El viajero (60 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—Cierto, los judíos nos adaptamos a las circunstancias de nuestra dispersión por el mundo. Pero los domm hacen algo que nosotros nunca haremos. Buscan la aceptación de los demás adoptando humildemente la religión local dominante. —Rió de nuevo —.

¿Lo ves? Cualquier pueblo despreciado puede encontrar siempre otro más vil al cual despreciar y desdeñar.

Yo respiré fuerte y dije:

—De esto se deduce que también los domm tienen alguien a quien despreciar.

—Ah, claro. A todo el resto de la creación. Para ellos tú, yo y todos los demás somos los gazhi, palabra que únicamente significa «los engañados, las víctimas», los que pueden ser estafados y embaucados.

—Me imagino que una chica guapa, como vuestra Chiv, no necesita engañar a… El sacudió con impaciencia la cabeza.

—Llegaste aquí gimoteando con la historia de que la belleza despertaba tus sospechas.

¿Llevabas algo de valor encima?

—¿Crees que soy burro y que llevo cosas de valor a una casa de putas? Sólo llevaba unas monedas y mi cuchillo de cinto. ¿Dónde está mi cuchillo?

Shimon sonrió compasivamente. Pasé de un salto por su lado, y entré como una furia en la habitación trasera, donde encontré a Chiv contando alegremente un puñado de monedas de poco valor.

—¿Tu cuchillo? Ya lo he vendido. ¿Soy rápida, no? —dijo mientras yo la miraba desde arriba echando chispas —. No esperaba que lo echaras a faltar tan pronto. Lo vendí a un pastor tazhik que acaba de pasar por la puerta trasera, es decir, que el cuchillo ha

volado. Pero no te enfades conmigo. Robaré un cuchillo mejor a otra persona, lo guardaré hasta que vuelvas y te lo daré. Esto lo haré… por la gran estima que te tengo, y por tu guapura, tu generosidad y tus proezas excepcionales en la surata. Como es natural después de tantos elogios se esfumó mi enfado y le dije que procuraría visitarla de nuevo. Sin embargo cuando salí por segunda vez pasé furtivamente al lado de Shimon y de su rueda, más o menos como había salido de otro burdel en otra ocasión, pero entonces vestido con ropa de mujer.

2

Creo que si se lo hubiésemos pedido, Narices nos habría encontrado un pez en un desierto. Cuando mi padre le pidió que buscara un médico para que opinara sobre la aparente mejora de la tisichezza de tío Mafio, Narices no tuvo ninguna dificultad en encontrar a uno, a pesar de que estábamos en el Techo del Mundo. Y el hakim Mimdad, anciano y calvo, nos pareció un doctor competente. Era persa, y este solo hecho ya lo calificaba como hombre civilizado. Viajaba como conservador de la salud de una caravana de mercaderes persas de qali. En su misma conversación general ya dio pruebas de que su conocimiento de la profesión era más que rutinario. Recuerdo que nos dijo:

—Yo, personalmente, prefiero prevenir las enfermedades a curarlas, aunque la prevención no ingrese dinero en mi bolsa. Por ejemplo, digo a todas las madres de este campamento que hiervan la leche que dan a sus hijos. Tanto si es de yak, de camello o de lo que sea, les advierto que hay que hervirla primero en una vasija de hierro. Como todo el mundo sabe los peores yinn y otros tipos de demonios sienten repulsión por el hierro. Y he comprobado con experimentos que hervir la leche libera de la vasija un jugo de hierro que se mezcla con la leche y ahuyenta a cualquier yinn que pudiera estar al acecho para infligir alguna enfermedad al niño.

—Parece razonable —dijo mi padre.

—Soy un gran defensor de los experimentos —continuó el viejo hakim —. Las reglas y recetas aceptadas de la medicina están muy bien, pero he descubierto a menudo, mediante experimentos, nuevas curas que no se explican por las viejas reglas. La sal marina, por ejemplo. Ni el mayor de todos los curadores, el sabio ibn Sina, parece haber notado que existe una diferencia sutil entre la sal marina y la obtenida de los campos de sal del interior. En ninguno de los antiguos tratados se adivina motivo alguno que explique esta diferencia. Pero hay algo en la sal marina que previene y cura la gota y otras inflamaciones tumorosas del cuerpo. Esto me lo han demostrado los experimentos. Yo decidí en mi fuero interno pedir excusas a los pequeños mercaderes de sal chola de quienes me había burlado.

—¡Bueno, dotór Balanzón! —dijo estentóreamente mi tío, aplicándole con malicia el nombre de aquel personaje cómico veneciano —. Dejemos esto y explicadme qué

prescribís para mi maldita tisichezza: sal marina o leche hervida. El hakim procedió, pues, a su examen de diagnóstico, tocando aquí y allí a tío Mafio y haciéndole preguntas. Al cabo de un rato dijo:

—No puedo saber si la tos era muy grave. Pero como vos decís, actualmente no lo es, y no oigo mucha crepitación dentro del pecho. ¿Os duele ahí?

—Sólo de vez en cuando —respondió mi tío —. Y supongo que se explica, después de los ataques de tos que padecí.

—Pero permitidme una suposición —dijo el hakim Mimdad —. Notáis el dolor únicamente en un lugar. Bajo vuestra costilla izquierda.

—Sí, es cierto.

—Además vuestra piel está muy caliente. ¿Es constante esta fiebre?

—Viene y va. Viene, sudo, y se va.

—Abrid la boca, por favor. —Le miró el interior de la boca y luego le levantó los labios para mirar las encías —. Ahora enseñadme las manos. —Las miró del derecho y del revés

—. ¿Puedo arrancaros un pelo de la cabeza?

Así lo hizo y tío Mafio no se estremeció; el médico estudió el cabello, doblándolo en sus dedos. Luego preguntó:

—¿Sentís la necesidad frecuente de hacer kut?

Mi tío se echó a reír e hizo rodar lascivamente los ojos:

—Siento muchas necesidades, y frecuentemente. ¿Cómo se hace kut?

El hakim adoptó una actitud paciente, como si estuviera tratando con un niño, y se pasó

la mano significativamente por el trasero.

—¡Ah, kut es merda! —bramó mi tío sin dejar de reír —. Sí, tengo que cagar con frecuencia. Desde que el anterior médico me administró su maldito purgante, he sufrido la cagasangue. Me hace trotar continuamente. Pero ¿qué tiene esto que ver con una afección de los pulmones?

—Creo que no tenéis la hast nafri.

—¿No tiene la tisichezza? —preguntó mi padre sorprendido —. Pero estuvo tosiendo sangre continuamente…

—No era de los pulmones —dijo el hakim Mimdad —, sino de las encías, que exudan sangre.

—Bueno —dijo tío Mafio —, no es mala noticia enterarse de que los pulmones no le fallan a uno. Pero veo que sospecháis la existencia de otra enfermedad.

—Os pediré que hagáis aguas en esta pequeña jarra. Os diré más cosas cuando haya inspeccionado los síntomas de diagnóstico en la orina.

—Experimentos —murmuró mi tío.

—Exactamente. Mientras tanto si el posadero Iqbal me trae unas yemas de huevo me gustaría que me dejarais pegar unos cuantos papelitos más con el Corán.

—¿Hacen algún bien?

—No hacen ningún mal. Gran parte de la medicina consiste precisamente en esto: en no hacer daño.

Cuando el hakim se fue con la jarrita de orina, tapándola con una mano para impedir la contaminación, yo también salí del caravasar. Me fui primero a las tiendas de los chola tamiles, les dije unas frases de excusa y les deseé prosperidad a todos, lo cual pareció

ponerles más nerviosos de lo que ya estaban, y luego me dirigí por aquellos vericuetos al establecimiento del judío Shimon.

Pedí de nuevo que engrasaran mi herramienta, pedí de nuevo a Chiv, el patrón me la dio y ella, tal como había prometido, me regaló un nuevo cuchillo, de calidad; y para demostrarle mi gratitud intenté superar mis anteriores proezas en la ejecución de la surata. Luego me detuve un momento al salir y regañé de nuevo al viejo Shimon.

—Desde luego vuestras ideas son terribles. Me contasteis muchas cosas insultantes sobre el pueblo romm, pero ved el espléndido regalo que esta chica me ha hecho a cambio de mi viejo cuchillo.

Se encogió de hombros con indiferencia y dijo:

—Podéis estar contento de que no os lo haya metido entre las costillas. Le enseñé mi cuchillo.

—Nunca vi otro igual. Se parece a una daga ordinaria ¿verdad? Tiene una sola hoja ancha. Pero observad: cuando la clavo en una presa aprieto la empuñadura: así. Y esta hoja ancha se separa en dos que saltan como un resorte y una tercera hoja interior que estaba escondida se proyecta entre ellas para clavarse más profundamente en la presa.

¿No es un maravilloso invento?

—Sí. Ahora recuerdo este cuchillo. Lo afilé no hace mucho. Y os sugiero que si lo guardáis, lo tengáis a mano. Pertenecía a un montañés hunzuk, un hombre muy alto que nos visita en ocasiones. Ignoro su nombre, pero todo el mundo le llama simplemente el Aprietacuchillos, por su habilidad en el manejo del arma, y porque lo utiliza con facilidad cuando su humor… ¿Tenéis que iros ya?

—Mi tío está en cama —dije, mientras salía por la puerta —. No debería haberme ausentado tanto tiempo.

No llegué a saber si era una broma pesada del judío, pero no tropecé con ningún hunzik alto e iracundo entre la tienda de Shimon y el caravasar. Para evitar un enfrentamiento de este tipo, los dos días siguientes permanecí prudentemente cerca del edificio principal de la posada escuchando, en compañía de mi padre o de mi tío, los consejos del posadero Iqbal.

Cuando nosotros alabamos con entusiasmo la buena leche que daban las yaks y nos maravillamos de la bravura de los bho que se atrevían a ordeñar a aquellos monstruos, Iqbal nos dijo:

—Hay un truco sencillo para ordeñar a una hembra de yak sin peligro. Acercadle una cría para que la lama y la toque con el morro y aguantará tranquila y serena que le quiten la leche.

Pero no todas las noticias que nos llegaron en aquella época fueron bien recibidas. El hakim Mimdad se presentó de nuevo para conferenciar con tío Mafio, y empezó

proponiendo gravemente hacerlo en privado. Estábamos presentes mi padre, Narices y yo, y los tres nos levantamos para salir de la habitación, pero mi tío nos detuvo con un movimiento perentorio de mano:

—No guardo secreto ningún tema que pueda afectar en su momento a mis socios de expedición. Lo que tengáis que decir nos lo podéis decir a todos. El hakim se encogió de hombros.

—En este caso tened la bondad de bajaros el pai-yamah…

Así lo hizo mi tío y el hakim estudió su ingle desnuda y su gran zab:

—Esta falta de pelo, ¿es natural u os afeitáis vos mismo?

—Me lo quito con un ungüento llamado mumum. ¿Por qué?

—Sin el pelo puede observarse fácilmente la decoloración —dijo el hakim, señalando —. Mirad vuestro abdomen. ¿Veis ese tono gris metálico de la piel, aquí?

Mi tío miró y también lo hicimos los demás. Él preguntó:

—¿La ha causado el mumum?

—No —respondió el hakim Mimdad —. Noté esta misma lividez en la piel de las manos. Cuando os quitéis vuestras botas de chamus observaréis la misma lividez en los pies. Estas manifestaciones tienden a confirmar lo que ya sospechaba cuando os hice mi anterior examen y al observar vuestra orina. La he traído aquí en una jarra blanca para que podáis verla vos mismo. Observad el color fumoso que tiene.

—¿Y…? —dijo tío Mafio mientras se subía la ropa —. Quizá aquel día comí pilaf de colores. No lo recuerdo.

El hakim movió negativamente la cabeza de modo lento pero decidido.

—He visto ya demasiados síntomas, como he dicho. Las uñas de vuestros dedos están opacas. Vuestro pelo es quebradizo y se rompe fácilmente. Me falta por ver todavía otro síntoma confirmador, pero vos debéis haberlo observado ya en algún lugar de vuestro cuerpo. Una pequeña pústula gomatosa que no acaba de curarse. Tío Mafio le miró como si el médico hubiese sido un brujo, y dijo impresionado:

—Una picada de mosca, que tuve en Kashan. Una simple picada, nada más.

—Mostrádmela.

Mi tío se arremangó la manga izquierda. Cerca de su codo había un punto rojo, rabioso y brillante. El hakim se inclinó para estudiarlo.

—Decidme si me equivoco. Cuando la mosca os picó por primera vez, la picada se curó

y se formó una pequeña cicatriz, con toda naturalidad. Pero luego la llaga se abrió de nuevo encima de la cicatriz y curó de nuevo y luego volvió a entrar en erupción, siempre más allá del punto original…

—No os equivocáis —dijo mi tío débilmente —. ¿Qué significa?

—Confirma mi diagnóstico definitivo: que estáis sufriendo la kala-azar. La enfermedad negra, la enfermedad mala. Desde luego procede de la picada de una mosca. Pero ésta es la encarnación de un yinni malvado. Un yinni que toma astutamente la forma de una mosca tan pequeña que nadie imaginaría que pudiese albergar tanto mal.

—Bueno, tampoco es insoportable. Un poco de piel manchada, algo de tos y de fiebre, una pequeña llaga…

—Pero desgraciadamente no se mantendrá mucho tiempo en este nivel. Las manifestaciones se multiplicarán y se agravarán. Vuestro pelo quebradizo se romperá y quedaréis calvo en todas partes. La fiebre provocará emaciación, astenia y cansancio, hasta que ya no podáis moveros. El dolor que sentís bajo la costilla procede de un órgano llamado bazo. Este dolor aumentará y este punto empezará a hincharse terriblemente hacia fuera y se endurecerá y perderá toda función. Mientras tanto la lividez se difundirá por toda la piel y la piel se oscurecerá hasta tornarse negra, y producirá bolsas de gummata y furúnculos y escamaciones, hasta que todo el cuerpo, incluyendo la cara, se parezca a una gran masa de uvas pasas negras. En aquel momento estaréis deseando ardientemente la muerte. Y moriréis, desde luego, cuando os falle la función del bazo. Si no os tratáis de modo inmediato y continuo moriréis con toda seguridad.

—¿Pero hay tratamiento?

—Sí. Éste es. —El hakim Mimdad sacó un saquito de tela —. Este medicamento está

formado principalmente por un metal pulverizado, un triturado de un metal llamado estibio. Es un seguro vencedor de los yinni y una cura segura de la kala-azar. Si empezáis a tomarlo ahora, en cantidades muy diminutas, y continuáis tomándolo tal como yo os lo prescriba, pronto empezaréis a mejorar. Recuperaréis el peso perdido. Volveréis a tener fuerza. Vuestra salud será de nuevo óptima. Pero este estibio es la única cura.

—¿Bien? Es evidente que sólo se necesita una cura. Acepto con alegría la que me proponéis.

—Lamento deciros que el estibio, aunque detiene la kala-azar, produce por otra parte un efecto físico perjudicial. —Hizo una pausa —. ¿Estáis seguro de que no queréis continuar esta consulta en privado?

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