en la Ucrania polaca y hasta las puertas de Constantinopla en el mar de Mármara, mar que los venecianos consideramos un lago privado como el Adriático.
—Nosotros los venecianos compusimos la palabra «horda» a partir del mongol yurtu —me recordó mi padre —, y llamamos colectivamente a los merodeadores horda mongol. Luego pasó a contarme algo que yo desconocía:
—En Constantinopla oí que les daban un nombre distinto: la horda de oro. Esto se explica porque los ejércitos mongoles que invadieron aquella región procedían del país donde ahora estamos, y ya has visto lo amarillo que es aquí el suelo. Pero los mongoles siempre pintaban sus tiendas del mismo color amarillo de la tierra, para confundirse con ella, y de ahí, de yurtu amarillo, vino horda de oro. Sin embargo, los mongoles que partieron directamente hacia occidente desde su Sibir nativa estaban acostumbrados a colorear sus yurtus de blanco, como las nieves de Sibir. Y los ejércitos que invadieron Ucrania fueron llamados por sus víctimas horda blanca. Supongo que habrá también hordas de otros colores.
Los mongoles tendrían mucho de que enorgullecerse aunque sólo hubiesen conquistado Kitai. Aquel enorme país se extiende desde las montañas de Tazhikistán por el este hasta las orillas del gran océano llamado mar de Kitai, o mar de Jin según otros. Kitai por el norte llega hasta el desierto de Sibir de donde salieron los mongoles. Por el sur, Kitai, en la época en que llegué por primera vez al país, limitaba con el Imperio de Song. Sin embargo, tal como explicaré en su momento, los mongoles conquistaron después este imperio, lo llamaron Manzi y lo integraron en el kanato de Kubilai. Pero incluso en la época de mi llegada, el Imperio mongol era tan inmenso que, como ya he indicado repetidamente, estaba dividido en numerosas provincias, cada una de ellas bajo la soberanía de un ilkan diferente. Estas provincias se habían parcelado sin prestar mucha atención a las antiguas fronteras cartográficas respetadas por los antiguos soberanos destronados. Por ejemplo, el ilkan Abagha era señor del antiguo Imperio de Persia, pero sus tierras incluían también gran parte de la antigua Armenia Mayor y Anatolia, al oeste de Persia, y por el este incluía la Aryana de la India. El dominio de Abagha limitaba allí con las tierras confiadas a su primo lejano, el ilkan Kaidu, que reinaba sobre la región de Balj, el Pai-Mir, todo Tazhikistán y esta provincia oriental de Kitai, el Xinjiang, donde ahora estábamos alojados mi padre, mi tío y yo. La subida al imperio, al poder y a la riqueza de los mongoles no había disminuido su lamentable inclinación a las luchas intestinas. Luchaban con mucha frecuencia entre sí, como solían hacer cuando eran simples salvajes desharrapados en los desiertos de Sibir, antes de que Chinghiz los unificara y los empujara hacia un destino grandioso. El gran kan Kubilai era nieto de este Chinghiz, y todos los ilkanes de las provincias adyacentes eran también descendientes directos del Guerrero Perfecto. Uno se los imaginaría formando una familia real muy unida. Pero algunos descendían de hijos diferentes de Chinghiz, y se habían distanciado unos de otros, porque durante dos o tres generaciones el árbol genealógico se había ramificado cada vez más, y no todos estaban seguros de haber heredado una porción justa del imperio legado por su común progenitor. Por ejemplo el ilkan Kaidu, de quien estábamos esperando que nos convocara en audiencia, era el nieto del tío de Kubilai, Okkodai. Este Okkodai había sido en su momento el gran kan supremo, el segundo después de Chinghiz y evidentemente su nieto Kaidu estaba ofendido porque el título y el trono habían pasado a una rama diferente de la línea. Como es lógico también pensaba que se merecía una porción mayor del kanato. Además, Kaidu había llevado a cabo varias incursiones en las tierras concedidas a Abagha, lo cual suponía una insubordinación contra el gran kan porque Abagha era sobrino de Kubilai, hijo de su hermano, y su fiel aliado en una familia tan dividida.
—Kaidu no se ha rebelado todavía abiertamente contra Kubilai —dijo mi padre —. Pero además de hostigar al sobrino favorito de Kubilai, ha hecho caso omiso de muchos edictos de la corte, ha usurpado privilegios que no le corresponden y ha desafiado de otras maneras la autoridad del gran kan. Si nos considera amigos de Kubilai debe considerarnos también enemigos suyos.
Narices dijo con tono afligido:
—Pensaba que sólo era un retraso trivial, amo mío. ¿Corremos peligro de nuevo?
Tío Mafio murmuró:
—Como dijo el conejo en la fábula: «Si esto no es un lobo, es un perro enorme.»
—Puede que se quede con todos los regalos que llevamos a Kanbalik —dijo mi padre —. Puede hacerlo por envidia y despecho, y también por pura rapacidad.
—Esto es imposible —intervine yo —. Sin duda sería un acto de lesa-maesta, un desafío a la carta de salvoconducto del gran kan. Y Kubilai supongo que se pondría furioso si llegáramos a su corte con las manos vacías y le explicáramos el motivo.
—Sólo suponiendo que consiguiéramos llegar —dijo lúgubremente mi padre —. Kaidu es actualmente el guardián de este tramo de la Ruta de la Seda. Tiene en sus manos el poder de vida y muerte. Sólo nos queda esperar los acontecimientos. Tuvimos que esperar varios días hasta que se nos convocó para ver al ilkan, pero nadie puso obstáculos a nuestra libertad de movimientos. Pasamos, pues, estos días paseándonos dentro de los muros de Kashgar. Desde hacía tiempo había comprobado que cruzar una frontera entre dos naciones no es como pasar una puerta entre dos jardines diferentes. Incluso en los países lejanos que son tan exóticamente distintos de Venecia, pasar de un país al siguiente no solía dar más sorpresas que pasar por ejemplo del Véneto al ducado de Padua o de Verona. Las primeras personas que había visto en Kitai tenían la misma cara de las que había visto durante meses, y la ciudad de Kashgar podía parecer de entrada una versión mucho mayor y mejor construida de la ciudad comercial tazhik de Murghab. Pero una inspección más detallada me demostró que Kashgar difería en muchos aspectos de todo lo visto anteriormente. La población incluía, además de los ocupantes mongoles asentados en las cercanías, a tazhiks del otro lado de la frontera y gente de orígenes diversos, uzbekos y turcos y muchos otros cuyo nombre desconozco. Los mongoles daban a todos ellos el nombre de uighur, palabra que significa únicamente «aliado», pero cuyo sentido es más amplio. Los varios uighures no eran únicamente aliados de los mongoles, sino que en cierto modo estaban relacionados con ellos por su herencia racial, su lenguaje y sus costumbres. Al fin y al cabo si dejamos de lado algunas variaciones de trajes y adornos, todos parecían mongoles: complexión marrón, ojos como rayas, bastante peludos, huesos grandes, cuerpo corpulento y macizo y rasgos rudos. Pero la población incluía también a personas totalmente distintas, tanto de mí como de los pueblos mongoloides, en aspecto, lenguaje y comportamiento. Me enteré de que estas personas eran los han, los habitantes autóctonos de estas tierras.
La mayoría de ellos tenían rostros más pálidos que el mío, de un tinte delicado y marfileño, como el mejor grado de pergamino, sin apenas pelo en la cara. Sus ojos no quedaban achicados por párpados gruesos y protuberantes como los de los mongoles, pero de todos modos eran tan rasgados que parecían inclinados. Sus cuerpos y miembros eran de huesos finos, delgados y casi frágiles. Cuando uno miraba a un peludo mongol o a uno de sus parientes uighures pensaba inmediatamente «Este hombre vive siempre al aire libre»; en cambio, al mirar a un han, aunque fuera un desgraciado campesino trabajando duramente en su campo lleno de fango y de estiércol, uno se sentía inclinado a pensar: «Este hombre nació y se crió dentro de una casa.» Pero no era preciso mirar mucho; con sólo oírle hablar, incluso un ciego podía entender que un han
era único.
El idioma han no se parece a ninguno de la tierra. Yo no tuve ningún problema para aprender a hablar mongol ni para escribir en su alfabeto, pero con el idioma han nunca superé el nivel de una comprensión rudimentaria. El habla de los mongoles es bronca y dura, como quienes se sirven de ella, pero por lo menos utiliza sonidos no muy diferentes de los que se oyen en los lenguajes occidentales. En cambio el han es un idioma de sílabas en staccato, que se cantan más que se hablan. Es evidente que la garganta de los han es incapaz de formar todos los sonidos que los demás pueblos emiten. Por ejemplo el sonido de la res imposible para ellos. Mi nombre en su idioma fue siempre Ma-ge. Los han disponen de tan pocos sonidos para entenderse que han de pronunciarlos en tonos diferentes: alto, medio, bajo, ascendente, descendente, para disponer así de una variedad suficiente que permita compilar un vocabulario. La cosa es más o menos así: supongamos que nuestro canto ambrosiano Gloria in excelsis significara «gloria en las alturas» únicamente al cantarlo con sus tradicionales neumas ascendentes y descendentes, y que al cantar las sílabas con diferentes tonalidades el significado cambiara totalmente y fuera por ejemplo «tinieblas en las honduras» o
«deshonor a los más bajos» o incluso «pescado para la fritura». Pero en Kashgar no había ninguna clase de pescado. Nuestro posadero uighur lo explicó casi con orgullo. Dijo que en aquel lugar estábamos a la mayor distancia imaginable de todos los mares del mundo: de los océanos templados situados al este y al oeste, de los mares tropicales del sur, de los mares helados y blancos del norte. Ningún otro lugar del mundo, dijo, como si fuera algo digno de elogio, está situado tan lejos del mar. Tampoco Kashgar tenía pescado de agua dulce, dijo, porque el río del Paso estaba demasiado contaminado por las evacuaciones de la ciudad y no podía alimentar a ningún pez. Yo ya me había dado cuenta de esas evacuaciones porque se componían entre otros de un elemento que no había visto nunca. Todas las ciudades evacuan aguas residuales, basuras y humo, pero el humo de Kashgar era peculiar. Procedía de las piedras que quemaban y fue allí donde vi esto por primera vez. En cierto modo la roca combustible es un fenómeno diametralmente opuesto a la roca que había visto en Balj y que produce la tela incombustible. Muchos de mis compatriotas venecianos que no han viajado, cuando les he hablado de estos dos tipos de piedra se han burlado de ellas considerándolas increíbles. Pero otros venecianos, marineros que comercian con Inglaterra, me han dicho que la roca combustible es bien conocida y se utiliza corrientemente como combustible en aquel país, donde se llama kohle. En las tierras mongoles se llamaba simplemente «la negra», kara, porque éste era su color. Se presenta en estratos extensos un poco por debajo del suelo amarillo, y se puede extraer fácilmente con simples picos y palas, y al ser la roca bastante quebradiza se pueden sacar bloques manejables. Un horno o un brasero lleno de estos bloques se ha de prender primero con un fuego de madera, pero cuando la kara se enciende quema mucho más tiempo que la madera y da más calor, como el aceite de nafta. Es un material abundante que se puede extraer de balde, y su único defecto es el espeso humo que suelta. Cada hogar, cada taller y cada caravasar de Kashgar la utilizaba como combustible y en consecuencia una capa de humo se interponía perpetuamente entre la ciudad y el cielo.
Por lo menos la kara no daba un aroma desagradable a la comida preparada sobre su fuego, como el estiércol de camello o de yak, aunque la comida que nos servían en Kashgar tenía un aroma terriblemente familiar. Había rebaños de cabras y de ovejas, y grupos de vacas y de yaks domesticados por toda la región, y cerdos y gallinas y patos en todos los patios, pero la carne básica en las Cinco Felicidades continuaba siendo el eterno cordero. Los pueblos uighures, como los mongoles, carecen de religión nacional,
y no pude averiguar si alguna vez tuvieron una. Pero Kashgar, en su calidad de encrucijada comercial, tenía en su población permanente y de paso representantes de casi todas las religiones existentes, y el cordero es el único animal que pueden comer los fieles de todas estas religiones. Y el cha aromático, suave, no embriagador, y por lo tanto intachable desde el punto de vista religioso, era la bebida principal. Kitai introdujo una agradable mejora en nuestras comidas. En vez de arroz nos daban un plato de acompañamiento llamado mian. De hecho no era nada nuevo, pues se trataba únicamente de una pasta parecida a los vermicelli, pero era agradable encontrarse con un viejo conocido. Normalmente se servía hervida al dente, como los vermicelli venecianos, pero a veces llegaba cortada en trocitos y freída formando rizos crujientes. Lo nuevo del plato, por lo menos para mí, era que se servía con dos palitos delgados para comerlo. Me quedé mirando perplejo esta curiosidad, pero mi padre y mi tío se echaron a reír al ver la expresión de mi cara.
—Se llaman kuai-zi —dijo mi padre —. Tenacillas ágiles. Y son más prácticas de lo que parecen. Fíjate, Marco.
Cogió los dos palillos en los dedos de una mano y se puso a recoger con mucha destreza trocitos de carne y madejas de mian. Necesité varios minutos de prueba para aprender a utilizar los palillos o tenacillas ágiles, pero cuando lo conseguí me pareció un sistema mucho más limpio que el de los mongoles; comer con los dedos, y desde luego mucho más eficaz para retorcer los hilos de pasta que nuestras broquetas y cucharas venecianas.
El patrón uighur sonrió con aprobación cuando vio que empezaba a recoger y levantar la pasta con los palillos, y me informó de que las tenacillas ágiles eran una contribución de los han a la comida elegante. Dijo también que los vermicelli mian eran un invento han, pero yo se lo discutí. Le contesté que en todas las mesas de la península italiana hubo pasta de todo tipo desde que un cocinero de una nave romana tuvo fortuitamente la idea de elaborarla. Quizá, le dije, los han habían aprendido el truco durante alguna era cesárea de comercio entre Roma y Kitai.
—Sin duda así fue —contestó el posadero, que era un hombre de impecable cortesía. Debo decir que todas las personas de Kitai, de cualquier raza y condición social, eran excepcionalmente corteses en su trato y comportamiento, cuando no estaban empeñados en alguna actividad sangrienta de peleas, venganza, bandidaje, rebelión o guerra abierta. Y yo creo que esta gentileza era una contribución de los han. El idioma han, como si quisiera compensar sus numerosas deficiencias inherentes, está
lleno de expresiones floridas, de giros adornados y de formalidades intrincadas, y las maneras de los han son también exquisitamente refinadas. Son un pueblo de una cultura muy antigua y elevada, pero no puedo saber si su lenguaje y sus gracias elegantes impulsaron su civilización o si simplemente son un producto de ella. Sin embargo creo que todas las demás naciones próximas a los han, aunque su cultura sea tristemente inferior, adquirieron de ellos por lo menos las galas exteriores de una civilización avanzada. Yo había visto también en Venecia a la gente imitar a los mejores, por lo menos en apariencia, si no en sustancia. Ningún tendero está más encumbrado que otro tendero, pero el que tiene por clientes a damas de calidad conversará mejor que uno que sólo vende a mujeres de barqueros. Un guerrero mongol puede ser por naturaleza un bárbaro inculto, pero cuando quiere, como comprobamos con el primer centinela que nos detuvo, puede hablar con tanta cortesía como un han cualquiera, y exhibir maneras que no desmerecerían de un salón de baile palaciego.