Authors: Alessandro Baricco
El día en que Andre salió del vientre de su madre era un día de abril —el padre estaba de viaje, los gemelos en casa, con la abuela. Desde la clínica telefonearon a casa para decir que la señora había entrado en la sala de partos, la abuela dijo Vale. Se aseguró de que los gemelos habían comido, luego se sentó a la mesa y tomó su almuerzo. Después del café le dio un par de horas libres a la niñera española y se llevó a los gemelos al jardín: hacía sol, era un hermoso día de primavera. Se echó en una tumbona y se adormiló, porque a veces solía hacerlo después del almuerzo, y no consideró oportuno comportarse de manera distinta. O, sencillamente, se adormiló. Los gemelos jugaban en el césped. Había una pila con una fuente, en el jardín, una pila de piedra con peces rojos y amarillos. En el centro, un surtidor. Los gemelos se acercaron, para jugar. Tiraban a la pila cosas que habían encontrado por el jardín. Lucia, la niña, en un momento dado pensó que sería bonito tocar el agua con las manos, luego con los pies, y jugar dentro. Tenía tres años, por lo que la cosa no resultaba fácil, de todas maneras ella lo logró, apoyándose de puntillas en la piedra y sacando la cabeza por encima del borde. Su hermano a ratos la miraba, a ratos iba a recoger cosas por el césped. La niña al final se metió en el agua, haciendo un ruido leve, como de pequeño animal anfibio —de criatura redonda. La pila era poco profunda, apenas treinta centímetros, pero la niña se asustó con el agua, tal vez se golpeó contra la piedra del fondo, y esto debió de aturdir el instinto que sin duda la habría salvado de una forma simple y natural. De manera que respiró el agua oscura y, cuando buscó el aire necesario para llorar, ya no lo encontró. Se dio la vuelta un poco, afanosamente, poniéndose de puntillas y golpeando el agua con las manos, que eran, no obstante, manos pequeñas, y el ruido fue como de plata ligera. Luego se quedó inmóvil, entre los peces rojos y amarillos, que no entendían qué pasaba. El hermano se acercó para mirar. En ese momento Andre salió del vientre de su madre, y lo hizo con dolor, como está escrito en el libro en el que creemos.
Nosotros lo sabemos porque es una historia que se sabe —en el mundo de Andre no hay pudor ni vergüenza. Es así como transmiten su superioridad y resaltan su privilegio trágico. El asunto los predispone a elevarse inevitablemente hacia la leyenda —y, de hecho, de esta historia existen numerosas variantes. Algunas cuentan que fue la niñera española la que se adormiló, pero también se dice que la niña ya estaba muerta cuando la metieron en el agua. El papel de la abuela resulta siempre más bien ambiguo, pero hay que tener en cuenta la inclinación a hacer recaer cualquier clase de narración sobre la certidumbre de un personaje malvado —lo que ella, en algunos aspectos, seguramente era. También la historia del padre de viaje a muchos les parece sospechosa, apócrifa. De todas formas, hay un detalle sobre el que todo el mundo está de acuerdo y es el hecho de que los pulmones de Andre dieron su primera bocanada en el mismo instante en que los de su hermanita dejaron escapar la última, como por una dinámica natural de vasos comunicantes —como por una ley de conservación de la energía, aplicada a escala familiar. Eran dos niñas y habían intercambiado su vida.
La madre de Andre lo supo en cuanto salió de la sala de partos. Luego le llevaron a Andre, que dormía. La estrechó contra su pecho, y tuvo la certeza de que la operación mental a la que estaba llamada era superior a sus fuerzas —a las de cualquiera. Así que quedó herida para siempre.
Cuando, años después, la abuela murió, hubo un funeral bastante espectacular, con cierta participación de todas las partes del mundo. La madre de Andre asistió con un traje rojo, que muchos recuerdan como corto y peripuesto.
A menudo el padre de Andre, todavía hoy, por maldad o por despiste, llama a Andre con el nombre de la hermanita muerta —la llama Lucy, que era como él llamaba a esa niña suya, cuando la cogía en brazos.
Andre se tiró del puente catorce años después de la muerte de su hermanita. No lo hizo el día de su cumpleaños, lo hizo un día cualquiera. Pero respiró el agua oscura, y era, en cierto sentido, la segunda vez que lo hacía.
Somos cuatro, porque tocamos juntos, y la nuestra es una banda: el Santo, Bobby, Luca y yo. Tocamos en la iglesia. Somos unas estrellas, dentro de nuestro ambiente. Hay un cura famoso por su forma de predicar, y nosotros tocamos en su misa. La iglesia siempre está a rebosar —vienen desde otros barrios para oírnos. Hacemos misas que duran hasta una hora, pero a todo el mundo le parece bien así.
Naturalmente, nos hemos preguntado si somos buenos de verdad, pero no hay forma de saberlo, porque tocamos esa música en concreto, un género muy particular. En algún sitio, en las oficinas de reputadas editoriales católicas, alguien compone esas canciones, y nosotros las cantamos. Ninguna de esas canciones tendría, fuera de ese marco, la menor posibilidad de ser una buena canción —si quien la interpretara fuera un cantautor cualquiera, la gente se preguntaría qué le ha pasado. No es rock, no es música beat, no es folk, no es nada. Es como los altares hechos con piedras de molino, los paramentos de tela de saco, los cálices de terracota, las iglesias de ladrillos rojos: la misma Iglesia que antaño encargara los frescos a Rubens y las cúpulas a Borromini ahora muestra su aflicción con una estética evangélica vagamente sueca —en los límites con la protestante. Cosas cuya relación con la belleza auténtica no es mayor que la que pueda tener un banco fabricado en roble o un arado bien hecho. No guarda relación con esa belleza que, mientras tanto, fuera de allí, están creando los hombres. Y esto también vale para nuestra música —es bonita sólo allí, allí dentro es
justa.
No quedaría nada de ella si fuera pasto del mundo exterior.
De todas formas, es posible que nosotros seamos efectivamente buenos —es algo que no puede descartarse. Es sobre todo Bobby quien insiste en ello, dice que tendríamos que intentar tocar canciones nuestras y hacerlo fuera de una iglesia. El teatro de la parroquia nos iría perfectamente, dice. En realidad, sabe que no iría perfectamente —nosotros tendríamos que tocar en lugares llenos de humo donde la gente rompe cosas y las chicas bailan dejando que se les salgan las tetas fuera. Es ahí donde nos harían pedazos. O donde se volverían locos —eso no puede saberse.
Para desbloquear un poco la situación, a Bobby se le ocurrió pensar en Andre.
Andre baila —lo hacen todas, en ese mundo suyo —las chicas bailan. Danza moderna, no de esas cosas de puntillas. Hacen espectáculos, ensayos, de vez en cuando, y puesto que nuestras novias también bailan de vez en cuando, nosotros asistimos. Por eso hemos visto bailar a Andre. En cierto sentido, lo de allí es como en la iglesia, es decir, una comunidad aislada del mundo, de padres y de abuelos, es obvio que se aplaude mucho. No existe, tampoco allí, ninguna relación con la auténtica belleza. Sólo, de vez en cuando, se ve a alguna chica que está ahí arriba como si produjera una fuerza, como si separara el cuerpo de la tierra. Nos damos cuenta hasta nosotros, que no entendemos nada de nada. A veces se trata de una chica que es hasta fea, con un cuerpo feo —no parece que sea importante la belleza corporal. Lo que cuenta es cómo están ahí.
A Bobby se le ocurrió pensar en Andre porque baila de esa manera.
Baila, no canta.
Quién sabe, a lo mejor canta y nosotros no lo sabemos.
A lo mejor canta fatal.
A quien carajo le importa, ¿has visto cómo está ahí arriba?
Damos vueltas a su alrededor, pero la verdad es que ella está más allá de los confines, lo está como nadie más de nuestra edad, y nosotros sabemos que si existe una música que es nuestra entonces tenemos que ir a buscarla más allá de los confines —y cómo nos gustaría que fuera ella la que nos llevara hasta allí. Nunca lo admitiremos, eso está claro.
De manera que Bobby la llamó por teléfono —al tercer intento la localizó. Se presentó dando su nombre y apellido, y eso no le dijo nada. Entonces añadió alguna información que parecía útil, del tipo dónde estaba la tienda de su padre, y que era pelirrojo. Ella comprendió de quién se trataba. Te queríamos preguntar si quieres cantar con nosotros, tenemos una banda. Andre dijo algo, nos dábamos cuenta porque Bobby estaba en silencio. No, para ser sinceros sólo tocamos en la iglesia, por ahora. Silencio. Durante la misa, sí. Silencio. No, tú no tendrías que cantar en la misa, la idea es la de formar una banda de las de verdad, y de ir a tocar a locales. Silencio. No las canciones de misa, sino canciones hechas por nosotros. Silencio.
Nosotros tres estábamos alrededor de Bobby, y él no dejaba de hacer un gesto indicando que lo dejáramos en paz, que lo dejáramos hacer a él. En cierto momento se echó a reír, aunque algo forzado. Todavía siguió hablando un poco más, luego se despidieron —Bobby colgó.
Ha dicho que no —dijo. No dio más explicaciones.
Estábamos decepcionados, claro, pero también sentíamos cierta euforia, como la de quien ha obtenido algo. No se nos pasaba por alto que habíamos hablado con ella. Ahora ella sabía que nosotros existíamos.
Así que estábamos de buen humor cuando llegamos a casa de Luca. Había sido idea mía. A su casa no vamos nunca, no parece que a sus padres les guste recibir visitas, su padre odia el desorden —pero para Luca y para su madre que fuéramos tal vez podía significar algo. Al final conseguimos que nos invitaran a cenar. Por regla general, ellos comen en la cocina, en una mesa estrecha y larga que no es ni siquiera una mesa, sino una ménsula: así se colocan los tres, uno al lado del otro, con la pared enfrente. Blanca. Pero para esa ocasión la madre había preparado el salón, que en nuestras casas es una habitación que no existe: está reservada para especiales piruetas de la vida, sin que, por otra parte, queden descartados los velatorios. En cualquier caso, fue allí donde comimos. El padre de Luca nos recibió con una alegría
auténtica
, y cuando se sentó a la cabecera de la mesa, indicándonos nuestros sitios, tenía el aspecto de un hombre sin reservas, seguro de su primacía de padre —como si fuera el padre de todos nosotros, aquella noche. Pero cuando la sopa de verduras estaba ya en los platos, y él sujetaba la cuchara entre sus dedos, el Santo juntó las manos delante de sí y empezó a decir las palabras de agradecimiento —con la cabeza agachada. Las dijo en voz alta. Son palabra hermosas. Dígnate, Señor, bendecir la comida que tu bondad nos ha entregado y a aquellos que nos la han preparado. Haz que la recibamos con alegría y sencillez de corazón, y ayúdanos a dar al que no tiene. Uno a uno agachamos la cabeza y seguimos sus palabras. Amén. El Santo tiene una bonita voz, y rasgos antiguos —la barba sutil, único entre nosotros. Sobre su rostro delgado, ya ascético. Como nosotros sabemos, posee una fuerza dura, cuando reza —adulta. Así que al padre de Luca debió de parecerle que alguien había ocupado su lugar —de padre. O le pareció que no había sabido hacer lo que pretendíamos de él y que un chiquillo con cara de místico había acudido en su ayuda. En consecuencia, desapareció. No volvió a oírse su voz en toda la cena. Acababa los platos, deglutía. No se rió ni una sola vez.
Al final, nos levantamos todos para recoger la mesa. Es algo que hacemos siempre, como buenos chicos, pero yo lo hice sobre todo para poder ir a la cocina y ver ese balcón del que Luca me había hablado. De hecho, se veía la barandilla y no era difícil imaginarse la espalda de su padre, inclinada hacia adelante, con los codos apoyados, la mirada en el vacío.
Al salir, no nos pareció que la cosa hubiera ido demasiado bien. Pero yo era el único que lo sabía, Bobby y el Santo no habían hablado nunca de ese tema con Luca. De manera que tan sólo nos dijimos que aquel hombre era raro. Era raro todo, en aquella casa. Teníamos bien claro que no íbamos a volver nunca más.
Que Andre sabe de mí —que existo— lo supe con certeza una tarde que estaba echado en un sofá, con mi novia, bajo una manta escocesa roja —ella me estaba tocando, es nuestra forma de practicar el sexo. Por regla general, nuestras novias creen en el Dios de los Evangelios igual que nosotros, y eso significa que llegarán vírgenes al matrimonio —a pesar de que, en los Evangelios, no se haga alusión a semejante proceder. De manera que nuestra forma de practicar el sexo es pasarnos horas tocándonos, mientras hablamos. Nunca nos corremos. Casi nunca. Nosotros, los chicos, tocamos toda la superficie de piel que podemos y de vez en cuando metemos la mano debajo de sus faldas, pero no siempre. Ellas, en cambio, enseguida nos tocan el miembro, porque somos nosotros los que nos abrimos los pantalones y, a veces, nos los quitamos. Esto ocurre en casas donde los padres hermanos hermanas están en el otro lado, detrás de la puerta, y cualquiera puede entrar de un momento a otro. Por tanto lo hacemos todo dentro de una precariedad entreverada de peligro. A menudo no hay más que una puerta entreabierta entre el pecado y el castigo, y esto hace, claro está, que el placer de tocarse y el miedo a ser descubiertos, así como el deseo y el remordimiento, se presenten de forma simultánea, fundidos en una única emoción que nosotros llamamos, con una espléndida exactitud, sexo: conocemos todos sus matices y valoramos la resplandeciente derivación del complejo de culpa, del que es una variante entre otras. Si alguien piensa que es una manera infantil de ver las cosas, es que no ha comprendido nada. El sexo es pecado: pensarlo como algo inocente es una simplificación a la que sólo los infelices se entregan.
De todas formas, ese día la casa estaba vacía, así que estábamos haciendo nuestras cosas con cierta tranquilidad, en los límites del aburrimiento. Cuando sonó el timbre de la puerta, mi novia se bajó la camiseta y dijo Es Andre, ha venido a recoger una cosa —levantándose y yendo a abrir la puerta. Parecía saber que aquello iba a ocurrir. Yo me quedé en el sofá, bajo la manta.
Únicamente me coloqué bien los calzoncillos —los tejanos estaban en el suelo, no quería que me encontrara poniéndomelos. Entraron en la habitación las dos, hablando: mi novia se metió de nuevo bajo la manta escocesa y Andre se sentó en un taburete de niños, de mimbre y madera, que estaba allí: se sentó con esa forma perfecta suya de hacer las cosas insignificantes, como sentarse en un taburete de niños de mimbre y madera cuando en la habitación había sillas normales por todas partes, y ya puestos incluso el sofá donde estábamos nosotros, tan grande. Y al sentarse me dijo Qué tal, con una sonrisa, sin presentaciones ni nada por el estilo. Lo sublime era que no le importaban para nada los tejanos en el suelo, la manta escocesa, ni lo que evidentemente estábamos haciendo nosotros dos allí debajo cuando ella había llegado. Simplemente se puso a charlar, a pocos metros de mis piernas desnudas, con una tranquilidad que parecía un veredicto —cualquier cosa que estuviéramos haciendo debajo de la manta era normal. Era la primera vez que alguien me perdonaba tan rápidamente —con aquella levedad, aquella sonrisa.