El día iba avanzando de forma interminable mientras yo deseaba con toda el alma que mi capa fuera más ligera; sentía impulsos feroces de matar a todo el millón de palomas indignas que revoloteaban por la piazza y agradecía de todo corazón cualquier diversión nueva que se me presentaba. Los primeros ciudadanos que llegaron con algo distinto a las prendas habituales fueron de los gremios de las artes, vestidos con sus trajes de ceremonia. El arte de los médicos, cirujanos-barberos y boticarios llevaba altos sombreros cónicos y trajes flotantes. El gremio de los pintores e iluminadores llevaba
vestiduras que podían haber sido simples telas, pero que estaban adornadas con mucha fantasía con hojas de oro y colores. El arte de los curtidores y artesanos del cuero llevaba delantales de cuero con dibujos decorativos no pintados ni cosidos sino marcados con hierro candente…
Cuando se hubieron reunido todos los gremios en la piazza, salió de su palacio el dogo Ranieri Zeno, y aunque su traje público nos era bien conocido, a mí y a todo el mundo, su lujo no desmerecía de cualquier festividad. Llevaba la scufieta blanca sobre la cabeza y la capa de armiño sobre el jubón dorado, cuya cola sostenían tres criados vestidos con la librea ducal. Detrás suyo emergió la comitiva del Consejo y de la Quarantia y otros nobles y funcionarios, todos ricamente ataviados. Luego salió una banda de música, llevando en silencio sus laúdes, flautas y rabeles, avanzando con paso medido hasta el muelle. El buzino dóro del dogo, con sus cuarenta remeros, acababa de deslizarse al lado del muelle y la procesión subió a bordo. Cuando la resplandeciente barca se hubo alejado por el agua los músicos empezaron a tocar. Siempre hacen lo mismo porque saben que la música adquiere una dulzura especial cuando llega a tierra saltando por encima de las ondas.
El crepúsculo coincidió con la hora de completa y los lampaderi empezaron a recorrer la piazza encendiendo los cestos de antorchas colgados sobre los arcos. Yo permanecía aún a la vista de la puerta de Ilaria. Tenía la sensación de haber estado allí toda la vida, y me sentía débil por el hambre, porque no me había apartado ni para ir a una parada de frutas, pero estaba dispuesto a esperar el resto de mi vida si era preciso. Por lo menos en aquella hora mi presencia no era tan visible: la plaza estaba ya llena de gente, y la mayoría de paseantes llevaban un disfraz u otro.
Algunos bailaban al son de la música distante de la banda del dogo, otros cantaban acompañando la voz atiplada de los castróni, pero la mayoría se limitaban a dar vueltas exhibiendo sus aderezos y mirando los de los demás. Los jóvenes se echaban confeti, que son trocitos de dulces y cáscaras de huevo llenas de aguas perfumadas. Las muchachas mayores llevaban naranjas y esperaban descubrir algún favorito galante para tirarle una. Se supone que esta costumbre conmemora la naranja que Júpiter regaló en su boda a Juno, y un joven puede considerarse un Júpiter muy favorecido si su Juno al tirarle la naranja lo hace con fuerza suficiente para ponerle un ojo a la funerala o romperle un diente.
Luego, a medida que aumentaba la oscuridad llegó del mar el caligo, la niebla salada que por la noche envuelve a menudo Venecia, y yo empecé a agradecer mi capa de lana. Dentro de esta niebla las antorchas colgadas dejaron de ser cestos de hierros envueltos en llamas para convertirse en globos de luz de bordes suaves suspendidos mágicamente en el espacio. La gente de la piazza pasó a transformarse en simples borrones de niebla, más oscuros y coherentes, que se movían a través de la misma niebla. Pero al pasar entre mí y uno de los globos de luz de las antorchas, estos borrones irradiaban rayos y bordes extravagantes de sombra que parpadeaban como hojas negras de espadas acuchillando la niebla gris. Sólo cuando algún paseante se me aproximaba mucho se convertía brevemente en algo sólido, para disolverse acto seguido. Ante mí, como salido de un sueño, se materializaba un ángel: una chica de oropel y gasa con ojos risueños que se fundía y transformaba en una visión de pesadilla, un Satanás con cuernos y cara pintada de rojo.
De repente, la puerta que tenía detrás se abrió y la luz brillante de una lámpara rasgó la niebla gris. Me volví y vi dos sombras recortadas contra su brillo, que se resolvieron y se transformaron en mi dama y su marido. Sin duda de no haber permanecido apostado al lado de la puerta no hubiese podido reconocer a ninguno de los dos. Él se había transformado en uno de los personajes corrientes de la mascarada, el médico cómico
dotór Balanzón. Pero Ilaria había cambiado tanto que de momento no pude determinar de qué se había disfrazado. Una mitra blanca y dorada ocultaba su oscuro cabello, una escueta máscara dómino ocultaba sus ojos, y el alba, la casulla, la capa pluvial y la estola convertían su fina figura en una forma regordeta y redondeada. Luego comprendí
que iba adornada como la antigua fémina Pope Zuána. Su traje debió de costar una fortuna, y temí que aquello pudiese costarle una severa penitencia si algún clérigo auténtico la descubría disfrazada como la legendaria papisa. Cruzaron la plaza entre aquel caldo humano e inmediatamente se dejaron llevar por el espíritu de la fiesta: ella tiraba confeti como un cura que aspersiona el agua bendita, él los distribuía como hace un médego con sus dosis. Su góndola los esperaba a la orilla de la laguna, entraron en ella, y el bote partió hacia el Gran Canal Dude un momento y al final decidí no llamar un bote para seguirlos. El coligo era ya tan denso que todas las embarcaciones se movían con mucho cuidado, cerca de la orilla. Me resultó más fácil seguir a mi presa con la mirada y perseguirla andando al trote a lo largo de las calles que bordean los canales, parándome en ocasiones en un puente para ver qué canal tomaría la góndola cuando la ruta divergía. Caminé mucho aquella noche mientras Ilaria y su consorte iban de un gran palazzo y casa muta a otro. Pero me pasé mucho más tiempo esperando delante de esos lugares acompañado por los gatos rondadores mientras mi dama disfrutaba de las fiestas del interior.
Me apostaba en la salada niebla, tan espesa ya que cuajaba y goteaba de los aleros y arcos y de la punta de la nariz de mi máscara. Oía la música apagada que llegaba de la casa y me imaginaba a Ilaria bailando la furiana. Me apoyaba contra muros de piedra resbaladizos y empapados y miraba con envidia los cristales de las ventanas detrás de los cuales la luz de las velas rompía la oscuridad. Me sentaba sobre balaustradas frías y húmedas de los puentes y mientras sentía gruñir mi estómago me imaginaba a Ilaria mordisqueando delicadamente pasteles de scalete y buñuelos de bigné. Me ponía de pie y golpeaba el suelo con mis entumecidos pies, maldiciendo de nuevo mi capa, que pesaba cada vez más y que notaba húmeda y fría contra mis tobillos. A pesar de sentirme empapado y triste, me erguía e intentaba adoptar un aire de inocente y divertido paseante cuando otros personajes enmascarados aparecían de repente entre el caligo y me dirigían saludos de borracho: un bufón cacareante, un corsáro fanfarrón, tres muchachos cabriolando juntos disfrazados de las tres emes, médego, músico y majareta.
En las noches de fiesta no se toca el coprifuoco en la ciudad, pero después de llegar al tercer o cuarto palacio de la noche y mientras yo esperaba empapado en el exterior, oí
tocar todas las campanas de las iglesias. Como si aquello fuera una seña, Ilaria se deslizó a la calle desde el salón de baile y se fue directamente donde yo permanecía agazapado, en un hueco del muro de la casa, envuelto en mi capa y con el capuchón puesto. Ella llevaba todavía sus vestiduras papales, pero se había quitado el dómino. Dijo en voz baja «Caro la», el saludo que sólo utilizan los amantes, y yo quedé rígido como una estatua. Su aliento tenía el dulce olor del licor de avellanas bevarin cuando murmuró entre los pliegues de mi capuchón:
—El viejo cabrón está borracho ya, y no vendrá a… Dio me varda! ¿Quién eres? —agregó, retrocediendo.
—Mi nombre es Marco Polo —dije —. He estado siguiendo…
—¡Me han descubierto! —gritó, tan fuerte que temí que pudiera oírla algún esbirro —. ¡Tú
eres su bravo!
—No, no, señora mía. —Me levanté y me quité el capuchón. Puesto que mi máscara de marinero la había asustado tanto, también me la quité —. No soy de nadie sino únicamente de vos.
Ella retrocedió un paso más, con los ojos llenos de desconfianza:
—¡Eres un muchacho!
No podía negarlo, pero sí atenuarlo:
—Con la experiencia de un hombre —dije rápidamente —. Os he amado y os he buscado desde el día en que os vi.
Sus ojos se entornaron mientras me examinaba con mayor detenimiento.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Estaba esperándoos —balbucí —para poner mi corazón a vuestros pies y mi brazo a vuestro servicio y mi destino en vuestras manos.
Ella miró nerviosamente a su alrededor:
—Ya tengo pajes suficientes. No quiero contratar tus servicios…
—¡Nunca contratar! —declaré —. Por amor de mi dama la serviré siempre. Yo esperaba quizá una mirada de dulce rendición. Pero la que me dirigió era más bien una mirada de exasperación.
—Ya es la hora de completas —dijo —. ¿Dónde está…? ¿Has visto a alguien más por aquí?
¿Estás solo?
—No, no lo está —dijo otra voz, una voz muy tranquila.
Di la vuelta y comprendí que había tenido muy cerca de mi nuca la punta de una espada. En aquel momento se estaba retirando en la niebla y percibí una chispa de acero frío y goteante que desaparecía debajo de la capa de quien la había desenvainado. La voz me había parecido la del cura conocido de Ilaria, pero los curas no llevan espadas. Antes de que yo o ella pudiésemos hablar, la figura encapuchada murmuró de nuevo:
—Veo por vuestro atavío, señora, que esta noche vais de mofador. Así sea. Ahora el mofador ha sido mofado. Este joven intruso desea ser el bravo de una dama, y os servirá
sin paga sólo por amor. Dejad que así sea, y ésta será vuestra penitencia por la mofa. Ilaria dio un grito sofocado y empezó a decir:
—¿Estáis sugiriendo…?
—Estoy absolviendo. Se os perdona ya todo lo que debe hacerse. Y una vez eliminado el obstáculo mayor, será más fácil eliminar un obstáculo más pequeño. Dicho esto, la forma retrocedió en la niebla, se fundió con ella y desapareció. Yo no tenía idea de lo que el forastero intentaba decir, pero comprendí que había hablado en favor mío, y se lo agradecí. Me volví de nuevo hacia Ilaria, que me estaba contemplando con una triste mirada de apreciación. Su delgada mano se introdujo en su traje, sacó el dómino y lo puso delante de sus ojos como sí quisiera ocultar algo.
—¿Tu nombre es… Marco? —Yo incliné la cabeza y contesté que así era —. Dices que me has seguido. ¿Sabes cuál es mi casa? —Murmuré un sí —. Ven mañana a v-verme, Marco. Por la puerta del servicio. A la hora de mezza-vespro. No me falles. 7
No le fallé, por lo menos en cuestión de puntualidad. Me presenté en la tarde siguiente, como me había ordenado, y una vieja bruja abrió la puerta del servicio. Sus ojuelos eran tan desconfiados como si conociera todos los secretos vergonzosos de Venecia, y me hizo entrar en la casa con tanto desagrado como si yo fuera uno de los peores. Me condujo escaleras arriba, me hizo pasar por una sala, señaló una puerta con un marchito dedo y me dejó. Llamé al panel y dona Ilaria abrió la puerta. Entré y ella pasó el pestillo detrás mío.
Dijo que me sentara, y luego se paseó arriba y abajo delante de mi silla, contemplándome pensativamente. Llevaba un traje cubierto con lentejuelas de color dorado que brillaban como las escamas de una serpiente. Era un traje ceñido y su andar
era sinuoso. La dama presentaba un aspecto reptiliano y peligroso, pero se retorcía continuamente las manos revelando así la preocupación que le causaba estar los dos solos y juntos.
—He estado pensando en ti desde la noche anterior —dijo. Yo quise hacerme eco con alegría de estas palabras, pero no salió ningún sonido de mi boca, y ella continuó
hablando —: Dices que decidiste servirme, y desde luego p-puedes rendirme un servicio. Dices que lo harías p-por amor, y he de confesar que esto despierta mi… mi curiosidad. Pero supongo que sabes que tengo un marido.
Tragué saliva ruidosamente y contesté que sí, que lo sabía.
—Es mucho mayor que yo y está amargado por la edad. Tiene celos de mi juventud y siente envidia de todo lo joven. También tiene un carácter violento. Es evidente que no puedo poner a mi servicio a un hombre… a un hombre joven, ni menos disfrutar del amor de un joven. ¿Entiendes? Podría desearlo, incluso morirme de ganas, pero no puedo, porque estoy casada.
Medité un momento la cuestión, luego carraspeé y dije lo que me pareció evidente:
—Un marido viejo morirá pronto y vos seréis todavía joven.
—¡Lo entiendes! —Dejó de retorcer sus manos y dio unas palmadas, aplaudiéndome —. Eres listo y rápido a pesar de ser tan… tan joven.
Inclinó a un lado la cabeza para mirarme con admiración y
agregó:
—O sea que morirá pronto, ¿no es cierto?
Me levanté muy abatido, suponiendo que estábamos de acuerdo en que debíamos esperar simplemente a que su viejo y cascarrabias marido muriese para poder mantener nuestras tan deseadas relaciones. No me apetecía nada tanto aplazamiento, pero como había dicho Ilaria, los dos éramos jóvenes. Podíamos aguantarnos un tiempo. Sin embargo antes de que llegara a la puerta se vino hacia mí y se quedó muy cerca. De hecho se apretó contra mí y mirándome a los ojos me preguntó en voz muy baja:
—¿Cómo lo harás?
Tragué saliva y dije roncamente:
—¿Que cómo lo haré, señora?
Ella rió con aire conspirador.
—¡Desde luego eres discreto! Pero creo que debo saberlo, porque habrá que hacer algunos preparativos para asegurar que yo no… Sin embargo esto puede esperar. De momento imaginemos que te haya preguntado cómo vas… a amarme.
—¡Con todo mi corazón! —exclamé.
—Ah, claro, también con esto, esperemos. Pero supongo, y no vayas a escandalizarte, Marco, que también me amarás con alguna otra parte de ti, ¿no?
Cuando vio la expresión que debió de dibujarse en mi cara, se echó a reír alegremente. Se me atragantó algo en el cuello, tosí y le dije:
—Me han enseñado personas de experiencia. Cuando estéis libre y podamos hacer el amor, sabré a qué atenerme. Os aseguro, señora, que no haré el ridículo. Ella arqueó las cejas y dijo:
—¡Muy bien! Me han cortejado con promesas de muchas delicias diferentes, pero ninguna como ésta. —Me escudriñó de nuevo a través de unas pestañas que eran como garras dirigidas a mi corazón —. En este caso demuéstrame cómo evitas hacer el ridículo. Te debo por lo menos una buena paga por tu servicio.