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Authors: Mandelrot

El viajero (4 page)

En todo ese tiempo no hubo ni un pensamiento para el entrenamiento o las luchas: Kyro recordaría para siempre esos breves días como los más felices de su vida.

—Pero bueno, ¿se lo has dicho o no?

El príncipe Darimam estaba en pie, inmóvil mientras los sastres tomaban medidas y cosían con alfileres unas telas sobre su cuerpo. No prestaba atención a ello, miraba a Kyro que en ese momento estaba sentado cerca.

—Mañana. Nos encontraremos en el claro junto al río para ver juntos el amanecer, y se lo diré.

—Qué bonito —sonrió Darimam—. Justo a tiempo antes de que regrese tu padre.

—Sí. Creo que tendremos unas horas más, según las noticias no llegará hasta el mediodía.

—Me alegro mucho por ti, en serio. Solo espero que el general no acabe contigo antes de la boda rió el príncipe.

—Quiero... queremos agradeceros todo lo que habéis hecho por nosotros, alteza. Nada de esto habría sido posible sin vuestra ayuda; jamás podré pagároslo.

—Vamos, vamos —Darimam apartó a los sastres con un gesto, que se marcharon con una reverencia. Se acercó a Kyro y le puso una mano en el hombro—. No ha sido nada, y además me ha alegrado mucho poder hacer algo por ti.

—Darimam, lo digo en serio —dijo Kyro, poniéndose en pie—. No había conocido la felicidad hasta ahora. Te lo debo todo.

—No, hermano —respondió el príncipe con afecto—. Soy yo quien debe estarte agradecido. Ser quien soy no es fácil, ¿sabes? No puedo llevar una vida normal, hacer cosas normales y hacer lo que quiera como una persona normal. No tengo más amigos de verdad que tú, y escuchar tu historia, ayudarte y aconsejarte, me ha hecho sentir como si escapara de esta... jaula de oro.

Ambos quedaron en silencio un momento. Darimam volvió a hablar con un tono más relajado.

—Y ahora voy a llamar a esos de nuevo, a ver si terminan de una vez y mi traje está listo para la recepción.

Dio unas palmadas y Kyro volvió a sentarse; al cabo de unos segundos reaparecieron los sastres para continuar con su trabajo.

Llegó la noche. La actividad en palacio se había detenido al llegar la oscuridad, y ahora todo estaba en silencio. Parecía que lo único que se movía eran las llamas de las antorchas.

Una figura avanzaba por el ancho pasillo que conducía a las habitaciones del emperador. Sus pasos eran firmes, pero a la vez tan fluidos que parecía flotar sobre el suelo más que caminar; iba cubierto por una túnica abierta y llevaba una capa con capucha ocultándole los rasgos. Los sacerdotes tenían forma humana, eran muy altos y delgados, y su piel era de un color azulado que contrastaba con unos ojos completamente negros; más bien parecían agujeros profundos en unos rostros sin expresión. Su raza era única y todo sobre ellos era un misterio; ni siquiera nadie podría decir cuántos eran. Los que había en Vassar'Um vivían en la Ciudad Sagrada dentro de los terrenos de palacio, nadie excepto ellos y el emperador en sus labores religiosas había entrado allí jamás.

Se detuvo al llegar a una gran puerta protegida por un grupo de soldados que hacían guardia.

No dijo ni una palabra; su presencia allí era suficiente. Los hombres le miraron con cierto temor, algunos sujetaron con fuerza las empuñaduras de sus espadas. Uno de ellos entró cerrando la puerta tras de sí.

—Sire.

El emperador despertó, encontrando al guardia arrodillado junto a su cama.

—¿Qué ocurre?

—Lamento molestaros en vuestro sueño, sire. Ha venido un sacerdote.

Crodio se sentó inmediatamente, completamente despejado al escuchar esas palabras. Pasó un momento antes de contestar.

—Saldré enseguida. Que vengan mis asistentes.

—Sí, sire —el soldado se retiró inmediatamente.

El emperador no se movió; tenía los ojos muy abiertos y parecía profundamente impresionado.

Unos minutos más tarde, en una sala contigua y ya vestido con la túnica de sumo sacerdote, hizo una seña a un guardia. Este abrió una puerta e hizo pasar al visitante, quien al entrar avanzó unos pasos y se detuvo en medio de la estancia. No hizo reverencias ni ningún saludo, simplemente dijo tres palabras con una voz que sonaba como de otro mundo.

—Varomm desea hablarte.

Darimam caminaba rápidamente por el corredor cuando vio al emperador con el sacerdote y un grupo de soldados que les acompañaban.

—¡Padre! —le llamó; el grupo se detuvo—. Ya me lo han dicho.

El príncipe llegó hasta ellos y reanudaron su marcha. Crodio pasó una mano por los hombros de su hijo sin dejar de avanzar.

—Hijo mío, no debes preocuparte. Varomm vela por nosotros.

—Sí, padre. Pero es la primera vez que llama directamente a un emperador, ¿no es así?

—La primera vez —hablaba como ausente, perdido en sus pensamientos.

—Pero ¿ha ocurrido algo?

—Sé lo mismo que tú, Darimam. Voy a la ciudad sagrada, pronto veremos de qué se trata.

—Te acompañaré.

—No puedes entrar, ya lo sabes.

—Esperaré fuera. Ha de ser importante.

Crodio asintió y miró al frente. Siguieron caminando.

En la cámara donde dormían los soldados solo Kyro se revolvía en su cama con nerviosismo.

Después de unas vueltas más decidió salir a tomar un poco de aire.

Las estrellas brillaban con gran belleza en el cielo negro. El chico respiró hondo y decidió subir hasta lo alto de uno de los muros que separaban la zona militar del resto de la ciudadela imperial. Trepó fácilmente y se sentó en el borde, y tras contemplar unos instantes la vista sacó algo de entre sus ropas.

Era un bonito colgante de una piedra de color verde tallada. Lo sostuvo entre sus manos. Kyro miró al vacío y comenzó a hablar.

—Hemos pasado estos días juntos, y me preguntaba si tal vez... No —negó con la cabeza—. Después de estos días juntos quería pedirte... No, no.

Respiró hondo y comenzó de nuevo.

—He pensado en ti estos días y... —Suspiró. Bajó los brazos, nervioso.

Le sobresaltó de repente una luz muy brillante que venía desde otro punto de palacio. Miró hacia allí.

—La ciudad sagrada —murmuró.

Se puso en pie, sin dejar de observar aquel brillo. Los colores cambiaban, como si una gran llama mágica lo iluminara todo.

Pensó unos momentos y decidió acercarse, ya que de todas formas no podía dormir; el paseo le refrescaría. Cruzó los jardines en la oscuridad y se dirigió tranquilamente hacia aquel lugar.

Cuando llegaba a las puertas de la ciudad oyó una voz que conocía.

—¡Es imposible!

—¿Darimam? —se dijo Kyro. Siguió caminando extrañado, pero lo siguiente que pudo escuchar le dejó clavado donde estaba.

—Pero padre, ¡es mi amigo! Es... Es mi único amigo. ¿Cómo voy a dejar que le mates?

Kyro no pudo creer lo que llegaba a sus oídos. Se quedó completamente atónito mientras, solo a unos metros de distancia en el camino iluminado, seguían las voces.

—A mí me duele tanto como a ti, hijo mío. Pero Varomm no ha dejado lugar a las dudas. Los k'var deben morir. Inmediatamente, todos sin excepción. Y debemos encontrar esa piedra mágica lo antes posible o todo el mundo será destruido.

—¿Pero por qué? ¿Por qué, padre? Ellos nos han protegido desde siempre. ¡No puede ser!

—El dios sabe lo que nosotros ignoramos, Darimam. Hay traidores entre nosotros, algunos k'var entre ellos; si él lo dice es que es así.

Kyro se había acercado al límite del camino, para ver sin ser visto; su cara reflejaba tanta incredulidad como horror. Allí estaba el grupo de hombres, a las puertas de la ciudad sagrada y bajo el signo del gran Varomm: una V abierta dentro de un círculo que simbolizaba el todo. Los soldados se mantenían inmóviles mirando cómo el emperador y su hijo discutían.

Darimam buscaba argumentos, desesperado.

—Pero si hubiera un traidor no podemos... no podemos matarle sin interrogarle. ¿Cómo sabremos entonces dónde está la piedra mágica que quiere Varomm?

—El dios lo ha dejado claro; hay que actuar inmediatamente. Primero los k'var, después buscaremos la piedra. Lo más importante es que ninguno de ellos logre escapar. Darimam, escúchame.

Crodio se acercó a su hijo y le habló con voz más suave.

—Hijo, te comprendo; también para mí es una enorme pérdida. Pero no hay elección, es nuestro deber. Yo soy emperador antes que hombre, antes que amigo. Varomm ha hablado y tenemos que obedecerle o todo lo que conocemos desaparecerá. Sufriré para siempre por lo que voy a hacer, pero he de hacerlo.

El príncipe no pudo contestar. Crodio IV se dirigió a uno de los soldados que les acompañaban.

—Desde este momento todos los k'var deben ser... Deben morir. Sin prisioneros ni detenidos. Y cualquiera que les ayude correrá la misma suerte.

—Inmediatamente, sire —contestó el militar—. Daré las órdenes.

Kyro retrocedió unos pasos, tratando de pensar. Pero solo fueron unos instantes, toda su vida y su entrenamiento le habían preparado para actuar e inmediatamente salió corriendo para alejarse de allí en dirección a la zona de los soldados.

Volaba entre los jardines sin hacer ni un solo ruido; iba como una flecha sorteando obstáculos y saltando muros con agilidad casi sobrehumana. Ya no dudaba ni lo más mínimo, sabía perfectamente lo siguiente que debía hacer.

Kamor dormía profundamente. Kyro entró de un salto por la ventana y le llamó en voz baja.

—¡Kamor!

El gigante reaccionó con sorprendente agilidad; en un instante estaba de pie junto a su cama y con una enorme espada en la mano.

—¡Pero qué...!

—¡Kamor, espera! ¡Soy Kyro!

—¿Kyro? —preguntó con sorpresa—. ¿Qué haces...?

—¡No hay tiempo, los soldados vendrán enseguida!

—Hijo, ¿qué estás diciendo? —el guerrero acercó una luz.

—Kamor, no puedo explicártelo ahora —se acercó Kyro—. He oído por casualidad al emperador hablando con su hijo, Varomm ha ordenado la muerte de todos los k'var y... que hay traidores y también algo de una piedra mágica, no sé exactamente qué es. ¡Vendrán a por nosotros!

Kamor no pareció sorprenderse ante estas palabras. Esperó un momento antes de contestar; lo hizo con una voz totalmente distinta, más grave.

—Esto es lo que vas a hacer. Primero busca a Sadsaloo y dile que le estaré esperando junto a la reja de la muralla sur; él conoce el sitio. Y luego ve sin que nadie te vea a buscar a Tepulus y cuéntale lo que me acabas de decir. Él te llevará a un lugar seguro donde nos esperaréis.

En ese momento se empezaron a escuchar sonidos tras la puerta.

—Ya están aquí —dijo Kamor—. Coge la espada que hay bajo la cama.

El chico dudó.

—¿Tenemos que atacarles? Son... Siempre han sido nuestros amigos.

—Kyro, no es momento para hacerse preguntas. Sabes lo que tienes que hacer.

Un instante después la expresión del joven cambió completamente.

—Sí, maestro.

No hizo falta más. Durante toda su vida había sido entrenado para esto; Kyro se movió como un relámpago. Los soldados que un instante después derribaron la puerta esperaban despertar a un hombre desprevenido, pero en su lugar se encontraron con dos guerreros preparados para luchar por sus vidas.

La sorpresa de los atacantes solo duró un momento casi imperceptible, pero antes de que reaccionaran el chico saltaba ya hacia ellos; fue tan rápido que incluso Kamor se hubiera impresionado de no haber estado también absolutamente concentrado en el combate. Kyro había sido forjado para la guerra: era letal, efectivo, imparable.

En un abrir y cerrar de ojos el joven lanzó un ataque contra su adversario más cercano, hundiéndole la hoja de su espada en el vientre casi al tiempo de lanzarle hacia atrás de una patada. El cuerpo del hombre cayó sobre los que tenía detrás que entraban también en la habitación, bloqueando momentáneamente la puerta. Otros dos habían pasado ya y se dirigían hacia Kamor: este esquivó con sorprendente agilidad a uno desequilibrándolo, cortó de lado a lado el pecho del otro antes de que pudiera evitarlo, y con el brazo libre lanzó un tremendo codazo al rostro del primer soldado que le levantó del suelo y le lanzó contra la pared con la cara destrozada.

Kyro bloqueaba el paso de los demás en la puerta; parecían bastantes pero tenían que entrar para atacar de uno en uno, y el guerrero no les daba oportunidad. Era muchísimo más rápido que cualquiera de ellos y cortaba, clavaba, golpeaba, mataba todo lo que se le enfrentaba.

—¡Yo seguiré aquí, ve por fuera y cógelos por detrás! —dijo Kamor.

Kyro se hizo a un lado y el gigante ocupó su sitio. El joven salió sin pensárselo por la ventana y, agarrándose ágilmente a los salientes de la pared, llegó hasta otra que daba al extremo opuesto del pasillo. Los soldados que se apiñaban en aquel estrecho espacio no esperaban ser sorprendidos por su retaguardia y Kyro se fue abriendo paso esquivando sus ataques y acabando con todos hasta llegar a la puerta, dejando tras de sí solo cadáveres.

—Vendrán más —dijo Kamor—. Haz lo que te he dicho, no pierdas tiempo.

—Kamor...

El guerrero le miró.

—Mi padre...

—Yo me encargo de eso. ¡Vete!

El chico le miró y desapareció en la sombra.

—Así que el momento ha llegado —dijo Tepulus. Estaba sentado en su cama con Kyro a su lado; se le veía pensativo, pero no tan sorprendido como el chico había esperado.

—Kamor dijo que tú conoces el lugar adonde debemos ir.

—Así es. Y no hay tiempo que perder; por ahora nadie vendrá a buscarte aquí, pero tarde o temprano lo harán. Espera un momento.

Se levantó y salió de la habitación; poco después volvió con una bolsita de cuero, que dio a Kyro.

—Cuida bien de esto, Kyro; lo que tienes en tus manos vale más que todas las vidas de este mundo. Y, por lo que me has contado, pronto pagaremos ese precio.

—¿Qué es, maestro?

—Abre la bolsa.

El joven lo hizo, y sacó un pequeño objeto negro, plano y cuadrado, del tamaño de una uña. No supo de qué clase de material exactamente estaba hecho.

—Esta es la piedra mágica que busca Varomm.

Las palabras de su maestro dejaron a Kyro estupefacto. Le miró sin comprender.

—Ahora lo más importante es llegar al portal cuanto antes y esperar a los demás; hablaremos a su debido tiempo —Tepulus se dispuso a prepararse.

—Maestro, ¿qué está pasando?

El sabio se detuvo y miró a su discípulo. Respiró hondo.

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