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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (17 page)

—Pero, padre, ¿no pensasteis que podíais vivir una aventura?

—Sólo hablas de aventuras —contestó secamente —. Las aventuras sólo traen incomodidades y disgustos, recordados luego en la seguridad de la memoria. Créeme, un viajero con experiencia traza sus planes y procura no vivir ninguna aventura. El viaje mejor es el aburrido.

—Oh —dije yo —. Pensaba encontrarme con… bueno, con peligros que superar.., con cosas ocultas que descubrir… con enemigos que vencer… con doncellas que rescatar…

—¡He aquí a nuestro bravo hablando! —retumbó la voz de tío Mafio que acababa de llegar —. Confío que le quitarás estas ideas de la cabeza, Nico.

—Eso intento —dijo mi padre —. Las aventuras, Marco, no han metido nunca un bagatin en la bolsa de nadie.

—Pero ¿lo único que ha de llenar un hombre es su bolsa? —dije con vehemencia —. ¿No debería buscar también otras cosas en la vida? ¿Cómo satisfará su apetito de maravillas y de sorpresas?

—Nadie ha encontrado ninguna maravilla buscándola —gruñó mi tío —. Las maravillas son como el amor auténtico, o la felicidad que de hecho son maravillas por derecho propio. Nadie puede decir: me voy a buscar aventuras. Lo máximo que puede hacer es situarse en un lugar donde pueda vivir una aventura.

—Muy bien —dije —. Estamos navegando hacia Acre, la ciudad de los cruzados, famosa por sus valientes hazañas, sus terribles secretos, sus damiselas vestidas de seda y por su vida voluptuosa. ¿Puede haber mejor lugar que ése?

—¡Los cruzados! —exclamó tío Mafio con un bufido —. Fábulas, desde luego. Los cruzados que consiguieron llegar vivos a casa hicieron todo lo posible para convencerse de que sus fútiles misiones tuvieron algún valor, y se pusieron a fanfarronear contando las maravillas que habían visto, las sorpresas de tierras lejanas. Casi lo único que pudieron traer consigo fue un ataque de scolamento tan penoso que apenas podían sostenerse sobre la silla.

—¿No es Acre una ciudad de belleza, de tentación, de misterios, de lujo, de…? —pregunté yo tristemente.

Mi padre me interrumpió:

—Los cruzados y los sarracenos han estado luchando desde hace más de un siglo y medio por San Juan de Acre. Puedes imaginar su aspecto actual. Pero no es preciso que lo hagas. Lo verás todo personalmente, y muy pronto.

Después de estas palabras fui sintiéndome bastante defraudado en mis esperanzas, pero sin que se hubiesen hundido del todo. En mi fuero interno estaba llegando a la conclusión de que mi padre tenía el alma de un escribiente regido por el tiralíneas, y que mi tío era demasiado brusco y duro para albergar en su interior sentimientos más finos. Ellos serían incapaces de reconocer una aventura aunque ésta apareciera de repente ante sus ojos. Pero yo sí podría. Me fui y me quedé en la cubierta de proa para que no se me escapara ninguna sirena o monstruo marino que por casualidad pasara nadando por allí. Un viaje por mar después del primer o segundo día de emoción se convierte en simple monotonía, a no ser que una tormenta lo amenice con el terror, pero en el Mediterráneo sólo hay tormentas en invierno, o sea que me dediqué a aprender todo lo que pude sobre el funcionamiento de un buque. A falta de mal tiempo, la tripulación sólo tenía que ocuparse en trabajos de rutina, y todo el mundo, desde el capitán hasta el cocinero, me permitían mirar y hacer preguntas e incluso en ocasiones echar una mano y ayudar. Estas personas eran de diferentes nacionalidades, pero todos hablaban el francés comercial, que llamaban sabir, y así podíamos entendernos y conversar.

—¿Tienes alguna idea de navegación, muchacho? —me preguntó uno de los marineros —.

¿Sabes, por ejemplo, cuáles son las obras vivas de un buque y cuáles las muertas?

Me puse a pensar, miré las velas abiertas a ambos lados del navío como las alas de un

pájaro vivo y supuse que las velas eran las obras vivas.

—Falso —dijo el marinero —. Las obras vivas son las partes del buque que están en el agua. Las obras muertas son las que están por encima del agua. Medité la idea y dije:

—Pero si las obras muertas se hundieran en el agua, no podrían llamarse vivas, desde luego. Todos estaríamos muertos.

El marinero replicó rápidamente, santiguándose:

—No digas nunca una cosa así.

Otro explicó:

—Si quieres viajar por el mar, muchacho, has de aprender los diecisiete nombres de los diecisiete vientos que soplan por el Mediterráneo. —A continuación se puso a contarlos con los dedos —: En este momento navegamos con la etesia, que sopla del noroeste. En verano la ostralada sopla con violencia desde el sur y levanta tormentas. La gregalada es el viento que sopla de Grecia y que hace turbulento el mar. El maistrál sopla del oeste. El levante sopla del este, de Armenia…

Otro marinero le interrumpió:

—Cuando sopla el levante, se pueden oler las ciclopedes.

—¿Son islas? —pregunté.

—No. Son gente extraña que vive en Armenia. Cada uno de ellos tiene un solo brazo y una sola pierna. Han de juntarse dos para poder manejar un arco y una flecha. No pueden caminar y han de desplazarse saltando sobre una pierna. Pero si tienen prisa se ponen a dar vueltas de lado, girando sobre la mano y el pie. Por eso se los llama ciclopedes, los pies de rueda.

Los marineros, además de contarme muchas otras maravillas, me enseñaron a jugar a la venturina, un juego de adivinanza y apuestas inventado por ellos para pasar el rato en sus largos y aburridos viajes. Los marineros tienen que soportar muchos viajes así, porque la venturina es un juego muy largo y aburrido, y ningún jugador puede perder o ganar más de unos soldi en el transcurso del juego.

Cuando pregunté más tarde a mi tío si en sus viajes había visto curiosidades como los armenios de pies de rueda, se echó a reír y se burló:

—¡Bah! Ningún marinero se aventura mucho en un puerto extranjero. Nadie pasa de la taberna o burdel más próximo al muelle, y cuando le preguntan qué cosas vio en el extranjero, tiene que inventarse algo. Sólo un marcolfo capaz de creer a una mujer podría creer a un marinero.

A partir de entonces cuando los marineros me contaban maravillas de tierra adentro los escuché, pero continué prestándoles toda mi atención cuando hablaban de cosas referentes al mar y a la navegación. Aprendí los nombres especiales que daban a los objetos corrientes, como el pajarito negruzco llamado en Venecia ave de las tempestades que se llama en el mar petrelo, «Pedrito», porque parece que ande sobre las aguas, como el santo, y aprendí las rimas que los marineros utilizan cuando hablan del tiempo:

Sera rosa e bianco matino:

Alegro i pelegrino

o sea que un cielo rojizo al atardecer o blanco por la mañana pronostican buen tiempo, y el peregrino está contento. Y aprendí a tirar la cuerda del scandágio, con sus cintas rojas y blancas prendidas a intervalos regulares, a fin de medir la profundidad del agua debajo de nuestra quilla. Y aprendí a hablar con otros buques que se nos cruzaban, y como había muchos buques navegando por el Mediterráneo, pude practicar en dos o tres

ocasiones, gritando en sabir a través de la trompeta:

—¡Buen viaje! ¿Qué buque?

La respuesta llegaba entonces con voz cavernosa:

—¡Buen viaje! ¡El Saint Sang, de Brujas, que vuelve a casa desde Famagusta! ¿Y

vosotros qué buque sois?

—El Anafesto de Venecia, en ruta hacia Acre y Alejandría. ¡Buen viaje!

El timonel de la nave me enseñó el ingenioso sistema de cables con el cual controlaba sin ayuda de nadie los dos inmensos remos de navegación, inclinados a ambos lados del buque hacia la popa.

—Pero cuando hay mala mar —dijo —hay que poner a un timonel en cada remo, y han de ser personas de mucha destreza, capaces de mover las cañas por separado pero siempre en perfecta armonía, según mande el capitán.

El batidor del buque me dejó practicar con sus martillos cuando no era necesario remar. Esto sucedía con frecuencia. El viento etesia era de una constancia casi tan perfecta que apenas se precisaban los remos para ayudar el avance de la nave, o sea que en ese viaje los remeros sólo tuvieron que trabajar seguido para sacarnos de la dársena del Malamoco y para meternos en el puerto de Acre. En estas dos ocasiones los remeros ocuparon sus puestos según la disposición llamada a zenzile, me dijo el batidor: o sea tres hombres en cada uno de los veinte bancos situados a lo largo de cada costado del buque.

El remo que manejaba cada remero pivotaba separadamente sobre el portarremos, de modo que los más cortos remaban hacia la borda, los más largos fuera borda y los de longitud media en medio. Y los remeros no trabajaban sentados como hacen por ejemplo los del buzino d'oro del dogo. Lo hacían de pie, y cada cual cuando echaba el remo hacia adelante apoyaba el pie izquierdo sobre el banco que tenía delante. Luego todos se tiraban de espaldas sobre los bancos para dar los potentes golpes que impulsaban la nave en una especie de saltos seguidos y rápidos. Hacían esto siguiendo el ritmo del martillo del batidor, un ritmo que empezaba lento y se aceleraba a medida que lo hacía la nave, y los dos martillos daban sonidos distintos para que los remeros de un lado supieran que debían empujar más fuerte que los del otro. Nunca me permitieron remar, porque para ese trabajo se necesita tanta habilidad que los aprendices practican primero en galeras simuladas sobre tierra firme. En Venecia la palabra galeotto se utiliza muy a menudo para indicar un delincuente, y yo había supuesto siempre que las galeras, galeazze y galeotte iban remadas por criminales convictos y condenados a este duro trabajo. Pero el batidor me dijo que los buques de carga compiten entre sí para transportar mercancías ofreciendo velocidad y eficiencia, y no les conviene en absoluto fiarse de una mano de obra forzada.

—La flota mercante sólo contrata remeros profesionales y expertos —dijo —. Y los buques de guerra son servidos por ciudadanos remeros que escogen este servicio para cumplir con sus obligaciones militares en lugar de empuñar la espada. El cocinero del buque me explicó por qué no cocía pan:

—En mi despensa no tengo harina porque en el mar es imposible evitar la contaminación de la harina bien molida. O cría gorgojos o se humedece. Por ese motivo los romanos inventaron la pasta, que comemos hoy en día con tanto gusto, y que es un artículo que casi nunca se echa a perder. Se dice que el cocinero de un buque romano inventó, volente o nolente, este alimento cuando su reserva de harina fue alcanzada por una ola. Amasó la pasta mojada para salvarla, la enrolló formando tubos finos y la cortó

en tiras para que se secara y endureciera más pronto. De aquí vienen todas las numerosas formas y tamaños de los vermicelli y maccheroni. Esta pasta fue una bendición para nosotros los cocineros de a bordo, y también para la gente de tierra

firme.

El capitán de la nave me mostró la brújula cuya aguja apunta siempre hacia la Estrella del Norte, aunque ésta permanezca invisible. En aquella época la bussola empezaba ya a considerarse como un elemento tan necesario para un viaje por mar como la medalla de san Cristóbal, pero el instrumento era todavía una novedad para mí. Al igual que el periplus, que también me enseñó el capitán, un fajo de cartas donde estaban situadas las retorcidas líneas costeras de todo el Mediterráneo, desde levante hasta los Pilares de Hércules, y todos los mares subsidiarios: el Adriático, el Egeo, etc. El capitán y otros capitanes conocidos suyos, además de estas líneas costeras trazadas a la tinta, habían marcado los accidentes terrestres visibles desde el mar: faros, cabos, rocas que sobresalen del agua y otros objetos que ayudan a determinar la posición. En las zonas de las cartas ocupadas por el agua, el capitán había escrito anotaciones sobre sus distintas profundidades, las corrientes y los arrecifes ocultos. Me dijo que iba cambiando esas anotaciones según sus experiencias o según lo que los demás capitanes le contaban, y que esas profundidades habían variado debido a la acumulación de sedimentos, como sucede con frecuencia en las costas de Egipto, o debido a volcanes submarinos como sucede a menudo alrededor de Grecia.

Cuando le expliqué a mi padre lo del periplus, sonrió y comentó.

—Un casi nada es mejor que nada. Pero nosotros tenemos algo mucho mejor que un periplus. —Sacó de nuestra cabina un fajo de papeles más grueso todavía —. Nosotros tenemos el Kitab.

Mi tío dijo con orgullo:

—Si el capitán poseyera el Kitab y si su buque pudiese navegar por tierra, podría atravesar toda Asia y llegar hasta el océano oriental de Kitai.

—Me costó mucho dinero —dijo mi padre pasándome el fajo —. Lo copiaron para nosotros del original confeccionado por el cartógrafo árabe al-Idrisi para el rey Ruggiero de Sicilia.

Más tarde supe que en árabe Kitab significa únicamente «un libro», pero también nuestra palabra Biblia significa lo mismo. Y el Kitab de al-Idrisi, al igual que la Sagrada Biblia, es mucho más que un simple libro. En la primera página estaba escrito el título completo, que pude leer porque iba en francés: La marcha de un hombre curioso para explorar las regiones del globo, sus provincias, islas, ciudades y sus dimensiones y situación; para instrucción y ayuda de quien desee atravesar la Tierra. Pero todas las palabras, muy numerosas, de las páginas interiores estaban trazadas en la abominable escritura de gusanitos de los infieles países árabes. Sólo en algunos lugares sueltos mi padre o mi tío habían escrito una traducción comprensible de algún nombre. Al pasar las páginas para leer estas palabras me di cuenta de algo y me eché a reír.

—Todas las cartas están cabeza abajo. Fijaos, el pie de la península italiana está dando la patada a Sicilia para que suba hacia África.

—En Oriente, todo está cabeza abajo o al revés o hacia atrás —explicó mi tío —. Todos los mapas árabes están confeccionados con el sur en lo alto. La gente de Kitai llama a la bussola aguja que señala el sur. Ya te acostumbrarás a estas expresiones.

—Aparte de esta peculiaridad —dijo mi padre —, al-Idrisi representó con una precisión increíble las tierras de levante, llegando incluso hasta el centro de Asia. Es probable que él mismo hubiese viajado a estas regiones.

El Kitab comprendía setenta y tres páginas separadas, que puestas una al lado de otra (y cabeza abajo) mostraban toda la extensión del mundo, de occidente a oriente, y una buena parte del norte y del sur, todo ello dividido por los paralelos curvos según las zonas climáticas. Las aguas saladas del mar estaban pintadas de azul con líneas blancas picadas indicando las olas; los lagos interiores eran verdes con ondulaciones blancas;

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