—¿No os avergüenza, maestro Shi? —le reprendí —. Vos mismo dijisteis que el polvo de fuego fue inventado por algún desconocido han.
—Peu de chose! —gritó Boucher —. No era más que un juguete hasta que un astuto veneciano, un judío renegado y un brillante joven francés descubrieron todo su potencial.
—Ganbei! —exclamó el viejo Shi —. L'Schaim! —repitió, mientras brindaba con un vasito de maotai, que luego apuró de un sorbo.
Boucher le emuló y yo tomé sólo un pequeño sorbo del mío. Mis inmortales compañeros podían emborracharse si así les apetecía, yo me reservaba, porque sin duda más tarde necesitaría estar en posesión de todas mis facultades. Unos músicos uighures tocaron durante la cena, por suerte no muy alto, y después nos entretuvieron unos juglares y unos funámbulos. Más tarde una compañía interpretó una obra que a pesar de sus elementos extraños encontré familiar. Un narrador han recitaba la historia pasando del sonsonete a los gemidos y a los gritos, y declamaba además [as conversaciones correspondientes, mientras sus compañeros movían los hilos de las marionetas que representaban los distintos papeles. No entendí ni jota, pero lo encontré
todo perfectamente comprensible, porque los personajes han, el marido viejo y traicionado, el médico cómico, el villano burlón, el sabio estúpido, la doncella abandonada, el héroe valiente y otros, se parecían enormemente a los de cualquier espectáculo veneciano de títeres: nuestro aturdido Pantaleone, el inepto médico dotar Balanzón, el pillo Pulcinella, el estúpido abogado dotór da Nulla, la coqueta Colombina, el atrevido Trovatore, etc. Pero al parecer a Kubilai no le gustó mucho el espectáculo, porque dijo gruñendo a los de su lado:
—¿Por qué utilizar títeres para representar a personas? ¿Por qué no utilizar a personas para representar a personas?
Y en años posteriores, obedientemente, todas las compañías hicieron exactamente esto: prescindieron del narrador y de las marionetas y presentaron a actores humanos que hablaban y representaban su papel en la historia.
La mayor parte de la corte estaba aún divirtiéndose ruidosamente cuando me retiré a mis habitaciones. Pero era evidente que Kubilai había dado instrucciones un rato antes, porque me había metido ya en la cama y no había apagado todavía la lámpara del lado de mi cama cuando oí un golpecito en mi puerta y entró una mujer joven llevando una especie de cajita blanca.
—Sain bina, saín nai —dije cortésmente, pero ella no me respondió, y cuando le dio la luz de la lámpara vi que no era mongol, sino han o de una de las razas emparentadas. Evidentemente se trataba de una de las criadas que preparaban la llegada de su señora, porque vi en seguida que el objeto blanco era un simple incensario. Deseé que la señora fuera tan bella y exquisitamente delicada como la criada. Dejó el quemador de incienso cerca de mi cama: era una caja de porcelana con tapa, en forma de joyero, realzada con dibujos intrincados en relieve. Luego tomó mi lámpara, sonriendo tímidamente para pedirme permiso, y cuando asentí con la cabeza, se sirvió de la llama de la lámpara para encender una varilla de incienso, levantó la tapa del incensario y puso cuidadosamente el incienso dentro. Observé que éste era zanxijang púrpura, el incienso más fino, compuesto por hierbas aromáticas, almizcle y polvo de oro; este incienso difunde por la habitación no un olor pesado, picante y cerrado sino el aroma de los campos estivales. La criada se sentó en el suelo al lado de mi cama, dócil y silenciosa, esperando con los ojos discretamente bajados a que el fragante y tranquilizador perfume invadiera la habitación Pero a mí no me calmó del todo; me sentía casi tan nervioso como si fuera un novio de verdad. Traté, pues, de conversar un poquito con la doncella, pero o bien la habían enseñado a mostrarse imperturbable o desconocía por completo el mongol, porque ni siquiera levantó la mirada. Finalmente se oyó otro golpecito en la puerta y su dama entró orgullosamente. Me alegró comprobar que era bella, excepcionalmente bella para una mongol, aunque no tan delicada y fina y de rasgos de porcelana como su criada.
—Buen encuentro, buena mujer —dije de nuevo en mongol —. Y la recién llegada contestó con un murmullo:
—Sain bina, sain urkek.
—¡Vamos! No me llames hermano —dije con una risa trémula.
—Es el saludo normal.
—Bueno, por lo menos procura no tratarme como a un hermano. Continuamos charlando de modo muy ligero, sin duda, casi inane, mientras la doncella la ayudaba a desembarazarse de sus considerables galas nupciales. Yo me presenté y ella soltó una especie de catarata verbal contándome que se llamaba Setsen, que pertenecía a la tribu mongol llamada Kerait, y que era cristiana nestoriana, pues todos los keraits se habían convertido de golpe por obra de un antiguo obispo nestoriano itinerante, y ella no había salido nunca de su ignoto pueblo en las remotas regiones septentrionales de Tannu-Tuva, un país de cazadores de pieles, hasta que la seleccionaron para el concubinato y la transportaron a un centro comercial llamado Urga, donde, para su sorpresa y alegría, el wang provincial le había dado la calificación de veinticuatro quilates y la había enviado hacia el sur, a Kanbalik. Dijo también que nunca había visto a un ferenghi, y que le excusara su descaro, pero ¿el color pálido de mi cabello y de mi barba era natural o se había vuelto gris con la edad? Expliqué a Setsen que mi edad no era mucho mayor que la suya y que aún estaba muy lejos de la senilidad, como podía haber deducido ella misma por la excitación creciente que se apoderaba de mí mientras miraba cómo se desvestía. Le prometí darle más pruebas de mi vigor juvenil, cuando la criada hubiese salido de la habitación. Sin embargo la chica, después de depositar a su dama desnuda a mi lado se sentó de nuevo en el suelo al lado de la cama como si estuviese dispuesta a quedarse, y ni siquiera apagó la luz. O sea que la conversación que mantuvimos después Setsen y yo fue peor que inane, fue ridícula.
—Ya puedes despedir a tu criada —le dije.
—La lon-gya no es una criada. Es una esclava —respondió ella
—Lo que sea. Ya puedes despedirla.
—Tiene orden de atender a mi qingdu chukai, a mi desfloración.
—Yo anulo la orden.
—No podéis, señor Marco. Es mi ayudante.
—Igual me da, Setsen, aunque fuera tu obispo nestoriano. Prefiero que ayude desde fuera.
—No puedo enviarla fuera, ni vos tampoco. Está aquí por orden del alcahuete de la Corte y de la dama matrona de las concubinas.
—Yo estoy por encima de matronas y alcahuetes. Estoy aquí por orden del kan de todos los kanes.
Setsen pareció ofendida.
—Pensaba que estabais aquí porque teníais ganas de estar.
—Bueno, esto por supuesto —dije, inmediatamente arrepentido —. Pero lo que no esperaba es que hubiera público aplaudiendo mis proezas.
—No aplaudirá. Es una lon-gya. No dirá nada.
—Perdizión. Me importa un comino que cante un inno imeneo, sólo deseo que lo haga fuera.
—¿Qué es esto?
—Un himno nupcial. Un himno de himeneo. Celebra… bueno, celebra la rotura de… es decir, la desfloración.
—Pero ella está aquí precisamente por esto, señor Marco.
—Para cantar.
—No, no, como testigo. Se irá cuando vos… cuando ella vea la mancha en la sábana. Se irá a informar a la dama matrona de que todo es como debía ser. ¿Entendéis?
—El protocolo, sí. Vaj!
Miré a la chica que parecía ocupada estudiando las circunvoluciones blancas del incensario, sin prestar la menor atención a nuestra disputa. Me alegré de no ser un novio auténtico, porque las circunstancias me habrían impedido estar a la altura de mi anterior bravata. Sin embargo, puesto que era únicamente una especie de novio suplente y que ni la novia ni su doncella consideraban embarazosa la situación, ¿por qué iba a sentirme yo cohibido? Procedí, pues, a proporcionar la prueba que estaba esperando la esclava, y Setsen colaboró amable aunque inexpertamente a ello, y durante estos esfuerzos la esclava, por lo que pude ver, nos prestó tanta atención como si nos hubiésemos quedado igual de inertes que su incensario. Pero al cabo de un rato Setsen se inclinó fuera de la cama, sacudió por un hombro a la muchacha y ésta se levantó, ayudó a desenredar la ropa de cama y las dos encontraron la manchita roja. La esclava asintió con la cabeza, nos sonrió brillantemente, se inclinó, apagó de un soplo la lámpara, salió de la habitación y nos dejó para que ejecutáramos solos las consumaciones no obligatorias que se nos antojaran.
Setsen me dejó por la mañana, y yo me reuní con el kan y sus cortesanos para cazar durante todo el día con halcones. Incluso Ali Babar me acompañó, después de asegurarle yo que la caza con halcón no comportaba para el cazador tantos riesgos como otras especialidades más duras, por ejemplo, la caza del jabalí. Levantamos muchas piezas aquel día y el resultado fue bueno. La aguda vista del halcón le permite ver, vigilar, abatirse y cazar incluso a la luz del crepúsculo, y por ello toda la compañía pernoctó en el palacio de campo de zhugan. Regresamos a Shangdu al día siguiente, con abundancia de aves y liebres para las ollas de la cocina, y aquella noche, después de una buena cena de caza, recibí a la segunda contribución de Kubilai a la mejora de la raza mongol.
Sin embargo, también vino precedida por una esclava con un incensario blanco de porcelana en las manos, y cuando descubrí que era la misma bella esclava del día anterior, traté de comunicarle el desconcierto que sentía por obligarla a asistir a dos
noches nupciales. Pero ella se limitó a sonreír de forma encantadora y o no pudo o no quiso entenderme. Por ello cuando la doncella mongol llegó y se presentó con el nombre de Jehol le dije:
—Perdona mi poco viril agitación, Jehol, pero me parece más que inquietante que la misma monitora supervise dos veces mis actos nocturnos.
—No os preocupéis por la lon-gya —dijo Jehol con indiferencia —. No es más que una esclava del vil pueblo min de la provincia de Fujian.
—¿De veras? —pregunté interesado por la información —. ¿Min auténtica? Sin embargo no me gusta que nadie compare mis sucesivas actuaciones, su grado de energía, de estupración o de eficacia o de lo que sea.
Jehol se limitó a reír y dijo:
—No hará ninguna comparación, ni aquí ni en el departamento de las concubinas. Es incapaz de hacer nada así.
En aquel momento Jehol se había desnudado tanto, con ayuda de la esclava, que apartó
mi mente de otros temas. Dije, pues:
—Bueno, si a ti no te preocupa, supongo que tampoco yo debo preocuparme —y la noche siguió un curso igual a la anterior.
Pero cuando llegó la noche de la siguiente doncella mongol, cuyo nombre era Yesukai, y ésta entró precedida por aquella misma esclava min y su mismo incensario, planteé de nuevo las mismas objeciones. Yesukai se encogió de hombros y dijo:
—En el palacio de Kanbalik teníamos muchas criadas y esclavas. Pero cuando la dama matrona nos trajo a Shangdu para pasar la temporada llegamos con sólo unas cuantas domésticas, y esta esclava es la única lon-gya del grupo. Si nosotras, las chicas, tenemos que contentarnos con ella, vos también tenéis que acostumbraros.
—Quizá ella sea admirablemente reticente en relación a lo que pasa en esta habitación —gruñí —. Pero ya ha dejado de preocuparme que pueda hablar o no indiscretamente. Lo que temo es que después de unas cuantas noches como ésta empiece a reír.
—No puede reír —dijo Cheren, que fue la siguiente doncella mongol en visitarme —. Como tampoco puede hablar ni oír. La esclava es una lon-gya. ¿No conocéis esta palabra? Significa sordomuda.
—¿En serio —murmuré, mirando a la esclava con más compasión que antes —. No me extraña que no haya contestado nunca cuando me he quejado de ella. Durante todo este tiempo he supuesto que lon-gya era su nombre.
—Si alguna vez tuvo un nombre, no puede decirnos cuál es —comentó Toghon, la siguiente doncella mongol —. En el departamento de las concubinas la llamamos Huisheng. Pero sólo lo hacemos por malicia femenina, cuando nos burlamos de ella.
—Huisheng —repetí —. ¿Qué malicia hay en ello? Me parece un nombre muy melifluo.
—Es un nombre muy impropio, porque significa Eco —dijo Dev-let, la siguiente doncella mongol —. Pero no importa. Ni lo oye ni responde a él.
—Un Eco sin sonido —dije, y sonreí —. Quizá sea un nombre impropio, pero es una paradoja agradable. Huisheng, Huisheng…
A Ayuka, la séptima u octava de las doncellas mongoles le pregunté:
—Cuéntame, ¿busca deliberadamente tu dama matrona a esclavas sordomudas para la tarea de supervisar las noches nupciales?
—No las busca. Las hace así desde su infancia: que sean incapaces de escuchar a escondidas y de chismorrear. No pueden emitir un sonido de sorpresa o de desaprobación si ven cosas extrañas en el dormitorio, ni luego contar las cosas perversas que han presenciado. Si alguna vez se portan mal y hay que pegarles no pueden gritar.
—Bruto barabáo! ¿Las hace así? ¿Cómo?
—En realidad la dama matrona encarga a un médico chamán que lleve a cabo la
operación enmudecedora —dijo Merghus, que era la octava o novena doncella mongol —. Mete un espetón al rojo por cada oreja y por el cuello hasta la garganta. No sé cómo se hace exactamente, pero miradla bien: veréis una diminuta cicatriz en su garganta. Miré, y así era. Pero vi más cuando puse los ojos en Huisheng, porque Kubilai estaba en lo cierto al decir que las muchachas min eran de una belleza insuperable. Por lo menos aquélla lo era. Por ser una esclava no llevaba la cara empolvada de blanco como las demás mujeres nativas de estos países, ni el complicado y rígido peinado de las señoras mongoles. Su piel de color melocotón pálido era la suya propia, y su cabello formaba simples ondas suaves sobre la cabeza. La pequeña cicatriz en forma decreciente de su cuello era su única tara, lo que no podía decirse de las nobles doncellas a las que servía. La mayoría de ellas habían crecido al aire libre, en duras condiciones de vida, entre caballos y otros animales, y tenían muchas muescas, hoyos y abrasiones que estropeaban incluso las zonas más íntimas de su carne.
En aquel momento Huisheng estaba sentada en la postura más graciosa y atractiva que pueda adoptar una mujer inconscientemente. Estaba prendiendo una flor en su suave cabello negro sin saber que alguien la miraba. Su mano izquierda sostenía la flor rosada sobre su oreja izquierda y se ayudaba con la mano derecha arqueada sobre la cabeza. Esta disposición particular de la cabeza, las manos, los brazos y la parte superior del torso convierte a cualquier mujer, vestida o desnuda, en un poema de curvas y ángulos suaves: la cara vuelta un poco hacia abajo y a un lado, los brazos enmarcándola en una composición armoniosa, la línea del cuello fluyendo suavemente hacia el pecho, los senos dulcemente levantados por los brazos en alto. En esta postura incluso una mujer vieja parece joven, una mujer gorda parece flexible, una mujer escuálida parece esbelta, y una mujer bella no es nunca más bella que entonces.