Parpadeé y dije:
—Sí, excelencia, lo hice.
—Bien. Un hombre se merece más el espacio que ocupa sobre esta tierra si ha desalojado este espacio para ocuparlo él. Sólo hay una cantidad dada de espacio en esta tierra, sólo una cantidad dada de caza para comer, de hierba para pastar, de kara para quemar y de madera para construir casas. Antes de que los mongoles conquistaran Kitai había cien millones de personas viviendo aquí, entre los han y sus razas afines. Ahora sólo queda la mitad, según mis consejeros han. Ellos están ansiosos de que su pueblo se multiplique de nuevo y dicen que si aflojo algunas limitaciones que impuse, la población volverá pronto a ser lo que era. Me aseguran que un solo mou de tierra es suficiente para alimentar y mantener a una familia han entera. A lo que yo replico: ¿no estaría mejor alimentada esta familia si dispusiera de dos mou de tierra? ¿O de tres o de cinco? La familia estaría mejor alimentada, sería más sana, probablemente más feliz. Lo triste es que los cincuenta millones de han, más o menos, que perecieron en los años de la conquista eran los mejores: los soldados, los jóvenes, fuerte s y vitales. ¿Debo permitir ahora que sean sustituidos por un procedimiento indiscriminado de freza? No, no lo permitiré. Creo que los anteriores gobernantes de este pueblo sólo tenían interés en contar cabezas y se enorgullecían de gobernar a multitudes pululantes. Yo preferiría enorgullecerme de gobernar un populacho de calidad, no de cantidad.
—Muchos otros gobernantes os lo envidiarían, excelencia —murmuré.
—En cuanto a la manera de gobernarlos, tengo que decirte lo siguiente: me diferencio también de Kaidu en que puedo reconocer algunas limitaciones en nosotros, los mongoles, y algunas superioridades en otras nacionalidades. Los mongoles somos excelentes en la acción, en la ambición, en soñar delirios de sangre y en ejecutar planes grandiosos… y desde luego en las cuestiones militares. O sea que la mayoría de ministros de la administración general son mongoles. Pero los han conocen mejor su país y a sus compatriotas, y por ello he reclutado a muchos han para los ministerios que se ocupan de la administración interior de Kitai. Los han son también increíblemente aptos en cuestiones matemáticas.
—Como la regulación de las treinta posturas sexuales —dijo Chingkim, con una carcajada.
—Sin embargo —continuó Kubilai —, los han me engañarían, como es natural, si los pusiera al frente de las finanzas. O sea que para estos cargos tengo a árabes y a persas musulmanes, que en cuestión de finanzas son casi tan buenos como los han. He permitido que los musulmanes establezcan lo que ellos llaman un ortaq, es decir, una red de agentes musulmanes dispersos por todo Kitai que supervisan los intercambios y el comercio. Saben explotar muy bien los recursos materiales de esta tierra y los talentos de sus habitantes. Es decir, que dejo a los musulmanes que expriman al país y yo me reservo una parte concreta de los beneficios del ortaq. Esto me resulta mucho más fácil que imponer una multitud de impuestos separados sobre productos y transacciones distintas. Vaj! Bastante me cuesta cobrar las tasas simples sobre la tierra y la propiedad
que los han deben pagarme.
—¿No se irritan los nativos por estar bajo la supervisión de extranjeros? —le pregunté.
—Siempre han tenido extranjeros mandándolos, Marco —dijo Chingkim —. Los emperadores han inventaron hace mucho tiempo un sistema admirable. A cada magistrado y a cada recaudador de impuestos, a cada funcionario provincial de cualquier tipo, se le enviaba a servir a un lugar distinto del de su nacimiento, para que no pudiese favorecer a sus parientes en sus deberes, tratos y exacciones. Además sólo se le permitía servir tres años en un cargo y después se le trasladaba a otro lugar. Así no tenía tiempo de hacer amigos, favoritos y compañeros de juerga a quienes favorecer. O
sea que en todas las provincias, ciudades o pueblos, los nativos han estado gobernados siempre por forasteros. Probablemente encuentran a nuestros privados musulmanes sólo algo más forasteros de la cuenta.
Yo dije:
—Aparte de árabes y persas, he visto por el palacio a hombres de otras nacionalidades.
—Sí —dijo el gran kan —. Para los cargos menores de la corte, como maestro de vinos, maestro de fuegos, orfebre, etcétera, nombro simplemente a las personas que cumplen estas funciones con mayor capacidad tanto si son han como musulmanes, ferenghi, judíos o lo que sea.
—Todo esto suena muy razonable y eficiente, excelencia.
—Tú debes comprobar si lo es o no. Para ello explorarás las habitaciones, salas y despachos contables desde las cuales se administra el kanato. He ordenado a Chingkim que te presente a todos los funcionarios y cortesanos de cualquier rango, y él les dirá
que te hablen con plena libertad sobre sus cargos y deberes. Se te pagará un estipendio generoso, y fijaré cada semana una hora para que vengas a informarme. De este modo podré juzgar si aprendes bien, y sobre todo si empiezas a percibir el sabor de las cosas.
—Lo haré lo mejor que pueda, excelencia —dije, y Chingkim y yo hicimos un ligero koutou y salimos de la habitación.
Yo había tomado ya la decisión de asombrar al gran kan en mi primer informe, después de mi primera semana de empleo, y así fue. Cuando me presenté ante él por segunda vez, aproximadamente al cabo de una semana, le dije:
—Os voy a enseñar, excelencia, cómo funciona un aparato de terremotos. Ved, ahí
dentro, colgando del cuello de la urna, hay un pesado péndulo. Está delicadamente suspendido, pero no se mueve por mucho que uno salte o de golpes en esta habitación. Sólo si tiembla la urna entera, es decir, sólo si el enorme peso de este palacio se pone en movimiento, su temblor pondrá aparentemente en movimiento el péndulo. En realidad, el péndulo cuelga seguro y tranquilo, y su ligero desplazamiento aparente es debido al imperceptible temblor de su contenedor. De este modo cuando un terremoto lejano envía un temblor, por ligero que sea, a través de la tierra, del palacio, del suelo de la sala y de la urna, este temblor aplica la presión del péndulo contra una de las delicadas conexiones que aquí veis, ocho en total, y a continuación se abre la mandíbula con goznes de uno de los dragones y el dragón suelta la perla.
—Entiendo. Sí. Muy ingenioso el orfebre real. Y tú también, Marco Polo. Comprendiste que el altivo gran kan no se rebajaría nunca a confesar su ignorancia a un simple orfebre ni a pedirle una explicación. Y tú lo hiciste en mi lugar. Tu percepción del gusto continúa siendo muy buena.
Pero estas palabras complacientes llegaron después. El día que Chingkim y yo salimos de la presencia de su real padre, el príncipe me preguntó alegremente:
—Bueno: ¿qué cortesano alto o bajo os interesaría interrogar primero? —Y cuando solicité audiencia con el orfebre de la corte, dijo —: Curiosa elección. Pero, muy bien: este caballero está a menudo en su ruidosa fragua, un lugar no muy adecuado para
conversar. Daré orden de que nos espere en su taller estudio, más tranquilo. Os llamaré
dentro de una hora.
Fui, pues, a la estancia de mi padre, para contarle mi nueva situación. Le encontré
sentado y abanicado por una de sus sirvientas. Señaló una habitación interior y dijo:
—Tu tío Mafio está allí, encerrado con unos médicos han que conocimos en nuestra anterior estancia. Están examinando su estado físico.
Me senté para compartir el aire del abanico, y le conté todo lo que había hablado en mi conversación con el kan Kubilai. Le pregunté si tenía su permiso paterno para ser de momento cortesano en lugar de comerciante.
—Desde luego —me dijo efusivamente —. Y te felicito por haber ganado la estima del gran kan. Tu nueva situación en lugar de privarnos a mí y a tu tío de tu participación activa, redundará en beneficio nuestro. Es una ilustración muy al caso del viejo proverbio: chi fa per se fa per tre.
—¿Hacer por mí y hacer por los tres? —repetí —. ¿O sea que tú y tío Mafio tenéis pensado quedaros en Kitai?
—Pues sí. Somos comerciantes viajeros, pero hemos viajado bastante, ahora tenemos ganas de empezar a comerciar. Hemos solicitado ya al ministro de finanzas, Achmad, las necesarias licencias y franquicias para tratar con el ortaq de los musulmanes. En esta y en otras cuestiones Mafio y yo podemos beneficiarnos de tu presencia en la corte. Supongo, Marco, que no imaginaste que recorreríamos todo este camino para dar luego media vuelta.
—Pensaba que vuestro principal interés era volver a Venecia con los mapas de la Ruta de la Seda y dedicaros a estimular el comercio general entre oriente y occidente.
—Sí, bueno. Sin embargo creemos que la Compagnia Polo debería explotar primero las ventajas de la Ruta de la Seda antes de abrirla a la competencia. Además debemos dar buen ejemplo, y encender el entusiasmo en Occidente. Por lo tanto nos quedaremos aquí, ganaremos una fortuna estimable, y la enviaremos a casa a medida que se acumule. Con estas riquezas, tu marégna Fiordelisa puede deslumbrar a los comerciantes de espíritu hogareño y estimular su apetito. Luego cuando lleguemos finalmente a casa ofreceremos libremente nuestros mapas y nuestra experiencia y consejo a todos los confratelli de Venecia y Constantinopla.
—Un buen plan, padre. Pero quizá tardaremos mucho tiempo en acumular una fortuna a partir de unos inicios muy pobres. Tú y tío Mafio no tenéis ningún capital comercial aparte de nuestras bolsas de almizcle y del azafrán que nos quede.
—El más afortunado de todos los mercaderes en las leyendas venecianas, el judío Nascimbene, empezó sin más recursos que un gato que recogió de la calle. La fábula cuenta que aterrizó en un reino infestado de ratones y fundó su fortuna alquilando su gato.
—Quizá en Kitai haya muchos ratones, padre, pero también hay muchos gatos. Y creo que una fracción importante de los gatos está constituida por los musulmanes del ortaq. Por lo que parece son gente muy voraz.
—Gracias, Marco. Como dice el refrán, un hombre avisado ya va armado. Pero nosotros no empezamos tan abajo como Nascimbene. Además de nuestro almizcle, Mafio y yo disponemos de la inversión que dejamos en depósito aquí durante nuestra anterior visita.
—¿Sí? No lo sabía.
—La dejamos literalmente depositada: plantada en el suelo. Has de saber que en aquel viaje también trajimos bulbos de azafrán. Kubilai nos concedió amablemente una extensión de tierra cultivable en la provincia de Hebei, donde el clima es benigno, y un cierto número de esclavos y capataces han a quienes enseñamos los métodos de cultivo. Según los informes ahora tenemos una plantación de azafrán muy extensa y existe ya
una buena cantidad de azafrán prensada en forma de pastillas o secada en forma de polvo. Este artículo es todavía una novedad en todo Oriente, y nosotros tenemos su monopolio, o sea que…
—He sido muy ingenuo al preocuparme por vuestras perspectivas —dije con admiración
—. Que Dios ayude a los gatos musulmanes si se aventuran a atacar a los ratones venecianos.
Mi padre sonrió y soltó otro proverbio:
. —Es mejor ser envidiado que consolado.
—Bruto scherzo! —se oyó en forma de bramido desde la habitación interior, y nuestro coloquio se interrumpió.
Oímos varias voces potentes, entre ellas descollando las de tío Mafio y otros ruidos, de los que parecía deducirse que alguien tiraba muebles y objetos y los aplastaba mientras continuaban llegando las maldiciones que mi tío profería a gritos en veneciano, farsi, mongol y quizá otros idiomas.
—Scarabazze! Badbu qassab! Karakurt!
Tres ancianos caballeros han salieron corriendo por las cortinas de la habitación de la Puerta del Jarrón, como si alguien los persiguiera. Sin dirigirnos la menor salutación a mí ni a mi padre continuaron su rápido avance por la habitación, corriendo para salvar su precioso pellejo, y salieron de la estancia. Tras su veloz desaparición, tío Mafio se abrió paso entre las cortinas vomitando todavía escandalosas blasfemias. Sus ojos llameaban, su barba estaba erizada y tenía la ropa en el estado en que la habían dejado los médicos cuando le examinaban.
—¡Mafio! —exclamó mi padre alarmado —. ¿Qué diablos ha sucedido?
Mi tío, amenazando con el puño a los doctores fugitivos y alternado este movimiento con el gesto vulgar de la figa, continuó bramando epítetos descriptivos y sugestivos:
—Fottuti! Pedarat namard! Che vegna la giandussa! Kalmuk, vaj!
Mi padre y yo cogimos a mi tío y con suavidad lo sentamos, diciéndole:
—¡Mafio! ¡Tío! Ste tranquilo! Por Dios, ¿qué ha sucedido?
Él nos contestó con un ladrido:
—¡No tengo ganas de contarlo!
—¿No quieres hablar? —preguntó mi padre suavemente —. Los ecos que has despertado llegan hasta Skandu.
—Merda! —gruñó mi tío y empezó a ponerse bien la ropa sin abrir la boca.
—Voy a buscar a los doctores y se lo preguntaré —le dije.
—No te preocupes —gruñó tío Mafio—. Será mejor que os lo cuente. —Así lo hizo, y salpicó sus explicaciones con exclamaciones —: ¿Recordáis la enfermedad que pillé?
Dona Lugia!
—Claro —dijo mi padre —. Pero creo que se llamaba kala-azar.
—¿Y recordáis la prescripción de estibio del hakim Mimdad que debía salvarme la vida a costa de mis pelotas? Y que yo seguí, ¡sangue de Bacco!
—Desde luego —dijo otra vez mi padre —. ¿Qué sucede, Mafio? ¿Han descubierto los médicos que estás empeorando?
—¿Empeorando, Nico? ¿Qué cosa peor podría sucederme? ¡No! Los malditos scataroni acaban de informarme, con palabras melosas, que no tenía ninguna necesidad de tomar el maldito estibio. ¡Me han dicho que podía haberme curado el kala-azar simplemente comiendo moho!
—¿Moho?
—Bueno, una especie de moho verde que crece en cubos vacíos y viejos de mijo. Este tratamiento me habría devuelto la salud, dicen ellos, sin desagradables efectos secundarios. ¡No era preciso que se encogieran mis pendenti! ¿No es divertido enterarse
de esto ahora? Porco Dio!
—No, no es muy agradable enterarse ahora.
—¿Cómo se les ha ocurrido contármelo ahora, los malditos scataroni? Cuando ya es demasiado tarde. Mona Merda.
—No actuaron con mucho tacto.
—Los malditos saputéli sólo querían informarme de que son superiores al charlatán de la selva que me castró. ¡Aborto de natural
—Hay un viejo refrán, Mafio. Este mundo es como un par de zapatos que…