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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (70 page)

que el Islam inflige a las mujeres. Se espera de ella que sea casta, por lo menos después de su matrimonio, pero nadie se escandaliza si utiliza un lenguaje inmodesto o si se ríe con una historia indecente, o si cuenta una ella misma, como hizo esta Sain Nai. Sin que nadie se lo pidiera dejó una comida para nosotros sobre la alfombra de fieltro del centro del yurtu. Y luego, también sin que nadie se lo pidiera, se sentó a comer con nosotros y nadie se lo prohibió, lo que me sorprendió y me encantó tanto como la misma comida. Había servido una especie de versión mongol de la scalda-vivande veneciana: un cuenco de caldo hirviendo, otro más pequeño con una salsa de color marrón rojizo y un plato de tiras de cordero crudo. Nosotros sumergíamos por turnos los trozos de carne en el caldo de escaldar, lo cocíamos a nuestro gusto, lo pasábamos por la salsa picante y luego nos lo comíamos. La Sain Nai hizo igual que los hombres: sumergía sus trozos de carne en el caldo el tiempo suficiente para calentarlos y se los comía casi crudos. Cualquier duda sobre la robustez de las mujeres mongoles, que igualaba a la de sus hombres, desaparecía al ver aquella representante de su sexo desgarrando los grandes pedazos de carne, con las manos, los dientes y los labios llenos de sangre. Una diferencia había: los hombres comían sin hablar, concentrando toda su atención en la comida, en cambio la mujer, en los intervalos en los que dejaba de devorar se mostraba de lo más voluble.

Comprendí que se estaba riendo de la nueva esposa que su marido había adquirido. (No había límite para el número de mujeres que un mongol podía tomar por esposa siempre que pudiese instalarlas en un yurtu separado.) La mujer explicó mordazmente que su marido estaba borracho perdido cuando pidió la mano de esta última esposa. Todos los hombres presentes rieron, incluyendo el marido. Y todos continuaron con risitas y sonrisas cuando ella pasó revista a las deficiencias de la nueva esposa, evidentemente en términos escabrosos. Y todos rieron a carcajadas y rodaron por la alfombra cuando la Sain Nai concluyó sugiriendo que probablemente la nueva esposa orinaba de pie como un hombre.

Ésta no era la salida más cómica que yo hubiese oído nunca, pero demostraba de modo claro que las mujeres mongoles disfrutaban de una libertad negada a casi el resto de las orientales. Las mongoles se parecen más a las mujeres venecianas, excepto en belleza. Son muy vivaces y alegres, porque saben que son iguales a los hombres y camaradas suyos, y que sólo tienen funciones y responsabilidades diferentes en la vida. Los varones mongoles no se quedan sentados ociosamente mientras sus mujeres trabajan, o por lo menos no lo hacen siempre. Después de comer mis anfitriones se pasearon conmigo por el bok y me enseñaron el trabajo de los hombres encargados de fabricar flechas, armaduras, cuchillos y otras piezas militares. Los flecheros, que habían preparado ya una buena reserva de flechas corrientes, estaban aquel día forjando puntas especiales de flecha con agujeros dispuestos de modo que al volar silbaran y gritaran, aterrorizando así al enemigo, según me contaron. Algunos armeros estaban martilleando estrepitosamente láminas de hierro al rojo para darles forma de petos destinados a hombres y a caballos, y otros estaban haciendo lo mismo, más silenciosamente, con cuirbouilli, cuero pesado que se hierve para reblandecerlo y luego se modela y se seca, con lo que se hace tan duro como el hierro. Los peleteros estaban fabricando cinturones anchos adornados con piedras de colores, que no se llevaban como mera decoración, según me dijeron, sino para protegerlos del trueno y los rayos. Los cuchilleros estaban fabricando malignas simsirs y dagas, sacando filo nuevo a viejas hojas y ajustando hachas de guerra a sus mangos, y uno de ellos estaba forjando una lanza de cuya hoja salía un gancho curioso destinado a tirar al enemigo de su silla, según me contó el hombre que la fabricaba.

—Un enemigo caído se puede atravesar mejor con la lanza —agregó uno de mis guías —.

La tierra ofrece mejor apoyo que el aire para ensartar el arma.

—Sin embargo nosotros desdeñamos los golpes demasiado fáciles —dijo otro —. Cuando el enemigo ha caído de su caballo nos retiramos unos pasos y esperamos a que nos lance un grito de desafío o de rendición.

—Sí, y entonces le atravesamos la boca abierta con la punta de la lanza —intervino otro -

. Es muy difícil acertar este blanco al galope.

Estas observaciones trajeron recuerdos felices a mis anfitriones, y se pusieron a contarme varias historias de las guerras y batallas de su pueblo. Parecía como si ninguno de estos enfrentamientos hubiese finalizado en una derrota para los mongoles, sino que todo fueran victorias, conquistas y el consiguiente y provechoso saqueo. De las muchas historias que contaron recuerdo dos con especial claridad, porque en ellas los mongoles lucharon no sólo contra otros hombres, sino con el fuego y el hielo. Me contaron que en una ocasión mientras asediaban alguna ciudad de la India, los defensores hindúes, cobardes pero astutos, intentaron derrotarlos enviando contra ellos una tropa a caballo de composición insólita. Los caballos llevaban jinetes de cobre batido en forma de personas, y cada uno de estos caballeros al galope era en realidad un horno móvil porque la cáscara de cobre estaba llena de carbones ardientes y de algodón empapado en aceite y encendido. No se supo nunca si los hindúes pretendían provocar una conflagración entre la horda de los mongoles o simplemente asustarlos. Pero los guerreros encendidos chamuscaron de tal modo sus propias monturas que los caballos muy lógicamente se los quitaron de encima y los mongoles entraron cabalgando sin dificultad en la ciudad y mataron a todos sus defensores, menos incandescentes, y se apropiaron la ciudad.

Los mongoles efectuaron también una campaña contra una tribu salvaje de samoyedos en el lejano y frío norte. Antes de la batalla, los hombres de esa tribu corrieron a un río cercano, se echaron en él y al salir se revolcaron en el polvo de la orilla. Dejaron que esta envoltura se congelara sobre sus cuerpos. Luego repitieron el proceso varias veces hasta que tuvieron una armadura de hielo y barro por todo el cuerpo y se consideraron a salvo de las flechas y las hojas de los mongoles. Quizá esto era cierto, pero la armadura helada los dejó tan gruesos y torpes que no pudieron luchar ni esquivar los golpes, y los mongoles se limitaron a pisotearlos con los cascos de sus corceles. O sea que los demás habían utilizado sin éxito el fuego y el hielo contra ellos, pero los mismos mongoles habían recurrido en ocasiones al agua, y con éxito. Por ejemplo en las tierras de los kazhakos, los mongoles habían sitiado en cierta ocasión una ciudad llamada Kzyl-Orda, que había resistido largo tiempo el asedio. Esta palabra kazhak significa «hombre sin amo», y los guerreros kazhakos, que nosotros en Occidente llamamos cosacos, son casi tan temibles como los mongoles. Pero los sitiadores no se limitaron a rodear la ciudad y a esperar a que se rindieran. Aprovecharon la espera para excavar un nuevo canal desde el cercano río Syr-Daria. Desviaron su cauce, inundaron Kzyl-Orda y ahogaron en la ciudad a todos los habitantes.

—Una inundación es un buen sistema para tomar una ciudad —dijo uno de los hombres —. Es mejor que tirar sobre ella grandes piedras o flechas de fuego. Otro buen sistema es catapultar en su interior cadáveres de enfermos. Esto mata a todos los defensores, pero deja los edificios intactos para los nuevos ocupantes. Lo único malo de estos métodos es que nuestros jefes se quedan sin su diversión favorita: celebrar el banquete de la victoria sobre mesas humanas.

—¿Mesas humanas? —pregunté, pensando que no había oído bien —. Uu?

Me lo explicaron riendo. Las mesas eran tablas pesadas apoyadas sobre las espaldas inclinadas de hombres arrodillados: los oficiales vencidos de cualquier ejército derrotado. Todos se echaron a reír cordialmente mientras imitaban los gemidos y

sollozos de aquellos hombres hambrientos inclinados bajo el peso de tablas cargadas de tajaderos con montañas de carne y jarros llenos a rebosar de kumis. Y se desternillaron literalmente de risa cuando imitaron los gritos más lamentables todavía de esos hombres-mesa cuando una vez finalizado el festín los mongoles victoriosos subían sobre las tablas para ejecutar sus furiosas danzas de victoria, taconeando y saltando sobre ellas.

Mientras me contaban sus historias de guerra me citaron a varios jefes bajo cuyas órdenes habían servido, y parecía como si todos los jefes hubiesen ostentado una confusa variedad de títulos y rangos. Pero fui adivinando gradualmente que un ejército mongol no es una horda informe sino un modelo de organización. El más fuerte, violento y experimentado en la guerra de cada diez guerreros es nombrado capitán. Hay también un jefe para cada diez capitanes, que tiene a sus órdenes a cien hombres. Y la organización continúa así por múltiplos de diez. Uno de cada diez capitanes-jefe es capitán de bandera, con un millar completo de hombres bajo su enseña. Luego uno de cada diez capitanes de bandera es un sardar que manda sobre diez mil hombres. La palabra «diez mil» es toman, palabra que también significa «cola de yak», por lo que la bandera de un sardar es un penacho de cola de yak colgada de un mástil en lugar de bandera.

Es un sistema de mando de una admirable eficacia, porque cualquier oficial en cualquier nivel, desde un capitán hasta un sardar, sólo necesita consultar con otros nueve oficiales iguales a él para elaborar sus planes, decisiones y disposiciones. Sólo hay un rango superior al sardar. Es el orlok, que significa más o menos comandante en jefe, quien tiene bajo sus órdenes por lo menos a diez sardars con sus tomans formando un tuk de cien mil guerreros, a veces más. Su poder es tan extraordinario que el rango de orlok raramente se da a quien no sea un ilkan reinante de la familia de Chinghiz. El ejército que estaba acampado en aquel bok cerca de Kashgar era una parte de las fuerzas mandadas por el orlok e ilkan Kaidu.

Todo oficial mongol, además de ser un buen jefe en el combate, ha de ser en los demás momentos lo mismo que Moisés para los israelitas en el desierto. Tanto si es capitán de diez hombres como sardar de diez mil, es responsable del movimiento y aprovisiona-miento de sus tropas, de sus esposas y de sus mujeres y niños y de muchos seguidores más, como los viejos veteranos que no tienen ninguna utilidad, pero que tienen derecho a rechazar el retiro y a quedar inactivos en una guarnición. El oficial es también respon-sable de los rebaños de ganado que acompañan a las tropas: los caballos para montar, los animales que dan carne, los yaks, asnos, mulas o camellos para llevar los equipajes. Si contamos sólo los caballos, cada mongol viaja con una recua de corceles de guerra y de yeguas para kumis cuyo número es en promedio de dieciocho. De los varios jefes superiores mencionados por mis anfitriones el único nombre que reconocí fue el del ilkan Kaidu. Les pregunté si alguna vez los había llevado a la batalla del gran kan Kubilai, a quien confiaba ver en un futuro no muy lejano. Me dijeron que no habían tenido nunca el alto honor de estar bajo su mando directo, pero que habían tenido la suerte de verlo de lejos una o dos veces. Dijeron que tenía gran belleza viril, porte marcial y sabiduría de gobernante, pero que su cualidad más impresionante era su tan temido temperamento.

—Puede ser más violento incluso que nuestro violento ilkan Kaidu —dijo uno de ellos —. Nadie tiene interés en provocar la ira del gran kan Kubilai. Ni el mismo Kaidu.

—Ni los mismos elementos de la tierra y del cielo —intervino De hecho cuando truena, la gente invoca el nombre del gran kan «¡Kubilai!», para que no les hiera el rayo. Dicen que incluso nuestro intrépido Kaidu lo hace.

—Cierto —terció otro —, en la presencia del gran kan Kubilai, el viento no se atreve a

soplar demasiado fuerte, ni la lluvia a caer con más intensidad que una simple llovizna, ni a manchar de barro sus botas. Incluso el agua de su vaso retrocede temerosa ante sus labios.

Comenté que esto podía resultar molesto cuando Kubilai tuviera sed. Aquella observación sobre el hombre más poderoso del mundo era sacrílega, pero nadie se inmutó porque todos estábamos ya muy borrachos. Estábamos sentados otra vez en el yurtu, y mis anfitriones habían servido varios frascos de kumis y yo me había bebido una buena cantidad de arki. Los mongoles no se contentan nunca con un vaso, ni permiten que el huésped tome sólo uno, porque cuando se lo han bebido exclaman:

—¡Un hombre no puede caminar sobre un solo pie! —y sirven otro. Y este segundo pie necesita otro, y el siguiente otro, y así sucesivamente. Los mongoles incluso se encaminan a la muerte bebiendo, por así decirlo. Un guerrero muerto en combate se entierra siempre en el campo de batalla, bajo un montón de piedras, y se le entierra en una posición sedente con el cuerno de beber en la mano a nivel de la cintura. El día había dejado paso a las tinieblas cuando decidí que me convenía más dejar de beber o correr el riesgo de que me enterraran también a mí. Me puse trabajosamente en pie, agradecí a mis anfitriones su hospitalidad, me despedí de todos y ellos me gritaron cordialmente:

—Mendu, sain urkek! ¡Que tengas un buen caballo y una ancha llanura hasta que nos veamos de nuevo!

Yo no iba a caballo, sino a pie, y por ello me tambaleaba ligeramente. Pero esto no provocó comentarios de nadie, y pude dirigirme serpenteando hacia el caravasar de las Cinco Felicidades atravesando el bok, luego la puerta de Kashgar y más tarde las calles perfumadas. Entré de un tumbo en nuestra habitación y me paré de golpe, mirando. Un sacerdote corpulento vestido de negro, con la barba negra, estaba ante mí. Tardé un momento en reconocer en él a tío Mafio y en mi estado de profunda confusión lo único que pude pensar fue:

« ¡Dios mío! ¿En qué abismo de depravación se ha hundido ahora? Uu?»

3

Me dejé caer sobre un banco y me quedé sonriendo mientras mi tío se arreglaba devotamente la sotana. Mi padre, que parecía furioso, citó un proverbio antiguo:

—El vestido hace al hombre, pero el hábito no hace al monje. Y menos aún a un sacerdote, Mafio. ¿De dónde lo sacaste?

—Se lo compré al padre Boyajian. ¿Le recuerdas de la última vez, Nico, cuando estuvimos aquí?

—Sí. Un armenio vendería incluso la Hostia. ¿Por qué no le hiciste una oferta, a ver qué

pasaba?

—Una hostia sacramental no significaría nada para el ilkan Kaidu, pero este disfraz sí. Su esposa principal, la ilkatun es una cristiana convertida, por lo menos es nestoriana. Confío, pues, que Kaidu respetará este hábito.

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