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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (2 page)

Es verdad que

tenía cuarenta años cuando, tras mis viajes, regresé a casa. Creo que volví un poco más sabio y perspicaz que cuando me marché, pues entonces era tan sólo un adolescente con los ojos muy abiertos: ignorante, inexperto, alocado. Como cualquier viajero, también tuve que ver todos los países y lo que en ellos había no desde la ventajosa distancia de veinticinco años después, sino en el orden en que se me aparecieron durante mis viajes. Ha sido muy gentil y halagador de tu parte, Luigi, presentarme en ese primer libro como si siempre hubiera sido un hombre que todo lo ve y todo lo sabe, pero tu nueva obra seguramente saldrá ganando si las palabras de tu narrador se ajustan más a la realidad. Me gustaría sugerirte algo más, Luigi: si realmente intentas cortar a tu monsieur Bauduin según el patrón de Marco Polo, comienza su carrera por una juventud de disipación o de imprudente desenfreno y de mala conducta. Digo esto por primera vez. No salí de Venecia simplemente a la búsqueda de nuevos horizontes. Dejé Venecia porque tuve que hacerlo, o porque, en cualquier caso, Venecia decretó que me marchara.

Por supuesto, Luigi, no puedo saber si quieres que la historia de Bauduin sea exactamente paralela a la mía. Pero me dijiste «cuéntalo todo», de modo que para empezar incluso me adelantaré al principio.

VENECIA

La familia Polo ha sido veneciana, de lo cual se siente orgullosa, desde hace casi trescientos años; sin embargo no es originaria de esta península italiana, sino del otro lado del mar Adriático. Sí, procedíamos de Dalmacia, y nuestro apellido debió haber sido entonces algo así como Pavlo. Fue poco después del año 1000 cuando uno de mis antepasados desembarcó por primera vez en Venecia, donde se estableció. Él y sus descendientes debieron de alcanzar rápida notoriedad en Venecia, porque ya en el año 1094 un Doménico Polo era miembro del Gran Consejo de la República, y en el siglo siguiente lo fue también un tal Piero Polo.

El antepasado más remoto de quien guardo un tenue recuerdo fue mi abuelo Andrea. En esa época todos los hombres de nuestra Casa Polo tenían la designación oficial de Ene Aca (o sea, NH, que en Venecia significa Nobilis Homo o caballero), recibían el tratamiento de messere, y habíamos adquirido el escudo de la familia: tres pájaros sables de picos gules sobre campo de plata. En realidad se trata de un juego de palabras visual, pues nuestro pájaro emblemático es la audaz y laboriosa grajilla, que en lengua veneciana se llama la pola.

Nono Andrea tuvo tres hijos: mi tío Marco, que a mí me pusieron su nombre, mi padre Nicoló y mi tío Mafio. No sé lo que hicieron de pequeños, pero cuando fueron mayores, Marco, el primogénito, pasó a ser el representante de la compañía comercial Polo en Constantinopla, en el Imperio latino; mientras que sus hermanos se quedaron en Venecia regentando la sede central de la Compañía y cuidando del palazzo familiar. Nicoló y Mafio no pudieron satisfacer sus ansias de viaje hasta después de la muerte de Nono Andrea, pero cuando por fin salieron, llegaron más lejos que cualquier Polo antes que ellos.

En el año 1259, cuando partieron de Venecia, yo tenía cinco años. Mi padre le había dicho a mi madre que sólo pretendían ir hasta Constantinopla para visitar a su hermano mayor, ausente durante tanto tiempo. Pero según contó luego este hermano mayor a mi madre, después de pasar con él una temporada, mi padre y mi tío quisieron continuar viaje hacia Oriente. Mi madre no volvió a tener noticias de ellos, y pasados doce meses se convenció de que habían muerto. Ésta no era la idea disparatada de una mujer abandonada y afligida; era la suposición más lógica. Pues fue en aquel mismo año de 1259 cuando los bárbaros mongoles, habiendo conquistado todo el resto del mundo oriental, amenazaban con su avanzada implacable las mismas puertas de Constantinopla. Cualquier otro hombre blanco habría huido o se hubiera amedrentado ante la «Horda Dorada», sin embargo Mafio y Nicoló Polo habían seguido resuelta y temerariamente su camino en dirección a las primeras líneas mongolas, o mejor dicho, si recordamos la idea que se tenía entonces de los mongoles, en dirección a sus mordientes y babeantes fauces.

Teníamos motivos para imaginárnoslos como auténticos monstruos, ¿no es cierto? Los mongoles eran algo más y algo menos que seres humanos. Más que humanos en su capacidad combativa y en su resistencia física. Menos que humanos por su salvajismo y su avidez de sangre. Sabíamos que incluso su comida diaria consistía en carne cruda maloliente y leche rancia de yegua. Y también se sabía que cuando en un ejército de mongoles se agotaban estas provisiones, no dudaban en elegir a suertes a un hombre entre cada diez para degollarlo y alimentar con su carne a los demás. Sabíamos que la armadura de cuero de cada guerrero mongol solamente cubría el pecho y no la espalda, de modo que si alguna vez se sentía cobarde, no pudiera dar media vuelta y huir del enemigo. Sabíamos que bruñían sus armaduras con grasa, y que la obtenían hirviendo a sus víctimas humanas. En Venecia se sabía todo esto y se repetía y contaba una y otra vez en susurros de terror, y algunas de estas cosas incluso eran ciertas. Yo sólo tenía cinco años cuando mi padre partió, pero podía compartir ya el pavor universal hacia esos salvajes del este, pues me resultaba familiar la amenazadora frase:

« ¡Se te llevarán los mongoles! ¡La orda vendrá a por ti!» Había oído aquello toda mi infancia, como cualquier otro niño cuando se merecía una regañina: « ¡La orda vendrá a buscarte si no te comes toda la sopa! ¡Si no te vas ahora mismo a la cama! ¡Si no te callas de una vez!» En esa época, las madres e institutrices echaban mano de la orda, del mismo modo con que antes se amenazaba a los niños desobedientes con un:

«Vendrá el orco y se te llevará.»

El orco es el demonio gigante al que han recurrido siempre madres y niñeras, y apenas

les costó sustituirlo por la palabra orda: la horda. Y la horda mongol era sin duda el monstruo más real y creíble; al invocarlo, las mujeres no tenían que fingir temor en sus voces. El hecho de que conocieran esa palabra demuestra que tenían motivos para temer a la orda tanto como cualquier niño. Pues correspondía a la misma palabra de los mongoles, yurtu, que originalmente significaba la gran tienda del lugarteniente de un campamento mongol, y que adoptaron, ligeramente modificada, todas las lenguas europeas, expresando con ello la imagen que los europeos tenían de los mongoles: una muchedumbre en marcha, una incontable masa, un enjambre irresistible, una horda. Pero yo ya no oí mucho tiempo más esta amenaza en boca de mi madre. En cuanto se convenció de que mi padre había muerto y desaparecido, empezó a languidecer, a consumirse y a debilitarse. Cuando yo tenía siete años murió, y sólo tengo un recuerdo de ella, de pocos meses antes de su muerte. La última vez que se atrevió a salir de nuestra Casa Polo, antes de que tuviera que guardar cama para no volver a levantarse ya, fue para acompañarme el día que me matriculaba en la escuela. Y aunque ese día pertenezca ya a otro siglo, casi sesenta años atrás, lo recuerdo con toda claridad. En aquella época, nuestra Ca'Polo era un pequeño palazzo en el confino de San Felice, dentro de la ciudad. Era la radiante hora matutina de mezza-terza cuando mi madre y yo salimos y tomamos la calle adoquinada que bordea el canal. Nuestro viejo barquero, el negro esclavo nubio Michiél, estaba esperando con nuestro batélo amarrado a su estaca pintada a rayas, y la barca, recién encerada para esta ocasión, brillaba con todos sus colores. Mi madre y yo subimos y nos sentamos bajo el dosel. También yo vestía, para la ocasión, un bonito y nuevo atuendo: un jubón marrón de seda de Lucca, recuerdo, y calzas con suela de cuero. Y mientras el viejo Michiél nos conducía remando por el estrecho río San Felice, iba exclamando cosas como: «¡Che zentilómo!» y «¿Desséno, xestu, messer Marco?», que quiere decir «¡Vaya caballero!» y «¿Sois de verdad vos, micer Marco?»; su inhabitual admiración me hacía sentir orgulloso e incómodo, y no desistió hasta introducir el batélo en el Gran Canal, donde el denso tráfico de las barcas exigió toda su atención.

Era uno de esos días venecianos inmejorables. El sol brillaba esparciendo su luz por la ciudad de un modo difuso, sin apenas aristas. No había niebla en el mar ni calina en la tierra, y nada disminuía la intensidad de la luz. No parecía que el sol brillase con sus propios rayos, sino con una luminosidad más sutil, como relucen las velas en un candelabro de muchos cristales. Quien ha visitado Venecia conoce ya esta luz: una luminosidad que emana del polvo de perlas machacadas, perlas de color gris, rosa y azul claro, y tan finamente molido que sus partículas quedan suspendidas en el aire, y en vez de ensombrecer la luz le dan mayor lustre y suavidad al mismo tiempo. Y la luz no procedía sólo del cielo. Se reflejaba en las danzarinas aguas de los canales, que proyectaban motitas, lentejuelas y arandelas de esa luz de polvo de perlas que rebotaba sobre todas las paredes de madera vieja, ladrillo y piedra, limando así sus texturas rugosas. Ese día experimentó una tierna floración, como la de un melocotonero. Nuestra barca se deslizó bajo el único puente del Gran Canal, el Ponte Rialto; el antiguo puente de pontones, bajo y con la sección central colgante, aún no se había convertido en el puente levadizo arqueado que tenemos actualmente. Luego pasamos la Erbaria, el mercado por donde pasean los jóvenes, después de una noche de borrachera, para despejarse a primera hora de la mañana con la fragancia de las flores, hierbas y frutas. Después volvimos a dejar el canal y nos introdujimos en uno más estrecho. Al cabo de un rato mi madre y yo desembarcamos en el Campo San Todaro. Todas las escuelas de enseñanza primaria de la ciudad están situadas alrededor de esa plaza, y a esa hora parece un hervidero de niños de todas las edades que juegan, corren, charlan y se pelean, mientras esperan que comience la jornada escolar.

Mi madre me presentó al maistro, y le mostró los documentos relativos a mi nacimiento y a mi registro en el Libro d'Oro (« El Libro de Oro» es la denominación popular del Registro del Protocolo en donde la república guarda los nombres de todas sus familias Ene Aca). A fra Varisto, un hombre muy fornido y corpulento, envuelto en voluminosos ropajes, apenas parecieron impresionarles los documentos. Los miró y dijo, soltando un bufido, «Brate!», que es una palabra no excesivamente educada para referirse a un eslavo o a un dálmata. Mi madre irguió la cabeza y respondió secamente: «Venezían nato e spuá.»

—Quizá engendrado y nacido en Venecia —dijo el fraile con voz de trueno —, pero no todavía veneciano de crianza. No lo será hasta no haberse sometido a una instrucción apropiada y hasta que no lo haya endurecido la disciplina escolar. Cogió una pluma y restregó la punta sobre la reluciente piel de su tonsura, supongo que para lubricar la plumilla, luego la mojó en un tintero y abrió un enorme libro.

—¿Fecha de confirmación? —preguntó —. ¿De la primera comunión?.

Mi madre le contestó y añadió, con cierta arrogancia, que a mí no se me había permitido olvidar el catecismo justamente después de la confirmación, como sucedía con casi todos los demás niños; todavía era capaz de repetirlo si me lo pedía, igual que el credo y los mandamientos, con la misma facilidad con que recitaba el padrenuestro. El maistro gruñó, pero no hizo ninguna anotación adicional en su gran libro. Entonces mi madre comenzó a hacer preguntas sobre el curriculum del colegio, sus exámenes, sus premios por méritos, sus castigos por faltas…

Supongo que todas las madres llevan por primera vez a sus hijos al colegio con orgullo, pero también creo que con la misma dosis de recelo e incluso de tristeza, pues abandonan a sus hijos en un misterioso reino cuyo acceso les está vedado. Apenas hay mujeres que reciban una mínima educación escolar, a menos que entren en alguna orden religiosa. Por lo tanto, en cuanto sus hijos aprenden simplemente a escribir su nombre, saltan a un nivel situado ya por siempre más fuera de su alcance. Fra Varisto contó pacientemente a mi madre que allí aprendería mi propia lengua, también el francés comercial, que me enseñarían a escribir, a leer y a calcular con números, que aprendería por lo menos las primeras nociones de latín con el Timen de Donadello, y de historia y de cosmografía con el Libro de Alejandro de Calístenes, y de religión con las historias de la Biblia. Pero mi madre insistía tanto con sus ansiosas preguntas que al final el fraile dijo, con una voz en donde se mezclaba la compasión y la exasperación:

—Dona e Madona, el niño sólo se está matriculando en el colegio. No está tomando hábitos. Lo tendremos encerrado aquí sólo las horas de luz. Usted lo tendrá el resto del tiempo.

Mi madre me tuvo durante el resto de su vida, pero ésta no fue larga. A partir de entonces, sólo oí la amenaza de «los mongoles vendrán a por ti» en boca de fra Varisto en el colegio y de la vieja Zuliá en casa. Esa mujer era una auténtica esclava, nacida en algún remoto rincón de Bohemia, de clara estirpe campesina, pues caminaba siempre anadeando, como una lavandera con un cubo de colada colgando de cada mano. Había sido doncella de mi madre antes de que yo naciera. A la muerte de mi madre, Zuliá

ocupó su lugar como niñera y tutora, y adoptó la amable denominación de zía. Zía Zuliá

no actuó con demasiada severidad en la tarea de convertirme en un joven decente y responsable —aparte de invocar con frecuencia a la orda —ni tampoco, debo confesarlo, tuvo excesivo éxito en la misión que ella misma se había asignado. En parte esto se debió a que mi tocayo tío Marco no volvió a Venecia tras la desaparición de sus dos hermanos. Hacía demasiado tiempo que había instalado su hogar en Constantinopla, y se sentía bien allí, aunque por aquella época el Imperio

latino había sucumbido al bizantino. Mi otro tío y mi padre habían dejado los negocios de la familia al cuidado de empleados expertos y dignos de confianza, y el cuidado del palazzo en manos de empleados domésticos igualmente eficientes, por lo tanto zío Marco lo dejó todo tal cual estaba. Sólo le remitían por correo marítimo las cuestiones de mayor importancia, pero menos urgentes, para que las considerara y tomara decisiones. Organizadas de este modo, tanto la Compañía Polo como Ca'Polo siguieron funcionando tan bien como siempre.

La única propiedad de los Polo que no iba bien era yo. Al ser el último y único vástago varón de la línea de los Polo —el único en Venecia, por lo menos —, tenían que conservarme tiernamente, y yo lo sabía. No tenía edad para participar en la organización de los negocios ni de la casa (afortunadamente), pero tampoco tenía que rendir cuentas de mis propias acciones a ninguna autoridad adulta. En casa quise llevar mi vida y lo conseguí. Ni zía Zuliá ni el mayordomo, el viejo Attilio, ni ninguno de los criados inferiores se atrevieron nunca a levantarme la mano, y raramente la voz. No volví a recitar mi catecismo, y pronto olvidé los responsorios. En la escuela comencé a faltar a las clases. Cuando fra Varisto desesperaba de esgrimir a los mongoles y esgrimía la vara, yo me limitaba a hacer novillos.

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