El viajero (121 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—No, pero lo traeré.

—Ah, en este caso, cuando lo traigáis…

—Sólo os pido que suspendáis las actuaciones hasta que lo traiga. Suponiendo, claro, que viva todavía. ¿Vive?

—Claro que sí —dijo altaneramente —. No soy un carnicero. Se puso incluso a reír sacudiendo la cabeza como si yo hubiese dudado estúpidamente de su habilidad profesional.

—Entonces concededme el honor, maestro Ping, de aceptar esta muestra de agradecimiento —dije señalando el montoncito de dinero esparcido por la mesa —.

¿Compensará esto vuestra bondad?

Él se limitó a emitir un gruñido de indiferencia, pero empezó rápidamente a sacar las monedas de oro del montón de dinero sin que al parecer mirara lo que hacía. Me fijé por primera vez en que sus dedos tenían uñas increíblemente largas y curvas, como garras. Yo le dije ansiosamente:

—Tengo entendido que la mujer fue condenada a la Muerte de un Millar. El acariciador dejó de lado despreciativamente el papel moneda, metió las monedas en su faltriquera y contestó:

—No.

—¿No? —repetí yo esperanzado.

—El mandato especificaba la Muerte Mas Allá de un Millar.

Quede de momento aturdido, pero temí pedir más detalles y le dije:

—Bueno, ¿supongo que esto puede aplazarse un momento, hasta que pueda traer una orden de revocación del gran kan?

—Puede aplazarse —respondió, quizá con demasiada facilidad —. Suponiendo que estéis seguro de que lo deseáis. Tened en cuenta esto, señor Marco… ¿os llamáis así? Creo que os recuerdo. Procuro ser honesto en mis transacciones, señor Marco. No vendo mi mercancía sin enseñarla. Lo mejor sería que entrarais y echarais un vistazo a lo que estáis comprando. Si me lo pedís os reembolsaré esta suma, como muestra de aprecio. Dio media vuelta y atravesó la habitación con pasos menudos hasta la puerta tachonada de hierro, la abrió para que yo pasara, y le seguí hasta la habitación interior: ¡Dios mío!

Hubiese preferido no hacerlo.

La prisa desesperada que me embargaba por rescatar a Mar-Yanah no me había dado tiempo para considerar algunas cosas. Era lógico que por el solo hecho de ser una mujer bella hubiese inspirado al acariciador las torturas más infernales, prolongadas con la mayor crueldad durante el mayor tiempo posible. Pero había otra cosa. La orden de ejecución le habría informado de que Mar-Yanah era la esposa de un tal Ali Babar, y el maestro Ping no habría tardado mucho en enterarse de que Ali era el antiguo esclavo que había visitado aquellas mismas habitaciones, y que había disgustado tanto al acariciador. (Cuando le vio había preguntado con la mayor repulsión: «¿Quién… es… éste?») Y Ping habría recordado que aquel esclavo era mi esclavo, y que yo había sido un visitante todavía más inoportuno. (Yo, sin saber que él entendía el farsi, le había llamado «individuo afectado que disfruta con los dolores de los demás».) Él tenía, pues, todas las razones posibles para extremar al máximo sus atenciones al sujeto condenado, que era la esposa del vil esclavo de Marco Polo, quien en una ocasión le había insultado con tanta desfachatez. Y ahora tenía delante suyo a ese mismo Marco Polo, suplicando abyectamente, pidiendo un favor y encogiéndose de terror. El acariciador no sólo estaba dispuesto a mostrarme el resultado de su pericia, sino que estaba diabólicamente ansioso y orgulloso por hacerme comprender que una parte importante de este resultado se debía a mi propia y estúpida impertinencia.

En la habitación interior de paredes de piedra, alumbrada con antorchas, manchada de sangre, y con un olor nauseabundo, el maestro Ping y yo quedamos uno al lado del otro mirando al objeto central de aquel espacio, una cosa roja, brillante, que goteaba e incluso humeaba ligeramente. O más bien yo lo miraba mientras él me miraba de reojo, recreándose y esperando mi comentario. Durante un rato no dije nada. No podría haber dicho nada, porque tragaba saliva repetidamente para evitar que él oyera mis movimientos de náusea o que me viera vomitar. Entonces, probablemente para provocarme, se puso a explicar con pedantería la escena que teníamos delante.

—Supongo que observaréis que las caricias han seguido su curso desde hace algún tiempo. Mirad el cesto y veréis que quedan relativamente pocos papeles para sacar y abrir. Solo quedan estos ochenta y siete papeles, porque hoy he llegado al papel novecientos treinta. Quizá no lo creáis, pero este único papel me ha tenido ocupado toda la tarde, trabajando hasta las últimas horas. Esto se explica porque cuando lo abrí

contenía la tercera directiva referente a la «joya roja» del sujeto, y era algo difícil de encontrar entre todo este revoltijo de carne que queda entre los dos muñones de los muslos, y como es lógico ya me había dedicado a esa parte en dos ocasiones anteriores. Necesité, pues, de toda mi habilidad y concentración para… Al fin conseguí recuperar las fuerzas para interrumpirle y repliqué secamente:

—Me dijisteis antes que esto era Mar-Yanah y que aún vivía. Esto no es ella y es imposible que viva.

—Sí, lo es y lo es, sí. Además todavía puede continuar viviendo con tratamientos y

cuidados adecuados, suponiendo que alguien tenga tan poca consideración que desee conservarla. Acercaos, señor Marco, y comprobadlo vos mismo. Lo hice. Aquello estaba vivo y era Mar-Yanah. En lo alto de la cosa, donde debía de estar la cabeza, colgaba de lo que sin duda había sido el cuero cabelludo una única trenza de pelo no arrancada todavía de raíz, y era larga, era pelo de mujer, y aún podía distinguirse su color negro rojizo, y era pelo rizado, el de Mar-Yanah. Además la cosa hizo un ruido. No podía haberme visto, pero pudo haber oído oscuramente mi voz a través de la abertura restante donde antes hubo una oreja y quizá incluso pudo haber reconocido mi voz. El ruido era un sonido balbuceante y barboteante, pero parecía que dijera débilmente:

—¿Marco?

Me dirigí al acariciador con un tono de voz controlado y frío, del cual no me habría creído nunca capaz y le dije como si conversáramos normalmente:

—Maestro Ping, en una ocasión me explicasteis con todo detalle la Muerte de un Millar, y me parece que corresponde a esto. Sin embargo acabáis de aplicar a esto otro nombre.

¿En qué consiste la diferencia?

—La diferencia es trivial. No puede esperarse que la notéis. Como sabéis, la Muerte de un Millar consiste en ir reduciendo gradualmente al sujeto, extirpándole trozos, recortando, agujereando, reventando, etcétera, mediante un proceso prolongado con intervalos de descanso durante los cuales el sujeto toma comida y bebida para seguir viviendo. La Muerte Más Allá de un Millar es más o menos la misma cosa y sólo difiere en que se dan de comer al sujeto únicamente trozos de su mismo cuerpo. Y para beber, sólo se le dan… ¿qué estáis haciendo?

Yo había desenvainado mi cuchillo de cinto y lo había hundido en la masa rojiza y reluciente en donde supuse que estaban los restos del pecho de Mar-Yanah, y di a la empuñadura el apretón adicional que disparaba las tres hojas y las clavaba firmemente. Confié que de este modo la cosa que tenía delante quedaría más muerta que antes, pero sólo quedó desplomada algo más desmañadamente, y ya no emitió más ruidos. En aquel instante recordé que hacía mucho tiempo había asegurado al marido de Mar-Yanah que no mataría nunca conscientemente a una mujer, y recordé que él había comentado con indiferencia: «Todavía sois joven.»

El maestro Ping quedó mudo de estupor, y me miró con ojos furiosos rechinando de dientes. Pero yo alargué fríamente la mano y le arranqué el paño de seda con que había limpiado sus manos. Lo utilicé para limpiar mi cuchillo y lo tiré bruscamente en su dirección mientras cerraba el cuchillo y lo metía de nuevo en la vaina de mi cinto. El me dirigió una mirada de desprecio y odio y dijo:

—Habéis echado a perder los toques finales más refinados que faltaban. Y os iba a conceder el privilegio de asistir. ¡Qué lástima! —Cambió la expresión de desprecio por una sonrisa burlona —. De todos modos fue un impulso comprensible por parte, claro, de un lego y de un bárbaro. Y al fin y al cabo habíais pagado por ella. —No he pagado por ella, maestro Ping —le dije y apartándole a un lado salí de allí. 2

Tenía prisa por volver con Buyantu, porque no quería que mi ausencia la pusiera nerviosa, y además prefería esperar lo más posible para comunicar a Ali Babar la triste noticia. Pero no podía dejarle retorciéndose de manos en el purgatorio de la ignorancia, así que volví a mis antiguas habitaciones en donde él me esperaba. Ali, con una falsa demostración de alegría, hizo un gesto majestuoso y dijo:

—Todo está restaurado, amueblado y decorado de nuevo. Pero al parecer nadie pensó en

asignaros nuevas criadas. Es decir, que voy a quedarme esta noche por si necesitáis… —La voz le falló —. Oh, Marco, parece que estáis afectado. ¿Es lo que yo temo?

—Desgraciadamente, sí, viejo camarada, está muerta.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y murmuró:

—Tanha… hamisé…

—No sé cómo contarlo de modo fácil. Lo siento. Pero se ha liberado ya de la cautividad y del dolor. —Era mejor, por lo menos de momento, que pensara que su muerte había sido fácil —. En otra ocasión te explicaré la manera y el motivo de su muerte, porque fue un asesinato, un asesinato innecesario. La mataron únicamente para hacernos daño, a ti y a mí, y tú y yo vamos a vengarla. Pero esta noche, Ali, no me preguntes nada ni te quedes aquí. Sin duda quieres irte y llorar esta perdida solo, y yo tengo mucho que hacer, tengo que poner en marcha nuestra venganza.

Di media vuelta y me fui bruscamente, porque si me hubiese preguntado algo no habría podido mentirle. Pero lo poco que le había dicho había aumentado mi furia y mi sed de sangre, o sea que en lugar de ir directamente a ver a Buyantu en el Pabellón del Eco, me dirigí primero a las habitaciones del ministro Achmad.

Me cerraron el paso sus centinelas y criados. Decían que el valí había estado ocupadísimo todo el día con los preparativos para el regreso del gran kan y el recibimiento de la emperatriz viuda, que estaba muy fatigado, se había ido ya a la cama y que ellos no se atrevían a anunciar una visita. Pero yo grité con furia:

—¡No me anunciéis! Dejadme pasar.

Y lo hice tan ferozmente que se apartaron de mi paso murmurando con miedo:

—A vuestra cuenta y riesgo corre, maestro Polo —y yo, sin que nadie me anunciara y sin ninguna demostración de cortesía, abrí de golpe la puerta de los aposentos privados del árabe.

Entonces recordé inmediatamente las palabras de Buyantu sobre las «excéntricas fantasías» de Achmad y expresiones similares del artista maestro Zhao formuladas mucho antes. Cuando irrumpí en el dormitorio, sorprendí allí a una mujer muy alta, que desapareció rápidamente por otra puerta. La vi sólo de refilón, vestida voluptuosamente con una ropa transparente y ondulante del color de la flor llamada lila. Tuve que suponer que era la misma mujer alta y robusta que había visto antes en sus habitaciones. Aquel capricho concreto de Achmad había durado por lo visto bastante tiempo; pero luego el tema dejó de interesarme. Me enfrenté con el hombre, que yacía en la gran cama con sábanas de color lila, recostado sobre almohadas del mismo color. Él me miró

con calma, sin que sus ojos de piedra negra temblaran ante la tormenta que debieron de ver en mi rostro.

—Supongo que estáis cómodo —dije entre dientes —. Disfrutando de vuestra vida de cerdo, porque no durará mucho.

—No es muy cortés llamar cerdo a un musulmán, siendo vos consumidor de cerdo. Además os estáis dirigiendo al primer ministro de este reino. Cuidado con lo que hacéis.

—Me estoy dirigiendo a un hombre caído en desgracia, depuesto y muerto.

—No, no —dijo con una sonrisa poco agradable —. Podéis ser el actual gran favorito de Kubilai, Folo, invitado incluso a compartir sus concubinas, según creo, pero él no amputará nunca su buena mano derecha.

Consideré un momento sus palabras y contesté:

—Sabed que yo no me habría considerado nunca un personaje muy importante en Kitai, y desde luego no me habría considerado rival vuestro ni amenaza contra vos, si no lo hubierais expresado ahora con tanta claridad. Y ahora mencionáis a las doncellas mongoles que tuve en mis brazos. ¿Os molesta que vos nunca hayáis tenido ninguna?

¿O que no pudierais nunca tener ninguna? ¿Fue éste el último corrosivo que afecto

vuestro sentido común?

—Haramzadé! ¿Vos importante? ¿Un rival? ¿Una amenaza? Me basta con tocar el gong que tengo al lado de la cama para que mis hombres os troceen en un instante. Y mañana por la mañana sólo tendría que explicar a Kubilai que me habíais hablado tal como lo estáis haciendo ahora. Él no le daría la menor importancia ni haría el menor comentario, y vuestra existencia se olvidaría tan fácilmente como su final.

—¿Por qué no lo hacéis, entonces? ¿Por qué no lo habéis hecho todavía? Dijisteis que me haríais lamentar haber desafiado vuestras órdenes expresas: ¿por qué hacérmelo lamentar poco a poco? ¿Por qué os limitáis a amenazarme furtiva e indolentemente, y destruís al mismo tiempo a la gente inocente que me rodea?

—Me divierte hacerlo así. El infierno es lo que duele más, y yo puedo hacer lo que me place.

—¿Podéis? Quizá habéis podido hasta ahora. Pero esto se ha acabado.

—Oh, creo que no. Para mi próxima diversión puedo hacer públicas algunas pinturas que el maestro Zhao ejecutó para mí. El nombre de Folo se convertirá en el hazmerreír de todo el kanato. El ridículo es lo que más duele. —Antes de que pudiera preguntarle de qué hablaba, pasó a otro tema —. ¿Sabéis realmente, Marco Folo, quién es este valí a quien pretendéis desafiar? Hace muchos años empecé como consejero de la princesa Jamui de la tribu Kungurat de los mongoles. Cuando el kan Kubilai la convirtió en su primera esposa y ella pasó a ser la katun Jamui, la acompañé a esta corte. Desde entonces he servido a Kubilai y al kanato, en muchos cargos. Asumí últimamente, y de esto hace muchos años, el segundo cargo en importancia del reino. ¿Creéis de veras que podéis derribar un edificio de cimientos tan sólidos?

Volví a pensar un momento y dije:

—Quizá os sorprenda, valí, pero os creo. Creo que os habéis entregado totalmente a vuestro servicio. Probablemente no sabré nunca por qué motivo, en una etapa tan tardía habéis permitido que unos celos indignos os corrompan induciéndoos a la malversación.

—Esto lo decís vos. En toda mi carrera no he hecho nada deshonesto.

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