—¿Nada deshonesto? ¿Paso lista? No creo que conspirarais para dar un cargo ministerial a un yi llamado Bao. No creo que estuvierais enterado de su presencia subversiva. Pero es seguro que colaborasteis en su fuga cuando se supo la verdad. Yo llamo a esto traición. Habéis empleado injustamente el yin de otro cortesano para vuestros objetivos privados, y yo llamo a esto abuso del cargo, o algo peor. Habéis asesinado del modo más inicuo a la dama Zhao y a Mar-Yanah, la primera una noble, la segunda un súbdito valioso del kan, sin otro motivo que hacerme daño a mí. ¿Decís que no habéis hecho nada deshonesto?
—La culpa se ha de probar —dijo con una voz tan pétrea como sus ojos —. La culpa es una palabra abstracta que no tiene existencia independiente. La culpa, como el mal, sólo depende de los juicios de otra persona. Si una persona hace algo y nadie dice que aquello sea deshonesto, no es culpable de nada.
—Lo sois, árabe. Sois culpable de muchas acciones. Y así serán juzgadas.
—Por ejemplo, un asesinato… —continuó él, como si no le hubiese interrumpido —. Me habéis acusado de asesinato. Sin embargo si una mujer llamada Mar-Yanah está
realmente muerta, y por culpa de alguien, hay un testigo honroso de sus últimas horas. Este testigo puede declarar que el valí Achmad no puso nunca los ojos sobre esa mujer, y menos puso unas manos asesinas sobre ella. Este testigo puede declarar que la mujer Mar-Yanah murió a consecuencia de una puñalada asestada por un tal Marco Folo. —Me dirigió una mirada de astucia y burlón buen humor —. ¡Vaya, Marco Folo, qué cara ponéis! ¿Es una mirada de asombro, de culpa o de vergüenza por haber sido descubierto? ¿Suponíais que estuve metido en la cama toda la noche? Me he movido y
he arreglado vuestros destrozos. Hasta ahora mismo no he podido conceder un momento de reposo a mi cansada persona, y de repente os presentáis vos para molestarme todavía más.
Pero su sarcasmo no hizo mella en mí. Me limité a mover negativamente la cabeza y a decir:
—Confesaré libremente la puñalada, cuando se nos juzgue en la Sala de la Justicia.
—Esto no llegará nunca al Cheng. Acabo de deciros que un delito ha de probarse. Pero antes hay que acusar al delincuente. ¿Podríais vos llevar a cabo una acción tan imprudente e inútil? ¿Os atreveríais realmente a formular un cargo contra el primer ministro del kanato? ¿La palabra de un ferenghi advenedizo contra la reputación ¿el cortesano más antiguo y de mayor rango de la corte?
—No será únicamente mi palabra.
—No hay nadie más que pueda declarar contra mí.
—Está Buyantu, mi antigua doncella.
—¿Queréis de veras que esto salga a la luz? ¿Sería prudente? También ella murió por culpa vuestra. Toda la corte lo sabe, y lo sabrán igualmente todos los jueces del Cheng.
—Vos sabéis que hay más, maldito seáis. Ella ha hablado conmigo esta misma noche y me lo ha contado todo. Me está esperando en la Colina de Kara.
—No hay nadie en la Colina de Kara.
—En esto estáis equivocado —dije —. Buyantu está allí.
Y quizá incluso sonreí con satisfacción al decirlo.
—No hay nadie en la Colina de Kara. Id vos mismo a verlo. Es cierto que esta tarde envié una criada allí. No recuerdo su nombre, y ahora no puedo ni recordar qué encargo le di. Pero al ver que al cabo de un rato no volvía, fui a buscarla. Hacerlo personalmente fue una muestra de consideración por parte mía, pero Alá nos ordena tratar con consideración a nuestros inferiores. Si la hubiese encontrado, ella misma podría haberme contado que habíais ido corriendo a visitar al acariciador. Sin embargo lamento informaros de que no la encontré. Ni vos la encontraréis. Id a comprobarlo.
—¡Monstruo asesino! ¿Habéis matado a otra…?
—Si la hubiese encontrado —continuó implacablemente —ella podría haberme explicado que os negasteis a concederle exactamente esta consideración. Pero Alá nos ordena actuar más consideradamente que vosotros, cristianos sin corazón. Es decir que…
—Dio me vardal
Él dejó el tono burlón y continuó secamente:
—Empieza a cansarme este juego. Añadiré sólo unas palabras. Preveo que si empezáis a declarar en público que habéis oído voces incorpóreas en el Pabellón del Eco provocaréis bastantes dudas, especialmente si aseguráis que oísteis la voz de una persona que todo el mundo sabe difunta desde hace tiempo, de una persona fallecida en una desgracia de la que vos fuisteis causante. La interpretación más caritativa de vuestros balbuceos será que el dolor y la culpa debidos al incidente os han trastocado tristemente la razón. Todo lo que podáis añadir en vuestro barboteo, como ciertas acu-saciones contra cortesanos importantes y estimados, merecerá idéntica acogida. Yo sólo podía mirarle impotente y lleno de rabia.
—Bueno —continuó —, al fin y al cabo vuestro lamentable mal podría redundar en bien de todos. En el civilizado Islam, tenemos instituciones llamadas Casas del Engaño, donde confinamos de modo seguro a las personas poseídas por el demonio de la locura. Desde hace tiempo he intentado convencer a Kubilai para que funde las mismas instituciones en este país, pero él asegura tozudamente que estos demonios no infestan sus regiones, más sanas. Vuestra mente y vuestra conducta claramente perturbadas podrían convencerle de lo contrario. En tal caso ordenaría que se iniciara la construcción de la
primera Casa del Engaño de Kitai, y ya podéis imaginar la identidad de su primer ocupante.
—¡Sois… sois…!
Hubiese podido echarme sobre él saltando por encima de la cama de color lila, pero él alargaba una mano hacia el gong que tenía a un lado.
—He dicho ya que podéis ir personalmente a investigar y convenceros de que no hay nadie en la Colina de Kara, nadie que pueda confirmar vuestra imaginación demente. Os propongo que vayáis allí. Allí o a otro lugar. ¡Pero idos!
¿Qué otra cosa podía hacer sino irme? Me fui, desanimado y triste, y escalé sin esperanzas la Colina de Kara hasta el Pabellón del Eco, sabiendo que no encontraría a nadie, como aseguraba el árabe, y efectivamente no había nadie, ni el menor rastro de que Buyantu hubiese estado allí, o de que hubiera sido algo más aparte de una mujer muerta. Bajé de nuevo la colina arrastrando los pies, más abatido y desmoralizado todavía, «con mis gaitas metidas en su saco», como dice el viejo refrán veneciano, y como dice mi padre.
El pensamiento sardónico de mi padre me hizo recordar su existencia, y puesto que no tenía otro destino, me fui acercando a sus habitaciones para anunciarle mi regreso. Quizá tendría un buen consejo que darme. Pero una de sus doncellas contestó la leve llamada que hice al portal, y me comunicó que el maestro Polo estaba fuera de la ciudad, y no le pregunté si aún estaba fuera o si había salido de nuevo. Avancé, pues, resignadamente por el corredor hacia la estancia de tío Mafio. La doncella me dijo que efectivamente el maestro Polo estaba en la ciudad, pero que no siempre pernoctaba en sus habitaciones y que en ocasiones para no molestar innecesariamente a sus servidores entraba y salía por una puerta trasera que había mandado abrir en el muro posterior de la estancia.
—Es decir, que de noche no sé nunca si está en su dormitorio o no —dijo con una sonrisa ligeramente triste —. Y no quisiera entrometerme en lo que hace. Recordé que en una ocasión tío Mafio dijo que había «dado placer» a esta criada, y que aquello me había alegrado. Quizá había sido solamente una breve incursión en el campo de la sexualidad normal, que luego había encontrado insatisfactorio y había abandonado, y por esto ella parecía algo triste y no quería «entrometerse» en sus asuntos.
—Pero vos sois familiar suyo, no un intruso —dijo haciéndome pasar con una inclinación
—. Podéis entrar y comprobarlo vos mismo.
Pasé por sus habitaciones hasta llegar al dormitorio y-lo encontré oscuro y con la cama vacía. Mi tío no estaba allí. Pensé irónicamente que mi regreso no había inspirado precisamente abrazos ni gritos de alegría. No los había inspirado a nadie. Guiándome por la luz que llegaba de la lámpara situada en la habitación principal empecé a buscar a tientas un trozo de papel y algo con que escribir una nota informándole por lo menos de que había regresado. Cuando busqué a ciegas en el cajón de un armario, mis uñas se deslizaron sobre unos artículos de tela curiosamente delicados y delgados. Impulsado por la sorpresa los saqué y los miré al trasluz; no parecían prendas sólidas de hombre, ni mucho menos. Fui a la sala principal, cogí una lámpara y las estudié de nuevo. Desde luego eran camisas de mujer, pero de gran talla. Pensé: «¿Dios mío, se está divirtiendo ahora mi tío con alguna giganta?» ¿Explicaba esto la tristeza de la doncella? ¿La había rechazado por algo grotesco y perverso? Bueno, por lo menos era una mujer… Pero no lo era. Bajé la ropa para doblarla de nuevo y vi delante mío a tío Mafio, quien evidentemente acababa de entrar deslizándose por su nueva puerta trasera. Parecía sorprendido, embarazado e irritado, pero no fue esto lo que noté primero. Vi inmediatamente que su rostro sin barba estaba cubierto de polvo blanco, incluso las
cejas y los labios, y que sus ojos estaban oscurecidos y alargados por una aplicación de al-kohl que perfilaba los párpados y los extendía, tenía pintada una boquita de rosa haciendo pucheros en el lugar que debía ocupar su ancha boca, llevaba el cabello cuidadosamente prendido con agujas, y todo él iba vestido con ropa de gasa, pañuelos sutiles y cintas ondeantes del color de la flor llamada lila.
—Gésu… —murmuré cuando mi asombro y mi horror iniciales dejaron paso a la comprensión, o al mínimo de comprensión que necesitaba y que superaba mis deseos.
¿Por qué no había caído yo en la cuenta mucho antes? Muchas personas me habían hablado ya de los «gustos excéntricos» del valí Achmad, y desde hacía tiempo estaba enterado de los desesperados esfuerzos de mi tío que, como un hombre arrastrado por una marea descendente, intentaba agarrarse a un punto tras otro de anclaje. Aquella misma noche Buyantu me había mirado sorprendida cuando al hablarle yo de la «mujer alta» de Achmad, me había comentado evasivamente: «Suponiendo que esta persona tenga nombre de mujer…» Ella estaba al corriente, y con astucia femenina había decidido reservarse aquella información para traficar con ella más tarde. El árabe me había amenazado directamente: «Haré públicas algunas pinturas…», y yo tenía que haber recordado entonces el tipo de pinturas que el maestro Zhao se veía obligado a pintar en privado. «El nombre mismo de Polo se convertirá en un hazmerreír…»
—Gésu, tío Mafio… —murmuré, con compasión, asco y desencanto. El no dijo nada, pero tuvo la delicadeza de poner cara de vergüenza y no de irritación por haber sido descubierto. Yo moví lentamente la cabeza a derecha e izquierda y consideré varios comentarios posibles hasta que al final dije:
—En cierta ocasión, tío, me diste un sermón muy convincente sobre los usos provechosos del mal. Dijiste que sólo la persona mala y atrevida triunfa en este mundo.
¿Has seguido tus propios consejos, tío Mafio? ¿Es éste —señalé con un gesto su escuálido disfraz, su aspecto de total degradación —, es éste el triunfo que conseguiste?
—Marco —dijo a la defensiva y con voz apagada —. Hay muchos tipos de amor. No todos son bonitos. Pero no hay que despreciar ningún tipo de amor.
—¡Amor! —dije como si fuera una palabra indecente.
—Deseo, lascivia… último recurso… llámalo como quieras —respondió crudamente —. Achmad y yo tenemos la misma edad. Y los dos nos sentimos rechazados por los demás… nos sentimos extranjeros… raros…
—Aberrantes, diría yo. Y creo que los dos tenéis edad suficiente para doblegar vuestros impulsos más urgentes.
—¡Quieres decir retirarnos al rincón de la chimenea! —replicó violentamente, irritado de nuevo —. Sentarnos allí quietos y descomponernos. Tragar nuestro potaje y cuidar nuestro reumatismo. ¿Crees tú que por ser joven tienes el monopolio de la pasión y el deseo? ¿Me encuentras decrépito?
—¡Te encuentro indecente! —grité a mi vez. Él se acobardó y se cubrió con las manos su rostro horrible —. Por lo menos el árabe no exhibe sus perversiones con gasas y cintas. Si lo hiciera me reiría de él. Haciéndolo tú, tengo que llorar. También él estuvo a punto de llorar. Por lo menos empezó a respirar de forma ruidosa. Se sentó pesadamente sobre un banco y gimió:
—Si tú tienes la suerte de disfrutar de los banquetes del amor, no te rías de quienes nos vemos obligados a contentarnos con lo que tiran de la mesa y con sus sobras.
—De nuevo el amor, ¿verdad? —dije con una carcajada de burla —. Bueno, tío, admito que soy la persona menos calificada para sermonear sobre la moralidad y la decencia en la cama. Pero ¿no tienes sentido de la discriminación? Sin duda sabes lo vil y malvado que es este Achmad fuera de la cama.
—Sí, lo sé, lo sé. —Juntó las manos como una mujer angustiada y se retorció
femeninamente. El espectáculo era patético. Y era horrible oírle gimotear como una mujer excitada, incapaz de pensar coherentemente —. Achmad no es el mejor de los hombres. Es caprichoso. Tiene un temperamento terrible. Es impredecible. No siempre su comportamiento es admirable, ni público ni privado. Sí, me doy cuenta de esto.
—¿Y no has hecho nada?
—¿Consigue la esposa de un borracho que deje de beber? ¿Qué puedo hacer yo?
—Podrías haber dejado de hacer lo que has estado haciendo, sea lo que fuere.
—¿Qué? ¿Amarle? ¿Puede la esposa de un borracho dejar de amarlo sólo porque es borracho?
—Puede negarle sus abrazos. O lo que sea que… no importa. Es mejor que no me expliques nada. No quiero ni siquiera imaginármelo.
—Marco, sé razonable —gimió —. ¿Dejarías tú a una amante, a una mujer amorosa, solamente porque los demás la encuentran indigna de tu amor?
—Per Dio, confío que lo haría, tío, si entre sus caracteres indignos estuviera la tendencia a asesinar a sangre fría.
No pareció oír esto o lo apartó de su consideración.
—Dejemos todo lo demás de lado, sobrino: Achmad es el primer ministro, y es ministro de Finanzas, o sea el jefe del ortaq mercantil, y nuestro éxito como comerciantes en Kitai ha dependido de su permiso.
—¿Para lograr este permiso fue preciso que te acercaras a él arrastrándote como un gusano? ¿Humillándote y envileciéndote? ¿Disfrazándote como la puta más alta y menos bella del mundo? ¿Teniendo que deslizarte por pasillos y puertas traseras vestido de modo tan ridículo? Tío, no voy a excusar la depravación en nombre de los negocios.