Por la mañana las tres mismas mujeres trajeron bandejas de comida que sirvieron sobre nuestros regazos, estando nosotros todavía en la cama, y mientras desayunábamos prepararon agua caliente para darnos otro baño a cada uno. Yo lo resistí sin quejarme, aunque pensé que dos baños completos en el transcurso de un solo día eran excesivos. Luego llegó Narices con unos mozos de establo que llevaban nuestro equipaje. Así, pues, después del baño nos pusimos nuestros trajes mejores y menos gastados. Se trataba de nuestros gallardos vestidos persas: tulbands en la cabeza, bordados chalecos sobre sueltas camisas de apretados puños, kamarbands en la parte media del cuerpo y amplios pai-yamahs metidos en nuestras botas de buen corte. Nuestras tres doncellas se rieron con disimulo y se taparon nerviosamente la boca con la mano como hacen siempre las mujeres han cuando ríen, pero se apresuraron a indicar que reían sólo por la admiración que les causaba nuestra apostura.
Luego llegó nuestro anciano guía han de la noche anterior, presentándose esta vez: Linan, el matemático de la corte, quien nos sacó del pabellón. Entonces en la plena luz de la mañana pude apreciar mejor lo que nos rodeaba, pues pasamos entre arcadas y columnitas y atravesamos cenadores con enrejados de parras y pórticos cubiertos por aleros de rizados bordes y por terrazas que daban a jardines llenos de flores y puentes de altos arcos que salvaban estanques de lotos y pequeños ríos donde nadaban peces dorados. En todos los lugares y pasajes vimos a criados, la mayoría han, hombres y mujeres ricamente ataviados pero que iban presurosos y temerosos a cumplir sus recados, y muchos guardias mongoles con uniformes de gala, rígidos como estatuas, pero con armas en la mano que parecían dispuestos a utilizar, y de vez en cuando vimos
a un noble o a un anciano o a un cortesano pasar por allí, tan digno y vestido tan suntuosamente y de aspecto tan importante como nuestro guía Linan con el cual intercambiaban ceremoniosos movimientos de cabeza al pasar. Todas las galerías sin paredes abiertas al aire tenían balaustradas de intrincadas tallas, pilares exquisitamente esculpidos, campanillas colgadas al viento que tintineaban y borlas de seda que crujían como colas de caballo. Todos los pasillos cerrados donde no entraba el sol se encontraban alumbrados por linternas de cristal teñido de Moscovia, como lunas de suaves colores que brillaban con una encantadora y difusa luz, porque todos estos pasillos estaban inundados por el humo fragante del incienso. Y todos los pasillos y galerías estaban decorados con objetos de arte verticales: elegantes relojes de sol hechos de mármol; biombos lacados; gongs con figuras e imágenes de leones, caballos, dragones y otros animales que no pude reconocer; grandes urnas de bronce y vasos de porcelana y jade llenos a rebosar de flores recién cortadas. De nuevo atravesamos el patio del portal por donde habíamos entrado la noche anterior, y volvía a estar lleno o continuaba repleto de caballos de silla y asnos de carga y camellos y carros y carromatos y palanquines y gente. Acerté a ver entre esta multitud a dos hombres han que estaban desmontando de sus mulas, y aunque eran únicamente un par de rostros en una multitud innumerable tuve la vaga sensación de haber visto antes a aquellos hombres. El viejo Linan nos guió otro trecho y nos condujo finalmente ante un par de puertas inmensas, encaradas al sur, grabadas, doradas y lacadas con muchos colores, unas puertas de tamaño tan descomunal, tan pesadas y provistas de clavos y tachones de metal que parecían destinadas a impedir el paso de gigantes o a darles paso. Unan se detuvo un momento, apoyó su delgada mano sobre uno de los formidables pomos en forma de dragón forjado y dijo con un susurro de voz:
—Esto es el Cheng, la sala de la justicia, y en este momento el gran kan está
administrando justicia a demandantes, suplicantes y desobedientes. Si tenéis la bondad de esperar hasta que haya concluido, señores Polo, el gran kan os saludará
inmediatamente después.
Aquel débil anciano abrió las enormes puertas, aparentemente sin ningún esfuerzo pues debían de tener unos hábiles contrapesos y goznes bien engrasados, y con una inclinación nos hizo pasar. Nos siguió adentro, cerró la puerta detrás nuestro y se quedó
a nuestro lado para ofrecernos interpretaciones útiles de lo que estaba pasando en la sala.
El Cheng era una habitación enorme, muy alta, tan grande como un patio interior; el techo estaba sostenido por columnas talladas y doradas, las paredes tenían paneles de cuero rojo, pero el suelo estaba vacío de muebles. En el otro extremo había una elevada plataforma y sobre ella una gran butaca parecida a un trono, flanqueada por filas de sillas más bajas y de tapizado menos elegante Todos estos asientos estaban ocupados por dignatarios, y en las sombras de detrás del estrado había otras figuras de pie o moviéndose. Entre nosotros y la plataforma estaba arrodillada una gran multitud de suplicantes, suficiente para llenar la cámara de pared a pared, la mayoría de ellos con basta ropa de campesino, pero otros con atavíos de noble.
A pesar de la distancia que nos separaba conocí al hombre que estaba sentado en el centro del estrado. Le habría conocido aunque fuera vestido pobremente y estuviera apretujado ignominiosamente entre las filas de plebeyos en el suelo de la sala. El kan Kubilai no necesitaba su elevado trono ni sus ropas de seda enhebradas en oro y guarnecidas con pieles para proclamar su presencia; su soberanía estaba implícita en su erecta postura sobre la silla, como si todavía cabalgara sobre un corcel de guerra; en la fuerza de su nudosa cara y en su enérgica voz, aunque hablaba raramente y lo hacía en tonos bajos. Los hombres sentados en las sillas de ambos lados iban casi tan bien
vestidos como él, pero su actitud demostraba que eran subordinados. Nuestro guía Linan señalándolos discretamente y murmurando en voz baja nos explicó quiénes eran:
—Uno es el funcionario Suoke, que significa la Lengua. Cuatro son escribas secretarios del gran kan, que anotan en rollos las actas del día. Ocho son ministros del gran kan, perteneciendo dos a cada uno de los cuatro grados ascendentes. Detrás del estrado, las personas que corren son relevos de escribanos que van a buscar documentos de los archivos del Cheng, cuando hay que consultar alguno.
El funcionario llamado Lengua del Cheng estaba continuamente ocupado, se inclinaba desde la plataforma para oír al suplicante, luego se volvía para conversar con uno u otro de los ministros. Y estos ocho ministros también estaban continuamente ocupados, consultando con la Lengua, ordenando a los escribanos que les trajeran documentos, estudiando estos papeles y rollos, consultándose unos a los otros y en ocasiones al gran kan. Pero parecía como si los cuatro secretarios sólo en contadas ocasiones se pusiesen en movimiento para escribir algo en sus papeles. Dije que aquello me parecía raro: los señoriales ministros del Cheng trabajaban más que los simples secretarios.
—Sí —dijo el maestro Linan —. Los escribas no han de dejar constancia por escrito de todo, sino únicamente de las palabras que pronuncia el mismo kan Kubilai. Todo lo demás es simple discusión preliminar, porque las palabras del gran kan resumen, destilan y superan todas las demás palabras que aquí se pronuncian. Una sala tan grande, con tanta gente dentro, podía resultar cacofónica y llena de ecos, pero la gente se comportaba de modo silencioso y ordenado, como una congregación de fieles en una iglesia. Sólo se levantaba una persona cada vez para acudir al estrado, y una vez allí hablaba únicamente con el funcionario llamado la Lengua, y lo hacía con un murmullo tan respetuoso y temeroso que nosotros, en el fondo de la sala no podíamos oír nada hasta que la Lengua, finalizadas las deliberaciones, anunciaba la sentencia para que todos lo oyeran.
Linan dijo:
—Durante las sesiones del Cheng nadie se dirige personalmente al kan Kubilai, excepto la Lengua, ni el kan se dirige personalmente a nadie. El suplicante expone su caso a la Lengua, quien recibe este nombre porque domina todas las lenguas del reino. Si este funcionario considera que el caso tiene la suficiente importancia, lo transmite hacia arriba. En el nivel que sea y después de haber consultado los necesarios precedentes, se sugiere una determinada sentencia sobre el caso a la Lengua, quien la comunica entonces al gran kan. Él puede dar su asentimiento, o introducir ligeros cambios en la sentencia, o contradecirla completamente. Entonces la Lengua pronuncia en voz alta este decreto final para las personas afectadas y para todos los oyentes: las compensaciones que hay que pagar al demandante, o que hay que exigir al acusado, o el castigo que hay que aplicar, o a veces el rechazo de todo el caso, y el caso queda cerrado para siempre.
Me di cuenta de que este Cheng de Kanbalik no era igual al Daiwan de Bagdad, donde cada caso se convertía en un tema de discusión y de acuerdo mutuo entre el sha, su visir y un grupo de oficiosos imanes y muftíes musulmanes. Aquí los casos podían discutirse primero entre los ministros, pero cada veredicto quedaba finalmente a la sola discreción del kan Kubilai, y su sentencia no podía discutirse ni apelarse. También observé que sus veredictos a veces eran ingeniosos o caprichosos, pero que otras eran terribles por su cruel inventiva.
El viejo Linan estaba diciendo en aquel momento:
—El campesino que acaba de presentar su petición al Cheng es un delegado enviado de todo un distrito de campesinos de la provincia de Henan. Comunica que los campos de arroz han sido totalmente devorados por una plaga de langostas. El hambre se ha
abatido sobre el país y las familias de campesinos están muriendo de hambre. El delegado solicita ayuda para el pueblo de Henan y pregunta qué puede hacerse. Fijaos: los ministros han discutido el problema y lo han transmitido al gran kan y ahora la Lengua proclamará su decreto.
La Lengua así lo hizo, con unos gritos en han que no pude entender, pero Linan los tradujo.
—El kan Kubilai dice lo siguiente: las langostas con tanto arroz dentro deben de ser deliciosas. Las familias de Henan tienen permiso del gran kan para comerse las langostas. El kan Kubilai ha hablado.
—Dios mío —murmuró tío Mafio —, el viejo tirano continúa tan absurdamente arrogante como yo lo recordaba.
—Miel en la boca y una daga en el cinto —dijo mi padre con admiración. El segundo caso fue el de un notario provincial llamado Shenning, responsable de las escrituras de transferencias de tierras, de los testamentos y legados y de cosas semejantes. Se le acusaba de haber falsificado los libros de mayor en beneficio propio, y se le había declarado culpable, y la Lengua proclamó la sentencia acordada y Linan nos la tradujo.
—El kan Kubilai dice lo siguiente. Toda tu vida has vivido de palabras, notario Shenning. A partir de ahora comerás palabras. Se te encerrará en una celda solitaria y en cada comida te servirán únicamente trozos de papel con las palabras «carne», «arroz» y
«cha» escritas sobre ellos. El kan Kubilai ha hablado.
—Realmente —dijo mi padre —, tiene una lengua de tijeras. El siguiente y último caso aquella mañana fue el de una mujer sorprendida en adulterio. El caso habría sido demasiado trivial para tratarlo en el Cheng, dijo el viejo Linan, pero la mujer era mongol y esposa de un funcionario mongol del kanato, un tal señor Amursama; por lo tanto su crimen era más atroz que el de una simple han. El ultrajado marido había matado a su amante de una cuchillada en el momento de descubrirlos, explicó Linan, indicando con ello que el bellaco había muerto con una rapidez demasiado misericordiosa y sin los tormentos que merecía. Por ello el marido solicitaba del Cheng que decidiera un destino más saludable para su infiel esposa. La petición del cornudo fue debidamente satisfecha y creo que le satisfizo. Linan tradujo:
—El kan Kubilai dice lo siguiente: la culpable señora Amursama será entregada al acariciador…
—¿El acariciador? —exclamé, y me eché a reír —. Pensaba que le habían sacado de las manos de otro acariciador.
—El acariciador —dijo el anciano fríamente —es el nombre que damos al verdugo de la corte.
—En Venecia le llamamos de forma más realista el carnicero.
—Sucede que en el idioma han la palabra que indica tortura física, dongxing, y el término que indica excitación sexual, dongqing, tienen una pronunciación muy semejante, como podéis comprobar.
—Gésu! —murmuré.
—En resumen —dijo Linan —. Se entregará a la esposa al acariciador, en compañía de su traicionado esposo. El marido, en presencia del acariciador, y si es preciso con su ayuda, arrancará con dientes y uñas el esfínter pudendo de la esposa y con él la estrangulará
hasta que muera. El kan Kubilai ha hablado.
Ni mi padre ni mi tío creyeron necesario comentar este decreto, pero yo sí. Me burlé de él como un experto.
—Vaj! Esto es pura comedia. El gran kan sabe sin duda que estamos presentes. Está
pronunciando estas excéntricas sentencias únicamente para impresionarnos y
confundirnos como hizo el ilkan Kaidu cuando escupió en la boca de su guardia. Mi padre y el matemático Linan me miraron con desdén, y mi tío gruñó:
—¡Joven presuntuoso! ¿Crees realmente que el kan de todos los kanes se preocupa de impresionar a ninguna persona viva? Y menos todavía a unos cuantos desgraciados sin importancia que llegan de algún trivial recoveco situado muy lejos de sus dominios?
No contesté nada, pero tampoco puse cara de arrepentimiento, porque estaba seguro de que mi opinión despreciativa acabaría confirmándose. Pero no fue así. Tío Mafio tenía razón, como es lógico, y yo estaba equivocado, y pronto comprendería qué tontamente había errado al juzgar el temperamento del gran kan.
Pero en aquel momento el Cheng se estaba vaciando. El compacto pelotón de suplicantes se puso humildemente en pie y salió por la puerta por donde nosotros habíamos entrado, y los jueces que presidían el estrado desaparecieron por una puerta situada al fondo de la sala, quedando únicamente en ella el gran kan. Cuando no hubo nadie entre él y nosotros, excepto su anillo de guardias, Linan dijo:
—El gran kan ha hecho un gesto. Acerquémonos..
Siguiendo el ejemplo del matemático, todos nos arrodillamos para hacer koutou, la postración de reverencia al gran kan. Pero antes de que nos hubiésemos doblado lo suficiente para tocar el suelo con la frente, Kubilai dijo con una voz resonante y cordial:
—¡Levantaos! ¡De pie! Viejos amigos, ¡bien venidos otra vez a Kitai!