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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (143 page)

El pongyi se encogió de hombros con una resignación esperanzada y pasó a enseñarnos otros admirables tesoros de Ananda. Pero yo tenía ya mi idea, y cuando pude hacerlo cortésmente, di por terminada nuestra visita del día, agradecí al pongyi sus amables atenciones y regresé apresuradamente al palacio con Huisheng y Yissun, contándoles por el camino mi intención. En el palacio solicité inmediatamente audiencia con el wang Bayan y volví a explicarla.

—Si puedo recuperar el diente, éste será mi regalo para Kubilai. Aunque Buda no sea un dios de su devoción, el diente de un dios es un recuerdo digno de él, algo que ningún otro monarca ha poseído jamás. Incluso en la cristiandad, donde existen varias reliquias, como fragmentos de la Vera Cruz, los Santos Clavos, el Santo Sudario, no queda nada del Corpus Christi excepto algunas gotas de su Preciosísima Sangre. El gran kan sin

duda se sentirá muy contento y orgulloso de poseer el auténtico diente de Buda.

—Suponiendo que podáis recuperarlo —dijo Bayan —. Yo no conseguí recuperar ninguno de mis dientes, de lo contrario no tendría que llevar en la boca este aparato de tortura.

¿Qué pensáis hacer para buscarlo?

—Con vuestro permiso, wang Bayan, me dirigiré desde aquí al puerto de Akyab, y examinaré el lugar donde falleció el antiguo rey, examinaré sus pertenencias, interrogaré a los miembros supervivientes de su familia. El diente ha de estar en algún lugar. Mientras tanto me gustaría que Huisheng se quedara aquí, bajo vuestra protección. He visto que viajar por estas tierras es arduo, y no quiero someterla a más peligros hasta que estemos a punto para volver a Kanbalik. Estará bien cuidada por sus doncellas y por sus demás sirvientas, si vos permitís que se quede viviendo aquí. También me gustaría pediros otro favor para mí: conservar todavía a Yissun como intérprete. Sólo le necesito a él y a un caballo para cada uno. Quiero cabalgar sin equipaje para poder hacerlo rápidamente.

—Sabíais que no es preciso pedirme ningún permiso, Marco, porque lleváis la placa paizi del gran kan, y ésta es toda la autoridad que precisáis. Pero os agradezco la cortesía que habéis demostrado al hacerlo, y desde luego tenéis mi permiso, y mi promesa de que protegeré a vuestra señora de todo mal, y mis mejores deseos para el éxito de vuestra empresa. —Concluyó con el tradicional saludo de cortesía mongol —: Os deseo un buen caballo y una ancha llanura hasta que volvamos a vernos. 4

Mi empresa no resultó tan fácil, ni de éxito tan inmediato, aunque en general tuve buena suerte y disfruté de las necesarias ayudas. Para empezar me recibió el sardar que Bayan había puesto al mando de las fuerzas de ocupación de la escuálida ciudad marinera de Akyab, un tal Shaibani. Me recibió cordialmente, casi ansiosamente, en la casa que había requisado para su residencia. Era la mejor de Akyab, lo cual no es decir mucho.

—Sain bina —dijo —. Es bueno saludaros, hermano mayor Marco Polo. Veo que lleváis el paizi del gran kan.

—Sai bina, sardar Shaibani. Sí, llego en misión para nuestro señor Kubilai. Yissun cogió nuestros caballos y dando la vuelta a la casa los condujo hasta los establos situados en su mitad trasera. Shaibani y yo entramos en la mitad delantera, y sus ayudantes dispusieron un almuerzo para nosotros. Mientras comíamos, le conté que estaba siguiendo la pista del antiguo rey de Ava, Narasinha-pati, y el motivo de ello, y que quería examinar los efectos restantes del fugitivo y hablar con los miembros que aún vivían de su séquito.

—Será tal como lo deseáis —dijo el sardar —. Me da gran alegría veros llevar el paizi, porque os da también la necesaria autoridad para resolver una molesta disputa que ha estallado en Akyab. Es una cuestión que ha provocado muchas discusiones y que ha dividido a los ciudadanos en facciones opuestas. Estaban tan ocupados con esta tontería local que apenas prestaron atención a la entrada de nuestras tropas. Y hasta que no se resuelva no conseguiré imponer orden en la administración. Mis hombres se pasan todo el tiempo reprimiendo las luchas callejeras. Estoy, pues, muy contento de que hayáis llegado.

—Bueno —dije algo desconcertado —. Haré todo lo que pueda. Pero el asunto referente al difunto rey ha de tener prioridad.

—Este primer asunto se refiere también al difunto rey —respondió, y añadió con un gruñido —: Que los gusanos se ceben en sus malditos restos. La disputa se centra

precisamente en los efectos y supervivientes que vos queréis revisar, o en todo caso afecta a sus restos. ¿Puedo explicarme?

—Me gustaría que lo hicierais.

—Akyab es una ciudad desgraciada y siniestra. Parecéis una persona sensible y me imagino que os iréis tan pronto como podáis. Mi destino está aquí y por lo tanto yo debo quedarme, y trataré de convertir el lugar en un nuevo territorio útil al kanato. Ahora bien, dejando a un lado lo desgraciado del lugar, se trata de un puerto de mar, y en esto se parece a todos los puertos. O sea que tiene dos industrias que justifican su existencia y alimentan a sus ciudadanos. Una es el aprovisionamiento de las instalaciones portuarias: muelles, veleros, almacenes, etcétera. La otra se ocupa, como en toda ciudad portuaria, de satisfacer los apetitos de las tripulaciones de los buques que atracan aquí. O sea que hay casas de putas, tabernas y casas de juegos de azar. Pero la mayor parte del comercio se lleva a cabo con la India, al otro lado de la bahía de Bengala que veis allí, o sea que la mayoría de los marineros visitantes son miserables hindúes. Su estómago no resiste las bebidas fuertes y no tienen mucho vigor entre piernas, es decir que dedican todo su tiempo de estancia aquí a los juegos de azar. O sea que las casas de putas y las tabernas del lugar son pocas, pequeñas y pobres, y vaj!, las putas y las bebidas son malísimas. Pero Akyab tiene varias salas de juego, que son los establecimientos más prósperos de esta ciudad, y sus propietarios son los ciudadanos más importantes.

—Todo esto es muy interesante, sardar, pero no acabo de…

—Permitid que continúe, hermano mayor. Lo entenderéis. La cobarde acción de este Rey Que Huyó no le granjeó precisamente el amor de sus antiguos súbditos. Ni de nadie. Me han informado de que salió de Pagan con una considerable caravana de elefantes, animales de carga, esposas, hijos, cortesanos, sirvientes y esclavos, cargada con todos los tesoros que pudo llevarse. Pero cada noche, por el camino, la caravana fue disminuyendo de longitud. Sus cortesanos aprovechando la oscuridad se dieron a la fuga con gran parte del tesoro pillado. Los sirvientes se iban con lo que podían agarrar. Los esclavos huían hacia la libertad. Incluso las esposas del rey, entre ellas su primera esposa, la reina, cogieron a sus hijos, los príncipes, y se esfumaron. Probablemente con la intención de cambiar de nombre y con la esperanza de comenzar una vida nueva y sin tacha.

—Casi me da pena el pobre y cobarde rey.

—Mientras tanto el rey fugitivo, para poder pagar por el camino comidas y camas tuvo que entregar grandes sumas a los jefes de poblado, a los posaderos y a todo el mundo, porque todos le recibían con poco afecto, hostilmente y con ganas de aprovecharse. Me han contado que llegó a Akyab casi pobre y abandonado, con sólo una de sus esposas menores y más jóvenes, con unos cuantos sirvientes viejos y leales y con una bolsa no muy pesada. Tampoco esta ciudad le recibió muy hospitalariamente. Consiguió

encontrar alojamiento para él y el resto de sus bienes y de su séquito en una posada, delante del mar. Pero si quería sobrevivir tenía que continuar viaje y cruzar la bahía hasta la India, es decir, tenía que pagar su pasaje y el de su puñado de acompañantes. Naturalmente cualquier capitán de buque exige siempre un fuerte precio para transportar a un fugitivo, sobre todo a un fugitivo tan desesperado como él, un rey que se ha dado a la fuga y que tiene a los mongoles conquistadores pisándole los talones. No sé qué

precio le pidieron, pero era más de lo que tenía.

Yo asentí con la cabeza y dije:

—Es decir, que intentó multiplicar lo poco que tenía. Recurrió a las casas de juego del lugar.

—Sí, y como es bien sabido, la mala suerte persigue a los desafortunados. El rey jugó a

los dados y en cuestión de pocos días perdió todo lo que poseía: oro, joyas, ropas, pertenencias. Entre ellas supongo que perdió también el diente sagrado que estáis buscando, hermano mayor. Sus pérdidas fueron muy grandes y variadas. Su corona, sus viejos servidores, la reliquia de que habláis, sus ropas reales. Imposible saber cuáles fueron a parar a manos de residentes en Akyab y cuáles a marineros que luego zarparon de aquí.

—Vaj! —dije con tristeza.

—Al final el rey de Ava quedó reducido a su propia persona, y a la ropa que llevaba puesta en esta sala de juegos, y a la esposa que le esperaba abandonada en sus alojamientos delante del mar. Y aquel último y desesperado día de juego, el rey apostó

su propia persona. Ofreció convertirse en esclavo del ganador, si perdía. No sé quién aceptó la apuesta, ni cuánta riqueza ofreció a cambio de ganara un rey.

—Pero como es evidente, el rey perdió.

—Es evidente. En la sala de juego todos le despreciaban a pesar de haberlos enriquecido en no escasa medida, y entonces le despreciaron todavía más. Sin duda fruncieron los labios, cuando aquel hombre desolado dijo: «Mirad. Tengo una propiedad más aparte de mí. Tengo a una bella esposa bengalí. Sin mí, ella queda en la miseria. Lo mejor sería que le tocara en suerte un amo que la cuidara. Quiero apostar a mi esposa, doña Tofaa Devata, con una última tirada de dados.» Aceptaron la apuesta, echaron los dados, y perdió.

—Bien, éste fue el final —dije —. Todo perdido. También yo he tenido en esto mala suerte. Pero ¿dónde está el motivo de disputa?

—Tened paciencia, hermano mayor. El rey pidió un último favor. Pidió que antes de entregarse como esclavo le permitieran comunicar personalmente las tristes noticias a su señora. Incluso los jugadores son hombres de una cierta compasión. Le dejaron ir solo a la posada delante del mar. Y tuvo el honor suficiente para contar sin rodeos lo que había hecho a doña Tofaa, y le ordenó que se presentara a su nuevo amo en la sala de juegos. Ella se puso en marcha obediente, y el rey se sentó para comer su última cena como hombre libre. Se atracó de comida y bebida, ante la admiración del posadero, y continuó

pidiendo más comida y bebida. Y finalmente se volvió de color púrpura, sufrió un ataque de apoplejía y murió.

—Esto me contaron. ¿Qué pasó entonces? No veo que haya nada que discutir. El hombre que lo ganó continuaba siendo su propietario, con independencia de su estado.

—Tened un poco más de paciencia. Doña Tofaa se presentó como había ordenado su marido, en la sala de juegos. Dicen que los ojos del ganador se encendieron cuando vieron la categoría de la esclava que había ganado. Doña Tofaa es una mujer joven, una adquisición bastante reciente del rey. No es una reina con título, ni madre de un heredero, por lo tanto no constituye en absoluto una propiedad valiosa por su carácter real innato. Los cánones de belleza de esta ciudad no son los míos, pero algunos hombres la consideran guapa, y además astuta, y debo convenir que esto último es cierto. Porque cuando el nuevo amo de Tofaa alargó la mano para coger la suya, ella la retiró y se reservó un momento para dirigirse a todos los presentes en la sala. Sólo pronunció una frase, sólo formuló una pregunta: «¿Antes de que mi marido me apostara a mí, se había apostado a sí mismo y había perdido?»

Shaibani finalmente quedó callado. Esperé un momento y luego pregunté:

—¿Y bien?

—Bueno, ésta es la cuestión. Aquí se inició la disputa. Desde entonces la pregunta de doña Tofaa ha sonado y resonado por toda esta ciudad mal nacida, y no hay dos ciudadanos que puedan ponerse de acuerdo sobre la respuesta justa, y un magistrado discute con el siguiente e incluso los hermanos se enfrentan con sus hermanos y se

pelean por las calles. Yo y mis tropas entramos no mucho después de lo que acabo de describir, y todos los litigantes pidieron a gritos que resolviéramos la disputa. Me es imposible: francamente estoy harto de ella y dispuesto a prender fuego a toda esta sucia ciudad, si vos no la resolvéis.

—¿Qué hay que resolver, sardar? —pregunté pacientemente —. Habéis dicho ya que el rey apostó su propia persona y la perdió antes de poner en juego a su esposa. Por lo tanto ambos están perdidos. Tanto si están muertos como si están vivos, tanto si les apetece como si no, pertenecen a los ganadores.

—¿Les pertenecen? ¿O más bien les pertenece ella, puesto que él ya ha pasado por su pira funeraria? Os corresponde a vos decidirlo, pero debéis prestar oído a todos los argumentos. Tengo detenida a la dama, esperando la resolución del caso. La tengo en una habitación de la planta superior. Puedo ordenar que la traigan y hacer venir también a todos los hombres que jugaban en la sala aquel día. Si aceptáis constituir un Cheng de un solo miembro, la ocasión os permitirá también investigar fácilmente el paradero del diente que buscáis.

—Tenéis razón. Muy bien, traedlos aquí. Y por favor, que venga Yissun, mi intérprete, para traducirlo todo.

Doña Tofaa Devata, cuyo nombre significaba Don de los Dioses, tampoco según mis cánones era bella. Tenía más o menos la edad de Huisheng, pero su cuerpo era lo bastante amplio para hacer dos Huishengs. Shaibani la había llamado bengalí, y evidentemente el rey de Ava la había importado del estado indio de Bengala, porque era típicamente hindú: piel de color marrón aceitoso, casi negro, con un semicírculo auténticamente negro debajo de cada ojo. Al principio pensé que se había puesto demasiado al-kohl, el cosmético para oscurecer los párpados, pero luego vi que casi todos los hindúes, tanto hombres como mujeres, poseían de modo natural esta decoloración poco agraciada en cada bolsa ocular. Doña Tofaa llevaba también una pintura roja como un sarampión sobre la frente, entre los ojos, y un agujero en una ventana de la nariz donde probablemente había llevado prendida una chuchería antes de que su marido se la jugara a los dados. Llevaba un traje que parecía consistir (y realmente consistía, como luego supe) en una única pieza de tela arrollada varias veces alrededor de su ancho cuerpo de modo que quedaban al descubierto sus brazos, un hombro y un rodete de carne untuosa de color marrón oscuro alrededor de la cintura. No era una desnudez parcial muy seductora, y la ropa era una tela chillona de muchos colores brillantes e hilos metálicos. Además la dama y su atavío ofrecían la impresión general de haber sufrido pocos lavados, pero atribuí esto galantemente a los duros tiempos que había sufrido últimamente. Yo podía encontrarla poco atractiva, pero no quería que este prejuicio afectara en nada mi sentencia.

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