El viajero (79 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Habló en mongol, y tampoco después le oí hablar otro idioma, por lo tanto ignoro si conocía el farsi comercial o alguna de las múltiples lenguas utilizadas en su reino, y no oí nunca a nadie dirigirse a él en una lengua distinta de su mongol materno. No abrazó a mi padre ni a mi tío, como hacen los amigos venecianos cuando se encuentran, pero puso sobre el hombro de cada uno su gran mano cargada de anillos.

—Estoy contento de veros de nuevo, hermanos Polo. ¿Cómo os ha ido el viaje, uu? ¿Es éste el primero de mis sacerdotes, uu? ¡Qué joven parece, para ser un sabio clérigo!

—No, excelencia —aclaró mi padre —. Es mi hijo Marco que ahora es también un experimentado viajero. Él, como todos nosotros, se pone al servicio del gran kan.

—En tal caso, sea también bien venido —dijo Kubilai, con un amable gesto de la cabeza en dirección mía —. Pero los sacerdotes, amigo Nicoló, ¿llegarán después que vosotros?

Mi padre y mi tío le explicaron excusándose pero sin humillarse, que no habían conseguido traer a los cien sacerdotes misioneros que había solicitado, ni siquiera a uno solo, porque tuvieron la desgracia de volver a su tierra durante el interregno papal y la consiguiente confusión de la jerarquía eclesiástica. (No hablaron de los dos cobardes frailes predicadores que no habían pasado de Levante.) Mientras ellos se explicaban aproveché la oportunidad para examinar detalladamente al monarca más poderoso de la tierra.

El kan de todos los kanes estaba a punto de cumplir su sesenta aniversario, edad que en Occidente le habría catalogado como un anciano, pero él era un ejemplar de virilidad adulta, sano y fuerte. Llevaba por corona un simple yelmo de oro, una especie de plato de sopa invertido, de cuyas partes posterior y laterales colgaban cogotera y yugulares. El cabello que pude ver debajo era gris, pero todavía espeso. Su grueso bigote y su barba estaban recortados al estilo marinero, y eran más negros que blancos. Sus ojos eran más bien redondos teniendo en cuenta su raza mongol, y brillaban inteligentemente. Su rubicunda tez estaba gastada, pero no arrugada, como si hubiese esculpido su rostro sobre una castaña bien madura. Su nariz era el único rasgo poco hermoso del rostro, pues era corta como la de todos los mongoles, pero también bulbosa y muy rojiza. Su ropa, de espléndidas sedas con gruesos brocados de figuras y dibujos, cubría una robusta figura, pero no sebosa. Llevaba en los pies botas blandas de un cuero especial; me enteré luego de que estaban hechas con la piel de cierto pez que, al parecer,

alivia los dolores de la gota, el único mal de que oí quejarse al gran kan.

—Bueno —dijo cuando hubieron acabado mi padre y mi tío —quizá vuestra Iglesia romana demuestra una astuta sabiduría al guardar celados sus misterios. Yo creía aún que el kan Kubilai era como cualquier otro mortal una persona capaz de adoptar posturas con el único fin de impresionarnos en las sesiones del Cheng, y entonces parecía confirmar esta opinión porque continuó charlando con tanta tranquilidad como una persona normal cuando pasa el rato con sus amigos.

—Sí, quizá vuestra Iglesia actúa correctamente al no enviarnos misioneros. En materia de religión a menudo pienso que nada es mejor que demasiado. Ya tenemos bastante con la plaga de los cristianos nestorianos, entrometidos y vociferantes. Incluso mi vieja madre, la katun viuda Sorghaktani, que se convirtió hace tiempo a esta fe, continúa tan atontada con ella que me larga un discurso misionero cada vez que me ve o que ve a cualquier pagano. Nuestros cortesanos hacen ya esfuerzos desesperados para no toparse con ella en los corredores. Este fanatismo perjudica sus propios objetivos. Por lo tanto creo que vuestra Iglesia cristiana romana conseguirá atraer a más conversos si finge mantenerse apartada del rebaño. Los judíos actúan así, ya lo sabéis, y los pocos paganos que dejan entrar en el judaísmo se sienten halagados y honrados por el hecho.

—Por favor, excelencia —dijo mi padre ansiosamente —. No comparéis nuestra fe verdadera con la herética secta nestoriana. Ni la igualéis tampoco con el despreciable judaísmo. Si lo deseáis culpadme a mí y a Mafio por habernos equivocado al escoger el momento. Pero os aseguro sinceramente que en cualquier otra época la Iglesia de Roma abre sus brazos para acoger a todos los que desean salvarse. El gran kan preguntó vivamente:

—¿Por qué, uu?

Entonces noté por primera vez uno de los atributos particulares del gran kan, que luego pude comprobar repetidamente. El gran kan podía ser simpático, divagador y locuaz como una vieja, si esto concordaba con su humor y con sus intenciones. Pero cuando quería saber algo, cuando necesitaba una respuesta, cuando buscaba alguna información concreta, podía emerger repentinamente de las nubes de su garrulidad, la suya o la de una habitación entera llena de personas, y lanzarse como un halcón sobre la carnada de un tema.

—¿Por qué? —repitió tío Mafio, sorprendido —. ¿Por qué desea la cristiandad salvar a toda la humanidad?

—Os lo contamos ya hace años, excelencia —dijo mi padre —. La fe que predica el amor y que fue fundada por Jesús, el Cristo y Salvador, es la única esperanza para traer a la tierra la paz perpetua y la abundancia, la tranquilidad del cuerpo, de la mente y del alma y la buena voluntad entre los hombres. Y después de la vida una eternidad feliz en el Regazo de Nuestro Señor.

Yo pensé que mi padre había defendido a la cristiandad como lo habría hecho cualquier clérigo ordenado. Pero el gran kan se limitó a sonreír tristemente y suspiró.

—Yo esperaba que habríais traído a gente sabia, de argumentos persuasivos, buenos hermanos Polo. Os quiero mucho y respeto mucho vuestras convicciones, pero temo que vosotros, al igual que mi viuda madre y que todos los misioneros que he conocido, ofrecéis afirmaciones carentes de base.

Antes de que mi padre o mi tío pudiesen decir nada, Kubilai se lanzó a otra de sus peroratas:

—Recuerdo perfectamente lo que me contasteis sobre Jesús, que vino a la tierra, con Su mensaje y con Su promesa. Esto, según dijisteis, pasó hace más de mil doscientos años. Bueno, también yo he vivido mucho tiempo y he estudiado las historias de épocas pasadas. Al parecer en todas las épocas, religiones de todo tipo han ofrecido promesas

universales de paz, bondad, salud, amor fraterno y completa felicidad y algún tipo de cielo para el más allá. Yo no sé nada sobre el más allá Pero sé que la mayoría de personas en esta tierra, incluyendo a las que rezan y adoran con la fe y la devoción más sinceras, continúan siendo pobres y estando enfermas y siendo desgraciadas y estando insatisfechas y detestándose a fondo mutuamente, suponiendo que no estén en guerra, que ya es decir.

Mi padre abrió la boca, quizá para comentar la incongruencia de que un mongol deplorara la guerra, pero el gran kan continuó diciendo:

—El pueblo han cuenta la leyenda de un ave llamada jingwei. Desde los inicios del tiempo el jingwei ha llevado guijarros en su pico para llenar el ilimitado mar de Kitai, un mar sin fondo, y convertirlo en tierra sólida, y el jingwei continuará llevando a cabo esta fútil tarea hasta el fin de los tiempos. Supongo que lo mismo hacen las fes, las religiones y las devociones. No podéis negar que vuestra Iglesia cristiana ha estado haciendo de ave jingwei durante doce siglos, prometiendo siempre de modo fútil y fatuo lo que no puede proporcionar nunca.

—¿Nunca, excelencia? —dijo mi padre —. Una cantidad suficiente de guijarros acabará

llenando el mar. Con el tiempo, llenará incluso el mar de Kitai.

—Nunca, amigo Nicoló —replicó el gran kan terminantemente —. Nuestros sabios cosmógrafos han demostrado que en el mundo hay más mares que tierra. No hay suficientes guijarros.

—Los hechos no pueden prevalecer contra la fe, excelencia.

—Ni contra la locura inexorable, me temo. Bien, bien, dejemos ya esto. Sois hombres en quienes pusimos nuestra confianza, y habéis faltado a ella porque no nos habéis traído los sacerdotes que solicité. Sin embargo aquí tenemos una costumbre: no criticar nunca a personas de buena crianza en presencia de los demás. —Se volvió hacia el matemático que había escuchado la conversación con una expresión de cortés aburrimiento —: Maestro Linan, ¿tendréis la bondad de retiraros, uu? Dejadme solo con los maestros Polo para que los castigue por su fracaso.

Aquello me asustó, me irritó y me inquietó ligeramente. Éste era el motivo por el cual quiso que estuviéramos presentes en el Cheng y que observáramos sus caprichosos juicios: para tenernos aterrados y temblorosos antes de dictar sentencia. ¿Habíamos hecho todo aquel cansado viaje únicamente para recibir algún horroroso castigo? Pero Kubilai volvió a sorprenderme. Cuando Linan se hubo marchado, sonrió y dijo:

—Ya está. Los han son conocidos por la rapidez con que propalan cualquier chismorreo, y Linan es un auténtico han. Toda la corte estaba enterada de vuestra misión sacerdotal, y ahora sabrán que nuestra conversación versó únicamente sobre este tema. Pasemos, pues, a lo otro.

Tío Mafio dijo sonriendo:

—Hay muchas otras cosas de que hablar, excelencia. ¿Por dónde empezamos?

—Me han dicho que vuestro camino os puso directamente en manos de mi primo Kaidu, y que durante un tiempo os tuvo en su puño.

—Esto sólo supuso un breve retraso, excelencia —dijo mi padre señalándome a mí —. Este Marco nos ayudó muy ingeniosamente a eludirlo, pero ya os lo contará él mismo en otra ocasión. Kaidu quiso entrar a saco en los regalos que os traíamos de vuestros súbditos, el sha de Persia y el sultán de la Aryana de la India. De no haber sido por Marco vuestro primo os lo podría haber confiscado todo.

El gran kan movió de nuevo la cabeza hacia mí, brevemente, antes de volver a mi padre y a mi tío.

—¿Kaidu no se quedó con nada, uu?

—Con nada, excelencia. Cuando así lo ordenéis, los criados os traerán y os mostrarán la

riqueza de oro, joyas y objetos preciosos que…

—Vaj! —le interrumpió el gran kan. Dejemos la quincalla. ¿Qué me decís de los mapas?

Prometisteis que además de los malditos sacerdotes me traeríais mapas. ¿Los hicisteis, uu? ¿Os los robó Kaidu, uu? Habría preferido que se hubiera quedado con todo y que hubiese dejado esto.

Aquellos frecuentes y rápidos cambios de tema me habían desconcertado, como es natural. El gran kan no sólo no nos castigaba, sino que nos estaba interrogando, y sobre un tema del cual yo no había sospechado nada. Ya resultaba bastante asombroso que una persona despreciara con un vaj un regalo de quincalla que habría bastado para comprar cualquier ducado de Europa. Pero me asombraba más enterarme de que mi padre y mi tío habían estado trabajando todo el tiempo en un proyecto más secreto e importante que la búsqueda de misioneros.

—Los mapas están a salvo, excelencia —dijo mi padre —. En ningún momento se le ocurrió a Kaidu pensar en este tema. Mafio y yo estamos seguros de haber compilado los mejores mapas existentes hasta el momento de las regiones occidentales y centrales de este continente, especialmente las dominadas por el ilkan Kaidu.

—Bien… bien… —murmuró Kubilai —. Los mapas que dibujan los han son insuperables, pero se limitan a sus propias tierras. Los mapas que les capturamos en años anteriores nos ayudaron mucho en la conquista mongol de Kitai, y nos servirán igualmente cuando marchemos hacia el sur contra los song. Pero los han ignoran siempre lo que está más allá de sus propias fronteras, porque lo consideran indigno de ellos. Si vuestro trabajo está bien hecho dispondré por primera vez de mapas completos de la Ruta de la Seda, hasta los límites más lejanos de mi imperio.

Miró a su alrededor con el rostro radiante de satisfacción y posó sus ojos en mí. Quizá

interpretó mi actitud torpe y sosa como sentimiento de culpabilidad, porque me sonrió

más cordialmente todavía y habló directamente conmigo:

—Prometí, joven Marco, que nunca utilizaría los mapas en ninguna campaña mongol contra el territorio o las posesiones del dogato de Venecia. Luego dirigiéndose a mi padre y a mi tío les dijo:

—Más tarde convocaré una audiencia privada para reunimos y examinar los mapas. Mientras tanto he asignado a cada uno de vosotros una habitación separada y criados, cerca de mi residencia en el palacio principal. —Y añadió como si no hubiese caído en ello —: Vuestro sobrino puede instalarse en la estancia que prefiera. (Es curioso, pero a pesar de la acuidad que demostraba Kubilai en todos los aspectos del conocimiento y de la experiencia humanos, en los años que duró mi trato con él nunca se preocupó de recordar cuál de los Polo mayores era mi padre y cuál mi tío.)

—He ordenado para hoy —continuó diciendo —un banquete de bienvenida, en el cual conoceréis a dos visitantes recién llegados también de Occidente, y todos juntos discutiremos la desagradable cuestión de mi insubordinado primo Kaidu. Linan os está

esperando fuera para escoltaros a vuestras nuevas habitaciones. Los tres iniciamos un koutou y él de nuevo, como haría siempre, ordenó que nos levantáramos antes de habernos postrado a fondo, y dijo:

—Hasta la cena, amigos Polo —y así nos despedimos de él.

2

Como digo, caí entonces en la cuenta de que mi padre y mi tío cuando confeccionaban tan asiduamente sus mapas trabajaban, por lo menos parcialmente, para el kan Kubilai, y ésta es la primera ocasión en que revelo públicamente este hecho. No lo mencioné en la anterior crónica de mis viajes y los suyos, porque en aquella época mi padre aún vivía

y yo no me decidí a imputarle cualquier sospecha de que pudiese haber servido a la horda mongol en perjuicio de nuestro Occidente cristiano. Sin embargo, como todo el mundo sabe, los mongoles no han invadido más Occidente, ni lo han amenazado. Nuestros principales enemigos durante muchos años han continuado siendo los sarracenos musulmanes, y los mongoles han sido a menudo buenos aliados contra ellos. Y mientras tanto, como habían previsto mi padre y mi tío, Venecia y el resto de Europa se han aprovechado del aumento de comercio con Oriente, comercio que han facilitado mucho las copias de nuestros mapas de la Ruta de la Seda que los Polo trajimos desde allí. Por lo tanto ya no hay necesidad de mantener la ficción algo ridícula de que Nicoló

y Mafio Polo cruzaron y volvieron a cruzar toda la inmensidad de Asia únicamente para llevar consigo un rebaño de curas. Y ni en aquel libro, ni en ninguna ocasión, intenté

celar el hecho de que yo, Marco Polo, me convertí también en agente, viajero y cartógrafo del kan Kubilai. Pero ahora quiero contar cómo empecé a gozar de tal consideración por el gran kan y cómo éste acabó confiándome misiones de tal tipo. Atraje su atención por primera vez en el banquete de bienvenida que se celebró aquella noche. Pero podía haber sucedido, y casi sucedió, que la primera atención de Kubilai hacia mí fuera la orden de entregarme al acariciador, con el cuello dentro de mi esfínter. El banquete se celebró en la sala mayor del edificio del palacio principal, una sala que según dijo con orgullo uno de los camareros podía acomodar a seis mil invitados a la vez. El alto techo se sostenía sobre retorcidos y curvados pilares que parecían de oro macizo incrustado con gemas y jade. En las paredes se alternaban paneles de madera ricamente cincelada y de cuero en relieve, y colgaban de ellas qalis persas y pinturas han en rollos y trofeos mongoles de caza. Entre estos trofeos vi cabezas montadas de leones rugiendo, de leopardos y de artaks con grandes cornamentas (las «ovejas de Marco») y grandes animales con aspecto de oso llamados damao-xiong, cuyas cabezas montadas tenían un sorprendente color, pues eran blancas como la nieve excepto las orejas negras y unas máscaras negras alrededor de los ojos. Los trofeos provenían probablemente de las cacerías del propio gran kan, porque su amor a la caza era proverbial, y pasaba todos los días que podía en el bosque o en los campos. Incluso en aquella sala de banquetes su amor por el más viril de los deportes era evidente, porque los invitados que ocupaban los lugares más cercanos a él eran sus mejores compañeros de caza. En ambos brazos de su asiento en forma de trono estaba posado un halcón cazador con el capuchón puesto, y a cada una de las patas delanteras del asiento tenía encadenado un felino llamado leopardo cazador. Este leopardo se parece a un leopardo normal, pero su tamaño es mucho menor y proporcionalmente tiene las patas mucho más largas. Se diferencia de todos los demás felinos en que no sabe encaramarse a los árboles, y lo hace todavía más porque persigue y abate voluntariamente las piezas obedeciendo las órdenes de su amo. Sin embargo los leopardos cazadores y los halcones estuvieron tranquilos todo el tiempo, aceptando de vez en cuando educadamente las golosinas que Kubilai les daba con sus propios dedos. No había seis mil invitados aquella noche, y la sala, para acomodar a menos personas, estaba dividida con biombos de laca negra, dorada y roja, formando un espacio más íntimo. De todos modos debíamos de ser unas doscientas personas, más un número igual de criados y grupos de músicos y juglares que cambiaban constantemente. Un número tan grande de personas respirando y sudando y los suculentos aromas que subían de los platos calientes deberían haber comunicado bastante calor a la sala en aquella noche de fines de verano. Pero aunque estábamos rodeados de biombos y todas las puertas exteriores estaban cerradas, una fresca brisa pasaba por la sala misteriosamente. Tardé un cierto tiempo en enterarme de los medios ingeniosos y simples utilizados para crear este frescor. Pero había otros misterios en ese comedor que

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