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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (81 page)

«Hao!» en señal de aprobación y el cocinero responsable de ese plato salía de las cocinas, sonreía y hacía koutou, y nosotros le aplaudíamos repicando nuestras tenacillas ágiles y produciendo una crepitación como la del grillo. Podría señalar aquí que los invitados nos servíamos para comer de tenacillas de marfil intrincadamente esculpidas, pero que las de Kubilai, según me dijo Chingkim estaban fabricadas con los huesos del antebrazo de un gibón, porque tales tenacillas se vuelven negras si tocan comida envenenada.

Nuestro compañero de mesa también nos explicaba cada plato que llegaba a nuestra mesa, porque casi todos eran de origen han y tenían un nombre muy intrigante, pero que no daba ninguna indicación sobre el contenido del plato, y no siempre era yo capaz de determinarlo cuando lo comía y lo aplaudía. Al empezar la fiesta cuando anunciaron que el primer plato se llamaba leche y rosas, no tuve dificultad alguna en entender que se trataba simplemente de uvas blancas y uvas rosadas. (Una comida al estilo han sigue un

curso distinto al nuestro; empieza con frutas y nueces y acaba con una sopa.) Pero cuando me presentaron un plato llamado niños de nieve, Chingkim tuvo que explicarme que estaba confeccionado con cuajada de judías y carne asada de ancas de rana. Y el plato llamado periquito verde de pico rojo con jade ribeteado de oro era una especie de natillas multicolores que contenían las hojas hervidas y pulverizadas de una planta persa llamada aspanaj, crema de hongos y pétalos de varias flores. Cuando los criados me presentaron huevos de cien años, estuve a punto de renunciar a ellos, porque eran simples huevos de gallina y de pato hervidos y duros, pero la clara tenía un horrible color verde, la yema era negra y olían realmente a cien años. Sin embargo Chingkim me aseguró que sólo los habían escabechado durante sesenta días, o sea que los comí y los encontré sabrosos. Había cosas más raras, carne de patas de oso y labios de pescado, y un caldo confeccionado con la saliva que utiliza un cierto pájaro para pegar su nido, y patas de paloma en gelatina, y una masa de una sustancia llamada geba, que es un hongo que crece sobre los tallos de arroz, pero fui valiente y los probé

todos. Había también platos más reconocibles, la pasta mian en numerosas formas y salsas, bolas rellenas y al vapor, la familiar berenjena con una salsa de pescado desconocida.

El banquete, junto con los invitados y la sala donde se celebraba, demostraba ampliamente que los mongoles habían recorrido un largo camino desde la barbarie hasta la civilización, y habían conseguido este cambio principalmente adoptando a fondo la cultura del pueblo han, desde su comida y sus vestidos hasta su hábito de bañarse y su arquitectura. Pero el plato fuerte del banquete, la piatanza di prima portata, era según Chingkim un plato inventado hacía mucho tiempo por los mongoles y que los han habían adoptado alegremente desde hacía poco tiempo. Lo llamaban pato colgado al viento, y Chingkim me contó el complicado proceso de su preparación. Me dijo que un pato llegaba del huevo a la cocina exactamente en cuarenta y ocho días, y luego precisaba cuarenta y ocho horas para su adecuada preparación. Su breve existencia incluía tres semanas de alimentación forzada (como hacen los estrasburgueses de la Lorena con sus ocas). Cuando el ave estaba bien cebada, se mataba, se desplumaba y se limpiaba, se hinchaba la cavidad interior con aire para distenderla, y se dejaba colgando a la intemperie de cara al viento del sur. «Sólo sirve el viento del sur», puntualizó Chingkim. Luego se vidriaba ahumándolo sobre un fuego donde se quemaba alcanfor. Luego se asaba sobre un fuego ordinario y se untaba con vino, ajo, melazas y una salsa de judías fermentadas. Luego se cortaba y se servía en piezas del tamaño de un bocado, siendo la parte más apreciada las hojuelas de piel negra y crujiente, y se añadían al plato cebollas verdes ligeramente hervidas, castañas de agua y unos vermicelli tipo mian transparentes, y en mi opinión, si algo podía disminuir el resentimiento que sentía el pueblo han por sus conquistadores mongoles, tenía que ser el pato colgado al viento.

Después de un pastel de pétalos de loto azucarados y una sopa clara de melones hami, pusieron en cada mesa el plato final: una gran sopera con arroz blanco hervido. Este plato era puramente simbólico y nadie se sirvió. El arroz es la dieta básica del pueblo han, de hecho en los reinos han meridionales el arroz es casi el único elemento de las comidas del pueblo, y por ello merece un lugar de honor en todas las mesas, incluso en la mesa de un rico. Pero los invitados de un rico no deben comer este arroz, pues insultarían al anfitrión dando por supuesto que los requisitos anteriores habían sido insuficientes.

En este momento, mientras los criados dejaban libres las mesas para proceder a la seria actividad de la bebida, Kubilai, mi padre, mi tío y otras personas más empezaron a conversar. (Como ya he dicho los mongoles no suelen hablar mientras comen y los

demás hombres de la sala habían observado también esta costumbre. Sin embargo el silencio no había impresionado en absoluto a las mujeres mongoles que cacarearon y chillaron durante toda la cena.) Kubilai se dirigió a mi padre y a mi tío:

—Estos dos hombres, Tang y Fu —y señaló a los dos han que yo ya había observado —, han llegado de Occidente casi al mismo tiempo que vosotros. Son espías míos, inteligentes, devotos y que saben pasar desapercibidos. Cuando me enteré de que una caravana han de carros se dirigía a las tierras de mi primo Kaidu para traer los cadáveres de los difuntos han y enterrarlos, ordené a Tang y a Fu que se unieran a la caravana.

« ¡Vaya!», pensé, esto explicaba que yo los recordara, pero no dije nada y Kubilai se dirigió a ellos.

—Contadnos, honorables espías, los secretos que habéis descubierto en la provincia de Xinjiang.

Tang tomó la palabra como si estuviera recitando una lista escrita, pero sin leer nada:

—El ilkan Kaidu es orlok de un bok que comprende un tuk entero, y puede poner instantáneamente en línea de batalla seis tomanes de este tuk. El gran kan no pareció muy impresionado, pero lo tradujo a mi padre y a mi tío:

—Mi primo tiene bajo sus órdenes a un campamento que comprende cien mil guerreros a caballo, de los cuales sesenta mil están siempre a punto para combatir. Me pregunté por qué necesitaba el kan Kubilai a unos espías profesionales para conseguir subrepticiamente una información que yo obtuve simplemente compartiendo una comida en un yurtu.

Fu habló luego:

—Cada guerrero entra en combate con una lanza, una maza, su escudo, por lo menos una espada y una daga, un arco y sesenta flechas. Treinta flechas son ligeras, con cabezas estrechas para tiros de largo alcance. Treinta son pesadas, con cabezas anchas, para utilizarlas a poca distancia.

—De esto también estaba enterado yo, y sabía más: que algunas flechas chillaban y silbaban furiosamente mientras volaban.

Tang tomó de nuevo la palabra:

—Cada guerrero para ser independiente de las provisiones del bok lleva también una pequeña vasija de barro donde cocinar, una pequeña tienda plegable y dos botellas de cuero. Una está llena de kumis, la otra de gruí, y puede subsistir con estos dos alimentos largo tiempo sin debilitarse.

Fu añadió:

—Si consigue un pedazo de carne, no necesita detenerse para prepararla. La mete entre la silla y su montura y mientras cabalga el golpeteo, el calor y el sudor curan la carne y la dejan a punto.

Luego dijo Tang:

—Si un guerrero no tiene otra comida, se alimentará y aplacará su sed bebiendo la sangre del primer enemigo que mate. También puede utilizar la grasa de este cuerpo para engrasar las tachuelas, las armas y la armadura.

Kubilai apretó los labios y se retorció el bigote, con evidente impaciencia, pero los dos han no dijeron nada más. Entonces murmuró con un deje de exasperación:

—Los números y los detalles están muy bien. Pero no habéis contado nada que yo no supiera desde que monté a pelo sobre mi primer caballo cuando tenía cuatro años.

¿Cómo están la moral y el humor del ilkan y de sus tropas, uu?

—No hay necesidad de informarse privadamente sobre esto, excelencia —dijo Tang —. Todo el mundo sabe que los mongoles están siempre a punto para luchar y ansiosos de hacerlo.

—Sí, luchar, pero ¿contra quién, uu? —insistió el gran kan.

—De momento, excelencia —dijo Fu —, el ilkan utiliza sus fuerzas únicamente para destruir a los bandidos de su propia provincia de Xinjiang, y para llevar a cabo pequeñas escaramuzas contra los tazhikos y asegurar así sus fronteras occidentales.

—Hui! —exclamó Kubilai con un arranque —. ¿Pero lo hace simplemente para tener ocupados a sus combatientes, uu? ¿O está poniendo a punto su capacidad y preparándose para empresas más ambiciosas, uu? ¿Quizá un ataque rebelde contra mis fronteras occidentales, uu? ¡Decidme algo!

Tang y Fu sólo pudieron hacer ruidos respetuosos y encogerse de hombros para excusar su ignorancia.

—Excelencia, ¿quién puede examinar lo que hay dentro de la cabeza de un enemigo?

Incluso el mejor espía sólo puede observar lo observable. Los hechos que os hemos comunicado los conseguimos con mucha perseverancia y con mucho cuidado para que fueran correctos y arriesgándonos mucho a que nos descubrieran, en cuyo caso nos hubiesen atado con los miembros extendidos entre cuatro caballos y con el látigo los hubiesen enviado hacia los cuatro horizontes.

Kubilai les dirigió una mirada algo desdeñosa y se volvió hacia mi padre y mi tío.

—Vosotros por lo menos visteis cara a cara a mi primo, amigos Polo. ¿Qué impresión sacasteis, uu?

Tío Mafio dijo pensativamente:

—Desde luego Kaidu ansia conseguir más de lo que tiene. Y desde luego es una persona de temperamento belicoso.

—Al fin y al cabo, pertenece a la misma descendencia familiar que el gran kan —dijo mi padre —. Hay un dicho tan antiguo: una loba no suelta ningún cordero.

—También de todo esto estaba bien enterado —gruñó Kubilai —. ¿No hay nadie que haya percibido algo más aparte de lo totalmente evidente, uu?

Aquel «uu?» no iba dirigido precisamente a mí, pero la pregunta me animó a hablar. Está claro que podía haberle comunicado con más gracia lo que quería decirle. Pero yo albergaba todavía un cierto desdén hacia él por su demostración de cruel arbitrariedad en el Cheng, e imaginaba que había adoptado aquella postura teatral cuando vio que podíamos escuchar sus duras sentencias. Por lo tanto yo continuaba creyendo equivocadamente que en el fondo el kan Kubilai era sólo una persona corriente. Quizá

también había consumido con demasiada liberalidad las bebidas servidas por el árbol de las serpientes. Sea lo que fuere, tomé la palabra y hablé algo más alto de lo necesario.

—El ilkan Kaidu os llamó decadente, gastado y degenerado, excelencia. Dijo que os habéis puesto al nivel de un vulgar kalmuko.

Todos los presentes me oyeron y sin duda todos sabían lo escuálido y vil que es un kalmuko. Se hizo pues, un instantáneo silencio profundo y aterrado. Todos los hombres dejaron de hablar e incluso el cotorreo de las estridentes mujeres mongoles pareció

ahogarse. Mi padre y mi tío se cubrieron la cara con las manos y el wang Chingkim me miró horrorizado, y los hijos y esposas del gran kan se quedaron con la boca abierta, y Tang y Fu se taparon la boca con mano temblorosa, como si hubiesen reído o eructado inoportunamente, y todos los demás rostros variopintos que veía a mi alrededor empalidecieron uniformemente.

Sólo el rostro del kan Kubilai no empalideció. Se tornó de un asesino color marrón y empezó a contorsionarse mientras formaba palabras de condena y de mando. Ahora me doy cuenta de que si las hubiese pronunciado no las habría retirado nunca y nada habría mitigado mi enorme ofensa ni moderado la sentencia, y los guardias me habrían echado mano y me habrían entregado al acariciador y mi especial ejecución se habría hecho legendaria para siempre en Kitai. Pero el rostro de Kubilai continuó trabajando, pues era evidente que descartaba una retahila de palabras por demasiado suaves y la sustituía por

otras y por otras más condenatorias y esto me dio tiempo para acabar de expresar mi pensamiento.

—Sin embargo, excelencia, cuando truena, el ilkan Kaidu invoca vuestro nombre para protegerse de la ira del cielo. Lo hace silenciosamente, para sí, pero he leído vuestro nombre en sus labios, excelencia, y sus propios guerreros me confiaron este hecho. Si lo dudáis, excelencia, podéis preguntar a los dos guardias personales de Kaidu que nos dio como escolta, los guerreros Ussu y Donduk…

Mi voz se perdió en el terrible silencio que reinaba todavía en la sala. Pude oír el sonido de gotitas de kumis o de putao o de cualquier otro líquido cayendo, plinc, plunc, de un morro de serpiente a una vasija de león. En este silencio privado de respiración, monumental, Kubilai continuó empalándome con sus negros ojos, pero su rostro dejó

lentamente de contorsionarse y quedó inmóvil como una piedra, y el color violento refluyó lentamente de él y al final dijo, con un murmullo, pero que todos los presentes pudieron oír:

—Kaidu invoca mi nombre cuando está asustado. Por el gran dios Tengri, esta simple observación tiene para mí más valor que los seis tomanes de mis mejores, más fuertes y más leales caballeros.

3

Al día siguiente me desperté por la tarde en una cama de las habitaciones de mi padre con un dolor tal de cabeza que casi hubiese preferido que me la cortara el acariciador. Lo último que recordaba claramente del banquete era el bramido que el gran kan lanzó

al wang Chingkim:

—¡Ocúpate de este joven Polo! Asígnale habitaciones separadas para él solo. ¡Y

sirvientes de veintidós quilates!

Esto me pareció bien, pero no era muy lógico que me diera sirvientes inmóviles de metal, aunque fueran de oro casi puro, y supuse por lo tanto que Kubilai en aquel momento estaba tan borracho como yo o como Chingkim o como todos los demás. Sin embargo cuando las dos criadas de mi padre nos hubieron ayudado a levantarnos, a bañarnos y a vestirnos y nos hubieron traído una poción para despejar la cabeza, una bebida picante y aromática pero tan cargada de maotai que no conseguí tragármela, llegó de visita Chingkim, y las criadas de mi padre se postraron ante él haciendo koutou. El wang, que tenía más o menos el mismo aspecto que yo, apartó suavemente con el pie los dos cuerpos postrados y me dijo que estaba allí para llevarme como le habían ordenado a la nueva estancia preparada para mí.

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