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Authors: Alessandro Baricco

Emaús (10 page)

Así que volví a mirar a Andre —echada de espaldas tiraba de Luca y lo empujaba entre sus piernas abiertas. Hemos sido adiestrados tanto tiempo para mantener relaciones sexuales sin follar, que para nosotros son otras las cosas verdaderamente excitantes, en modo alguno eso de estar uno dentro de la otra —y el movimiento animal. Pero mirar a los ojos a alguien que está haciendo el amor, eso nunca me lo había imaginado me pareció la máxima de las cercanías posibles, casi una posesión definitiva. Entonces tuve la sensación de que de verdad me estaba llevando conmigo el secreto. Observé los ojos de Andre, que me miraban, balanceándose con los envites de Luca. Sabía qué era lo que faltaba, de manera que me incliné para besarla en la boca, nunca lo había hecho, siempre había querido hacerlo —ella giró la cara, ofreciéndome la mejilla, posó una mano sobre mis hombros, para alejarme sólo un poco. Seguí besándola, buscando su boca, ella sonreía mientras seguía escapándoseme. Debió de darse cuenta de que yo no iba a rendirme, entonces se escabulló de Luca, como si fuera un juego, se echó sobre mí, cogió mi miembro entre sus labios, su boca lejos de la mía, como ella quería. Mi mirada se cruzó con la de Luca, fue la única vez, tenía el pelo pegado sobre la frente y, a qué negarlo, estaba hermosísimo. Me dejé caer de espaldas. Pensé que ahora miraría a Andre mientras me chupaba el miembro, la vería así, de una vez por todas. Pero en cambio puse una mano en su pelo y cerré los dedos, doblando el brazo y tirando su cabeza hacia mí. Sabía, en algún lugar, que si no lograba besarla todo habría sido inútil. Me dejó que tirara de ella, sonreía, llegó a estar a nada de mis labios, pero se reía. Se subió encima de mí para mantener mis hombros pegados a la cama, se reía a nada de mis labios, un juego. Le cogí la cabeza por detrás y la empujé hacia mí, primero se puso rígida, luego ya no se reía; yo hice luego con las caderas un movimiento que no conocía, ella me dejó entrar en su interior, y yo me rendí, porque era la primera vez que follaba en mi vida. Ni siquiera con nuestras putas, nunca.

Nos dormimos cuando la luz de la mañana llegaba a las persianas, el sofá desierto, con el Santo desaparecido quién sabe dónde. Dormimos durante horas. Cuando nos despertamos, Andre ya no estaba allí. Nos miramos un instante, Luca y yo. Él dijo Mierda. Lo dijo muchas veces, golpeando la cabeza sobre la almohada.

No mucho tiempo después corrió la noticia de que Andre esperaba un hijo —lo decían las chicas, como algo que tenía que ocurrir, y que había ocurrido.

Luca se sintió aterrorizado por aquello. Era imposible hacerlo razonar, yo proclamaba que no sabíamos nada de ese asunto, que seguramente no había nada de verdad en toda esa historia. Y además quién podía ir asegurando que ese niño era precisamente nuestro. Lo decía así,
nuestro
.

Intentábamos acordarnos de cómo había ido. Que las cosas funcionaban de una manera determinada eso lo sabíamos, pero poco más. Nos pareció importante recordar dónde demonios habíamos esparcido nuestra semilla, expresión muy bíblica que los curas utilizan en vez de
correrse
. El problema era que no lo recordábamos con exactitud —puede parecer extraño, pero así era. Como ya he tenido ocasión de explicar, nosotros nos corremos muy de vez en cuando, y por error: practicamos el sexo de otra forma así que, incluso con Andre, no nos parecía que ése fuera el meollo del asunto. De todas formas llegamos a la conclusión de que, en efecto,
también
había sido dentro de ella donde nos habíamos corrido —y eso también fue lo único que le hizo reír a Luca, aunque sólo un instante.

Podía ser nuestro, comprendimos.

La idea era letal, no había nada que añadir. Apenas nacidos para el arte de ser hijos, nos convertíamos en padres, víctimas de una ilógica precipitación de los acontecimientos. Y eso aparte del complejo de culpa, colosal, y de una culpa vergonzosa, sexual —cómo íbamos a saber explicárselo a las madres, a los padres, y en el colegio. Era natural pensar en las circunstancias particulares, cuando fuéramos a explicarlo y a describirlo: los detalles, el vacío de razones, los silencios. Los llantos. O acabarían descubriéndolo ellos antes —cada vez que regresábamos a casa, al empujar la puerta sondeábamos ese silencio, para ser capaces de comprender si se trataba de la sumisa melancolía de siempre o del vacío del desastre. Aquello no era vivir. Y sin necesidad de ponerse a pensar en el después: un niño de verdad, su vida, en qué casa, con qué padres y madres, el dinero. Hasta allí no llegábamos; nunca vi a ese niño, ni siquiera una sola vez, en la imaginación; nunca, en esos días, llegué hasta él.

Más secretamente, yo pensaba todavía más hacia atrás, donde nos veía exiliados en un paisaje que no era el nuestro, succionados por esa vocación para la tragedia que era propia de los ricos —era una fisura, y podía oír su ruido. Nos habíamos proyectado demasiado hacia allá, siguiendo a Andre, y por primera vez tuve la ocasión de pensar que nunca más volveríamos a ser capaces de encontrar el camino de regreso. Además de los otros miedos, éste era mi auténtico terror, pero a Luca no se lo dije nunca —el resto, nuestra aventura, era ya bastante como para dejarlo helado.

La vivíamos a solas, también hay que decirlo, manteniendo en secreto todas las cosas en nuestro interior. A Bobby no queríamos hablarle de ello, el Santo había desaparecido en la nada. Habíamos dejado de ir a donde las larvas, en la misa sólo éramos dos para tocar y cantar, una pena. Intenté hablar con el Santo, pero él me rehuía, gélido; conseguí pararlo una vez a la salida del colegio, pero no hubo manera de aclarar nada. Se veía que necesitaba tiempo. No había nadie más, en nuestro entorno. Ningún cura para cosas de este tipo. Así que estábamos tan solos —con esa soledad donde germinan los desastres.

Éramos, además, tan pequeños.

Hablar con Andre era algo que ni siquiera se nos pasaba por la cabeza. Tampoco ella vendría nunca a vernos, lo sabíamos. Así que íbamos preguntando por ahí, sin poner énfasis en las palabras, las manos en los bolsillos. Se sabía que estaba esperando ese niño, se lo había dicho ella a alguien, negando siempre el nombre del padre. Parecía un hecho. Sin embargo, yo no me lo creí verdaderamente hasta el día en que me ocurrió que, por la calle, me encontré con el padre de Andre —iba al volante de un descapotable rojo. Nos habíamos conocido en el espectáculo, pero sólo nos habían presentado, nada más; extrañamente, se acordaba de mí. Se aproximó a la acera y se detuvo donde yo estaba. Eran días en que si cualquiera se dirigía a nosotros, Luca y yo nos temíamos el desastre. ¿Has visto a Andre?, me preguntó. Pensé que quería decir si había visto lo maravillosa que había estado, allí en el escenario —o incluso en general, lo maravillosa que era, en la vida. Entonces le contesté Sí. ¿Dónde?, me preguntó. Se me ocurrió contestarle Por todas partes. Sonó un poco exagerado, a decir verdad. De manera que añadí De lejos. El padre de Andre asintió con la cabeza, como para decir que estaba de acuerdo, y que se había enterado. Echó un vistazo a su alrededor. Tal vez estaba pensando en lo estrafalario que debía de ser yo. Cuídate, dijo. Y se marchó de nuevo.

Cuatro travesías más adelante, donde un semáforo destellaba inútilmente al sol, el descapotable rojo fue arrollado por una camioneta enloquecida. El impacto fue terrible y el padre de Andre perdió la vida.

Supe entonces que aquel niño existía, porque reconocí algo así como la cuadratura de un círculo —el encuentro de dos geometrías. El sortilegio que gobernaba a aquella familia, ensamblando cada nacimiento con una muerte, se había entrecruzado con el protocolo de nuestros sentimientos, que unía cada culpa con un castigo. De todo ello resultaba con plena evidencia una cárcel de acero —oí nítidamente el sonido mecánico de la cerradura.

No hablé del tema con Luca —había empezado a saltarse días de clase, no contestaba al teléfono. Tenía que ir a buscarlo para hacer que saliera de casa, a veces, y eso no siempre era suficiente. Todo resultaba difícil, en aquellas horas, la pena de proseguir con las cosas. Una mañana se me metió en la cabeza que tenía que llevarlo al colegio, así que pasé por su casa, a las siete y media. En la entrada me topé con su padre, ya tenía puesto el sombrero, con el maletín en la mano, estaba a punto de irse a la oficina. Se puso serio y fue parco en palabras, se veía que le hacía sufrir horrores aquella visita mía a destiempo, pero la aceptaba, como la llegada de un médico. Luca estaba en su habitación —se había vestido, pero estaba echado en la cama, reponiéndose. Cerré la puerta, tal vez tenía pensado levantar la voz. Le metí los libros en la cartera —un petate militar, como el que tenemos todos, los compramos en unas tiendas de ropa usada. No seas capullo y levántate de ahí, le dije.

Luego, caminando hacia la escuela, él intentó explicarse, y a mí me pareció incluso que había encontrado la forma de hacerlo razonar, y de desarmar su miedo. Sin embargo, en un momento dado, fue capaz de decir lo que de verdad lo estaba devorando, con la exactitud de las palabras sencillas, recuperadas en el fondo de su vergüenza:
no puedo hacerle esto a mi padre
. Estaba convencido de que aquel hombre recibiría una herida de muerte, y no estaba preparado para ese horror. La verdad es que aquello no era algo a lo que yo supiera responder. Nos desarma, de hecho, la inclinación a pensar que nuestra vida, en primer lugar, es un fragmento conclusivo de la vida de nuestros padres, el único que ha sido entregado a nuestro cuidado. Como si nos hubieran encargado, en un momento de cansancio, que sujetáramos un rato ese epílogo para ellos valioso —de nosotros se esperaba que lo devolviésemos, tarde o temprano, intacto. Ya lo recolocarían luego ellos en su lugar, completando con él la redondez de una vida consumada, la suya. Pero a nuestros padres cansados, que se habían fiado de nosotros, les devolvemos el corte de añicos afilados, objetos que se han caído de las manos. En el sordo acecho de semejante fracaso no encontramos nunca el tiempo para reflexionar, ni la luz para rebelarnos. Tan sólo la inmovilidad sorda de la culpa. Así volverá a ser nuestra, nuestra vida: cuando ya sea demasiado tarde.

Dado que, al final, Luca no quiso entrar, lo dejé solo resolviendo el vacío de aquellas horas matutinas. Yo prefería seguir con orden el dictado de las cosas. La escuela, los deberes, los encargos. Era algo que me ayudaba. Mucho más, no tenía. Por regla general, en situaciones de este tipo, recurro a la confesión y, supeditada, la penitencia. Y sin embargo no me salía de manera natural hacer ni una cosa ni otra, con la convicción de que el privilegio de los sacramentos ya no iba conmigo, tal vez ni siquiera el consuelo de una pía expiación. De manera que no tenía medicinas, apenas resistía, aparte del respeto a las costumbres, el instinto de rezar. Me causaba verdadero alivio hacerlo de rodillas, durante larguísimo tiempo, en iglesias casuales, a la hora en que tan sólo hay el caminar lánguido de las viejecitas, el batir de las puertas, de vez en cuando. Estaba con Dios, sin pedir nada.

Muerto el padre de Andre, llegó el día del funeral —Luca y yo decidimos presentarnos.

También estaba Bobby, el Santo no. Entre el gentío de la iglesia repleta. Pero nosotros en un lado, Bobby en otro, también vestidos, a esas alturas, de forma distinta: él había empezado a cuidar su aspecto, no es algo que nosotros hagamos. A mucha gente ya la habíamos visto, pero rara vez tan seria, reservada. Gafas oscuras y breves gestos. De pie, durante la misa, sin saberse los textos. Conocemos ese tipo de representación, no tiene un auténtico nexo con ningún sentimiento religioso, tiene que ver con la elegancia, con la necesidad de un rito. Pero no existe resurrección en los corazones. Nada. En el momento de dar la paz, le di la mano a Luca, y una mirada. Tan sólo nosotros sabíamos cuánto la necesitábamos —paz.

Desde lejos estuvimos observándola, a Andre, como es obvio, pero bajo la chaqueta no podía leerse nada, la decidida delgadez y nada más. No sabíamos lo suficiente para comprender si podíamos deducir alguna cosa.

Fuera de la iglesia, un abrazo a Bobby, y luego no nos cabía duda de que iríamos a saludar a Andre, como resultaba educado hacer. Sin admitirlo, esperábamos algo: la claridad de una señal que ella habría sabido hacernos. Había gente haciendo cola, en el atrio, esperamos a que Andre se alejara un poco de su madre y de su hermano, mirábamos cómo sonreía, era la única que no llevaba gafas oscuras, bellísima. Nos acercábamos lentamente, esperando nuestro turno, sin apartar los ojos de ella ahora que estaba allí, de golpe me acordaba de cuánto había echado de menos su cuerpo a cada instante después de aquella noche. Busqué en los ojos de Luca el mismo pensamiento, pero parecía preocupado y nada más. Andre saludó a una pareja de señores mayores, luego nos tocó a nosotros. Primero Luca —luego yo le tendí la mano, ella me la estrechó. Gracias por haber venido, sonriendo, un beso en la mejilla, sólo eso. Tal vez un instante más, demorándose, no sé. Ya estaba dándole las gracias a otra persona.

Andre.

No es nuestro, le dije a Luca, la iglesia a nuestras espaldas, hacia casa, a pie. No es posible que sea nuestro.

Nos lo habría dado a entender, pensaba. También pensaba que con ese beso en la mejilla quedaba todo eclipsado, como el agua que se cierra de nuevo, olvidando el guijarro posado en el fondo. Así me sentía electrizado, y me habían devuelto mi vida. Se lo dije a Luca de todas las maneras posibles, él me escuchaba. Pero caminaba con la cabeza agachada. Me asaltó una duda y le pregunté si Andre le había dicho algo. Él no respondió, únicamente ladeó un poco la cabeza. Yo no entendía qué le había pasado, lo cogí del brazo, con brusquedad, ¿Qué demonios te pasa? Se le llenaron los ojos de lágrimas, como aquella otra vez, viniendo de mi casa. Se detuvo de golpe, temblaba. Volvamos para allá, dijo.

¿Donde estaba Andre?

Sí.

¿Para qué?

Estaba llorando de verdad, ahora. Se quedó unos instantes buscando la calma de nuevo para hablar.

Yo ya no puedo más, déjame volver para allá, tenemos que preguntárselo y ya está, no podemos seguir así, es estúpido, yo ya no puedo más.

Podría, incluso, hasta tener razón —pero no allí, con toda aquella gente, en un funeral. Me daba vergüenza. Se lo dije.

Ya ves tú lo que me importa a mí su funeral, dijo.

Parecía convencido.

Le dije que yo no, yo no iría. Si de verdad quieres ir, ve tú solo.

Dijo que sí con la cabeza.

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