Mientras tanto tío Mafio también se comportaba como un célibe, de modo casi ostentoso. Durante un tiempo supuse que todavía estaba llorando la muerte de Aziz. Pero pronto se vio que se estaba debilitando demasiado, físicamente, para poder dedicarse a las frivolidades. En los últimos tiempos su tos persistente se había convertido en insistente. Ahora le llegaba en forma de ataques tan fuertes que le dejaban muy debilitado, le obligaban a guardar cama y a descansar. Su aspecto era bastante sano, parecía tan robusto como siempre y tenía buen color. Pero cuando empezó a encontrarse terriblemente cansado para dar un simple paseo desde el caravasar al bazar y volver, mi padre y yo hicimos caso omiso de sus protestas y llamamos a un hakim. La palabra hakim significa únicamente «sabio», no necesariamente versado en medicina o calificado profesionalmente o con la necesaria experiencia, y se puede aplicar como título a quien lo merece, por ejemplo al médico de confianza de una corte palaciega, o a quien no lo merece, como el adivino del futuro de un bazar o a un viejo mendigo que recoge y vende hierbas. Nos daba, pues, algo de aprensión la posibilidad de que no encontráramos en estas partes a una persona con la ciencia real de un médego. Habíamos visto a mucha gente en la ciudad con afecciones demasiado evidentes, la mayoría hombres con bocios colgantes, como escrotos o melones, por debajo de sus mandíbulas, y esto no nos inspiraba mucha confianza en las artes médicas de la localidad. Pero el amo de nuestro caravasar nos buscó a un cierto hakim Josro, y pusimos a tío Mafio en sus manos.
Al parecer el hakim sabía lo que se hacía. Tuvo que proceder sólo a un breve examen para comunicar el diagnóstico a mi padre:
—Vuestro hermano está sufriendo el hast nafri. Esto significa uno-de-ocho, y lo llamamos así porque causa la muerte de uno de cada ocho enfermos. Pero incluso los afectados mortalmente a menudo tardan mucho tiempo en fallecer. Los yinni de esta enfermedad no tienen prisa alguna. Vuestro hermano me ha contado que está en este estado desde hace algún tiempo, y que ha empeorado gradualmente.
—Entonces se trata de la tisichezza —dijo mi padre moviendo la cabeza solemnemente —. En el país de donde venimos se le llama también la enfermedad sutil. ¿Puede curarse?
—En siete de cada ocho casos, sí —respondió el hakim Josro bastante alegremente —. Para empezar, necesitaré algunas cosas de la cocina.
Llamó al posadero para que le facilitara huevos, semillas de mijo y harina de cebada. Luego escribió algunas palabras sobre unos trocitos de papel.
—Son versículos poderosos del Corán —dijo, y pegó estos papeles sobre el pecho desnudo de tío Mafio con un poco de yema de huevo mezclada con semilla de mijo —. Los yinni de esta enfermedad parece que tienen una cierta afinidad con las semillas de mijo.
Luego pidió al posadero que le ayudara a salpicar el torso de mi tío con harina y a restregarlo todo, y le ató unas cuantas pieles de cabra alrededor de su cuerpo explicando:
—Esto promueve la transpiración activa de los venenos de los yinni.
—Malevolenza —gruñó mi tío —. Ni siquiera puedo rascarme el codo cuando me pica. Luego empezó a toser. El polvo de harina o el excesivo calor dentro de las pieles de cabra le provocaron un ataque de tos peor que nunca. Tenía los brazos atados por la
envoltura de pieles y no podía golpearse el pecho para aliviarse, ni taparse la boca, y la tos continuó hasta que parecía a punto de ahogarse, y su rostro rubicundo se puso más rojo todavía, y proyectó manchitas de sangre sobre la blanca aba del hakim. Al cabo de un rato de sufrir esta agonía, empalideció y se desmayó, y yo pensé que se había realmente ahogado.
—No, no os alarméis, joven —dijo el hakim Josro —. Éste es el curso que sigue la naturaleza para curar. Los yinni de esta enfermedad no molestan a su víctima cuando no tiene conciencia de que lo hacen. Observad que cuando vuestro tío está desmayado no tose.
—En tal caso sólo le queda morir y quedará curado definitivamente de su tos —observé
escépticamente.
El hakim rió sin ofenderse y dijo:
—No desconfiéis, tampoco. La hast nafri sólo puede detenerse dejando tiempo a la naturaleza, y yo sólo puedo ayudar a la naturaleza. Ved, se está despertando, y el ataque ha pasado ya.
—Gésu! —murmuró débilmente tío Mafio.
—De momento —dijo el hakim —la mejor perspectiva es descanso y transpiración. Ha de guardar cama excepto cuando tenga que ir a la mustarah, cosa que hará con frecuencia, porque también le recetaré un fuerte purgante. Siempre hay yinn escondidos en los intestinos, y no hace ningún mal eliminarlos. De modo que cada vez que el paciente vuelva de la mustaran a la cama, uno de vosotros, puesto que yo no estaré siempre aquí, debe aplicarle una nueva capa de harina de cebada y envolverlo de nuevo con las pieles. Yo vendré de vez en cuando y escribiré nuevos versículos para pegarle al pecho. Mi padre, yo y el esclavo Narices nos turnamos cuidando de tío Mafio. Pero esta obligación no era muy pesada, excepto por tener que escuchar sus continuas quejas sobre su forzosa postración, y al cabo de un tiempo mi padre decidió que quizá
convendría sacar más partido de nuestra estancia en Balj. Dejaría a Mafio a mi cuidado y él y Narices viajarían hasta la capital de estas regiones para presentar sus respetos al gobernador local (cuyo título era sultán) y para darnos a conocer a él como emisarios del gran kan Kubilai. Desde luego el título de capital de aquella ciudad era únicamente nominal y su sultán era como el sha Zaman de Persia un soberano sólo de nombre, subordinado al kanato mongol. Pero el viaje permitiría también a mi padre enriquecer nuestros mapas con más detalles y designaciones modernas. Por ejemplo nuestro Kitab llamaba a aquella ciudad Kofes, y era Nikaia en tiempos de Alejandro, pero en nuestros días y por estos lugares se le llamaba siempre Kabul. Así, pues, mi padre y Narices ensillaron dos de nuestros caballos y se dispusieron a partir. La noche anterior a su marcha, Narices se me acercó sigilosamente. Al parecer había notado mi estado de privación amorosa y de soledad, y quizá quería evitar que me metiera en líos cuando me quedara solo en Balj.
—Señor Marco —me dijo —, hay una cierta casa en esta ciudad. Es la casa de un gebr, y yo creo que vale la pena echarle un vistazo.
—¿Un gebr? —repliqué —. ¿Es algún tipo de animal raro?
—No es del todo raro, pero bestial sí lo es. Un gebr es uno de los persas que no han aceptado nunca la luz del profeta (que la bendición y la paz sean con él). Estas personas continúan venerando a Ormuzd, el antiguo y desacreditado dios del fuego, y llevan a cabo muchas prácticas malvadas.
—Oh —dije, perdiendo interés —. ¿Por qué tengo que visitar la casa de otra religión pagana y bastarda?
—Porque los gebr, que no están sometidos a la ley musulmana, se mofan como era de esperar de toda decencia. Su casa por delante es una tienda que vende artículos de
amianto, pero por detrás es una casa de citas, que el gebr alquila a amantes ilícitos para que tengan sus citas clandestinas. Por las barbas, aquella casa es una verdadera abominación.
—¿Y qué quieres que haga? Ve tú mismo y denúncialo a un muftí.
—Es lo que sin duda debería hacer, porque soy un devoto musulmán, pero no pienso actuar todavía. No pienso hacerlo hasta que vos hayáis verificado la abominación del gebr, amo Marco.
—¿Yo? ¿Y a mí qué diablos me importa?
—¿No sois los cristianos más escrupulosos todavía en lo concerniente a la decencia de los demás?
—Yo no detesto a los amantes —dije con un suspiro de autocompasión —. Los envidio. Me gustaría tener a una para llevarla a la puerta trasera del gebr.
—Bueno, el gebr también comete otra ofensa contra la moral. Si alguien no dispone de una amante adecuada. el gebr tiene instaladas a dos o tres chicas jóvenes y las alquila.
—Humm. Esto está tomando un cariz más pecaminoso. Hiciste bien en comunicarme este hecho, Narices. Si pudieses indicarme dónde está esa casa recompensaría adecuadamente tu vigilancia casi cristiana…
Así pues, al día siguiente, mientras caía la nieve y después de que él y mi padre hubiesen partido hacia el sureste, y tras asegurarme de que tío Mafio estaba bien envuelto en sus pieles de cabra, entré en la tienda que Narices me había mostrado. Había un mostrador con montones de rollos y piezas de alguna tela pesada, y había también sobre el mostrador un cuenco de barro cocido lleno de petróleo que alimentaba una mecha de llama amarilla y brillante, y detrás del mostrador estaba un anciano persa con una barba roja de hinna.
—Mostradme vuestros artículos blandos —pedí, tal como Narices me había dicho.
—La habitación de la izquierda —me indicó el gebr, moviendo su barba en dirección a una cortina de cuentas en la parte posterior de la tienda —. Un dirham.
—Me gustaría un artículo de gran belleza —dije concretando. Él se burló:
—Mostradme a una belleza entre estas rústicas campesinas y os pagaré yo a vos. Dad gracias porque los artículos estén limpios. Un dirham.
—Bueno, con agua basta para apagar el fuego —repliqué.
El hombre me miró irritado como si le hubiese escupido la cara, y entonces comprendí
que no había dicho precisamente lo más discreto ante una persona que al parecer adoraba el fuego. Dejé rápidamente mi moneda sobre el mostrador y penetré a través de la ruidosa cortina.
La pequeña habitación tenía colgadas por todas partes ramitas de acacia que esparcían un dulce aroma, y su único mueble era un brasero de carbón y un charpai, que es una cama basta constituida por un marco de madera con cuerdas entrelazadas. La chica no tenía una cara más bonita que la única mujer a la cual había pagado también para hacer uso de ella, Malgarita, la chica de la barca. La de la habitación era evidentemente de alguna tribu local porque hablaba el lenguaje pastun dominante allí, y su vocabulario de farsi comercial era lamentablemente escaso. Si me dijo su nombre no lo capté, porque cuando una persona habla pastun parece como si estuviera carraspeando, escupiendo y tosiendo de modo repetido y simultáneo.
Pero como había dicho el gebr, la chica iba bastante más limpia de cuerpo que Malgarita. De hecho se quejó inequívocamente de que yo no iba lo bastante limpio, y con cierta razón. No me había puesto para ir allí mi ropa recién comprada; era demasiado pesada y me costaba mucho meterme y salir de ella. Tenía, pues, la misma ropa que había llevado mientras atravesaba el Gran Desierto de Sal y el Karabil, y me
imagino que emitía un pronunciado olor. Desde luego mi ropa estaba tan endurecida por el polvo, el sudor, la porquería y la sal que casi podía tenerse en pie cuando me la quitaba.
La chica la aguantó con la punta de los dedos y el brazo extendido lo más que pudo y dijo «¡sucio-sucio!» y «dahb!» y «bohut purana!» y varios sonidos más en pastun, como gárgaras, indicativos de asco. Luego añadió:
—Envío tuyas, mías juntas, para limpiar.
Ella se quitó rápidamente sus ropas, hizo un fardo con las mías, gritó algo, sin duda para llamar a una criada, y le entregó el bulto Por la puerta. Confieso que mi atención se centró en el primer cuerpo desnudo de mujer que había visto desde Kashan; sin embargo observé que la ropa de la chica era de un material tan basto y grueso, que si bien estaba más limpia que la mía también casi podía tenerse en pie.
El cuerpo de la chica era más atractivo que su cara, porque era delgado pero con un par de pechos increíblemente grandes, redondos y firmes para una figura delgada como la suya. Supongo que éste era uno de los motivos por los cuales la chica había escogido una carrera en la que trataría principalmente con infieles de paso. Los hombres musulmanes se sienten más atraídos por una base de gran tamaño, y no admiran mucho los pechos de la mujer, porque los consideran únicamente como pitones de leche. De todos modos confié que la chica hiciera fortuna en la carrera que había escogido mientras todavía era joven y apetecible. Las mujeres de estas tribus «alejandrinas», mucho antes de llegar a la mediana edad, engordan tanto en el resto de su persona que sus pechos, antes tan espléndidos, se convierten en un elemento más de una serie de porciones carnosas que descienden desde sus múltiples barbillas hasta los rodetes del abdomen.
Otro motivo por el cual esperaba que la chica hiciera fortuna era que la carrera que había escogido sin duda no le daba placer. Cuando intenté compartir con ella la satisfacción del acto sexual excitándola con caricias en el zambur, descubrí que carecía de él. En la punta superior de su mihrab, donde debería encontrarse la diminuta clave de afinar, no noté la menor protuberancia. Durante un momento pensé que era tabzir, como exige el Islam. En aquel lugar no tenía más que una fisura de tejido blando cicatrizado. Esta falta pudo disminuir mi propio placer en las distintas eyaculaciones, porque cada vez que yo estaba a punto de soltar el spruzzo y que ella gritaba «Ghi, ghi, ghi-ghi»… que significaba «Sí, sí, sí-sí», yo era consciente de que la chica sólo fingía su propio éxtasis, y la cosa me producía tristeza. Pero ¿quién soy yo para calificar de criminales las prácticas religiosas de otros pueblos? Además pronto descubrí que también a mí me faltaba algo importante.
El gebr se acercó a la puerta, la aporreó y gritó:
—¿Qué esperas tener por un solo dirham, eh?
Tuve que admitir que ya había sacado partido de mi dinero, dejé a la chica y me levanté. Ella salió por la puerta, desnuda, para buscar una jofaina de agua y una toalla, y mientras tanto llamó por el pasillo para que le devolvieran la ropa que había dado a lavar. Puso la jofaina de agua perfumada con tamarindo sobre el brasero de la habitación para calentarla, y estaba utilizándola para lavar mis partes cuando se oyó el siguiente golpe en la puerta. Pero la criada entregó únicamente la ropa de la chica, acompañándola con una larga tirada en pastun que debía de ser una explicación. La chica volvió hacia mí con una expresión inescrutable en su rostro y dijo, como si me hiciera una pregunta:
—¿Tus ropas queman?
—Sí, supongo que pueden quemarse. ¿Dónde están?
—No están —respondió, mostrándome con un gesto que sólo tenía las suyas.
—Ah, no te referías a quemarse, sino a secarse. ¿No es así? ¿Las mías no están secas todavía?
—No. Desaparecidas. Tu ropa toda quemada.
—¿Qué significa esto? Dijiste que las lavarían.
—No lavar. Limpiar. No en agua. En fuego.