El viajero (57 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Y otro dijo:

—Estas montañas son los Muztagh, los Guardianes. Procurad atravesarlas completamente y salir de ellas antes de que la primavera se convierta en verano, porque entonces empieza a soplar el Bad-i-sad-o-bist, el terrible Viento de Ciento Veinte Días. Y todavía otro hombre dijo:

—Estas montañas son el Trono de Salomón, el Tajt-i-Sulaiman. Si encontráis en sus alturas algún torbellino, podéis estar seguros de que sale de alguna caverna cercana, del antro de uno de los demonios que mandó al exilio el buen rey Salomón. Buscad esa caverna, tapadla con rocas y el viento cesará.

Hicimos, pues, nuestro equipaje, pagamos nuestra pensión, nos despedimos de las personas que habíamos conocido y nos pusimos de nuevo en marcha, mi padre, mi tío, Narices y yo, cabalgando sobre nuestras cuatro monturas y conduciendo un caballo de carga y dos caballos de carga más con una principesca cantidad de objetos valiosos. Fuimos directamente al este de Balj, a través de pueblos llamados Jolm, Qonduz y Taloqn, que al parecer sólo servían de mercados para los criadores de caballos que habitan aquellos pastizales. En esa región todo el mundo cría caballos y está

continuamente comerciando en los mercados sementales y yeguas de crianza con sus vecinos. Los caballos son de buena estampa, comparables a los árabes, pero la forma de su cabeza no es tan delicada. Cada criador asegura que su ganado desciende de Bucefalas, el corcel de Alejandro. Cada criador afirma que su ganado es el único con esta distinción, lo cual es ridículo, si se tiene en cuenta la cantidad de transacciones. Sin embargo no vi a ningún caballo con la cola de pavo real que llevaba Bucefalas en las ilustraciones del Libro de Alejandro que yo había contemplado tanto en mi juventud. En aquella estación los pastizales estaban cubiertos de nieve, y no pudimos comprobar la disminución de la vegetación a medida que avanzábamos hacia el este. Pero lo notábamos, porque el suelo debajo de la nieve se llenaba de guijarros, luego de rocas y dejamos de ver pueblos, y los caravasares que encontrábamos por la pista eran cada vez menos frecuentes y adecuados. Después de pasar el último pueblo, un puñado de chozas con pilares de piedra que se llamaba Keshem, situado en las colinas que precedían a las montañas, tuvimos que hacer nuestros propios puntos de parada quizá tres noches de cada cuatro. Este modo de vida no era muy idílico, dormir bajo las tiendas y bajo nuestros chapones en la nieve, el frío y el viento, y obligados generalmente a comer para cenar las raciones de viaje secas o saladas.

Habíamos temido que la vida al aire libre sería especialmente dura para tío Mafio. Pero él no se quejó nunca, ni cuando lo hacían los más sanos. Decía que se sentía mejor en aquel aire punzante y frío, tal como había predicho el hakim Josro, su tos había disminuido y en los últimos tiempos no escupía ya sangre. Dejaba que los demás nos encargáramos de las tareas pesadas, pero no quiso que abreviáramos las marchas en consideración a su estado, y cada día se sentaba en su silla o en los tramos más duros caminaba al lado de su caballo, tan infatigable como cualquiera de nosotros. De todos modos no nos apresurábamos, porque sabíamos que tendríamos que detenernos para el resto del invierno cuando llegáramos a la muralla de montañas. En definitiva, después de viajar un tiempo por aquella dura pista comiendo raciones duras, el resto de la expedición estábamos casi tan delgados como tío Mafio, y no deseábamos esforzarnos

nada. Sólo Narices conservaba su barriga, pero ahora parecía un elemento menos integrante de su persona, como si llevara un melón debajo de su ropa. Cuando llegamos al río Ab-e-Pany, lo remontamos por su amplio valle hacia el este, y a partir de entonces empezamos a subir, alcanzando una altura superior a la del resto del mundo. Cuando se habla de un valle uno piensa normalmente en una depresión en la tierra, pero aquélla tiene muchos farsajs de ancho y su nivel sólo es inferior si se lo compara con las montañas que se levantan a lo lejos a ambos lados de él. Si ese valle estuviera situado en algún otro lugar del mundo no estaría en el mundo, sino a una altura inmensurablemente grande sobre él, entre las nubes, y los ojos mortales no po-drían verlo, y sería inalcanzable como el cielo. Pero no es que el valle se parezca en nada al cielo, porque es frío, duro e inhóspito, en absoluto fragante, suave y acogedor. El paisaje se mantenía invariable: un ancho valle de rocas caídas y de arbustos creciendo entre ellas, todo abrigado bajo colchas de nieve; el río de aguas blancas corría en medio, y a lo lejos a ambos lados estaban las montañas blancas y afiladas como colmillos. Allí no cambiaba nunca nada excepto la luz, que iba desde los amaneceres de color de melocotón a los anocheceres de color de rosas encendidas, y en medio, cielos tan azules que eran casi púrpuras excepto cuando el valle se cubría con nubes de lana gris mojada que exprimían de su interior nieve o aguanieve. El suelo no era plano en ningún lugar, estaba formado continuamente por una confusión de rocas, peñascos y taludes que teníamos que superar rodeándolos o salvándolos con cuidado. Pero aparte de estas subidas y bajadas, nuestra continua ascensión era imperceptible para la vista, y podíamos casi imaginar que continuábamos todavía en la llanura. Porque cada noche, cuando nos deteníamos para acampar, las montañas a ambos lados del horizonte parecían igual de altas que la noche anterior. Pero esto se debía a que las montañas aumentaban de altura a medida que ascendíamos por aquel valle inclinado. Era como subir por una escalera cuya barandilla fuera subiendo al mismo tiempo, y si uno no se asomaba no podía ver que más allá todo se estaba quedando cada vez más abajo.

Sin embargo, varios indicios nos confirmaban que estábamos subiendo sin cesar. Uno era el comportamiento de los caballos. Nosotros éramos animales de dos piernas que cuando desmontábamos ocasionalmente para caminar un rato podíamos ignorar físicamente que cada paso que dábamos hacia adelante era un poco más alto, pero los animales con un par de patas detrás y un par delante sabían muy bien que estaban o caminaban siempre por un plano inclinado. Y como los caballos no son tontos, exageraban astutamente su penosa andadura para que pareciera un terrible esfuerzo y no los obligáramos a andar más de prisa.

Otro indicio de la subida era el río que corría a lo largo del valle. Nos habían dicho que el Ab-e-Pany es una de las fuentes del Oxus, el gran río que Alejandro pasó y volvió a pasar, y que en su libro se describe como de inmensa amplitud y curso lento y tranquilo. El Ab-e-Pany que acompañaba nuestra pista no era ancho ni profundo, pero se precipitaba a lo largo del valle como una interminable estampida de caballos blancos que hacían saltar por el aire crines y colas. A veces incluso sonaba más como una estampida que como un río, porque el ruido de sus aguas en cascada se perdía a menudo bajo el rozar, el rechinar y el retumbar de las rocas de tamaño considerable que hacía rodar y chocar a lo largo de su cauce. Un ciego hubiese podido contar que el Ab-e-Pany se estaba precipitando ladera abajo, y para poder adquirir tal impulso el extremo superior tenía que estar situado a una altura muy superior. Desde luego en la estación invernal el río no podía disminuir ni por un instante su ritmo tumultuoso, porque se habría congelado inmediatamente, y más abajo el Oxus dejaría de existir. Esto era claro, porque cualquier chapoteo, salpicadura y lamedura de agua sobre las orillas rocosas se

convertía instantáneamente en un hilo blanco azulado. A consecuencia de esto caminar cerca del río era más traidor que hacerlo sobre el suelo cubierto de nieve y además las salpicaduras de agua que nos alcanzaban se helaban sobre las piernas y flancos de nuestros caballos y los nuestros propios, por ello siempre que podíamos manteníamos nuestro camino bien alejado del río.

Otra señal de nuestra continua escalada era el perceptible enrarecimiento del aire. Cuando he contado este hecho a personas que no han viajado, a menudo no me han creído e incluso se han burlado. Yo sé tan bien como ellos que el aire carece siempre de peso, y que es impalpable excepto cuando se mueve en forma de viento. Cuando los incrédulos me preguntan cómo es posible que un elemento que carece de todo peso pueda tener todavía menos peso, no sé que responderles; sólo sé que es un hecho cierto. En esas alturas montañosas el aire va perdiendo cada vez más su sustancia, y hay pruebas que lo demuestran.

En primer lugar una persona ha de respirar más profundamente para llenarse los pulmones. Esto no se debe a un jadeo ocasionado por un movimiento rápido o por un fuerte ejercicio; una persona parada tiene que hacer lo mismo. Cuando yo hacía algún esfuerzo, cargar la albarda de un caballo por ejemplo o escalar una roca que bloqueaba el camino, debía respirar tan de prisa, con tanta dureza y tan profundamente que tenía la sensación de que nunca lograría aspirar el aire suficiente para sustentarme. Algunos incrédulos rechazan este hecho como una ilusión provocada por el tedio y el esfuerzo y Dios sabe que tuvimos que luchar mucho con ellos, pero yo continúo afirmando que aquel aire insustancial era un hecho muy real. Aduciré además el hecho de que tío Mafio, quien tenía que respirar profundo como todos nosotros no se veía afligido con tanta frecuencia por la necesidad de toser ni lo hacía de modo tan doloroso. Era evidente que el aire enrarecido de las alturas no apretaba con tanta pesadez sus pulmones y él no necesitaba espirarlo con esfuerzo tan a menudo.

Tengo otra prueba. El fuego y el aire, que carecen de peso, son los más relacionados entre sí de los cuatro elementos; todo el mundo estará de acuerdo en esto. Y en las tierras altas, donde el aire es débil, también lo es el fuego. Quema más azulado y oscuro que amarillo y brillante. Esto no se debía sólo a que quemábamos la leña del arbusto local burtsa; experimenté quemando otras cosas más familiares, como papel, y la llama resultante era también débil y lánguida. Aunque encendiésemos un fuego de campamento bien surtido y con mucha leña, tardábamos más tiempo en asar una pieza de carne o en hervir un cazo de agua que en las tierras bajas. No sólo esto, sino que el agua hirviendo tardaba más de lo acostumbrado en cocer lo que le poníamos dentro. En aquella estación invernal no había grandes caravanas por el camino, pero en ocasiones nos encontramos con otros grupos de viajeros. La mayoría eran cazadores y tramperos de pieles que se desplazaban de un lugar a otro de las montañas. El invierno era su estación de trabajo y al llegar la estación más clemente de la primavera llevarían a mercar a una de las ciudades de las tierras bajas los cueros y pieles que habían almacenado. Sus peludos y pequeños caballos de carga llevaban un montón de pieles enfardadas de zorro, de lobo, de pardo, de urial, que es una oveja salvaje, y de gordal que es un animal entre una cabra y un qazel Los cazadores y tramperos nos dijeron que el valle que estábamos recorriendo hacia arriba se llamaba el Waján, o a veces el Pasillo de Waján, porque tiene a lo largo muchos pasos de montaña que se abren hacia él, como las puertas de un pasillo, y el valle constituye tanto la frontera entre las tierras de más allá como su acceso. Dijeron que hacia el sur los pasos que salían del Pasillo llevaban a tierras llamadas Chitral, Hunza y Cachemira, y por el este conducían a un país llamado To-Bhot y por el norte al país de Tazhikistán.

—¿Ah, Tazhikistán está allí? —preguntó mi padre dirigiendo la mirada hacia el norte —.

En este caso, Mafio, no estamos muy lejos de la ruta que seguimos para volver a casa.

—Cierto —dijo mi tío con tono cansado y aliviado —. Sólo tenemos que pasar a Tazhikistán, luego recorrer una corta distancia hacia el este hasta la ciudad de Kashgar y estaremos de nuevo en el Kitai de Kubilai.

Los cazadores llevaban también sobre sus caballos de carga muchos cuernos de una especie de oveja salvaje llamada artak, y yo que hasta entonces sólo había visto las cornamentas más pequeñas de animales como la qazel, las vacas y las ovejas domésticas, quedé muy impresionado por aquellos cuernos. Su raíz era tan gruesa como mi muslo, y desde allí trazaban apretadas espirales hasta la punta. En la cabeza del animal las puntas quedaban separadas a tanta distancia como la altura de una persona; pero si se pudieran deshacer las espirales y enderezar el cuerno, cada uno de ellos tendría la longitud de una persona. Eran objetos tan magníficos que yo imaginé que los cazadores los cogían y vendían como adornos dignos de admiración. No, me respondieron riendo, aquellos grandes cuernos se cortaban y tallaban para fabricar todo tipo de artículos útiles: cuencos para comer, tazones para beber, estribos de silla e incluso herraduras de caballo. Dijeron que un caballo calzado con esas herraduras de cuerno no resbalaba ni en los caminos más resbaladizos.

(Muchos meses después y a mayor altura en las montañas, cuando vi a algunas de esas ovejas artak vivas y libres en la naturaleza, las juzgué tan espléndidamente bellas que me apenó que las mataran por motivos simplemente utilitarios. Mi padre y mi tío, para los cuales la utilidad significaba comercio y éste lo significaba todo, se rieron como habían hecho los cazadores y me amonestaron Por mi sentimentalismo, y desde entonces llamaron sarcásticamente al artak, la «oveja de Marco».) Mientras íbamos subiendo el Waján, las montañas a ambos lados continuaban siendo tan majestuosas como siempre, pero ahora, cuando dejaba de nevar lo suficiente para que levantáramos los ojos, a la inmensidad de las montañas, notábamos que se iban acercando. Y las capas de hielo a ambos lados del río Ab-e-Pany eran más gruesas y azules, y se cerraban contra la rápida corriente, limitándola a un cauce más estrecho, como si ilustraran vividamente que el invierno estaba apretando sus garras sobre la tierra.

Día a día las montañas continuaron acercándose a nosotros y finalmente otras se levantaron también delante nuestro, hasta que aquellos titanes nos rodearon por todas partes excepto por detrás. Habíamos llegado al extremo superior de aquel alto valle, y la nevada cesó brevemente, las nubes se abrieron y pudimos ver los picos blancos de las montañas y el cielo frío y azul reflejados magníficamente en un lago tremendamente helado, el Chaqmaqtin. El río Ab-e-Pany cuyo curso habíamos ido siguiendo salía de debajo del hielo en el extremo occidental del lago, y por lo tanto decidimos que el lago era la fuente del río y en definitiva la cabecera del fabuloso Oxus. Siguiendo su costumbre mi padre y mi tío lo marcaron así en el mapa del Kitab correspondiente a esa región, que era muy impreciso. Yo no pude ayudarles mucho a localizar nuestra posición, porque el horizonte era demasiado alto y recortado y no pude utilizar el kamal. Pero cuando el cielo nocturno se aclaró, la altura de la Estrella del Norte me permitió

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