oasis habitables y de pequeñas comunidades campesinas, a un día de distancia aproximadamente una de otra. A nuestra izquierda quedaban siempre las arenas de color león tostado de Takla Makan y a nuestra derecha la cordillera del Kun-Lun con sus cimas cubiertas de nieve, detrás de la cual, al sur, queda la tierra alta de To-Bhot. El camino se mantenía siempre fuera del desierto, recorriendo sus tierras ribereñas de agradable verdor y bien regadas, pero estábamos en pleno verano y tuvimos que soportar el clima del desierto que se colaba hasta allí. Los únicos días realmente tolerables eran cuando el viento soplaba de las montañas nevadas. Normalmente no soplaba el viento, pero los días no eran tranquilos porque la cercanía del desierto ardiente hacía temblar el aire que nos rodeaba. El sol era como un instrumento romo, un martillo de bronce que batía el aire y lo hacía repicar agudamente con el calor. Y
cuando en ocasiones soplaba el viento del desierto, traía el desierto consigo. Entonces el Takla Makan se ponía en pie y levantaba torres móviles de polvo color amarillo pálido, y estas torres se volvían paulatinamente marrones, cada vez más oscuras y pesadas hasta que se derrumbaban sobre nosotros convirtiendo el mediodía en una oscuridad opresiva que heñía con virulencia y se clavaba en la piel como si nos azotara con escobas de ramitas.
Este polvo pardo del leonado Takla Makan es conocido en todas las regiones de Kitai, incluso por personas que no han viajado y que no tienen la menor idea de la existencia del desierto. El polvo susurra por las calles de Kanbalik a miles de li de distancia y empolva las flores de los jardines de Shandu, más lejos todavía, y se deposita sobre las aguas del lago de Hangzhou, aún más lejano, y es maldecido por las limpias amas de casa de todas las ciudades de Kitai por donde pase. Y en una ocasión, cuando navegaba en un buque por el mar de Kitai, no sólo sin tocar tierra, sino incluso sin verla, descubrí
que ese mismo polvo estaba cayendo sobre la cubierta. Un visitante de Kitai podría olvidarse de todo lo que vio y vivió allí, pero toda su vida recordará la sensación del polvo de color pardo claro depositándose sobre su persona, y ya nunca podrá olvidar que en otro tiempo se paseó por esta tierra de color leonado. El buran, como llaman los mongoles a las tormentas de polvo del Takla Makan, produce un efecto curioso que no observé en ninguna tormenta de este tipo en otros desiertos, pero que duró mientras el buran nos estuvo azotando el cuerpo y mucho tiempo después de haber cesado el viento: la tormenta consiguió que nuestros cabellos se pusieran fantasmagóricamente de punta, y que los pelos de la barba se irguieran como plumas de ave, y que nuestra ropa crepitara como si fuera rígida, de papel, y si por casualidad tocábamos a otra persona veíamos saltar una chispa y notábamos una pequeña sacudida como la que se sien le al restregar fuerte una piel de gato. Además, el paso del buran era como el de una escoba celestial, porque dejaba el aire nocturno inmaculadamente limpio y claro. Las estrellas salían en incontables multitudes,.en número infinitamente superior a! que pude ver en otros lugares, y las más pequeñas eran tan brillantes como gemas, mientras que las estrellas más conocidas eran tan grandes que parecían globos, como lunas pequeñas. Por su parte, la luna auténtica, aunque estuviera en la fase que solemos llamar «nueva», con un frágil creciente alumbrado como una uña, era visible en toda su redondez, y formaba una luna llena de bronce acunada en los brazos plateados de la luna nueva.
Y si en tales noches mirábamos hacia el Takla Makan desde nuestro lugar de acampada o desde nuestro alojamiento, podíamos ver luces más extrañas todavía, luces azules que subían, bajaban y parpadeaban sobre la superficie del desierto, a veces una o dos, a veces bandadas enteras de ellas. Podían haber sido lámparas o velas llevadas por personas en un campamento distante de alguna caravana pero sabíamos que no: eran tan azules que no podían confundirse con llamas o fuegos, además se encendían y apagaban
de modo tan repentino que no podían ser obra humana, y su presencia, como la del buran del día, movía de modo inquieto nuestros cabellos y nuestras barbas. Además, era bien sabido que ningún ser humano viajaba por el Takla Makan o acampaba en él. Ningún ser humano. Por lo menos, no lo haría voluntariamente. Cuando vi las luces por primera vez pregunté a nuestra escolta qué podía ser. El mongol llamado Ussu dijo en voz baja:
—Son las cuentas del cielo, ferenghi.
—Pero ¿qué origen tienen?
El mongol llamado Donduk respondió secamente:
—Calla y escucha, ferenghi.
Eso hice, y aunque estábamos a gran distancia del desierto oí suspiros, gemidos y susurros casi imperceptibles, como si soplara una brisa irregular. Pero no había viento.
—Los azghun, ferenghi —explicó Ussu —. Las cuentas y las voces van siempre juntas.
—Muchos viajeros sin experiencia —añadió Donduk con tono de suficiencia —, han visto las luces y oído los gritos, y pensando que eran otros viajeros en peligro, han salido en su ayuda y las cuentas los han llevado cada vez más lejos, y no han vuelto nunca. Son los azghun, las voces del desierto, y las cuentas misteriosas del cielo. De ahí viene el nombre del desierto: cuando se entra en él no se sale más.
Ahora me gustaría decir que adiviné la causa de estas manifestaciones o por lo menos que encontré una explicación mejor que la de los duendes malvados, pero no fue así. Yo sabía que los azghun y las luces aparecían únicamente después del paso de una gran masa de arena seca impulsada por el viento. Me pregunté si esta fricción tenía algo en común con la de una piel de gato. Pero en el desierto los granos de arena no podían rozar contra más cosas, sólo podían hacerlo entre sí…
O sea que confundido por este misterio, apliqué mi mente a otro más pequeño, pero más accesible. ¿Por qué motivo Ussu y Donduk, a pesar de conocer nuestros nombres y de poder pronunciarlos con facilidad se dirigían siempre a nosotros, los Polo, llamándonos indiscriminadamente ferenghi? Ussu utilizaba esta palabra con bastante amabilidad; parecía que le gustaba viajar con nosotros porque así escapaba de los aburridos deberes de guarnición en el bok de Kaidu. Pero Donduk pronunciaba la palabra con desdén, como si en este viaje actuara de niñero en beneficio de personas indignas. A mí Ussu me gustaba bastante, y Donduk nada en absoluto, pero ellos iban siempre juntos y tuve que preguntárselo a los dos: ¿por qué nos llamaban ferenghi?
—Porque vos sois ferenghi —respondió Ussu sorprendido, como si le hubiese hecho una pregunta sin sentido.
—Pero también llamáis ferenghi a mi padre. Y a mi tío.
—Los dos son también ferenghi —dijo Ussu.
—En cambio llamáis Narices a Narices. ¿Lo hacéis porque es un esclavo?
—No —dijo Donduk desdeñosamente —. Porque no es ferenghi.
—Hermanos mayores —insistí —. Estoy intentando descubrir qué significa ferenghi.
—Ferenghi significa sólo ferenghi —cortó Donduk mientras levantaba las manos con un gesto de disgusto, lo mismo que yo.
Pero este misterio al final se resolvió: ferenghi era únicamente la pronunciación que ellos daban a franco. Probablemente su pueblo debió de encontrarse ocho siglos antes con los occidentales llamados francos, en la época del Imperio franco, cuando algunos antepasados de los mongoles, llamados entonces búlgaros y xiongnu, o hunos, invadieron Occidente y dieron su nombre a Bulgaria y a Hungría. Al parecer desde entonces los mongoles han llamado ferenghi a todos los occidentales, sea cual fuere su nacionalidad real. Bueno, esto no era más inexacto que llamar mongoles a los mongoles, que en realidad tienen muchos orígenes distintos.
Por ejemplo Ussu y Donduk me contaron el origen de sus primos mongoles, los kirguises. Este nombre deriva de las palabras mongoles kirkkiz, me dijeron, que significan «cuarenta vírgenes» porque en el pasado remoto estuvieron en algún apartado lugar todas estas vírgenes juntas, por extraño que pueda parecemos a los modernos, y las cuarenta quedaron preñadas por la espuma que el viento transportó desde un lago encantado y del milagroso nacimiento en masa que se produjo a continuación descendieron todas las personas que hoy se llaman kirguises. La historia era interesante, pero me lo pareció más otra cosa que Ussu y Donduk me contaron sobre los kirguises. Vivían en la región de Sibir, perpetuamente helada, muy al norte de Kitai, y se habían visto obligados a inventar dos ingeniosos sistemas para trasladarse por aquellas duras tierras. Ataban a la suela de sus botas trozos de hueso muy pulido y con ellos podían recorrer muy de prisa grandes trechos sobre las aguas heladas. O bien ataban sus botas sobre tablones largos, como duelas de barril, y con ellos podían recorrer a gran velocidad enormes trechos de los desiertos nevados.
La siguiente aldea de campesinos que encontramos por el camino estaba poblada por otra raza de mongoles. Algunas localidades de este tramo de la Ruta de la Seda estaban pobladas por uighures, que son nacionalidades «aliadas» de los mongoles, y otras localidades estaban habitadas por gente han, y Ussu y Donduk no habían hecho ningún comentario especial sobre ellos. Pero cuando llegamos a este pueblo concreto, nos dijeron que la gente del lugar eran mongoles kalmukos, y escupieron el nombre así:
—¡Kalmuko! Vaj!
Este sonido mongol, vaj, servía para expresar el mayor disgusto, y desde luego los kalmukos eran asquerosos. Eran las personas más sucias que haya visto nunca fuera de la India. Diré lo siguiente para describir un único aspecto de su suciedad: no sólo no se lavaban nunca el cuerpo, sino que nunca se quitaban la ropa, ni de día ni de noche. Cuando la ropa exterior de un kalmuko se había gastado tanto que ya no servía, no la tiraban sino que se ponían otra nueva encima, y continuaban llevando capas superpuestas de ropa harapienta hasta que la capa inferior se iba pudriendo y caía por debajo como si se soltara de la horcajadura una especie de caspa repugnante. No intentaré decir cómo olían.
Pero según supe, el nombre kalmuko no es una designación nacional o tribal. Es una palabra mongol que significa uno que se queda o que se instala en un lugar. Todos los mongoles normales son nómadas y sienten un profundo desdén por cualquier persona de su raza que deja de rondar por el mundo y se instala en una residencia fija. En opinión de la mayoría, todo mongol que se convierte en un kalmuko está condenado a la degeneración y a la depravación, y si los kalmukos que vi y olí eran representantes típicos, la mayoría de los mongoles tenía buenos motivos para despreciar a los sedentarios. Entonces recordé que el ilkan Kaidu había hablado despreciativamente del gran kan Kubilai como de alguien «no mejor que un kalmuko». «Vaj —pensé —, si esto resulta cierto daré la vuelta y regresaré directamente a Venecia.»
Sin embargo, aunque comprendía que la palabra mongol era un término demasiado general para designar a una multiplicidad de pueblos, consideré útil utilizarla. Pronto descubrí que los demás habitantes de Kitai, los originales, tampoco eran todos han. Había nacionalidades llamadas vi, hui, naxi, hezhe, miao y Dios sabe cuántas nacionalidades más, cuyas pieles iban del color marfil al bronce. Pero al igual que yo hacía con los mongoles, continué considerando han a todas estas nacionalidades. En primer lugar su lenguaje me sonaba muy parecido. En segundo lugar cada una de estas razas consideraba inferiores a las demás, llamándolas pueblos perro en sus correspondientes idiomas. Además aplicaban a cualquier extranjero, incluyéndome a mí, un nombre menos merecido todavía que el de franco. En han y en cualquier otro de sus
lenguajes y dialectos sonsoneantes cualquier extranjero era un bárbaro. A medida que íbamos avanzando por la Ruta de la Seda, el tráfico se hacía más denso: encontrábamos grupos y expediciones de mercaderes, como nosotros, o de campesinos, pastores y artesanos solos que llevaban sus productos a las ciudades con mercado, también familias y clanes y boks enteros, todos ellos mongoles, que se habían puesto en camino. Recordé que Isidoro Priuli, nuestro contable de la Compagnia Polo, había dicho antes de que yo me fuera de Venecia que la Ruta de la Seda había sido un lugar de paso muy animado desde los días más antiguos y ahora sus palabras me merecían respeto. A lo largo de años, siglos y quizá milenios el tráfico por aquella ruta había desgastado la calzada hasta situarla muy por debajo del nivel de las tierras adyacentes. En algunos lugares la ruta formaba un foso ancho tan profundo que un campesino desde su campo de habichuelas sólo podía ver de la procesión de viajeros la punta del látigo que el conductor de algún carro llevaba erguido. Y en lo hondo de este foso las roderas de los carros estaban tan marcadas que cada carro tenía que seguir por fuerza las mismas roderas. El carretero no tenía que preocuparse de que su vehículo volcara, pero tampoco podía dejarlo a un lado cuando tenía que hacer sus necesidades. Para cambiar de dirección en el camino, por ejemplo para dirigirse hacia algún pueblo situado a un lado de la ruta, el conductor debía continuar la marcha hasta llegar a una desviación con roderas divergentes y dirigir hacia ellas sus ruedas.
Los carros utilizados en esta región de Kitai eran de un tipo especial. Tenían ruedas inmensas con llantas protuberantes, tan altas que a menudo llegaban más arriba del techo del carro, que era de madera o de lona. Quizá tenían que construir de año en año ruedas cada vez mayores para que sus ejes no rozaran el suelo entre las roderas del camino. Cada carro tenía también una especie de toldo que se proyectaba hacia adelante y protegía al conductor de las inclemencias del tiempo, y mediante unos palos este toldo llegaba tan adelante que protegía también muy consideradamente el tiro de caballos, bueyes o asnos que arrastraba el carromato.
Había oído muchas cosas sobre la inteligencia, ingenio y capacidad de inventiva de los habitantes de Kitai, pero entonces empecé a preguntarme si no se habrían exagerado estas cualidades. Es cierto que cada carro tenía un toldo que protegía tanto a los animales como al conductor, y quizás esto era un invento ingenioso. Pero cada vagón tenía que llevar también varios juegos de ejes de recambio para sus ruedas. Esto se debía a que cada provincia separada de Kitai tenía sus propias ideas sobre la distancia que debían guardar entre sí las ruedas de un carro, y como es lógico los carros locales habían fijado desde hacía tiempo la correspondiente separación de las roderas en el camino. Así, ejemplo, la distancia entre roderas es grande en el tramo de la Ruta de la Seda que pasa por Xinjiang, se estrecha en la ruta que pasa por la provincia de Qinghai, vuelve a ser ancha, pero no tanto, en Henan y así sucesivamente. Un carretero que recorra un trecho considerable de la Ruta de la Seda se ha de detener en cada cambio de rodera, sacar trabajosamente las ruedas y los ejes de su carro, instalar ejes de anchura diferente y montar de nuevo las ruedas.