El viajero (75 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

También era evidente que en el pasado habían llegado a menudo a Dunhuang merodeadores musulmanes, porque muchas de las estatuas estaban rotas, despedazadas, revelando su construcción sencilla de gesso moldeado sobre armaduras de caña o de carrizo, o por lo menos estaban cruelmente desfiguradas. Como ya he dicho, los musulmanes detestan cualquier retrato de un ser humano. Si no habían tenido tiempo para destruir completamente una estatua, le habían cortado la cabeza (porque la cabeza es donde reside la vida) o si tenían todavía más prisa, se habían contentado con sacarle los ojos (porque los ojos son la expresión de la vida). Los musulmanes se habían ocupado incluso de rascar y borrar los diminutos ojos de muchos miles de imágenes pintadas en miniatura en las paredes, incluso los de figuras femeninas delicadas y bonitas.

—Y las mujeres —dijo tristemente el anciano monje —no son ni divinidades. —Señaló una figurita de gran vivacidad —. Es una devata, una de las bailarinas celestiales que divierten a las almas benditas que entre vidas moran en el Sukhavati, el País Puro. Y

ésta… —dijo señalando a una chica pintada en pleno vuelo, como una golondrina con un torbellino de faldas y velos —es una apsara, una de las tentadoras celestiales.

—¿Hay tentadoras en el cielo budista? —pregunté, intrigado. Suspiró y dijo:

—Sólo para impedir un exceso de población en el País Puro.

—¿De veras? ¿Cómo?

—Las apsaras tienen el deber de seducir a los santos de la tierra, para que sus almas se condenen y vayan entre vidas al Terrible País de Naraka, y no al feliz Sukhavati.

—Ah —dije, para demostrar que le entendía —. Una apsara es un súcubo. El budismo presenta otros paralelos con nuestra fe verdadera. Sus fieles no pueden matar, ni mentir, ni tomar lo que no les pertenece, ni comportarse mal sexualmente. Pero en otros aspectos es una religión muy diferente del cristianismo. Los budistas tampoco pueden beber bebidas embriagadoras, ni comer después del mediodía, ni asistir a diversiones, ni llevar adornos en el cuerpo, ni dormir ni siquiera descansar sobre un colchón confortable. La religión tiene ministerios equivalentes a nuestros monjes, monjas y sacerdotes, llamados buashi, ubashanza y lamas, y Buda les ordenó vivir en la pobreza, al igual que los nuestros, pero pocos cumplen este precepto. Por ejemplo, Buda ordenó a sus seguidores que llevaran sólo «ropa amarilla», o sea simples harapos descoloridos por el moho y la putrefacción. Pero los monjes y monjas budistas obedecen esta instrucción al pie de la letra, no en su espíritu, porque ahora van vestidos con las telas más costosas, teñidas alegremente en tonos que van del amarillo brillante al rojo naranja. Tienen también grandes templos, llamados potkadas, y monasterios, llamados lamasarais, ricamente dotados y provistos. Además, sospecho que cada budista tiene un número de posesiones personales muy superior a las pocas permitidas por Buda: una estera para dormir, tres harapos para vestirse, un cuchillo, una aguja, un cuenco para pedir cada día una frugal comida y un colador de tela para evitar que caigan en el agua que uno bebe insectos incautos, pececitos o renacuajos, y así

evitar tragarlos.

El colador de agua ilustra la primera y más importante regla del budismo: no matar, ni deliberada ni accidentalmente, a ningún ser vivo, por humilde o diminuto que sea. Sin embargo esto no tiene nada en común con el deseo cristiano de ser bueno e ir al cielo después de morir. El budista cree que cuando un hombre bueno muere lo único que consigue es renacer como hombre mejor, más avanzado por el camino de la Iluminación. Y cree que un hombre malo después de morir renace como un ser de grado inferior: animal, ave, pez o insecto. Esto explica que los budistas no deban matar nada. Cada pequeña mota de vida en la Creación es probablemente un alma que está

intentando subir por la escalera de la Iluminación, y un budista no se atreve a aplastar ni a una chinche porque podría ser su difunto abuelo, degradado después de muerto, o su futuro nieto que camina hacia un nuevo nacimiento.

Un cristiano podría admirar la reverencia que el budista demuestra por la vida, por ridícula que sea la lógica en que se basa, pero hay dos resultados inevitables. Uno es que todo hombre, mujer y niño budista es un nido pululante de piojos y pulgas, y comprobé

que estos bichos estaban muy dispuestos a poner en peligro su iluminación emigrando a un infiel cristiano como yo. Además el budista, como es lógico, no puede comer carne animal. Los devotos se limitan a comer arroz hervido y agua, y los más liberales se atreven a tomar como máximo leche, frutas y verduras. Esto es, pues, lo que nos sirvieron en la posada de Dunhuang: para cenar frondas y zarcillos hervidos, cha flojo y

natillas blandas, y para dormir pulgas, garrapatas, chinches y piojos.

—Hubo aquí, en Dunhuang, un lama muy santo —dijo mi monje han con voz reverente —, tan santo que sólo comía arroz crudo sin cocer. Y para aumentar todavía más su humildad llevaba una cadena de hierro sujeta a su delgado vientre. El roce de la herrumbrosa cadena produjo una llaga, y la llaga se pudrió engendrando una cierta cantidad de gusanos. Y si uno de estos gusanos roedores caía por casualidad al suelo el lama lo recogía amorosamente diciéndole: «¿Por qué huyes, querido? ¿No encontraste bastante comida?», y lo depositaba tiernamente en la parte más jugosa de la llaga. Esta instructiva historia quizá no aumentó mi propia humildad, pero disminuyó tanto mi apetito que cuando volví a la posada pude prescindir fácilmente de las pálidas gachas que me sirvieron para cenar. El monje continuó diciendo:

—El lama acabó convirtiéndose en una llaga ambulante, y la llaga le consumió y murió. Todos le admiramos y le envidiamos porque sin duda avanzó mucho por el camino de la iluminación.

—Espero sinceramente que así sea —dije —. Pero ¿qué hay al final de este camino?

¿Llega finalmente al cielo el iluminado?

—El final no es tan vulgar —respondió el ubashi —. Hay que ir avanzando hacia arriba mediante toda una serie de renacimientos y de vidas para acabar liberado de la necesidad de vivir. Para acabar liberado de la esclavitud de las necesidades, deseos, pasiones, dolores y miserias humanas. Todos confiamos alcanzar el Nirvana, que significa «la extinción».

Esto no era una broma. El budista no tiene por objetivo como nosotros merecer para su alma una eternidad de existencia feliz en las mansiones del cielo. El budista sólo aspira a la extinción absoluta, o como dijo el monje «a sumergirse en el Infinito». Él admitió

que su religión prevé la existencia de varios cientos de Países Puros y de Terribles Países infernales, pero son, como nuestro purgatorio o nuestro limbo, simples estaciones intermedias entre los sucesivos renacimientos del alma en su camino hacia el Nirvana. Y cuando el alma llega a este destino final es apagada como la llama de un cirio, para que no disfrute ni sufra más, ni de la tierra ni del cielo ni del infierno ni de nada. Tuve ocasión de reflexionar sobre estas creencias cuando nuestro grupo continuó hacia el este de Dunhuang, durante un día maravillosamente cargado de cosas en que pensar. Salimos de la posada con el alba, cuando todos los pájaros acababan de despertarse y estaban emitiendo sus gorgeos y cantos matinales, tan numerosos y tan fuertes que recordaban el ruido que hace la grasa cuando hierve en una gran sartén. Luego se despertaron las palomas, menos madrugadoras, y murmuraron sus quejas y lamentos discretos, pero había tal cantidad de ellas que sus apagados trinos parecían un rugido. Aquella mañana también salía del patio de la posada una caravana de considerable longitud, y en estas regiones los camellos no llevaban sus campanillas en un collar alrededor del cuello, sino en las rodillas delanteras. O sea que mientras ellos andaban tintineaban y resonaban como si se alegraran musicalmente de emprender la marcha. Cabalgué durante un rato al lado de uno de los carros de esta caravana, y una de sus grandes ruedas llevaba prendida una ramita de jazmín que había arrastrado en sus radios, y cada vez que esta rueda alta daba una vuelta pasaba las flores delante de mi cara y me enviaba a la nariz su dulce aroma.

La ruta que salía de la cuenca de Dunhuang nos hizo pasar por una hendedura de aquel precipicio acribillado de cuevas, y por allí llegamos a un valle verde lleno de árboles, campos y flores silvestres, el último oasis que veríamos durante un tiempo. Mientras cabalgábamos por este valle vi algo tan bello que todavía su imagen revive en mi memoria. Delante de nosotros, a una cierta distancia, se levantó en la brisa matutina una pluma de humo de color amarillo dorado; todos nos fijamos en ella y nos preguntamos

qué sería. Quizá subía del campamento de una caravana, pero ¿qué podían estar quemando para dar una nube de color tan distintivo? El humo continuó elevándose y arremolinándose, y al final llegamos a su altura y vimos que no era humo. En el lado izquierdo del valle había un prado cubierto totalmente de flores de color amarillo dorado, y todas esas innumerables flores estaban soltando exultantes su polen amarillo dorado para que la brisa lo llevara por encima de la Ruta de la Seda hacia las otras laderas del valle. Pasamos cabalgando por dentro de aquella nube de falso humo y cuando llegamos al otro lado de ella, nosotros y nuestros caballos brillábamos al sol como si nos acabaran de dar un baño de oro puro.

Otra cosa. Saliendo del valle entramos en un paisaje ondulante de dunas de arena, pero la arena ya no tenía color de camello o de león, era de un color gris plateado, oscuro, como un metal en polvo. Narices bajó de su caballo para hacer de cuerpo y descubrió

sorprendido, y para sorpresa mía, que la arena ladraba como un perro ruin en cada paso que daba. La arena no hizo ningún ruido especial cuando Narices la mojó, pero cuando él dio la vuelta para bajar la duna, resbaló y se deslizó desde la cresta y su resbalón fue acompañado por una nota musical fuerte y encantadora, un vibrato, como si hubiese sonado una cuerda del laúd mayor del mundo.

—Masallah! —exclamó Narices espantado al levantarse del suelo. Recorrió corriendo todo el trecho de arena que le faltaba hasta la superficie más firme del camino, antes de detenerse para quitarse el polvo.

Mi padre, mi tío y los dos escoltas se reían a carcajadas. Uno de los mongoles dijo:

—Estas arenas se llaman luiying.

—Las voces del trueno —me tradujo tío Mafio —. Nico y yo las oímos cuando pasamos la última vez por aquí. También gritan cuando el viento sopla fuerte, y gritan con mayor fuerza en invierno, cuando las arenas están frías.

El hecho era realmente maravilloso. Pero era únicamente un hecho de este mundo, como los cantos de los pájaros al amanecer, las campanillas de los camellos, el jazmín perfumado y las flores silvestres de color dorado tan decididas a florecer que lanzaban despreocupadas sus semillas al viento.

El mundo es bello, pensé, y la vida es buena, tanto si uno está seguro de ir al cielo al final de la vida como temeroso del infierno. Los budistas, que consideraban patéticamente la tierra y su existencia tan fea, miserable y repugnante que su mayor deseo era huir y perderse en el olvido, sólo podían inspirarme compasión. Yo no, yo nunca. Si tuviera que aceptar alguna creencia budista sería la de las continuas reencarnaciones en este mundo, aunque esto supusiera regresar como una humilde paloma o como una ramita de jazmín entre mis encarnaciones humanas. Sí, pensé, si yo pudiese, continuaría viviendo eternamente.

6

El paisaje continuó siendo de color gris, pero este gris se fue haciendo más oscuro a medida que avanzábamos hacia oriente, hasta convertirse en negro auténtico, en cascajos negros y en grava negra moviéndose sobre roca negra, porque habíamos llegado a otro desierto, uno demasiado ancho y extenso para que la Ruta de la Seda pudiera salvarlo con un rodeo. Los mongoles lo llamaban Gobi, y los han Shamo, y ambas palabras significan un desierto con esta composición peculiar: un desierto de donde el viento se ha llevado desde hace tiempo toda la arena, dejando sólo las partículas más pesadas, todas de color negro. El paisaje resultaba algo irreal, porque no parecía constituido por guijarros, piedras y rocas sino de un metal más duro todavía. Cada colina, cada roca y cada risco negro brillaba al sol con un borde brillante y

cortante, como acabado de afilar. Allí sólo crecían briznas incoloras de hierba de camello y algunos manojos de hierba neutra, como finos hilos metálicos. El Gobi recibe también de los viajeros el nombre de Gran Silencio, porque es imposible oír una conversación si no se habla a gritos, ni se oye el choque de las piedras negras que ruedan y se mueven bajo los pies, ni los tristes quejidos de los caballos por sus cascos heridos, ni las protestas y gimoteos de quienes se quejan, como Narices, porque todos estos ruidos quedan apagados por el continuo lamento del viento. Éste sopla incesantemente sobre el desierto de Gobi durante los trescientos sesenta días del año, y a fines de verano, cuando nosotros pasamos, soplaba tan ardiente como un chorro de las puertas abiertas de los terribles hornos que contienen las grandes cocinas de los más bajos fondos del más violento infierno de Satanás.

La siguiente ciudad a donde llegamos, Anxi, debe de ser la localidad más desolada de todo Kitai. Era un simple poblado de tiendas tambaleantes que vendían artículos para las caravanas y unas cuantas posadas y establos para los viajeros, todo ello de madera sin pintar y de pisa agujereada y erosionada por las partículas que levantaba el viento. Aquel pueblo existía en el borde mismo del terrible Gobi únicamente porque en aquel lugar se juntaban de nuevo las dos ramas de la Ruta de la Seda, la meridional por la cual llegamos nosotros y la otra ruta que había dado la vuelta por el norte del Takla Makan, y en Anxi se fundían ambas en un único camino. Éste sigue su curso sin dividirse más, y después de recorrer un número interminable de li llega a la capital de Kitai, Kanbalik. Como es natural en esta convergencia de caminos había un tráfico más intenso de comerciantes solos y de grupos y familias en caravana. Pero al encontrar una procesión de carros tirados por mulos pregunté a nuestros escoltas:

—¿Qué caravana es ésta? Avanza muy lenta y en silencio.

Todas las ruedas de los carros llevaban atados a las llantas manojos de hierbas y trapos para amortiguar el ruido y las mulas llevaban los cascos metidos en sacos forrados con el mismo objetivo. A pesar de ello la procesión no era absolutamente silenciosa porque las ruedas y los cascos continuaban produciendo un sonido sordo y se oía el continuo crujir de los armazones de madera de los carros y de los arneses de cuero, pero su marcha era más silenciosa que la de la mayoría de caravanas. Además de los han que conducían los carros de mulas, había otros han montados en mulas, flanqueándolos, que pasaron por Anxi acompañando la caravana como una guardia de honor y abriéndose camino por las calles llenas de gente sin utilizar nunca la palabra para pedir paso. Los peatones se apartaron obsequiosamente, dejaron de charlar entre sí y apartaron el rostro como si la procesión fuera de algún importante y encumbrado personaje. Pero en la procesión no vi a nadie aparte de estos conductores y de esta escolta: no había nadie en las varias decenas de carros que pasaron. Todos estaban ocupados por montones de objetos que podían haber sido tiendas enrolladas o alfombras, muchos centenares de fardos largos envueltos en tela y apilados como troncos dentro de los carros. Estos objetos, fueran lo que fuesen, parecían muy viejos y soltaban un olor seco, rancio, y sus envolturas de tela estaban en jirones y se agitaban al viento. Cuando los carros saltaban sobre las calles llenas de hoyos se desprendían escamas y trozos de tela.

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