—Bruto barabáo! ¡Cállate, Nico!
Mi padre se retiró con rostro afligido a la otra habitación. Le oí recoger y ordenar cosas allí dentro. Tío Mafio permaneció sentado hirviendo y silbando como una olla a fuego lento. Pero finalmente levantó la mirada, me vio y dijo con más calma:
—Lo siento, Marco: he perdido los estribos. Ya sé que en otra ocasión dije que aceptaba con resignación mi estado. Pero ahora me entero de que este estado era innecesario… —Apretó los dientes —. Que me cuelguen si sé lo que es peor: convertirse en un eunuco o enterarse de que era innecesario acabar así.
—Bueno, yo…
—Si me recitas un refrán, te parto la cara.
Me quedé un rato en silencio, pensando la mejor manera de expresarle mi simpatía y al mismo tiempo de sugerirle que su pérdida de facultades quizá no era totalmente deplorable. Aquí, los viriles mongoles no aceptarían con tanta tolerancia sus anteriores tendencias perversas como se aceptaban por ejemplo en los países musulmanes. Si continuaba deseando acariciar a algún hombre o niño, podía suceder muy bien que acabara acariciado por el acariciador. Pero ¿cómo podía decirle esto? Me preparé para esquivar un golpe de su puño todavía apretado, carraspeé y lo intenté:
—Creo, tío Mafio, que cada vez que yo me he visto envuelto en una situación difícil o peligrosa, me ha guiado a ella mi candelóto. No por esto estaría dispuesto voluntariamente a renunciar al candelóto y a los placeres que generalmente me proporciona. Pero creo que si me privaran de él me sería más fácil comportarme como una buena persona.
—¿Crees esto, en serio? —dijo agriamente.
—Bueno, de todos los sacerdotes y monjes que he conocido los más admirables son los que se toman en serio su voto de celibato. Creo que esto se debe a que han encerrado sus sentidos a las distracciones de la carne y se han podido concentrar en la tarea de ser buenos.
—O merda o beretta rossa. ¿Lo crees, verdad, lo crees?
—Sí. Fíjate en san Agustín. En su juventud rezaba: «Señor, hacedme casto, pero todavía no.» Sabía muy bien dónde acechaba el mal. O sea que lo fue todo menos un santo, hasta que finalmente renunció a las tentaciones de…
—Chiava el santo! —rugió tío Mafio, lo más terrible que había dicho hasta el momento. Al cabo de un momento, que pasó sin abatirse sobre nosotros ningún rayo, dijo con una voz más suave, pero igualmente triste:
—Marco, voy a decirte lo que yo creo. Creo que tus creencias si no son puras hipocresías están totalmente anticuadas. No hay dificultad alguna en ser bueno. Todo hombre y mujer es tan malo como puede o se atreve a serlo. Las personas que tienen fama de buenas (y la tienen solamente porque no hacen el mal) son las menos capaces, las más cohibidas. Las personas menos capaces y más pusilánimes reciben el nombre de santas, y normalmente se dan ellas mismas este nombre. Proclamar: «¡Miradme, soy un santo escrupuloso, que ha renunciado a enfrentarse con hombres y mujeres más valientes!» es más fácil que admitir sinceramente: «Soy incapaz de imponerme en este
mundo malvado y me da miedo incluso intentarlo.» Recuerda esto, Marco, y sé valiente. Estuve un rato intentando encontrar una respuesta adecuada que no sonara a simple beatería. Pero cuando vi que se había calmado y que sólo estaba murmurando entre dientes, me levanté y salí en silencio.
Pobre tío Mafio. Parecía que intentara demostrar, primero que su naturaleza anormal no era una enfermedad, sino una superioridad que un mundo mediocre no quería reconocer, y segundo que podía haber obligado al ciego mundo a reconocer esta superioridad si no se la hubiesen robado prematuramente. Bueno, he conocido a muchas personas que son incapaces de ocultar algún defecto o imperfección grande y que intentan hacer gala de él como si fuera una bendición. He visto a padres de niños deformes y tontos abandonar su nombre de fuentes y llamarlos «cristianos» con la patética pretensión de que el Señor los predestinó para el cielo y los creó deliberadamente incapaces de desenvolverse en la vida. Me pueden dar pena los lisiados, pero no creo que el hecho de bautizar un defecto con un nombre noble lo convierta en un adorno ni en un defecto noble. Me fui a mis habitaciones y encontré al wang Chingkim esperándome ya, y los dos nos fuimos al lejano edificio de palacio que albergaba el estudio del orfebre de la corte.
—Marco Polo, el maestro Pierre Boucher —dijo Chingkim presentándonos, y el orfebre me sonrió cordialmente y me dijo:
—Bon jour, messire Paule.
No recuerdo qué le contesté porque estaba muy sorprendido. Aquel joven, no mayor que yo, era el primer ferenghi real que yo había visto desde que salí de casa; me refiero con esto a un franco auténtico, a un francés.
—En realidad nací en Karakoren, la antigua capital mongol —me dijo, hablando en una mezcla de mongol y de francés medio olvidado, mientras me enseñaba el taller —. Mis padres eran parisienses. Mi padre, Guillaume, era el orfebre de corte del rey Bela de Hungría, y, él y mi madre cayeron prisioneros de los mongoles cuando el ilkan Batu conquistó Buda, la ciudad de Bela. Nos llevaron cautivos al gran kan Kuyuk de Karakoren. Pero cuando el gran Kan reconoció el talento de mi padre, alors, le nombró
maitre Guillaume y le llevó a la corte, y él y mi madre vivieron felices en aquellas tierras el resto de sus vidas. Lo mismo he hecho yo, que nací aquí, durante el reino del gran kan Mangu.
—Si estás tan bien considerado, Pierre —le dije —, y eres un hombre libre, ¿no podrías renunciar a la corte y volver a Occidente?
—Ah, oui. Pero dudo que pudiese vivir allí tan bien como aquí, porque mi talento es algo inferior al de mi difunto padre. Soy bastante competente en las artes del trabajo del oro y de la plata y en la talla de gemas y la fabricación de joyas, mais voilá tout. Fue mi padre quien construyó la mayoría de los ingeniosos aparatos que pueden verse por el palacio. Cuando no fabrico joyas mi primera responsabilidad consiste en mantener en buen funcionamiento estos aparatos. Gracias a esto, el gran kan Kubilai, como su predecesor, me favorece con privilegios y dádivas espléndidas. Mi situación es confortable, estoy a punto de casarme con una estimable dama mongol de la corte, y estoy muy contento de quedarme aquí.
Pierre explicó a instancias mías el funcionamiento del aparato de terremotos de las habitaciones del gran kan, lo que, como he dicho, me permitió más tarde impresionar a Kubilai. Sin embargo se negó, con buen humor pero con firmeza, a satisfacer mi curiosidad sobre el árbol de las serpientes que servía bebidas en el comedor y sobre los pavos animados.
—Los inventó mi padre, como la urna de terremotos, pero son bastante más complejos. Perdonad mi obstinación, Marco, y príncipe Chingkim —hizo una pequeña reverencia francesa a cada uno de nosotros —, pero mantendré en secreto el funcionamiento de los
aparatos de la sala de banquetes. Me gusta ser el orfebre de la corte, y hay muchos artesanos a quienes les gustaría ocupar mi lugar. Yo sólo soy un extranjero, vous savez, y debo guardar para mí las ventajas de que dispongo. Mientras queden unos cuantos aparatos que sólo yo sepa hacer funcionar, estoy a salvo de los usurpadores.
—Desde luego, maestro Boucher —dijo el príncipe tras sonreír comprensivamente. Yo hice lo mismo y agregué:
—Hablando de la sala de banquetes, me sorprendió otro hecho. La sala estaba llena de gente, pero el aire no se enrarecía nunca, y se mantenía fresco. ¿Era esto obra de otro aparato tuyo, Pierre?
—No —dijo —. Es un sistema muy simple, inventado hace tiempo por los han, y actualmente a cargo del ingeniero de palacio.
—Vamos, Marco —dijo Chingkim —. Podemos hacerle una visita. Su taller está muy cerca.
Dijimos au revoir al orfebre de la corte, continuamos nuestro camino y a continuación fui presentado a un tal maestro Wei. Sólo hablaba han, por lo que Chingkim le repitió
mi pregunta sobre la ventilación de la sala de banquetes, y me tradujo la explicación del ingeniero.
—Un sistema muy sencillo —dijo también —. Es un hecho bien conocido que el aire frío de debajo desplaza siempre el aire caliente de encima. Debajo de todos los edificios del palacio hay sótanos y pasillos que los conectan entre sí, y debajo de cada edificio hay un sótano destinado únicamente a depósito de hielo. Recibimos un suministro continuo de bloques de hielo que cortan y envuelven en paja los esclavos en las montañas perpetuamente frías del norte y que nos traen luego caravanas rápidas. En cualquier momento, abriendo juiciosamente determinadas puertas y pasillos puedo lograr que llegue a cualquier lugar el frescor de los depósitos de hielo o interrumpir la corriente de aire si así lo deseo.
Sin que yo se lo preguntara el maestro Wei pasó a hacer alarde de otros aparatos controlados por él.
—Mediante la acción de una noria diseñada por los han, parte del agua de los decorativos riachuelos de los jardines se desvía y se introduce forzada en depósitos situados bajo los puntos más altos de todos los tejados de los edificios del palacio. El agua puede dejarse caer desde cada depósito siguiendo mis instrucciones para que corra a través de tuberías por encima de las salas de hielo o de los hornos de las cocinas. Luego, una vez enfriada o calentada el agua, puedo distribuirla para crear un clima artificial.
—¿Un clima artificial? —pregunté asombrado.
—En todos los jardines hay pabellones donde pasan el rato señores y damas. Si el día es muy caliente y algún señor o dama desea el refresco de la lluvia, sin que la lluvia caiga, o si algún poeta desea simplemente meditar en un estado de melancolía, sólo tengo que girar una rueda. De los aleros del tejado del pabellón caerá suavemente una cortina de lluvia alrededor del espacio. También en los pabellones del jardín hay algunos asientos que parecen de piedra maciza, pero que están huecos. Haciendo pasar por ellos agua fría en verano o agua caliente en primavera u otoño, puedo conseguir que los asientos resulten más confortables para los augustos traseros que descansan sobre ellos. Cuando se haya construido la nueva colina de Kara, instalaré en los pabellones de aquel jardín aparatos más agradables. El agua de las tuberías accionará conexiones que pondrán en movimiento abanicos refrescantes, y burbujeará a través de flautas de jarrón tocando una música gorgojeante y suave.
Y así fue. Sé que así fue porque en años posteriores pasé muchas tardes de ensueño con Huisheng en aquellos pabellones, y le traduje la bella música en forma de toques suaves
y de caricias dulces… Pero esto sucedió unos años después. Hasta ahora sólo he mencionado unos pocos ejemplos de las novedades y maravillas que encontré en Kitai y en Kanbalik, dentro de los confines del palacio del gran kan, y quizá estos ejemplos sean insuficientes para ilustrar la gran diferencia existente entre Kitai y los demás lugares que yo había conocido. Conviene recordar que el kan Kubilai poseía un imperio que comprendía toda clase de pueblos, comunidades, terrenos y climas. Podía haber instalado su residencia en la antigua capital de los mongoles, Karakoren, situada muy al norte, o en la patria original de los mongoles, Sibir, mucho más al norte aún, o podía haber escogido un lugar en cualquier otra región del continente. Pero él, consideró que la más atrayente de todas sus tierras era Kitai, y lo mismo creo yo, y en realidad es así.
Yo había visto muchos países y ciudades exóticas en mi camino desde Acre a Kitai, pero sus diferencias se debían principalmente a lo que se veía en primer plano. Me refiero a que cuando yo entraba en una nueva ciudad mis ojos se posaban de modo natural en las cosas más próximas. Veía gentes de rostro y comportamiento extraños, que llevaban ropa extraña, y detrás suyo veía edificios de arquitectura poco familiar. Pero por el suelo siempre encontraba perros y gatos iguales a los de otros lugares, y por el aire aves carroñeras, palomas, golondrinas o milanos o lo que fuera, como en cual-quier otra ciudad del mundo. Y alrededor de los barrios extremos de la ciudad se extendía una confusión de colinas, de montañas o de llanura. El campo y su vida salvaje podía a veces de entrada resultar sorprendente, como los poderosos riscos cubiertos de nieve del alto Pai-Mir, y la magnífica «oveja de Marco», pero después de mucho viajar uno encuentra repetición y familiaridad incluso en la mayoría de paisajes, y en su fauna y flora.
En cambio, en casi todas las regiones de Kitai no era el primer plano lo único que tenía interés para un observador, sino que también valía la pena lo que sucedía en el borde de su campo de visión, lo que podía captar con el rabillo del ojos los sonidos que le llegaban desde los límites auditivos y los olores que venían de todas partes. Paseando por las calles de Kanbalik podía fijar mis ojos en cualquier cosa, desde las líneas curvas y pendientes de los tejados hasta las variadas caras y ropas de los paseantes, y a pesar de ello tenía la sensación de que faltaban todavía muchas cosas interesantes por ver. Si mi mirada descendía al nivel de la calle, veía gatos y perros, pero no hubiese podido confundirlos con los animales carroñeros de Suvediye, de Balj o de cualquier otro lugar. La mayoría de los gatos de Kitai eran pequeños y de bellos colores, con el pelaje pardo excepto en las orejas, las patas y la cola, más oscuras, o bien de color gris plateado con estas extremidades casi azul añil, y las colas de esos gatos extrañaban por su brevedad y formaban en la punta un bucle todavía más raro, como un gancho para colgarlos. Algunos de los perros que corrían por la calle parecían diminutos leones, de espesas melenas, con morros achatados y ojos saltones. Otra raza no se parecía a nada de lo que yo había visto en la tierra, o quizá se parecía a un tronco andante, suponiendo que esto exista. De hecho llamaban a este tipo de perro shupei, o sea «corteza suelta», porque su piel era tan voluminosa y grande que apenas se notaban los rasgos del perro, ni siquiera se notaba su forma; el animal no era más que un grotesco y pesado montón de arrugas. Sin embargo había otra raza de perros que se utilizaba en algo que no sé si contar, porque probablemente nadie me creerá. Eran perros grandes, de rojizo y espeso pelaje, y se llamaban xianggou. Cada uno llevaba un arnés como un potrillo, y andaba con mucho cuidado y dignidad, porque su arnés tenía un mango alto con el cual el perro guiaba a un hombre o a una mujer. La persona que agarraba el mango era ciega: no era un mendigo, sino un hombre o una mujer que iba a sus cosas o al mercado o a pasear. Lo que digo es cierto: el xianggou, o «perro guía», se cría y se entrena para guiar a un amo ciego por su