Emaús

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Authors: Alessandro Baricco

 

El Santo, Luca, Bobby y el narrador son cuatro adolescentes que viven en un espacio y un tiempo indeterminados, pero que remiten vagamente a una ciudad del norte de Italia y a los años setenta. Pertenecen a la clase media y, sobre todo, son profundamente católicos. La aparición de Andre, una chica que procede de un mundo muy distinto (de clase alta y costumbres liberales), va a actuar como catalizador de una crisis que supondrá el derrumbe de todas sus certezas. Hasta entonces, han sido jóvenes llenos de grandes palabras (amor, deseo, dolor, muerte…) cuyo auténtico significado, en el fondo, desconocen. Ingenuamente, creen ser incapaces de vivir la tragedia, familiarizados como están con el drama doméstico menor.

Al igual que en la historia de Emaús relatada en el Evangelio de Lucas, en la que se cuenta cómo Cristo, ya resucitado, se apareció a dos de sus discípulos y éstos no supieron reconocerlo hasta que fue demasiado tarde, los cuatro jóvenes protagonistas se enfrentan a la realidad sin saber ver ni reconocer todos sus matices y contradicciones, aferrados a una fe monolítica y, hasta cierto punto, heroica.

Como en
Seda
o
Sin sangre
, Baricco vuelve a demostrar su maestría con una novela corta que es, al mismo tiempo, apólogo moral y novela de formación, escrita con ese inconfundible estilo que sugiere y muestra, con palabras y silencios, luces y sombras (como en el célebre cuadro de Caravaggio que representa el mencionado episodio evangélico), la tensión imposible entre la vida y las convicciones juveniles.

Alessandro Baricco

Emaús

ePUB v1.1

Carlos.
30.04.11

Título de la edición original:
Emmaus

Giangiacomo Feltrinelli Editore

Milán, 2009

Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A

Ilustración: foto © Team / Alinari

Primera edición: marzo 2011

© De la traducción, Xavier González Rovira, 2011

© Alessandro Baricco, 2009

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2011 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 9788433975560 Depósito Legal: B. 6532011

Printed in Spain

Reinbook Imprés, si, Murcia, 36 08830 Sant Boi de Llobregat

A Dario Voltolini

y Davide Longo, didactas

Prólogo

El descapotable rojo echó marcha atrás y se detuvo delante del chico. El hombre que conducía maniobraba con mucha calma, y parecía no tener prisa, ni preocupaciones. Llevaba una gorra elegante, el coche no tenía puesta la capota. Se detuvo y, con una sonrisa bien dispuesta, le dijo al chico ¿Has visto a Andre?

Andre era una chica.

El chico lo entendió mal, entendió que el hombre quería saber si la había visto, así, en general, en la vida —si había visto lo maravillosa que era. ¿Has
visto
a Andre? Como si se tratara de algo entre hombres.

De manera que el chico respondió Sí.

¿Y dónde?, preguntó el hombre.

Comoquiera que el hombre siguiera luciendo una especie de sonrisa, el chico siguió entendiendo las preguntas de una forma errónea. De manera que contestó Por todas partes. Luego se le pasó por la cabeza que tenía que ser más preciso, y añadió De lejos.

Entonces el hombre asintió con la cabeza, como para decir que estaba de acuerdo, y que lo había entendido. Seguía sonriendo. Cuídate, chaval, dijo. Y se marchó de nuevo, pero sin cambiar de marcha como si nunca, en toda su vida, hubiera necesitado cambiar de marcha.

Cuatro travesías más adelante, donde un semáforo destellaba inútilmente al sol, el descapotable rojo fue arrollado por una camioneta enloquecida.

Hay que consignar que el hombre era el padre de Andre.

El chico era yo.

Fue hace muchos años.

Igual que el amor inmenso

fue inmenso el padecer.

Giovanni Battisti Ferrandini,

El llanto de María
(c. 1732)

Tenemos todos dieciséis, diecisiete años —pero sin saberlo de verdad, es la única edad que podemos imaginarnos: a menudo sabemos el pasado. Somos muy normales, no se concibe otro plan que el de ser normales, es una inclinación que hemos heredado con la sangre. Durante generaciones nuestras familias han trabajado limando la vida hasta eliminar cualquier clase de evidencia —cualquier forma de aspereza que pudiera hacernos visibles para el ojo lejano. Con el tiempo, acabaron adquiriendo cierta competencia en el ramo, maestros de la invisibilidad: la mano, segura; el ojo, sabio —artesanos. Es un mundo en el que, al salir de las habitaciones, uno apaga la luz —los sillones en el salón están forrados con papel celofán. Los ascensores tienen a veces un mecanismo por el que sólo introduciendo una monedita puede uno acceder al privilegio de una subida asistida. El uso para el descenso es gratuito, si bien, por regla general, no se considera esencial. En el frigorífico se conservan las claras de los huevos en un vaso, y al restaurante uno va ocasionalmente, y siempre en domingo. En los balcones, cortinas verdes protegen del polvo de las calles, plantitas coriáceas y mudas, que no prometen nada. La luz, a menudo, es considerada una molestia. Por muy absurdo que pueda parecer, vivimos, si es que eso es vivir, agradecidos a la niebla.

De todas formas, somos felices, o por lo menos creemos que lo somos.

Con el equipamiento de serie de la normalidad viene incluido, irrenunciable, el hecho de que somos católicos —creyentes y católicos. En realidad, ésa es la anomalía, la locura con la que refutamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parece todo muy normal, reglamentario. Uno cree y no parece que exista otra posibilidad. No menos baladí: uno cree con avidez, y con hambre; no con una fe tranquila, sino con una pasión incontrolada, lo mismo que una necesidad física, una urgencia. Es la semilla de alguna forma de locura —la condensación evidente de una tempestad en el horizonte. Pero ni padres ni madres leen la borrasca que se avecina, por el contrario, tan sólo leen el falso mensaje de una callada aquiescencia a los designios de la familia: de manera que nos dejan que nos vayamos mar adentro. Jóvenes que pasan su tiempo libre cambiando las sábanas a enfermos olvidados en su propia mierda —esto no se les aparece a ninguno de ellos como lo que en verdad es —una forma de locura. O el gusto por la pobreza, el orgullo por las ropas miserables. Los rezos, el rezar. El sentimiento de culpa, eso siempre. Somos unos inadaptados, pero nadie quiere darse cuenta de ello. Creemos en el Dios de los Evangelios.

De manera que el mundo tiene, para nosotros, confines físicos muy inmediatos, y confines mentales fijos igual que una liturgia. Y ése es nuestro infinito.

Más lejos, más allá de nuestras costumbres, en un hiperespacio del que no sabemos casi nada, están esos otros, figuras en el horizonte. Lo que salta a la vista es que no creen —aparentemente no creen en nada. Pero también cierta desidia ante el dinero, reflejos brillantes de sus objetos y de sus gestos, la luz. Lo más probable es que, simplemente, sean ricos —y nuestra mirada es la mirada desde abajo de toda burguesía sorprendida en el esfuerzo de su ascensión —miradas desde la penumbra. No sé. Pero percibimos claramente que en ellos, padres e hijos, la química de la vida no produce fórmulas exactas sino espectaculares arabescos, como si hubiera olvidado su función reguladora —ciencia ebria. La consecuencia que se deriva de ello son existencias que no comprendemos —escrituras cuya clave se ha perdido. No son morales, no son prudentes, no sienten vergüenza, y son así desde hace un montón de tiempo. Evidentemente, pueden contar con graneros repletos hasta lo inverosímil, porque malgastan sin cálculo la cosecha de las estaciones, ya sea dinero, pero también mero saber, o experiencia. Mezclan indistintamente bien y mal. Queman la memoria, y en las cenizas leen su futuro.

Van solemnes, e impunes.

Desde lejos, nosotros los dejamos pasar ante nuestros ojos y luego, a lo mejor, también por nuestros pensamientos. Incluso puede ocurrir que en su líquida y cotidiana ordenación la vida nos lleve a rozarnos con ellos, por casualidad, suspendiendo por breves instantes las distinciones que surgen naturales. Los que se mezclan son los padres, por regla general —alguno de nosotros de tanto en tanto, una amistad pasajera, una chica. De manera que podemos mirarlos de cerca. Cuando, más tarde, reculamos hasta nuestras posiciones —no verdaderamente echados hacia atrás, sino más bien liberados de la tarea—, permanecen en la memoria algunas páginas abiertas, escritas en su lengua. El sonido pleno, rotundo, que tañen las cuerdas de sus padres en el juego del tenis, cuando las raquetas golpean la pelota. Las casas, sobre todo las del mar o la montaña, de las que a menudo parecen olvidarse ellos —sin problemas les dejan las llaves a sus hijos, en las mesitas todavía hay vasos polvorientos de alcohol, y en los rincones esculturas antiguas, como en un museo, pero por los armarios asoman zapatos de charol. Las sábanas, negras. Las fotografías, bronceadas. Cuando uno estudia con ellos —en casa de ellos— el teléfono suena sin parar y allí vemos a las madres, que a menudo piden disculpas por algo, pero siempre riendo, y con un tono de voz que no conocemos. Luego se acercan y nos pasan una mano por el pelo, diciendo algo igual que chiquillas, y presionando su pecho contra nuestro brazo. Luego está el servicio, y horarios imprudentes, como improvisados —no parecen creer en el poder salvífico de las costumbres. No parecen creer en nada.

Es un mundo, y Andre viene de allí. Distante, aparece de vez en cuando, siempre en historias que no nos conciernen. A pesar de que tenga nuestra edad, por regla general suele estar con los mayores, y esto la hace todavía más extraña, y eventual. Nosotros la vemos —resulta difícil decir si ella nos ve alguna vez. Probablemente ni siquiera conoce nuestros nombres. El suyo es Andrea, que en nuestras familias en un nombre de varón, pero no en la suya, donde incluso a la hora de poner nombre tienen, instintivamente, cierta inclinación al privilegio. Y además no se han quedado ahí, porque es que luego la llaman Andre, con acento en la A, y es un nombre que existe sólo para ella. De manera que siempre ha sido, para todos, Andre. Es, naturalmente, muy bella, casi toda esa gente lo es, pero es necesario decir que ella lo es de una forma particular, y sin quererlo. Tiene algo de masculino. Cierta dureza. Eso nos facilita las cosas —nosotros somos católicos: la belleza es una virtud moral y no tiene nada que ver con el cuerpo, de manera que la curva de un trasero no significa nada, ni el ángulo perfecto de un tobillo tiene por qué representar nada de nada: el cuerpo femenino es objeto de un sistemático aplazamiento. En definitiva: todo lo que sabemos de nuestra inevitable heterosexualidad lo hemos aprendido de los ojos oscuros de un amigo del alma, o de los labios de un compañero del que hemos sentido celos. La piel, de vez en cuando, con gestos que esbozamos sin comprender, bajo las camisetas de fútbol. Al final, es lógico que las muchachas un poco masculinas nos resulten más gratas. Andre, para esto, es perfecta. Lleva el pelo largo, pero con el furor de un indio americano —nunca se la ha visto arreglándoselo o peinándoselo, lo lleva y basta. Toda su maravilla está en el rostro —el color de los ojos, el ángulo de los pómulos, la boca. No parece necesario mirar nada más —su cuerpo es únicamente una forma de estar, de apoyar el peso, de marcharse —es una consecuencia. Ninguno de nosotros se ha preguntado nunca cómo será debajo del jersey, no es urgente saberlo, y el asunto nos resulta agradable. Nos basta, a todos, con su forma de moverse, a cada instante —una elegancia heredada de gestos y de medias voces, prolongación de su belleza. A nuestra edad nadie controla realmente el cuerpo, caminamos con la indecisión del potrillo, tenemos voces que no son nuestras: pero ella parece antigua, hasta tal punto conoce, de todas las formas de estar, los matices, por instinto. Está claro que las demás chicas tantean las mismas posturas, y entonaciones, pero rara vez lo consiguen, porque es una construcción lo que en ella es un don, una gracia. En el vestirse, lo mismo que en el estar, a cada instante.

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