El viajero (49 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

En nuestra primera etapa en un oasis observé que al llegar todos nos dispersábamos y encontrábamos árboles separados bajo cuya sombra descansar, y que luego montábamos cada uno su tienda a una distancia considerable el uno del otro. Nadie se había peleado en los últimos días, y no teníamos motivos definibles para evitar la compañía de los demás, pero hacía tiempo que estábamos en tal compañía que ahora era agradable cambiar y disfrutar de una cierta intimidad solitaria. Quizá me hubiera preocupado de proteger cerca de mí a Aziz si el esclavo Narices no hubiese estado preocupado por su vergonzosa afección privada e incapaz en mi opinión de molestar al niño. Por lo tanto dejé que Aziz se fuera por su cuenta.

O eso creí. Pero después de haber disfrutado de un día y una noche en el oasis, se me ocurrió la noche siguiente dar un paseo por el bosquecillo. Me imaginé en un jardín medio abierto, quizá en los alrededores del palacio de Bagdad, por donde me había paseado tan a menudo con la princesa Magas. Era bastante fácil imaginarlo porque la noche había traído consigo la niebla seca, impidiéndome ver nada, aparte de los árboles más cercanos. Esa niebla incluso amortiguaba los sonidos, por lo que estuve a punto de chocar con Aziz cuando oí su risa musical y que decía:

—¿Daño? Pero si esto no es malo para mí. Ni para nadie. Hagámoslo ya. Respondió una voz más grave, pero con un murmullo, por lo que sus palabras me resultaron indistinguibles. Estaba a punto de soltar un grito de indignación, de agarrar a Narices y de separarlo a rastras del niño, pero Aziz dijo de nuevo, asombrado:

—Nunca vi nada semejante. Con una funda de piel que lo envuelve… Yo me quedé donde estaba, estupefacto.

—O que puede echarse atrás a voluntad. —Aziz continuaba asombrado —: Es como si un mihrab privado envolviera siempre tiernamente tu zab.

Narices no poseía un aparato así. Era musulmán y le habían circuncidado como al niño. Empecé a retirarme de aquel lugar, procurando no hacer ruido.

—Debe de dar una sensación maravillosa, incluso sin que nadie te acompañe —continuó

diciendo la voz de pajarito —, mover la funda adelante y atrás como ahora. ¿Puedo hacerlo yo?

La niebla se cerró alrededor de su voz, a medida que yo me alejaba. Pero me quedé

esperándole, despierto y vigilante delante de su tienda hasta que al final regresó. Llegó

como un rayo de luna perdido que saliera de las tinieblas, radiante, porque iba comple-tamente desnudo con su ropa en la mano.

—¡Éstas tenemos! —dije severamente, pero sin levantar la voz —. Juré por mí honor que

no te pasaría nada malo…

—Nada malo me ha pasado, mirza Marco —respondió parpadeando con absoluta inocencia.

—Me juraste por las barbas del profeta que no tentarías a ninguno de nosotros…

—No lo he hecho, mirza Marco —dijo con tono dolido —. Yo iba vestido del todo cuando él topó conmigo casualmente en aquel bosquecito.

—Y que serías totalmente casto.

—Y lo he sido, mirza Marco, desde Kashan hasta aquí. Nadie me ha penetrado, ni yo lo he hecho a nadie. Lo único que hicimos fue besarnos. —Se me acercó y me besó

dulcemente —. Y también esto… —Hizo la demostración y al cabo de un momento insinuó

su pequeña parte en mi mano y me dijo con un susurro —: Nos hicimos esto el uno al otro…

—Basta ya —dije con voz ronca. Le solté y aparté su mano de mí —. Ahora vete a dormir, Aziz. Mañana partimos con el alba.

Aquella noche no pude dormir sin antes aceptar la excitación que Aziz había despertado en mí y satisfacerme manualmente. Pero mi falta de sueño se debió también en parte a la nueva visión que ahora tenía de mi tío, y a la desilusión que me causaba y al tono de desprecio que ahora teñían mis sentimientos hacia él. No era una decepción corriente descubrir que el aspecto arrojado, brusco, cordial y barbudo de tío Mafio no era más que una máscara, y que debajo se ocultaba un sodomita afectado, astuto y despreciable.

Sabía que tampoco yo era un santo, y me esforzaba en no ser un hipócrita. Podía admitir francamente que también yo era sensible a los encantos del niño Aziz. Pero esto se debía a que lo tenía cerca, al alcance de la mano, donde no había mujer alguna, y a que Aziz era tan guapo y seductor como una mujer. Pero me daba cuenta de que tío Mafio debía de verlo todo de modo distinto; debía de considerar a Aziz como un chico disponible y bello, como un posible compañero de cama.

Recordé hechos anteriores relacionados con otros hombres: masajistas de hammam, por ejemplo, y palabras pronunciadas anteriormente; aquella conversación furtiva entre mi padre y la viuda Ester, por ejemplo. La deducción era inevitable: a tío Mafio le gustaban las personas de su propio sexo. Alguien con estas inclinaciones no constituía una curiosidad en tierras musulmanas, donde casi cada varón parecía igualmente pervertido. Pero sabía muy bien que en nuestro Occidente, más civilizado, la gente se reía de estas personas o se burlaba de ellas o las maldecía. Yo sospechaba que la misma situación debía repetirse en las naciones totalmente incivilizadas que quedaban más hacia Oriente. En todo caso parecía que la depravación de mi tío había causado algún problema en el pasado. Deduje que mi padre había tenido motivos para intentar eliminar la perversión de su hermano, y al parecer el mismo Mafio había intentado sofocar sus tendencias. En tal caso llegué a la conclusión de que mi tío no era totalmente detestable; quizá aún había esperanzas para él.

Muy bien. Yo contribuiría con mis mejores esfuerzos para ayudarle a reformarse y a redimirse. Cuando continuáramos la marcha, no cabalgaría apartado de él en son de reproche, ni evitaría su mirada, ni me negaría a hablar con él. No contaría nada de lo sucedido. No daría a entender que conocía su vergonzoso secreto. Lo que haría sería vigilar de nuevo estrechamente a Aziz, y no permitiría que el niño se moviera de nuevo en libertad aprovechándose de la noche. Sobre todo actuaría de modo cuidadoso y estrictamente paternal si llegábamos a otro oasis. En tales lugares la disciplina y los frenos tendían a relajarse tal como hacíamos con nuestros cansados músculos. Si nos encontrábamos de nuevo con este ambiente de facilidad y abandono relativos mi tío podría encontrar irresistible la tentación: disfrutar de Aziz más a fondo de lo que había

ya probado.

Al día siguiente, cuando emprendimos la marcha en dirección noreste por el desierto sin vegetación, me mostré afable como siempre con todos los componentes de la expedición, incluyendo a tío Mafio, y creo que nadie podría haber discernido mis sentimientos interiores. Sin embargo me alegré de que el esclavo Narices asumiera aquel día el peso de la conversación, posiblemente para distraer su mente de sus propios problemas. Se extendió primero en un tema, luego derivó a otro y yo me limité a cabalgar en silencio sin interrumpir sus divagaciones.

Su facundia se puso en marcha cuando al cargar los camellos encontró a una pequeña serpiente enrollada y dormida en una de las albardas del equipaje. Narices soltó de entrada un chillido, pero luego dijo:

—Sin duda hemos traído al animalito desde Kashan.

Y en lugar de matar a la serpiente la dejó caer sobre la arena y permitió que huyera. Mientras cabalgábamos nos explicó el motivo de su proceder.

—Nosotros los musulmanes no detestamos a las serpientes como vosotros los cristianos. Tampoco las queremos mucho, pero ni las tememos ni las odiamos como vosotros. Según vuestra sagrada Biblia, la serpiente es la encarnación del demonio Satán. Y en vuestras leyendas habéis hinchado a la serpiente convirtiéndola en un monstruo llamado dragón. Todos nuestros monstruos musulmanes toman la forma de personas, como los yinn y los afarit, o de aves, como el ruj gigante, o de combinaciones de animales, como el mardjora. Este monstruo está formado por la cabeza de un hombre, el cuerpo de un león, las espinas de un puercoespín y la cola de un escorpión. Observad que la serpiente no entra en su composición.

—La serpiente ha sido maldita desde el desgraciado asunto del Jardín del Edén —dijo mi padre suavemente —. Es comprensible que los cristianos la teman y es lógico que la odien y que la maten aprovechando cualquier oportunidad.

—Nosotros los musulmanes —dijo Narices —reconocemos lo que hay que reconocer. Fue la serpiente del Edén la que legó el idioma árabe a los árabes. Ideó este lenguaje para hablar con Eva y seducirla, porque como todo el mundo sabe el árabe es el idioma más sutil y persuasivo de todos. Como es lógico cuando Adán y Eva estaban solos hablaban entre sí farsi, porque el persa farsi es el más encantador de los idiomas. Y Gabriel, el ángel vengador, siempre habla turco, porque éste es el más amenazador de todos los idiomas. Sin embargo yo no iba a esto. Estaba hablando de las serpientes y es evidente que la sinuosidad y las curvas de la serpiente inspiraron la escritura de los caracteres, el alfabeto árabe que se utiliza para transcribir el farsi, el turco, el sindi y todos los demás idiomas civilizados.

Mi padre habló de nuevo:

—Nosotros los occidentales hemos llamado siempre a la escritura árabe escritura de gusanitos, y por lo que dices estuvimos a punto de acertar en la descripción.

—La serpiente nos dio otras cosas más, amo Nicoló. Su manera de avanzar por el suelo doblándose y enderezándose inspiró a algunos ingeniosos antepasados nuestros la invención del arco y de la flecha. El arco es delgado y sinuoso, como una serpiente. La flecha es delgada y recta, y tiene una cabeza que mata como una serpiente. Tenemos buenos motivos para honrar a la serpiente, y la honramos. Por ejemplo llamamos al arco iris serpiente celestial, y esto es un cumplido para los dos.

—Interesante —murmuró mi padre con una sonrisa condescendiente.

—En cambio —continuó Narices —, vosotros los cristianos comparáis la serpiente a vuestro zab, y decís que la serpiente del Edén introdujo el placer sexual en el mundo, y que por lo tanto el placer sexual es equivocado, feo y abominable. Nosotros los musulmanes culpamos a quien le corresponde. No a la serpiente inofensiva, sino a Eva y

a todas sus descendientes. Como dice el Corán en la azora cuarta: «La mujer es la fuente de todo el mal de la tierra, y Alá creó este monstruo únicamente para que el hombre sintiera asco de él y se apartara de los terrenales…»

—Ciacche-ciacche! —dijo mi tío.

—¿Perdón, amo?

—Dije ¡tonterías! Sciochezze! Sotise! Bifam istibah!

Narices exclamó escandalizado:

—Amo Mafio, ¿llamáis al Sagrado Libro bifam istibah?

—Vuestro Corán fue escrito por un hombre, y esto no podéis negarlo. También el Talmud y la Biblia fueron escritos por hombres.

—Vamos, Mafio —intervino mi piadoso padre —. Se limitaron a transcribir las palabras de Dios. Y del Salvador.

—Pero eran hombres, hombres sin lugar a dudas, con las mentes de hombres. Todos los profetas, apóstoles y sabios han sido hombres. ¿Y qué clase de hombres escribieron los libros sagrados? ¡Hombres circuncidados!

—Quiero indicar, mi amo —dijo Narices —, que no escribieron con sus…

—En cierto modo hicieron exactamente esto. Todos estos hombres estaban religiosamente mutilados en sus órganos infantiles. Cuando llegaron a la edad adulta su placer sexual quedó disminuido en proporción a la disminución sufrida por sus demás partes. Por este motivo en sus libros sagrados decretaron que el sexo no debía ser para el placer, sino únicamente para la procreación, y que el sexo en todas las demás ocasiones debía avergonzarnos y hacernos sentir culpables.

—Mi buen amo —insistió Narices —. Sólo nos han quitado el prepucio, no nos han capado ni convertido en eunucos.

—Toda mutilación es una privación —replicó tío Mafio, soltando la rienda de su camello para rascarse el codo —. Los sabios de épocas antiguas, al darse cuenta de que al recortar sus miembros habían amortiguado sus sensaciones y su placer, tuvieron envidia y miedo de que otros pudieran encontrar mayor satisfacción en el sexo. A la desgracia le gusta ir acompañada, entonces compusieron sus escrituras para asegurarse de que no les faltaría compañía. Primero los judíos, luego los cristianos, porque los evangelistas y los demás primeros cristianos sólo eran judíos convertidos, y luego Mahoma y los restantes sabios musulmanes. Todos éstos eran hombres circuncidados y sus disquisiciones sobre el tema del sexo son comparables al canto de un sordo.

Mi padre pareció tan escandalizado como Narices.

—Mafio —le advirtió —, en este desierto abierto estamos terriblemente expuestos a los rayos. Tu crítica es un elemento nuevo en mi experiencia, quizá incluso original, pero te sugiero que lo atemperes con discreción.

Mi tío, sin hacerle caso, continuó:

—Cuando pusieron trabas a la sexualidad humana actuaron como tullidos escribiendo las reglas para un certamen atlético.

—¿Tullidos, mi amo? —preguntó Narices —. Pero ¿cómo podían haber sabido que eran tullidos? Afirmáis que mis sensaciones están amortiguadas. Personalmente carezco de norma exterior con la que medir mi propio disfrute, y por lo tanto me maravilla que alguien Pueda hacerlo. Sólo puedo imaginar una persona capaz de juzgarse así misma a este respecto. Sería una persona que hubiese tenido la correspondiente experiencia, por así decirlo, antes y después. ¿Quizá a vos, amo Mafio, no os circuncidaron hasta llegar a la mitad de vuestra vida adulta?

—¡Insolente infiel! ¡No me lo hicieron nunca!

—¡Ah! Entonces, si exceptuamos a este hombre, me parece que nadie podría decidir la cuestión excepto una mujer. Una mujer que hubiese dado placer a los dos tipos de

hombres, al circuncidado y al incircunciso, y que hubiera prestado mucha atención a sus distintos niveles de satisfacción.

Aquello me hizo estremecer. Tanto si Narices hablaba con malicia despreciativa como si lo hacía por puro ingenio, sus palabras acertaban muy de pleno en la verdadera naturaleza de tío Mafio y en su probable experiencia. Miré a mi tío temiendo que enrojeciera o que se defendiera con una bravata o que rompiera quizá la cara de Narices, confesando así lo que había ocultado tanto tiempo. Pero aguantó la presente insinuación como si no se hubiera dado cuenta de ella y continuó pensando en voz alta:

—Si de mí dependiera, buscaría una religión cuyas escrituras no fueran redactadas por personas con la virilidad mutilada ritualmente.

—Allí donde vamos —dijo mi padre —hay varias religiones de este tipo.

—Como sé muy bien —replicó mi tío —. Por eso me pregunto cómo podemos nosotros, los cristianos, los judíos y los musulmanes llamar bárbaros a los pueblos orientales. Mi padre dijo:

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