—Hablando de mujeres… —dijo Narices, que había permanecido todo el rato detrás mío, casi apretado contra mí para hacerse invisible. Pero su constante y lasciva curiosidad debió de superar sus temores. Habló en farsi al príncipe —. Las mujeres y los hombres son diferentes, príncipe Chingkim. Ya sabéis… distintas partes del cuerpo… unas por aquí, otras por allí. ¿Cómo resuelven estas diferencias las etiquetas y los instrumentos del maestro acariciador?
El acariciador retrocedió un paso y dijo:
—¿Quién… quién es… éste? —con un tono de delicada repulsión como si hubiese pisado un cagajón en la calle y el objeto hubiese tenido la desfachatez de protestar en voz alta.
—Perdonad la impertinencia del esclavo, maestro Ping —dijo con suavidad Chingkim —. Pero la pregunta también se me había ocurrido a mí.
Y la repitió en mongol.
El verdugo suspiró de nuevo oficinescamente.
—Las diferencias entre hombre y mujer en relación a las caricias son puramente superficiales. Si el papel doblado dice «joya roja» se refiere al órgano genital delantero, del cual el varón tiene un representante grande, y la hembra uno pequeño. Si el papel reza «glándula de jade», derecha o izquierda, se refiere al testículo del hombre o la gónada interna de la mujer. Si reza «valle profundo», indica literalmente el útero de la mujer, pero en el caso del hombre puede referirse a su glándula almendrada interna, el llamado tercer testículo.
Narices lanzó involuntariamente un «¡ooh!» de dolor. El acariciador le fulminó con la mirada.
—¿Puedo continuar, ahora? Después de mi meditación, el proceso es el siguiente. Escojo un papel del cesto, al azar, y lo desdoblo, y me indica la parte del sujeto destinada a la primera caricia. Supongamos que dice meñique izquierdo. ¿Me aproximo yo al sujeto, como lo haría un carnicero y le sierro el meñique? No. ¿Además, qué haría si saliera más tarde el papel idéntico? Por todo esto quizá en la primera ocasión me limite a introducir profundamente una aguja debajo de la uña de ese dedo. En la segunda ocasión quizá corte el dedo hasta el hueso en toda su longitud. Sólo en el caso de salir el papel por tercera vez amputaría totalmente el dedo. Como es natural el segundo papel que escoja me llevará a una parte diferente del sujeto, a otra extremidad, o a la nariz, o quizá a la glándula de jade. Sin embargo teniendo en cuenta el triplicado de los papeles y el carácter aleatorio de la elección, puede suceder en ocasiones que la misma parte salga dos veces seguidas, pero esto, tan aburrido, no es frecuente. Y en toda mi carrera sólo en una ocasión tres papeles seguidos señalaban exactamente la misma parte del cuerpo del sujeto. Esto no pasa en general, y aquella fue una ocasión memorable. Más tarde pedí al matemático Linan que me calculara la rareza de aquella coincidencia. Según dijo era una posibilidad entre tres millones. Pasó hace años. Era su pezón izquierdo…
Parecía como si su mente derivara hacia la beatífica contemplación de aquel tiempo pasado. Pero al cabo de un momento volvió de repente a nosotros.
—Quizá empecéis a entender la pericia exigida en las caricias. Uno no se limita a correr de un lado a otro sacando papeles y luego cortando trozos del individuo. No, yo actúo con más calma, con mucha calma entre una operación y la siguiente, porque el sujeto debe disponer de todo el tiempo necesario para apreciar cada uno de los distintos dolores. Y su naturaleza ha de variar, ahora una incisión, luego una punción, después un raspado, una quemadura, una trituración. Además las heridas han de variar en intensidad, para que el sujeto no sólo experimente una agonía general, sino una multitud de dolores separados que pueda diferenciar y localizar. Aquí, arrancar lentamente una muela superior y clavar un clavo en el lugar que ocupaba hincándolo hasta el seno frontal. Allí romper y aplastar la articulación de un codo con un ingenioso tornillo lento que inventé. Más allá insertar por el canal interior de la joya roja del hombre una sonda de metal al rojo vivo, o aplicarla delicada y repetidamente al tierno bulbito situado en la abertura de la joya roja de ella. Y quizá entre ambas operaciones desollar la piel del pecho y dejarla colgando como un delantal.
Yo tragué saliva y pregunté:
—¿Cuánto tiempo dura esto, maestro Ping?
Él se encogió remilgadamente de hombros.
—Hasta que el sujeto perezca. Al fin y al cabo se llama la Muerte de un Millar. Pero hasta ahora nadie ha muerto de morir, si me explico. Éste es mi mayor arte; prolongar esta muerte y aumentar su atroz dolor. Para decirlo de otro modo: nadie ha muerto de puro dolor. Incluso a mí me asombra a veces la cantidad de dolor que puede resistirse y el tiempo que dura. Además antes de convertirme en acariciador era médico, por lo que nunca causo inadvertidamente una herida mortal, y sé impedir que un sujeto muera prematuramente por pérdida de sangre o por un shock a su constitución. Mis ayudantes secadores saben cortar las hemorragias y si tengo que puncionar un órgano delicado como la vejiga en las primeras fases de la caricia, mis recuperadores saben sustituir los tapones que he sacado.
—Para decirlo, entonces, de otro modo —le pregunté imitando sus propias palabras —.
¿Cuánto tiempo transcurre hasta que el sujeto fallece a causa de estas atenciones?
—Depende principalmente del azar. Depende de los papeles doblados y del orden en que el azar pone estos papeles en mis manos. ¿Creéis en algún dios o en dioses, señor Marco? Entonces hay que suponer que los dioses regulan la probabilidad de que salgan los papeles de acuerdo con la magnitud del crimen del sujeto y la severidad del castigo que merece. El azar, o los dioses, pueden guiar mi mano en cualquier momento hacia uno de los cuatro papeles que he citado anteriormente.
El acariciador arqueó las cejas y yo asentí con la cabeza y dije:
—Creo que sé de qué se trata. Sin duda hay cuatro partes vitales del cuerpo en las cuales una herida causaría una muerte rápida en lugar de una lenta agonía. Él exclamó:
—¡El tinte de añil es más azul que la planta de añil! O lo que es lo mismo: el alumno supera al maestro. —Me sonrió sin desplegar los labios —. Sois un buen estudiante, señor Marco. Seríais un buen… —Como es lógico yo esperaba que dijera acariciador. Pero yo no tenía ningún deseo de ser acariciador, ni bueno ni malo. Me gratificó, pues, perversamente que dijera —: un buen sujeto, porque todas vuestras aprensiones y percepciones se intensificarían gracias a vuestro íntimo conocimiento de las caricias. Sí, hay cuatro puntos, el corazón naturalmente, y también dos puntos de la columna dorsal y dos puntos del cerebro, donde la inserción de una hoja o de un punzón provoca la muerte instantáneamente, y por lo que parece, indoloramente. Por esto cada uno sólo está escrito en un papel, porque cuando uno de ellos llega a mis manos, la caricia ha finalizado. Yo recomiendo al sujeto que rece para que salga pronto. El sujeto siempre reza, al final en voz alta y a veces en voz muy alta, realmente. Parece como si el hecho de mantener esta esperanza, una esperanza desde luego mínima, cuatro casos favorables contra mil, añadiera un cierto refinamiento adicional a sus dolores de agonía.
—Excusad, maestro Ping —intervino Chingkim —, pero todavía no nos habéis dicho cuánto duran las caricias.
—Esto depende de nuevo, mi príncipe. Aparte de los factores incalculables de los dioses y del azar, la duración depende de mí. Si no hay más sujetos esperando su turno y yo no tengo prisa, puedo proceder con calma, y entre la selección de un papel y la del siguiente puede pasar una hora. Si dedico a ello una jornada laboral respetable de diez horas, por ejemplo, y si el azar dicta que debemos recorrer casi todos los mil papeles doblados, la Muerte de un Millar puede durar casi cien días.
—Dio me varda! —grité —. Pero dicen que Donduk ya está muerto. Y os lo entregaron esta mañana.
—Sí, ese mongol. Se fue con una deplorable rapidez. Su constitución se había deteriorado bastante con el interrogatorio preliminar. Pero no hay que preocuparse por esto, señor Marco, aunque os doy las gracias. El hecho no me ha afectado mucho.
Tengo ya a punto al otro mongol para acariciarlo. —Respiró de nuevo a fondo —. De hecho si hay algo de que preocuparse, ha sido la interrupción de mis medicaciones por causa vuestra.
Me dirigí a Chingkim y, hablando en farsi para que nadie nos entendiera, le pregunté:
—¿Vuestro padre decreta realmente estas… estas atroces torturas? ¿Y permite que las lleve a cabo este afectado gozador de los tormentos ajenos?
Narices, a mi lado, empezó a tirar de modo significativo y urgente de mi manga. El acariciador estaba al otro lado y yo no podía ver, como la veía Narices, la mirada penetrante de odio que me dirigió, atravesándome como con una de sus horribles sondas.
Chingkim intentó virilmente dominar la irritación que sentía contra mí. Dijo con los dientes apretados:
—Hermano mayor —éste era el tratamiento formal, aunque el mayor de los dos era él —. Hermano mayor Marco, la Muerte de un Millar se aplica solamente para castigar unos cuantos de los crímenes más graves. Y entre todos los crímenes capitales, el primero es la traición.
Yo estaba revisando rápidamente mi apreciación de su padre. Si Kubilai podía decretar un final tan indecible para dos mongoles como él, para dos buenos guerreros cuyo único crimen había sido la lealtad al Kaidu, un jefe subordinado del propio gran kan, era evidente entonces que yo estaba equivocado cuando supuse que su comportamiento en el Cheng era puro teatro para impresionar a los visitantes. Estaba claro que Kubilai no pretendía que las sentencias dictadas fueran aleccionadoras ni ejemplares. Le importaba un comino que alguien tomara nota de ellas o no. (Yo podía no haberme enterado nunca del terrible destino de Ussu y de Donduk, es decir, que aquello no estaba destinado a impresionar a nuestro grupo.) El gran kan se limitaba a ejercer de modo absoluto su absoluto poder. Criticar sus motivos, o ponerlos en duda o burlarse de ellos era suicida. Por fortuna sólo lo había hecho en el santuario de mi cabeza, e incluso alabar sus acciones sería inútil, fútil, sin consecuencias. Kubilai haría lo que haría. Bueno, por lo menos para mí aquel episodio había sido ejemplar. A partir de entonces mientras estuviera en los reinos del kan de todos los kanes caminaría sin pisar fuerte y hablaría en voz baja.
Pero en aquel momento, antes de hundirme en la docilidad, intentaría por lo menos cambiar una cosa.
—Ya os dije, Chingkim —continué —, que Donduk no era amigo mío, y de todos modos ya ha desaparecido. Pero Ussu me gustaba y la culpa de que acabara aquí fueron mis poco precavidas palabras, y además todavía vive. ¿Puede hacerse algo para moderar su castigo?
—Un traidor ha de morir con la Muerte de un Millar —dijo Chingkim fríamente. Pero luego cedió un poco y agregó —: Sólo hay una posibilidad: la mejora.
—Ah, estáis enterado de ello, mi príncipe —dijo el acariciador con una sonrisa afectada. Y para sorpresa y horror mío, hablaba perfectamente el farsi —. Ya sabéis cómo proceder para obtener la mejora. Bueno, mi secretario jefe arregla este tipo de transacciones. Si me lo permitís, príncipe Chingkim, señor Marco…
Se fue atravesando de nuevo la habitación con pasos menudos y antes de salir por la puerta tachonada de hierro hizo seña al secretario jefe para que nos atendiera.
—¿Qué hay que hacer ahora? —pregunté a Chingkim.
Él gruñó:
—Un soborno, que se paga ocasionalmente en estas situaciones. Pero que yo nunca he pagado hasta ahora —añadió con disgusto —. Normalmente lo hace la familia del sujeto. A veces se arruinan e hipotecan todas sus vidas futuras para reunir la suma necesaria. El
maestro Ping debe ser uno de los funcionarios más ricos de Kanbalik. Confío que mi padre no se entere nunca de esta locura mía; se reiría y se burlaría de mí. Y ahora, Marco, os sugiero que no me pidáis nunca más un favor así.
El secretario jefe se nos acercó con paso lento y tranquilo y levantó las cejas interrogativamente. Chingkim echó mano de la bolsa que llevaba al cinto y dijo con los típicos circunloquios han:
—Voy a pagar para el sujeto Ussu el peso necesario para equilibrar la balanza y que los cuatro papeles asciendan.
Sacó unas monedas de oro y las deslizó en las manos discretamente tendidas del secretario.
—¿Qué significa esto, Chingkim? —le pregunté.
—Significa que los cuatro papeles que indican las partes vitales se desplazarán a la parte superior del cesto, donde la mano del acariciador pueda cogerlos más pronto. Ahora vamonos.
—Pero ¿cómo…?
—¡Es todo lo que puede hacerse! —dijo Chingkim entre dientes —. ¡Vamonos ya, Marco!
Narices también tiraba de mí, pero yo insistí:
—¿Cómo podemos estar seguros de que así será? ¿Podemos confiar en que el acariciador haga todo el trabajo necesario, que abra todos los papeles doblados, todos iguales, y los lea uno por uno…?
—No, señor mío —dijo el secretario jefe, hablando por primera vez con tono suave, casi con amabilidad, y en mongol para que le entendiera —. Todos los demás papeles, hasta mil, son de color rojo, el color que significa para los han buena suerte. Sólo estos cuatro papeles son púrpuras, el color han de los funerales. El acariciador siempre sabe por dónde asoman esos cuatro papeles.
4
Durante los días siguientes me dejaron solo. Deshice mi equipaje y me instalé en mis habitaciones privadas, con la ayuda de Narices, pues autoricé al esclavo a trasladarse y a instalar su jergón en uno de mis roperos más espaciosos; empecé también a conocer a las mellizas Biliktu y Buyantu y a reconocer los vericuetos del edificio central del palacio y del resto de los edificios, jardines y patios qUe constituían una ciudad palacio dentro de la ciudad. Pero ya explicaré más tarde cómo pasé mi tiempo en privado, porque también empezó pronto mi tiempo de trabajo.
Un día un mayordomo de palacio pidió que me presentara ante el kan Kubilai y el wang Chingkim. Las habitaciones del gran kan no estaban muy lejos de las mías, y me dirigí
allí con celeridad, aunque no excesiva, porque supuse que se había enterado de nuestra visita a los calabozos y que iba a castigarme a mí y a Chingkim por habernos entrometido en los asuntos del acariciador. Sin embargo, antes de llegar allí pasé por una sucesión de lujosas habitaciones, introducido ante reverencias por una colección de ayudantes, secretarios, guardias armados y bellas mujeres. Al final entré en la habitación de estar más interior del gran kan, y al empezar a ejecutar mi koutou me pidieron que tomara asiento y me ofrecieron una selección de bebidas que traía una doncella en una bandeja cargada de jarras. Yo escogí una copa de vino de arroz y el gran kan inició la entrevista con bastante amabilidad preguntándome: