—¡No, no! —exclamó retorciéndose una vez más —. ¡Oh, para mí fue mucho más que esto! Lo juro, aunque no puedo esperar que me comprendas.
—Sacro, no lo comprendo. Si sólo se tratara de un experimento casual, por curiosidad, lo entendería, porque también yo he hecho cosas semejantes. Pero sé que has persistido mucho tiempo con esta locura. ¿Cómo es posible?
—Él lo quiso así. Y al cabo de un tiempo incluso la degradación se hace habitual.
—¿No has sentido nunca el deseo, por mínimo que fuera, de romper con este hábito?
—Él no me ha dejado.
—¡No te ha dejadol ¡Oh, tío!
—Es un… un hombre malvado, quizá… pero dominante.
—También lo eras tú antes. Caro Gésu! ¡Qué bajo has caído! Sin embargo antes dijiste que éste era un asunto de negocios. Debo saber la verdad: ¿está enterado mi padre de todo esto? ¿De este enredo?
—No. No de éste. No del de ahora. Nadie lo sabe, excepto tú. Y me gustaría que te lo quitaras de la cabeza.
—Puedes estar seguro de que así lo haré —contesté mordazmente —cuando muera. Supongo que sabes que Achmad quiere acabar conmigo. ¿Estuviste enterado de esto todo el tiempo?
—No, no lo sabía, Marco. También esto te lo juro.
Luego mi tío, al estilo femenino, como las mujeres que quieren llevar cualquier conversación por caminos donde puedan correr sin obstáculos, impedimentos o contradicción, empezó a charlar con más elocuencia.
—Acabo de enterarme, sí, porque esta noche cuando entraste en la habitación, al salir de ella me quedé escuchando detrás de la puerta. Sólo en otra ocasión me quedé en sus habitaciones mientras tú y él conversabais y procuré comportarme correctamente y no escuchar nada. Él nunca me reveló la animosidad que sentía contra ti, ni las maniobras clandestinas que estaba llevando a cabo para perjudicarte. Oh, yo sabía, y lo confieso,
que no era amigo tuyo. A menudo hacía comentarios despectivos acerca de «este incordio de sobrino tuyo»; a veces se refería en broma a «este bonito sobrino tuyo», y a veces cuando estábamos los dos en la intimidad hablaba de «este provocador sobrino tuyo». Y hace poco, cuando un mensajero de Shangdu le informó confidencialmente que Kubilai había premiado tus servicios de guerra permitiéndote hacer de semental con una colección de yeguas mongoles, Achmad empezó a llamarte «nuestro descarriado sobrino guerrero» y «nuestro rebelde y voluptuoso sobrino». Y recientemente, en nuestros momentos más íntimos, cuando estábamos… cuando él estaba… bueno, lo hacía con una dureza y profundidad desacostumbradas, como si quisiera hacerme daño, y decía casi gimiendo: «¡Tómate ésta, sobrino, y ésta¡»
Y al correrse, casi gritaba…
Se detuvo, porque yo me había tapado las orejas con las manos. Los sonidos pueden producir náuseas, como las cosas vistas. Y yo me sentía casi tan mareado de asco como me había sentido antes al mirar la carne desollada y sin miembros que había sido Mar-Yanah
—Pero no —dijo, cuando le escuché de nuevo —. Hasta esta noche no he sabido lo mucho que te odiaba. Ahora sé que esta pasión le ha impulsado a cometer muchos actos terribles y que continúa todavía intentando desacreditarte y destruirte. Desde luego, yo sabía que era un hombre apasionado… —Y la náusea se apoderó otra vez de mí, porque él se puso de nuevo a gimotear y dijo entre sollozos —: Pero amenazarte con servirse incluso de mí… de las pinturas de nosotros dos…
Yo le increpé duramente:
—¿Entonces qué? Ha pasado ya algún tiempo desde que oíste estas amenazas. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Confío que si te has quedado haciéndole compañía ha sido para matar a ese hijo de una perra saqal.
—¿Matar mi… matar al primer ministro del kanato? Vamos, vamos, Marco. Tú has tenido las mismas oportunidades que yo, y más motivos, pero no lo has hecho.
¿Prefieres que en lugar tuyo lo haga tu pobre y viejo tío, y condenarlo así a las caricias del acariciador?
—Adrio de vu! Sé que has matado en otras ocasiones, y sin tantos remilgos femeninos. Por lo menos en este caso habrías tenido más posibilidades que yo de escapar sin que te descubrieran. Supongo que Achmad tiene una puerta trasera por donde entrar sin ser visto, como haces tú.
—Piensa, Marco, que él, aparte de todo es el primer ministro de este reino. ¿Imaginas el revuelo y los gritos? ¿Crees que quien lo mate puede escapar sin ser descubierto?
¿Cuánto tiempo tardaría en saberse mi participación, no sólo como asesino, sino… sino como otra cosa más?
—¡Ahí está! Has estado a punto de decirlo. Lo que te da miedo no es el asesinato, sino el castigo que lleva consigo. Bueno, a mí no me da miedo matar ni morir. Te prometo lo siguiente: voy a cazar a Achmad antes de que él me cace a mí. Puedes decírselo así
cuando vuelvas a abrazarte con él.
—Marco, te lo ruego, como se lo rogué a él: ¡piénsalo! Por lo menos él te contó la verdad. No hay ni un solo testigo ni la menor prueba que permita acusarlo, y su palabra tendrá más peso que la tuya. Si intentas enfrentarte con él perderás con toda seguridad.
—Y si no lo hago, también pierdo. O sea que lo único que falta por considerar y lo único que te preocupa es si tú vas a perder a tu amante contra natura. Quienquiera que esté con él está contra mí. Tú y yo somos de la misma sangre, Mafio Polo, pero si tú puedes olvidarlo, también puedo yo.
—Marco, Marco. Discutamos esto como hombres racionales.
—¿Hombres?
La voz se me quebró al pronunciar esta palabra, se me quebró de puro cansancio, confusión y pena. En presencia de mi tío me había acostumbrado a sentirme más o menos como el chico que era cuando empezamos los dos nuestro viaje. Ahora, de repente, en presencia de aquel travestí me sentí mucho mayor que él, y mucho más fuerte. Pero no estaba seguro de que mi fortaleza fuera suficiente para resistir aquel nuevo conflicto de sentimientos, que se añadía a todas las demás emociones de aquel día, y temí que acabara derrumbándome y que empezara a llorar y a gimotear. Para evitarlo levanté la voz y grité de nuevo:
—¿Hombres? ¡Aquí! —Agarré de su mesita de noche un reluciente espejo de mano, de bronce —. ¡Mírate en el espejo, hombre! —y lo arrojé a su regazo de matrona cubierta de sedas —. No voy a conversar más con una mona pintarrajeada. Si quieres hablar de nuevo conmigo, que sea mañana, y ven con la cara limpia. Ahora me voy a acostar. Éste ha sido el día más duro de toda mi vida.
Desde luego había sido el día más duro, pero aún no había finalizado. Me fui dando traspiés a mis habitaciones como una liebre perseguida y herida que corre a su madriguera sintiendo las fauces de los perros que se cierran detrás suyo a un paso de distancia. Las habitaciones estaban oscuras y vacías, pero no las confundí con una madriguera segura. El valí Achmad podía saber muy bien que estaba solo y sin servicio, incluso podía haber ordenado a los mayordomos de palacio que así lo dispusieran y decidí pasarme la noche sentado, despierto y vestido. En todo caso estaba tan agotado que no podía desvestirme, pero también tan soñoliento que me pregunté si podría vencer el sueño.
Apenas había caído derrengado sobre un banco cuando me desperté con los ojos muy abiertos, como una liebre acosada, al sentir que mi puerta se abría lentamente y que una tenue luz entraba a su través. Tenía ya la mano sobre mi cuchillo cuando vi que sólo era una criada inofensiva sin armas. Las criadas normalmente tosían o hacían algún sonido anunciador antes de entrar en una habitación, pero ésta no lo había hecho porque no podía. Era Huisheng, Eco silencioso. Los mayordomos de palacio podían haberse descuidado de asignarme servicio, pero el kan Kubilai no se descuidaba ni olvidaba nunca nada. A pesar de todas las preocupaciones del día, había recordado la última promesa que me había hecho. Huisheng entró llevando una vela en una mano, y acunando con el otro brazo el incensario de porcelana blanca, quizá temiendo que sin él no la reconocería.
Lo depositó sobre una mesa y atravesó la habitación hacia mí, sonriendo. El incensario estaba ya cargado con incienso zanxirang, de la mejor calidad, y ella llevaba consigo la fragancia de su humo, el aroma de los campos de trébol calentados por el sol y rociados luego por una lluvia suave. Inmediatamente me sentí feliz, refrescado y animado, y después siempre asociaría inseparablemente aquel aroma con Huisheng. Ahora, muchos años después, la simple imagen de Huisheng me recuerda el incienso, y el aroma de un campo fragante me la recuerda.
Se sacó del corpiño un papel doblado, me lo entregó y acercó la lámpara para que pudiera leerlo. La dulce visión de ella y el dulce aroma del trébol me habían calmado tanto y me habían dado tanto vigor que abrí el papel sin dudas ni aprensiones. Llevaba una espesura de caracteres han escritos con tinta negra, incomprensibles para mí, pero reconocí el gran sello de Kubilai estampado en rojo sobre gran parte del escrito. Huisheng levantó un meñique de marfil y señaló una o dos palabras golpeándose luego el pecho. Esto lo entendí, su nombre estaba en el papel, y asentí; señaló luego otro punto del papel y reconocí el carácter: era el mismo que figuraba en mi yin personal, y ella me dio un golpecito tímido al pecho. El papel era el título de propiedad de la esclava Huisheng y el kan Kubilai había traspasado este título a Marco Polo. Yo asentí
vigorosamente, Huisheng sonrió y yo solté una carcajada, el único sonido alegre que había salido de mí desde hacía mucho tiempo, y la apreté contra mí en un abrazo que no era apasionado ni incluso amoroso, sino simplemente alegre. Ella dejó que yo abrazara su pequeño cuerpo, e incluso me abrazó a su vez con su brazo libre, porque estábamos celebrando el acontecimiento de nuestra primera comunicación. Me senté de nuevo y la senté a mi lado, y continué abrazándola estrechamente como al principio, lo que probablemente le causó gran incomodidad y perplejidad, pero no se movió nunca en señal de protesta, y así pasamos aquella larga noche, que no me pareció
larga.
3
Tenía muchas ganas de establecer mi siguiente comunicación con Huisheng, en realidad de hacerle un regalo, pero esto me obligaba a esperar la luz del día para poder ver lo que hacía. Pero cuando la primera luz del alba brilló sobre los cristales traslúcidos, ella se había quedado profundamente dormida en mis brazos. Continué, pues, quieto, sujetándola, y aproveché la oportunidad para mirarla de cerca con admiración y afecto.
Yo sabía que Huisheng era bastante más joven que yo, pero no pude saber nunca cuántos años le llevaba, porque ni ella misma sabía su edad exacta. Tampoco pude adivinar si se debía a su juventud o a su raza, o simplemente a su perfección personal, que su rostro no se aflojara y cediera como el de otras mujeres que había visto. Sus mejillas y labios, la línea de la mandíbula, todo se mantenía firme y compuesto. Y su tez de melocotón pálido, vista de cerca era la más clara y de textura más fina que yo viera nunca, incluso superior a la de una estatua de mármol pulido. La piel era tan clara que en las sienes y debajo de cada oreja podía distinguir el delicado rastro azul de las venas que corrían debajo, brillando a través de la piel como las porcelanas delgadísimas del maestro alfarero que mostraban los dibujos pintados en su interior cuando se miraban al trasluz.
Descubrí otra cosa aprovechando aquella oportunidad de examinar sus rasgos tan de cerca. Yo había creído anteriormente que todos los hombres y mujeres de estas naciones tenían ojos estrechos como rendijas, ojos sesgados los había llamado Kubilai, desprovistos de pestañas, inexpresivos e inescrutables. Pero ahora podía ver que esta apariencia se debía únicamente a la presencia de una diminuta esquina adicional en el interior de los párpados superiores, y sólo se notaba mirándola a distancia. Desde cerca pude comprobar que los ojos de Huisheng estaban equipados maravillosamente con abanicos perfectos de pestañas negras, perfectamente finas y largas y graciosamente curvadas.
Y cuando la luz cada vez más fuerte del día que entraba en la habitación la despertó y ella abrió los ojos, pude ver que por lo menos eran más grandes y más brillantes que los de la mayoría de mujeres occidentales. Eran de un color pardo oscuro y denso, de qahwah, pero con resplandores castaños en su interior, y el blanco que rodeaba la pupila era de un color tan puro que tenía casi un lustre azulado. Cuando los ojos de Huisheng se abrieron rebosaban claramente de sueños incompletos, como los de cualquier persona que se despierta, pero cuando reconocieron el mundo real, el de la luz del día, sus ojos se volvieron vivos y empezaron a expresar su estado de ánimo, sus pensamientos y sus emociones. Sólo se diferenciaban de los ojos de las mujeres occidentales en que no podían leerse tan fácilmente; no eran inescrutables, pero quien los mirara tenía que poner más atención e interesarse por descubrir el mensaje que contenían. Lo que tienen por decir los ojos de una occidental normalmente lo dicen a cualquiera que mire. Lo que
había en los ojos de Huisheng sólo era discernible para una persona, como yo, que realmente deseara saberlo y que se tomara la molestia de mirar en sus profundidades y descubrirlo.
Cuando ella se despertó, la mañana estaba ya entrada y trajo un pequeño ruido de llamada en mi puerta exterior. Huisheng no pudo oírlo, y yo fui a abrir la puerta, con ciertas precauciones porque todavía me daban aprensión las posibles visitas. Pero sólo había una pareja de doncellas mongoles. Hicieron koutou y pidieron perdón por no haberse presentado antes a mi servicio, explicando que el mayordomo jefe de palacio se había dado cuenta con retraso de que yo no tenía criados. Habían acudido para preguntarme qué comería para desayunar. Se lo dije, y les dije que llevaran cantidad suficiente para dos, y así lo hicieron. Al revés que a mis anteriores criadas, las mellizas, al parecer a estas doncellas no les importaba servir a una esclava, además de servirme a mí. O quizá pensaron que Huisheng era una concubina de visita, o posiblemente una mujer de sangre noble; su belleza y su porte tenían la nobleza suficiente para ello. En todo caso las doncellas nos sirvieron a los dos sin protestar y se mantuvieron solícitamente cerca de nosotros mientras comíamos.
Cuando hubimos acabado hice gestos a Huisheng. (Lo hice muy torpemente, con amplias e innecesarias fiorituras, pero con el tiempo ella y yo perfeccionamos tanto nuestro lenguaje de signos, y lo afinamos tanto, que podíamos conseguir que el otro comprendiera mensajes complejos y sutiles, y con movimientos tan ligeros que las personas que nos rodeaban raramente los notaban, y se maravillaban mucho de que pudiéramos «conversar» en silencio.) En aquella ocasión quise decirle que se fuera y llevara a mis habitaciones, si así lo deseaba, todo su guardarropa y sus pertenencias personales. Moví las manos desmañadamente por mi ropa, la señalé a ella, señalé mis armarios, etcétera. Una persona menos perspicaz podía imaginar que le ordenaba irse y ponerse un traje masculino de estilo persa como el que yo llevaba siempre. Pero ella sonrió y asintió indicando que entendía, y yo envié a las dos doncellas con ella para que la ayudaran a traerse sus cosas.