendo un voto de la religión ferenghi. De todos modos, le di una moneda como recompensa por mi desprecio a sus bien atestiguados encantos y me escapé a mi cama. El armazón de ésta estaba tejido con cintas de zhugan, y era muy cómodo, pero crujió toda la noche y sólo me tenía a mí encima. Creo que habría despertado a la aldea entera si me hubiera aprovechado de la primera hembra de Jiejie. Decidí entonces que la caña de zhugan, a pesar de su maravillosa utilidad, no era ideal para todos los propósitos humanos.

2

Mis escoltas y yo cabalgábamos atravesando una sucesión de montañas, gargantas y valles; unas veces por las adustas alturas de la Ruta de los Pilares, otras por las brillantes tierras bajas del zhugan. El paisaje no cambió excesivamente, pero nos dimos cuenta de que habíamos llegado a la Alta Tierra de To-Bhot cuando la gente con que nos cruzábamos comenzó a saludarnos descubriéndose la cabeza, rascándose la oreja derecha, frotándose la cadera izquierda y sacándonos la lengua. Esos absurdos gestos significan que quien saluda no pretende pensar, escuchar, hacer ni decir nada malo, y era el saludo característico de los pueblos llamados drok y bho. En realidad los dos eran

un mismo pueblo, pero a los nómadas se les llamaba drok y a los sedentarios, bho. Los drok, pastores y cazadores, vivían como los mongoles habitantes de las llanuras, y podrían confundirse con ellos a no ser por el tipo de tiendas, que eran negras en vez de amarillas y que no se apoyaban en un entramado interior como el yurtu. La tienda de los drok tenía las paredes sujetas al suelo con estaquillas, y la punta superior estaba suspendida de largas cuerdas que pasaban por unos palos altos, apuntalados a cierta distancia que luego se sujetaban al suelo con estaquillas clavadas más allá. La tienda tenía el aspecto de una araña karakurt negra, acurrucada entre sus delgadas patas de rodillas altas.

Los bho, campesinos y comerciantes, a pesar de haberse establecido en comunidades, vivían más incómodamente aún que los drok nómadas. Sus pueblos y aldeas estaban guarecidos dentro de altas cavidades de los despeñaderos, lo que los obligaba a apilar las casas unas encima las otras. Esto contradecía la idea que yo tenía de la religión budista según la cual la cabeza es la residencia del alma, de modo que una madre ni siquiera puede acariciar la cabeza de su Propio hijo. Sin embargo, los bho vivían allí de tal manera que todo "mundo vertía los residuos, basuras y excrementos sobre la parcela y el tejado de su vecino, e incluso encima de su cabello. Según supe después, esta costumbre de construir lo más alto posible se remontaba a un tiempo muy lejano, a una época en que los adoraban a un dios llamado Amnyi Manchen, o «El Gran Viejo Pavo Real». Imaginaban que este dios habitaba en las cimas más altas y por eso todo el mundo intentaba vivir cerca de él.

Other books

When I Was Joe by Keren David
Forest of Shadows by Hunter Shea
Acts of God by Mary Morris
Vessel by Lisa T. Cresswell
The Vow by Jessica Martinez
Only One Man Will Do by Fiona McGier
Days Gone Bad by Asher, Eric