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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (82 page)

Mientras nos dirigimos a otra puerta del mismo vestíbulo al cual daban las habitaciones de mi padre y de mi tío, di las gracias a Chingkim por su cortesía y añadí tratando de mostrarme cortés incluso con un pequeño funcionario asignado a mi servicio:

—No entiendo por qué el gran kan quiso que os ocuparais de mí. Al fin y al cabo sois el wang de la ciudad, es decir, un funcionario de alguna importancia. Sin duda los invitados del palacio deberían estar a cargo de un mayordomo, y este palacio tiene tantos mayordomos como pulgas un budista.

Chingkim rió, un instante solamente para que no le vibrara la cabeza, y dijo:

—No me importa cumplir de vez en cuando un encargo trivial. Mi padre piensa que un hombre para aprender a mandar a los demás debe aprender primero a obedecer la más mínima orden.

—Vuestro padre al parecer propende tanto hacia los sabios proverbios como el mío —le dije con tono simpático —. ¿Quién es vuestro padre, Chingkim?

—La persona que me dio la orden. El gran kan Kubilai.

—¡Oh! —dije, mientras él con una inclinación me hacía cruzar la puerta de mis nuevos aposentos —. ¿Uno de los bastardos, no?

Pregunté despreocupadamente, como podría haber hablado al hijo de un dogo o de un Papa, de noble cuna, pero por el lado equivocado de las sábanas. Me había quedado mirando con interés la puerta, porque no era rectangular, al estilo occidental ni apuntada formando un arco al estilo musulmán. Esta puerta y las que separaban mis varias habitaciones recibían diversos nombres como Puerta de la Luna, Puerta del Laúd o Puerta del Jarrón, porque las aberturas tenían contornos que seguían los perfiles de estos objetos.

—Es un apartamento suntuoso —comenté.

Chingkim me estaba contemplando con la misma apreciación que yo concedía a los lujosos elementos de la suite. Dijo sin alzar la voz:

—Marco Polo, tenéis un modo especial de dirigiros a vuestros mayores.

—Oh, vos no sois mucho mayor que yo, Chingkim. Qué bonito: estas ventanas dan a un jardín.

Desde luego yo no me estaba expresando con mucha claridad, pero como ya he dicho tampoco mi cabeza estaba en su mejor momento. Además en el banquete Chingkim no se había sentado en la mesa de cabecera, con los hijos legítimos de Kubilai. Esto me hizo pensar en un detalle.

—Creo que ninguna de las concubinas del gran kan tenía suficiente edad para ser vuestra madre, Chingkim. ¿Cuál de las mujeres de ayer noche era vuestra madre?

—La que estaba sentada más cerca del gran kan. Su nombre es Yamui. No le hice mucho caso, porque mi atención estaba ocupada admirando mi dormitorio. La cama era maravillosamente muelle y tenía una almohada para mí al estilo occidental. Tenía también, al parecer por si invitaba a mi cama a alguna de las damas de la corte, una almohada al estilo han, una especie de pedestal bajo de porcelana, moldeado en forma de una mujer reclinada, que permitía sostener el cuello de una dama sin desordenar su peinado.

Chingkim continuó charlando distraídamente:

—Los hijos de Kubilai que estaban sentados con él anoche eran wangs de provincias y ortoks de ejércitos, o tenían cargos de este tipo.

Para llamar a mis sirvientes había un gong de bronce de una circunferencia tan grande como la rueda de un carro de Kashgar. Pero tenía la forma de un pez de cabeza grande y redonda, compuesto principalmente por una gran boca; su cuerpo se reducía a un muñón de bronce, situado detrás de la gran abertura para aumentar la resonancia.

—Fui nombrado wang de Kanbalik —continuó charlando Chingkim —, porque a Kubilai le gusta tenerme cerca. Y me hizo sentar en vuestra mesa para honrar a vuestro padre y a vuestro tío.

Yo estaba examinando una lámpara realmente maravillosa en mi sala principal. Tenía dos pantallas cilíndricas de papel, una dentro de la otra, ambas provistas con hojas de papel en el interior de sus circunferencias, de modo que por algún sistema el calor de la llama de la lámpara hacía girar lentamente las dos pantallas en direcciones opuestas. Las pantallas tenían pintado un conjunto de puntos y líneas, y eran traslúcidas, de modo que su movimiento y la luz del interior hacían que las pinturas se resolvieran intermiten-temente en una imagen reconocible, y esta imagen se movía. Vi más tarde otras lámparas y linternas de este tipo con escenas diferentes, pero la mía mostraba una y otra vez a una muía levantando los cascos, dando una patada a un hombrecito en el trasero y enviándolo por los aires. Quedé extasiado.

—No soy el hijo mayor de Kubilai, pero soy el único hijo nacido de su esposa principal, la Katun Yamui. O sea que soy el príncipe heredero del kanato y sucesor del trono y del

título de mi padre.

En aquel momento yo estaba ya de rodillas, intentando descubrir la composición de una alfombra extraña muy plana, de color pálido. Después de un examen atento decidí que estaba confeccionada con largas tiras de marfil delgadísimo, entretejidas, y nunca había visto ni oído hablar de una obra de artesanía tan maravillosa como el marfil tejido. Puesto que ya estaba arrodillado cuando las palabras de Chingkim penetraron por fin en mi mente catastróficamente turbia, no me costó deslizarme hacia el suelo hasta quedar postrado y hacer koutou a los pies del siguiente kan de todos los kanes del Imperio mongol, a quien unos momentos antes había llamado bastardo.

—Alteza Real… —empecé a decir pidiendo perdón desde la alfombra de marfil tejido donde había apretado mi dolorida y ahora sudorosa frente.

—Oh, levantaos —dijo el príncipe heredero afablemente —continuemos tratándonos como Marco y Chingkim. Ya habrá tiempo.. suficiente para los títulos cuando mi padre muera, y confío que eso tardará muchos años en producirse. Levantaos y saludad a vuestras nuevas criadas, Biliktu y Buyantu. Buenas chicas mongoles a quienes seleccioné personalmente para vos.

Las chicas hicieron cuatro veces koutou a Chingkim y luego cuatro veces a los dos y luego cuatro veces a mí solo. Yo murmuré:

—Pensaba que me darían estatuas.

—¿Estatuas? —repitió Chingkim —. Ah, claro. Veintidós quilates: son estas chicas. Este sistema de clasificación es un invento de mi padre. Si queréis pedir que me traigan una copa de poción para despejar la cabeza, nos sentaremos y os explicaré el sistema de los quilates.

Di la orden y pedí cha para mí, y las dos chicas salieron de la habitación inclinándose y andando hacia atrás. Sus nombres y lo poco que había visto de sus caras me hicieron pensar que Buyantu y Biliktu eran hermanas. Tenían más o menos mi edad, y eran mucho más guapas que las demás mujeres mongoles que había visto hasta el momento, desde luego mucho más hermosas que las mujeres de mediana edad asignadas a mi padre y a mi tío. Cuando volvieron con nuestras bebidas, y Chingkim y yo nos sentamos en unos bancos encarados, y las doncellas trajeron abanicos para abanicarnos, pude ver que eran mellizas, idénticas en belleza, y que llevaban vestidos iguales. Pensé que debía pedirles que vistieran diferente, para poder distinguir a una de la otra. ¿Y cuando estuviesen desnudas? También este pensamiento me vino de modo natural, pero lo aparté de mi mente para escuchar al príncipe, quien después de beber un buen trago de su copa empezó de nuevo a hablar.

—Mi padre, como ya sabéis, tiene cuatro esposas. Cada una de ellas le recibe en su yurtu separado y personal, pero…

—¡El yurtu de ella! —le interrumpí.

Él se echó a reír.

—Así le llaman, aunque ningún mongol normal lo reconocería. Habéis de saber que en los viejos tiempos nómadas, un señor mongol tenía a sus esposas repartidas por su territorio, cada una en su yurtu personal, para que cuando él recorriera ese territorio no tuviera que soportar una noche sin esposa. Ahora el llamado yurtu de cada esposa es un espléndido palacio situado dentro de estos jardines, y además es un lugar muy poblado, más parecido a un bok que a un yurtu. Cuatro esposas, cuatro palacios. Mi madre sola dispone de un personal permanente de más de trescientas damas de compañía, ayudantes, médicos, criadas, peluqueras, esclavas, señoras de la guardarropía, astrólogos… Pero creo que empecé hablando de los quilates. Paró un momento para tocarse delicadamente la cabeza con una mano y tomó otro sorbo de su copa antes de continuar:

—Creo que a mi padre a su edad actual le bastarían cuatro esposas en rotación, aunque sean cuatro esposas bien trabajadas que están entrando ya en años. Pero todas sus tierras vasallas, hasta la lejana Polonia y la Aryana de la India, deben cumplir con la vieja costumbre de enviarle cada año sus mejores doncellas recién llegadas a la edad núbil. Es imposible que las tome a todas como concubinas, o incluso como criadas, pero tampoco puede decepcionar a sus vasallos rechazando de entrada sus regalos, y actualmente ha conseguido por lo menos reducir estas cosechas anuales de chicas a un número más aceptable.

Chingkim vació su copa y la pasó sin mirar por encima de su hombro donde la tomó

Biliktu —o Buyantu —quien desapareció rápidamente.

—Cada año —continuó diciendo —, cuando se entregan las doncellas a los varios ilkanes y wangs de los diversos países y provincias estos hombres examinan a las chicas y las ensayan como si fueran lingotes de oro. Según la calidad de los rasgos faciales de las doncellas, las proporciones y color de su cuerpo, su cabello, su voz, la gracia de sus pasos, etcétera, se le asigna el valor de catorce quilates, o de dieciséis o de dieciocho, según los casos, y así subiendo por la escala. Sólo se envían a Kanbalik a las que superan los dieciséis quilates, y sólo a quienes tras su ensayo demuestran poseer la finura del oro puro y sin mezcla; con veinticuatro quilates tienen alguna esperanza de acercarse al gran kan.

Chingkim no pudo oír la silenciosa llegada de mi doncella, pero levantó la mano y ella llegó a tiempo de poner en sus dedos la copa otra vez llena. Esto no pareció

sorprenderle, como si supiera con toda naturalidad que la copa tenía que estar allí. Bebió

un trago y continuó diciendo:

—Incluso este número bastante reducido de doncellas de veinticuatro quilates ha de vivir primero un tiempo con mujeres mayores en el palacio. Estas mujeres las inspeccionan más a fondo todavía, especialmente en relación a su comportamiento nocturno. ¿Roncan las chicas cuando duermen, o se mueven inquietas en la cama?

¿Tienen los ojos brillantes y el aliento dulce cuando se despiertan por la mañana? Luego mi padre sigue las recomendaciones de las mujeres de edad, toma a unas cuantas chicas como concubinas para el año siguiente y toma a otras como criadas. El resto lo distribuye según su graduación en quilates a sus señores, ministros y favoritos de corte, de acuerdo con su rango. Tenéis que felicitaros, Marco, de que repentinamente vuestro rango sea tan alto que merezcáis dos vírgenes de veintidós quilates. Hizo una pausa y se echó a reír de nuevo:

—No sé exactamente a qué se debe esto, si no es a la propensión que tenéis de insultar a vuestros superiores llamándolos kalmukos y bastardos. Confío en que los demás cortesanos no se pondrán a imitar vuestro modo de hablar esperando emular así vuestra subida a una posición de favor.

Yo carraspeé y dije:

—Habéis señalado que las chicas provienen de todos los países. ¿Teníais algún motivo especial para escoger a unas mongoles en mi caso?

—He seguido de nuevo las indicaciones de mi padre. Vos habláis ya muy bien nuestra lengua, pero él quiere que alcancéis un dominio impecable. Y es sabido que las conversaciones de almohada son el sistema mejor y más rápido para aprender un idioma. ¿Por qué lo preguntáis? ¿Habríais preferido otra raza de mujer?

—No, no —me apresuré a decir —. Las mongoles son una raza de mujer que todavía no he tenido oportunidad de… bueno, de ensayar. La experiencia me interesa. Me siento honrado, Chingkim.

Él se encogió de hombros.

—Son de veintidós quilates. Casi perfectas. —Tomó un nuevo sorbo de su bebida y luego

se inclinó hacia mí y me dijo seriamente, en farsi para que las chicas no pudiesen enterarse —. Hay muchos señores aquí, Marco, y de más edad, y de rango muy alto, que no han recibido todavía una consideración de parte del kan Kubilai superior a los dieciséis quilates. Os sugiero que lo recordéis. Cualquier comunidad palaciega es un hormiguero infestado de intrigas, planes y conspiraciones, incluso al nivel de pajes y pinches de cocina. A muchos de esta corte les dolerá que un joven como vos no quede relegado a este nivel subterráneo de los pajes y los pinches. Sois un recién llegado y un ferenghi, lo cual bastaría para haceros sospechoso, pero ahora se os ha ascendido de modo repentino e incomprensible. De la noche a la mañana os habéis convertido en un intruso, en un blanco de la envidia y el despecho. Creedme, Marco. Nadie más os haría esta amistosa advertencia, pero yo sí os la hago, porque soy el único que puede. Yo, el segundo después de mi padre, soy la única persona en todo el kanato que no necesita temer su posición ni estar celoso de ella. Todos los demás, sí, y por lo tanto han de consideraros una amenaza. Estad siempre alerta.

—Os creo, Chingkim y os doy las gracias. ¿Podéis sugerirme algún sistema para que no resulte un blanco tan claro?

—Un jinete mongol evita cabalgar siguiendo el perfil de las colinas, y se mantiene siempre algo por debajo de la cresta.

Me quedé sentado considerando aquel consejo. Justamente entonces se oyó un ruido raspeante en la puerta de la sala, y una de las doncellas se deslizó hacia allí para contestar. Me sentía incapaz de determinar exactamente la manera de mantenerme fuera del perfil y continuar siendo un residente de palacio, a no ser, quizá, que me moviera por allí en una postura permanente de koutou. La doncella volvió a entrar en la habitación.

—Señor Marco, es un visitante que dice llamarse Sindbad, y que pide urgentemente audiencia.

—¿Qué? —pregunté, preocupado por los perfiles —. No conozco a nadie que se llame Sindbad.

Chingkim me miró y arqueó las cejas, como diciendo: «¿Han llegado ya los enemigos?»

Entonces sacudí la cabeza, ésta se puso a funcionar de nuevo, y dije:

—Ah, claro, le conozco. Decidle que entre.

Así lo hizo, y el personaje se precipitó hacia mí, con aspecto desesperado, retorciéndose las manos, con los ojos y su orificio central terriblemente dilatados. Sin hacer koutou ni decir salaam, gimió en farsi:

—Por los siete viajes de mi tocayo, señor Marco, ¡este palacio es un lugar terrible!

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