El viajero (3 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Es un poco sorprendente que, después de todo, haya logrado tener un mínimo de educación formal. Pero en realidad permanecí en el colegio el tiempo suficiente para aprender a leer, a escribir, a utilizar la aritmética y a hablar el francés comercial, sobre todo porque sabía que esos conocimientos me serían útiles cuando de mayor tuviera que ocuparme de los negocios familiares. Y aprendí la historia del mundo y su descripción tal como aparece en el Libro de Alejandro. Sobre este tema lo absorbía todo, especialmente porque las grandes conquistas de Alejandro le habían llevado hacia el este, y podía imaginarme a mi padre y a mi tío siguiendo algunas de aquellas mismas rutas. Pero veía poco probable que alguna vez necesitara el latín, y cuando todos los de mi clase tenían metidas las narices en las aburridas reglas y preceptos del Timen, yo dirigía la mía hacia otros lugares.

Aunque mis mayores se quejaran de mí y me pronosticaran un final desastroso, yo no creía que mis travesuras me convirtiesen en un chico malo. Mi gran pecado, el más destacable, era la curiosidad; pero, claro, esto es un pecado según nuestros valores occidentales. La tradición insiste en que actuemos en conformidad a nuestros vecinos y semejantes. La santa Iglesia exige que creamos y que tengamos fe, que ahoguemos cualquier interrogante u opinión que proceda de nuestro propio razonamiento. La filosofía mercantil veneciana decreta que las únicas verdades palpables son las enumeradas en la línea inferior de los libros de mayor, en donde se establece el balance entre debe y haber.

Pero en mi naturaleza había algo que me impulsaba a rebelarme contra las normas aceptadas por todos los de mi edad, clase y situación. Yo deseaba vivir una vida por encima de las reglas, de las rayas de los libros de mayor y de las líneas escritas en el misal. Me sentía impaciente y quizá desconfiaba de la sabiduría tradicional; aquellos bocados de información y de exhortación tan cuidadosamente seleccionados, preparados y servidos en bandeja como platos de una comida que debía consumir y asimilar. Prefería salir yo solo a la caza del conocimiento, aunque luego lo encontrara crudo y difícil de masticar y sintiera náuseas al tragarlo, como solía sucederme. Mis tutores y preceptores me acusaban de evitar por pereza el duro trabajo necesario para conseguir una educación. Nunca comprendieron que había decidido seguir un camino mucho más duro, y que lo seguiría —hasta donde me llevara —desde aquella época infantil y durante todos los años de mi madurez.

Los días en que no asistía al colegio y no podía volverme a casa, tenía que holgazanear

por algún sitio, y a veces me entretenía en los locales de la Compagnia Polo. Entonces, como ahora, estaban situados en la Riva Ca'de Dio, la explanada del puerto abocada directamente sobre la laguna. La explanada está bordeada, a la orilla del agua, por embarcaderos de madera, con veleros y barcas amarradas proa con popa y flanco contra flanco. Hay barcos pequeños y medianos: los batéli de calado poco profundo y las góndolas de las casas particulares, los bragozi de pesca, los salones flotantes llamados burchielli. Y allí se encuentran también las galeras de alta mar mucho mayores y las galeazze venecianas, amarradas entre las cocas inglesas y flamencas, los trabacoli eslavos y los caiques levantinos. Muchos de estos navíos oceánicos son tan grandes que sus proas y baupreses asoman por encima de la calle, y proyectan sobre el empedrado, una sombra enrejada que ocupa casi todo el tramo hasta las abigarradas fachadas de edificios situados en el lado interior de la explanada. Uno de aquellos edificios era nuestro (y aún lo es): un cavernoso almacén con un reducido espacio interior para alojar el despacho.

El almacén me gustaba. Olía a los aromas de todos los países del mundo, pues en él se amontonaban y apilaban sacos y cajas, fardos y barriles con todos los productos del mundo: desde cera de Berbería y lana inglesa hasta azúcar de Alejandría y sardinas de Marsella. Los trabajadores del almacén eran tipos muy musculosos que rondaban por allí con martillos, garfios, rollos de cuerda y otras herramientas. Siempre estaban ocupados: uno, por ejemplo, envolvía en arpillera un encargo de estaño de Cornualles, otro claveteaba la tapa de un barril de aceite de oliva catalán y otro se cargaba al hombro una caja con jabón de Valencia para llevarlo al muelle, y parecía como si todo el mundo estuviera gritando continuamente y dándose órdenes: «logo!» o «a corando!»

Pero también me gustaba el despacho. En aquel estrecho gallinero estaba sentado el director de todo aquel negocio y ajetreo, el viejo contable Isidoro Priuli. Sin ningún aparente esfuerzo muscular, ni apresuramientos ni gritos, sin otro instrumento que su ábaco, su pluma y sus libros de mayor, maistro Doro controlaba aquella encrucijada de mercancías de todo el mundo. Con un ligero golpeteo de las coloridas bolas de su ábaco y un garabato de tinta en una columna del libro mayor, podía enviar a Brujas un ánfora de vino tinto de Córcega y a Córcega, a cambio, un carrete de encajes de Flandes, y como los dos artículos pasaban por nuestro almacén, también sacaba del ánfora la cantidad de una metadella de vino y recortaba de los encajes un largo de un braccio, para cobrar así el beneficio que los Polo percibían por la transacción. La mayoría de las mercancías del almacén eran inflamables, e Isidoro no se permitía usar lámparas, ni siquiera una simple vela, para iluminar su lugar de trabajo. En cambio, había instalado en la pared, encima y detrás de su cabeza, un gran espejo cóncavo de vidrio auténtico que recogía la luz procedente del exterior y la proyectaba sobre su alta mesa. Allí sentado, frente a sus libros, maistro Doro parecía un santo muy pequeño y arrugado con un enorme halo. Yo me quedaba mirando con curiosidad sobre el borde de la mesa, maravillado de que la simple contracción de los dedos del maistro pudiera ejercer tanta autoridad, y él me contaba cosas sobre el trabajo del que tan orgulloso estaba.

—Fueron los paganos árabes, muchacho, quienes aportaron al mundo estos gusanillos que representan números, y este ábaco que sirve para contarlos. Pero Venecia fue quien proporcionó este sistema para llevar las cuentas: los libros con las páginas encaradas para dobles entradas. A la izquierda los debe. A la derecha los haber. Yo señalé una entrada de la izquierda: «A cuenta de micer Domeneddio», y pregunté

quién podía ser, por ejemplo, aquel micer.

—Mefé —exclamó el maistro —. ¿No reconoces el nombre con el cual hace negocios Dios Nuestro Señor?

Y pasó las páginas de aquel libro de mayor para mostrarme las guardas, con su inscripción en tinta: «En nombre de Dios y del Beneficio.»

—Nosotros, simples mortales, podemos ocuparnos de nuestras mercancías cuando están seguras aquí, en este almacén —me explicó —. Pero cuando salen dentro de frágiles barcos a los peligrosos mares ¿a merced de quién están, sino de Dios? Por eso le contamos como un socio en todas nuestras empresas. En nuestros libros le asignamos dos partes enteras de cada transacción de un negocio. Y si éste tiene éxito, si nuestro cargamento llega sin novedad a su destino y recibimos el beneficio esperado, entonces esas dos partes ingresan en il contó di micer Domeneddio, y al final del año, cuando repartimos dividendos, se los pagamos. O mejor dicho, los pagamos a su agente y representante en la Tierra, en la persona de la Madre Iglesia. Cada mercader cristiano hace lo mismo.

Si todos los días en que hice novillos, hubiera asistido a conversaciones tan instructivas, nadie se hubiera podido quejar. Probablemente habría recibido una educación mejor de la que podía darme fra Varisto. Pero, inevitablemente, mis deambuleos por el puerto me pusieron en contacto con personas menos admirables que el contable Isidoro.

No quiero decir con ello que la Riva sea en modo alguno una calle de clase baja. Aunque a todas horas del día esté plagada de obreros, marineros y pescadores, también hay muchos mercaderes bien vestidos, agentes de negocios y otros comerciantes, acompañados con frecuencia j sus gentiles esposas. La Riva es también donde pasean, incluso al caer la noche con buen tiempo, hombres y mujeres de buena posición que simplemente vienen a dar una vuelta y a disfrutar de la brisa de la laguna. No obstante, entre estas personas, de día o de noche, también acechan los picaros y los rateros, las prostitutas y otros especimenes de esa chusma que llamamos popolázo. Aquí mismo estaban, por ejemplo, los golfillos que me encontré una tarde a este lado del muelle de Riva, cuando uno de ellos para presentarse me arrojó un pescado. 2

El pescado no era muy grande como tampoco lo era el chico. Tenía aproximadamente mi misma estatura y edad, y no me hizo daño cuando me tiró el pescado entre las paletillas. Pero dejó una pestilente baba sobre mi jubón de seda de Lucca, y eso era lo que había pretendido, pues los harapos que él llevaba por vestido hedían ya a pescado. Luego, se puso a danzar a mi alrededor, señalándome con júbilo y cantando un sarcástico:

Un ducato, un ducatón!

Bútelo… bátelo… zo per el cavrón!

Estos versos son un fragmento de una cantinela infantil que se canta jugando al tejo, pero él había cambiado la última palabra por otra, cuyo significado exacto yo todavía ignoraba, aunque ya sabía que era el peor insulto que un hombre puede lanzar a otro. Yo no era un hombre, ni él tampoco, pero era evidente que mi honor estaba en juego. Interrumpí su burlona danza acercándome a él y largándole un puñetazo en la cara. Le empezó a salir un chorro de sangre de un rojo intenso por la nariz. Acto seguido, caí aplastado por el peso de otros cuatro pilluelos más. Mi asaltante no estaba solo en ese muelle, y no era el único resentido por las elegantes ropas que zía Zuliá me hacía vestir los días de colegio. Durante un rato, nuestra pelea hizo traquetear las tablas del muelle. Muchos peatones se paraban a mirarnos, y algunos de los más

groseros gritaban cosas como: «¡Sácale los ojos!» y «¡Dale al mendigo una patada en el paquete!» Yo peleaba con valentía, pero solamente podía atacar a un único adversario cada vez, mientras que ellos cinco me aporreaban al mismo tiempo. Al poco rato quedé

exhausto y con los brazos clavados en el suelo, inmovilizado mientras me golpeaban como a una masa de pan.

—¡Dejadle ya! —ordenó una voz desde detrás de aquel montón de brazos y piernas enmarañados.

Era tan sólo una aguda voz de falsete, pero enérgica y dominante. Los cinco muchachos dejaron de machacarme, y uno tras otro, aunque a regañadientes, fueron saliendo de encima mío. Cuando por fin me dejaron libre tuve que quedarme un rato tumbado y recobrar la respiración antes de poder levantarme.

Los otros muchachos arrastraban sus desnudos pies y miraban malhumorados al propietario de aquella voz. Me llevé una sorpresa al ver que habían obedecido a una simple niña. Iba tan raída y maloliente como ellos, pero era más baja y más joven. Llevaba el típico vestido corto, ajustado, en forma de tubo, que usaban todas las niñas venecianas hasta los doce años; o yo diría que simplemente llevaba los restos de uno de ellos. Tan andrajosa era la prenda, que la niña habría resultado bastante indecente si no fuera porque lo que enseñaba de su cuerpo tenía el mismo color gris mugriento que su vestido. Quizá su autoridad se debía a que era la única entre los demás picaros que llevaba zapatos, los tofi de madera, tipo zueco, propios de los pobres. La niña se me acercó y sacudió mis ropas maternalmente, las cuales ya no eran ahora tan distintas a las suyas. Entonces me informó de que era la hermana del chico a quien yo había hecho sangrar por la nariz.

—Mamá le dijo a Boldo que no se peleara nunca —explicó la niña, y añadió —: Y papá le dijo que resolviera siempre sus peleas sin ayuda de nadie.

—Preferiría que hubiera hecho caso a alguno de los dos —contesté, jadeando.

—Mi hermana es una mentirosa. No tenemos ni mamá ni papá.

—Bueno, pero si los tuviésemos, te habrían dicho esto. Y ahora, recoge ese pescado, Boldo. Ha costado demasiado robarlo. —A mí me dijo —: ¿Cómo te llamas? Éste es Ubaldo Tagiabue y yo soy Doris.

Tagiabue significa «talla de buey», y yo había aprendido en la escuela que Doris era la hija del dios pagano Océano. Esta Doris era demasiado flaca para merecer ese nombre, y también estaba demasiado sucia para parecerse a ninguna diosa del mar. Pero ella se mantenía firme como un buey e imperativa como una diosa, mientras mirábamos como su hermano recogía obedientemente el inservible pescado. En realidad no puede decirse que lo cogiera, pues durante la pelea lo habíamos pisado repetidas veces, y más o menos tuvo que ir reuniendo los trozos.

—Debiste de hacer algo terrible —dijo Doris —para conseguir que te arrojara nuestra cena.

—No hice absolutamente nada —respondí sin mentir —. Hasta que le pegué, claro. Y fue porque me llamó cavrón.

Doris parecía divertirse, y me preguntó:

—¿Sabes lo que significa eso?

—Sí, significa que hay que pegarse.

Esto pareció divertirla aún más y dijo:

—Un cavrón es un hombre que deja que otros hombres usen a su mujer. Yo me sorprendí de que, significando simplemente eso, fuera un insulto tan tremendo. Conocía a varios hombres cuyas mujeres eran lavanderas o costureras, y muchos otros hombres usaban sus servicios y eso no alteraba el orden público ni provocaba la vendéta privada. Hice alguna observación a este respecto, y Doris se echó a reír.

—Marcolfo! —dijo mofándose de mí —¡Eso significa que los hombres meten sus cirios en la vaina de la mujer y juntos se ponen a hacer el baile de San Vito!

Sin duda ya has adivinado el sentido vulgar de sus palabras, así que no te contaré la extraña imagen que formaron en mi ignorante mente. Pero algunos respetables caballeros con aspecto de mercaderes que paseaban por allí en aquel momento se apartaron de Doris con sus mostachos y barbas erizados como púas cuando oyeron tales obscenidades pronunciadas en voz alta por una niña tan pequeña.

Ubaldo, que llevaba acunado entre sus mugrientas manos el cadáver mutilado de su pescado, me preguntó:

—¿Te quedas a cenar con nosotros?

No me quedé, pero aquella misma tarde Ubaldo y yo olvidamos nuestra pelea y nos hicimos amigos.

Ambos teníamos entonces unos once o doce años, y Doris tenía dos menos; en los siguientes años pasé la mayor parte del tiempo con ellos y con su séquito portuario y algo inestable de mocosos. En aquellos años podía haberme relacionado fácilmente con los retoños presumidos, remilgados, bien vestidos y bien alimentados de las lustrisimi familias, como los Balbi y los Cornari. Zía Zuliá se esforzaba en persuadirme, pero yo prefería estos amigos, más viles y vivaces. Admiraba su picante lenguaje y lo adopté. Admiraba su independencia y su actitud fichévelo ante la vida, e hice lo posible por imitarla. Cuando iba a casa o a otros lugares, no me desprendía de esas actitudes, y como era de esperar, no sirvieron para que los demás me tuvieran estima. Durante las raras ocasiones en que asistía a la escuela, comencé a llamar a fra Varisto con un par de apodos que había aprendido de Boldo —«il bel de Roma» e «il Culiseo» —y pronto todos los demás alumnos empezaron a hacer lo mismo. El fraile-maistro aguantó tal informalidad, incluso parecía sentirse halagado, hasta que poco a poco empezó a comprender que no le estábamos relacionando con la gran belleza de la antigua Roma, el Coliseo, sino que se trataba de un juego con la palabra culo, y que en realidad le estábamos llamando «Culo monumental». En casa, escandalizaba a los criados casi a diario. En una ocasión, después de haber hecho algo reprensible, oí por casualidad una conversación entre zía Zuliá y maistro Attilio, el maggiordomo de la casa.

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